Las Noticias de hoy 11 Febrero 2023

Enviado por adminideas el Sáb, 11/02/2023 - 12:59

Ideas Claras

DE INTERES PARA HOY    sábado, 11 de febrero de 2023        

Indice:

ROME REPORTS

El Papa en Sudán del Sur: Es posible “construir juntos un futuro reconciliado”

El Papa sobre África: “No explotar e ir adelante juntos”

El Papa expresa su cercanía con Turquía y Siria tras terremoto

NUESTRA SEÑORA DE LOURDES* : Francisco Fernandez Carbajal

11 de febrero: Nuestra Señora de Lourdes

“Ten una devoción intensa a nuestra Madre” : San Josemaria

La Virgen de Lourdes y san Josemaría Escrivá

Jornada Mundial del Enfermo 2023

Tercer domingo de san José

La ternura de Dios (V): “A mí me lo hicisteis”: las obras de misericordia corporales : Carlos Ayxelá

FAMILIA, EDUCACIÓN, SEXUALIDAD : Javier Rodríguez 

Nuestra sociedad necesita hombres y mujeres virtuosos : Silvia del Valle Márquez

Solo el amor transforma : Felipe Arizmendi

La dignidad del trabajo. :  José Luis Velayos

Por qué las mujeres que van a abortar deberían escuchar el latido de su hijo : Chapu Apaolaza

Es razonable creer. Por qué el mundo es: materialismo o fe razonada : Esteban Escudero Torresa

Tienen miedo a “escucharla” la vida : Jesús D Mez Madrid

La “moral social”: Domingo Martínez Madrid

Maternidad y problemas económicos o laborales : Pedro García

El Cristianismo es unidad y armonía : Juan Pegueroles

 

ROME REPORTS

 

El Papa en Sudán del Sur: Es posible “construir juntos un futuro reconciliado”

Homilía del Santo Padre en Sudán del Sur

 

Misa en Yuba, Sudán del Sur, 5 febrero 2023 © Vatican Medi

El Papa Francisco ha invitado a mostrar que es “posible vivir la gratuidad, tener esperanza, construir todos juntos un futuro reconciliado” en la Misa en Sudán del Sur.

Esta mañana, domingo 5 de febrero de 2023, tras despedir al personal y a los bienhechores de la Nunciatura Apostólica en Yuba, el Santo Padre Francisco se trasladó en coche al Mausoleo “John Garang” para la Santa Misa.

A su llegada, tras cambiar de coche, el Santo Padre dio unas vueltas en el papamóvil entre los fieles junto con Mons. Stephen Ameyu Martin Mulla, arzobispo de Yuba. A las 8:45 (7:45 hora de Roma), presidió la celebración Eucarística en inglés, del V Domingo del Tiempo Ordinario.

Durante la Santa Misa, tras la proclamación del Evangelio, el Santo Padre pronunció la homilía.

Al final, tras el discurso de saludo del arzobispo de Yuba y antes de la bendición final, el Papa Francisco se dirigió a los fieles y peregrinos presentes con unas palabras de agradecimiento.

A continuación se trasladó en coche al aeropuerto internacional de Yuba para despedirse de Sudán del Sur, finaliza así su 40º viaje apostólico.

Publicamos a continuación la homilía y el saludo final del Papa pronunció en la Misa.

***

Homilía del Santo Padre

Las palabras que el apóstol Pablo dirigió a la comunidad de Corinto en la segunda Lectura, quisiera hoy hacerlas mías y repetirlas ante ustedes: «Cuando los visité para anunciarles el misterio de Dios, no llegué con el prestigio de la elocuencia o de la sabiduría. Al contrario, no quise saber nada, fuera de Jesucristo, y Jesucristo crucificado» (1 Co 2,1-2). Sí, la inquietud de Pablo es también la mía, al encontrarme aquí con ustedes en el nombre de Jesucristo, el Dios del amor, el Dios que realizó la paz por medio de su cruz; Jesús, Dios crucificado por todos nosotros; Jesús, crucificado en quien sufre; Jesús, crucificado en la vida de tantos de ustedes, en muchas personas de este país; Jesús resucitado, vencedor del mal y de la muerte. Vengo a ustedes para proclamarlo a Él, para confirmarlos en Él, porque el anuncio de Cristo es anuncio de esperanza. Él, en efecto, conoce las angustias y los anhelos que llevan en el corazón, las alegrías y las fatigas que marcan sus vidas, las tinieblas que los oprimen y la fe que, como un canto en la noche, elevan al cielo. Jesús los conoce y los ama; si permanecemos en Él, no debemos temer, porque también para nosotros cada cruz se transformará en resurrección, cada tristeza en esperanza, cada lamento en danza.

Quisiera, por tanto, detenerme en las palabras de vida que nuestro Señor Jesús nos dirigió hoy en el Evangelio: «Ustedes son la sal de la tierra […]. Ustedes son la luz del mundo» (Mt 5,13.14). ¿Qué nos dicen estas imágenes a nosotros, discípulos de Jesús?

En primer lugar, somos sal de la tierra. La sal sirve para dar sabor a la comida. Es el ingrediente invisible que da gusto a todo. Precisamente por eso, es considerada, desde tiempos antiguos, como símbolo de la sabiduría, es decir, de esa virtud que no se ve, pero que da gusto a la vida y sin la cual la existencia se vuelve insípida, sin sabor. Pero, ¿de qué sabiduría nos habla Jesús? Él utiliza esta imagen de la sal inmediatamente después de haber proclamado las Bienaventuranzas a sus discípulos. Comprendemos entonces que las Bienaventuranzas son la sal de la vida del cristiano; en efecto, llevan a la tierra la sabiduría del cielo; revolucionan los criterios del mundo y del modo habitual de pensar. ¿Y qué dicen? En pocas palabras, afirman que, para ser bienaventurados —es decir, plenamente felices—, no tenemos que buscar ser fuertes, ricos y poderosos; más bien, humildes, mansos y misericordiosos. No hacer daño a nadie, sino ser constructores de paz para todos. Esta —nos dice Jesús— es la sabiduría del discípulo, es lo que da sabor a la tierra que habitamos. Recordemos que, si ponemos en práctica las Bienaventuranzas, si encarnamos la sabiduría de Jesús, no damos un buen sabor solamente a nuestra vida, sino también a la sociedad, al país donde vivimos.

Pero la sal, además de dar sabor, tiene otra función, esencial en los tiempos de Cristo, que es conservar los alimentos para que no se deterioren y se echen a perder. Pero la Biblia dice que había una “comida”, un bien esencial que debía conservarse antes que cualquier otro: la alianza con Dios. Por eso en aquellos tiempos, cada vez que se hacía una ofrenda al Señor, se ponía un poco de sal. Escuchemos lo que dice la Escritura a este respecto: «Nunca dejarás que falte a tu oblación la sal de la alianza de tu Dios: sobre todas tus oblaciones deberás ofrecer sal» (Lv 2,13). De ese modo, la sal recordaba la necesidad básica de cuidar la relación con Dios, porque Él es fiel a nosotros, su alianza con nosotros es incorruptible, inviolable y duradera (cf. Nm 18,19; 2 Cro 13,5). Por eso el discípulo de Jesús, en cuanto sal de la tierra, es testigo de la alianza que Él ha realizado y que celebramos en cada Misa; una alianza nueva, eterna, inquebrantable (cf. 1 Co 11,25; Hb 9), un amor por nosotros que ni siquiera nuestras infidelidades pueden dañar.

Hermanos, hermanas, somos testigos de esta maravilla. Antiguamente, cuando las personas y los pueblos establecían una amistad entre ellos, a menudo la estipulaban intercambiándose un poco de sal. Nosotros, que somos sal de la tierra, estamos llamados a testimoniar la alianza con Dios en la alegría, con gratitud, mostrando que somos personas capaces de crear lazos de amistad, de vivir la fraternidad, de construir buenas relaciones humanas, para impedir que la corrupción del mal, el morbo de las divisiones, la suciedad de los negocios ilícitos y la plaga de la injusticia prevalezcan.

Hoy quisiera agradecerles por ser sal de la tierra en este país. Sin embargo, frente a tantas heridas, a la violencia que alimenta el veneno del odio, a la iniquidad que provoca miseria y pobreza, podría parecerles que son pequeños e impotentes. Pero, cuando les asalte la tentación de sentirse insuficientes, hagan la prueba de mirar la sal y sus granitos minúsculos; es un pequeño ingrediente y, una vez puesto en un plato, desaparece, se disuelve, pero precisamente así es como da sabor a todo el contenido. Del mismo modo, nosotros cristianos, aun siendo frágiles y pequeños, aun cuando nuestras fuerzas nos parezcan pocas frente a la magnitud de los problemas y a la furia ciega de la violencia, podemos dar un aporte decisivo para cambiar la historia. Jesús desea que lo hagamos como la sal: una pizca que se disuelve es suficiente para dar un sabor diferente al conjunto. Entonces no podemos echarnos atrás, porque sin ese poco, sin nuestro poco, todo pierde gusto. Comencemos justamente por lo poco, por lo esencial, por aquello que no aparece en los libros de historia, pero cambia la historia. En el nombre de Jesús, de sus Bienaventuranzas, depongamos las armas del odio y de la venganza para empuñar la oración y la caridad; superemos las antipatías y aversiones que, con el tiempo, se han vuelto crónicas y amenazan con contraponer las tribus y las etnias; aprendamos a poner sobre las heridas la sal del perdón, que quema, pero sana. Y, aunque el corazón sangre por los golpes recibidos, renunciemos de una vez por todas a responder al mal con el mal, y nos sentiremos bien interiormente; acojámonos y amémonos con sinceridad y generosidad, como Dios hace con nosotros. Cuidemos el bien que tenemos, ¡no nos dejemos corromper por el mal!

Pasemos a la segunda imagen que usa Jesús, la luz: Ustedes son la luz del mundo. Una famosa profecía decía acerca de Israel: «Yo te destino a ser la luz de las naciones, para que llegue mi salvación hasta los confines de la tierra» (Is 49,6). La profecía ya se ha cumplido, porque Dios Padre ha enviado a su Hijo, y Él es la luz del mundo (cf. Jn 8,12), la luz verdadera que ilumina a cada hombre y a cada pueblo, la luz que brilla en las tinieblas y disipa las nubes de cualquier oscuridad (cf. Jn 1,5.9). Pero el mismo Jesús, luz del mundo, dice a sus discípulos que también ellos son luz del mundo. Eso significa que nosotros, acogiendo la luz de Cristo, la luz que es Cristo, nos volvemos luminosos, irradiamos la luz de Dios.

Jesús agrega: «No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos lo de casa» (Mt 5,14.15). También en este caso se trata de imágenes familiares en aquellos tiempos; varias aldeas de Galilea estaban en las colinas, se las podía ver bien desde lejos; y a las lámparas, en las casas, se las ponía en alto para que dieran luz en todos los rincones de la habitación; después, cuando había que apagarlas, se cubrían con un objeto de terracota llamado “celemín”, que quitaba el oxígeno a la llama hasta extinguirla.

Hermanos y hermanas, la invitación de Jesús a ser luz del mundo es clara. Nosotros, que somos sus discípulos, estamos llamados a brillar como una ciudad puesta en lo alto, como un candelero cuya llama no tiene que apagarse. En otras palabras, antes de preocuparnos por las tinieblas que nos rodean, antes de esperar que algo a nuestro alrededor se aclare, se nos exige brillar, iluminar, con nuestra vida y con nuestras obras, la ciudad, las aldeas y los lugares donde vivimos, las personas que tratamos, las actividades que llevamos adelante. El Señor nos da la fuerza para ello, la fuerza de ser luz en Él, para todos; porque todos tienen que poder ver nuestras obras buenas y, viéndolas —nos recuerda Jesús—, se abrirán con asombro a Dios y le darán gloria (cf. v. 16). Si vivimos como hijos y hermanos en la tierra, la gente descubrirá que tiene un Padre en los cielos. A nosotros, por tanto, se nos pide que ardamos de amor. No vaya a suceder que nuestra luz se apague, que desaparezca de nuestra vida el oxígeno de la caridad, que las obras del mal quiten aire puro a nuestro testimonio. Esta tierra, hermosísima y martirizada, necesita la luz que cada uno de ustedes tiene, o mejor, la luz que cada uno de ustedes es.

Queridos hermanos y hermanas, les deseo que sean sal que se esparce y se disuelve con generosidad para dar sabor a Sudán del Sur con el gusto fraterno del Evangelio; que sean comunidades cristianas luminosas que, como ciudades puestas en lo alto, irradien una luz de bien a todos y muestren que es hermoso y posible vivir la gratuidad, tener esperanza, construir todos juntos un futuro reconciliado. Estoy con ustedes y les deseo que experimenten la alegría del Evangelio, el sabor y la luz que el Señor, «el Dios de la paz» (Flp 4,9), el «Dios de todo consuelo» (2 Co 1,3), quiere infundir en cada uno de ustedes.

Saludo final

Gracias, querido Hermano Stephen, por estas palabras. Saludo al Señor Presidente de la República, así como a todas las Autoridades civiles y religiosas presentes. He llegado ya a la conclusión de esta peregrinación en medio de ustedes y deseo expresar mi agradecimiento por la acogida recibida y por todo el trabajo que han realizado para preparar esta visita, que fue una visita fraterna de tres.

Les agradezco a todos ustedes, hermanos y hermanas, que han venido en gran número desde diferentes lugares, haciendo muchas horas —incluso días— de camino. Además del afecto que me han manifestado, les agradezco su fe, su paciencia, todo el bien que hacen y todas las fatigas que ofrecen a Dios sin desanimarse, para seguir adelante. En Sudán del Sur hay una Iglesia valiente, emparentada con la de Sudán, como nos recordaba el Arzobispo, el cual mencionó la figura de santa Josefina Bakhita, una gran mujer, que con la gracia de Dios transformó en esperanza su sufrimiento. «La esperanza que en ella había nacido y la había “redimido” no podía guardársela para sí sola; esta esperanza debía llegar a muchos, llegar a todos», escribió Benedicto XVI (Carta enc. Spe salvi, 3). Esperanza es la palabra que quisiera dejarle a cada uno de ustedes, como un don para compartir, como una semilla que dé fruto. Tal como nos recuerda la figura de santa Josefina, la esperanza, especialmente aquí, se encuentra en el signo de la mujer y por eso quisiera agradecer y bendecir de modo especial a todas las mujeres del país.

A la esperanza quisiera asociar otra palabra. Ha sido la palabra que nos acompañó estos días: paz. Con mis hermanos Justin e Iain, a quienes agradezco de corazón, hemos venido aquí y seguiremos acompañando sus pasos, los tres juntos, haciendo todo lo posible para que sean pasos de paz, pasos hacia la paz. Quisiera confiar este camino de todo el pueblo con nosotros tres, este camino de la reconciliación y de la paz a otra mujer. Me refiero a nuestra tierna Madre María, la Reina de la paz. Nos acompañó con su presencia solícita y silenciosa. A ella, a quien ahora rezamos, le encomendamos la causa de la paz en Sudán del Sur y en todo el continente africano. A la Virgen encomendamos también la paz en el mundo, en particular los numerosos países que se encuentran en guerra, como la martirizada Ucrania.

Queridos hermanos y hermanas, volvemos, cada uno de nosotros tres a nuestra sede, llevándolos aún más presentes en el corazón. Lo repito, ¡están en nuestro corazón, están en nuestros corazones, están en los corazones de los cristianos de todo el mundo! No pierdan nunca la esperanza. Y que no se pierda la ocasión de construir la paz. Que la esperanza y la paz habiten en ustedes. Que la esperanza y la paz habiten en Sudán del Sur.

 

 

 

El Papa sobre África: “No explotar e ir adelante juntos”

Catequesis de la audiencia general sobre su reciente viaje a República Democrática del Congo y Sudán del Sur

 

papa áfrica adelante juntos

Viaje apostólico a la República Democrática del Congo. Encuentro con los representantes de algunas obras caritativas, 1 febrero 2023 © Vatican Media

El Papa Francisco ha pedido nuevamente: “¡Basta de explotar África!” y ha invitado a “ir adelante juntos”, siempre con esperanza.

En la audiencia general de este miércoles, 8 de febrero de 2023, el Santo Padre ha dedicado su catequesis a revivir los momentos más significativos de su reciente Viaje Apostólico a la República Democrática del Congo y Sudán del Sur, países que visitó del 31 de enero hasta el 5 de febrero.

El Papa describió que la República Democrática del Congo “es como un diamante, por su naturaleza, por sus recursos, sobre todo por su gente; pero este diamante se ha convertido en motivo de contiendas, de violencias, y paradójicamente de empobrecimiento del pueblo”.

Esta, señaló Francisco, es una dinámica que se repite en otras regiones africanas, “y que vale en general para ese continente: continente colonizado, explotado, saqueado”. Y recordó que “frente a todo esto dije dos palabras: la primera es negativa, “¡basta!”, ¡basta de explotar África! He dicho otras veces que en el inconsciente colectivo está ‘África debe ser explotada’: ¡basta con esto! Dije eso. La segunda es positiva: juntos, juntos con dignidad, todos juntos, con respeto recíproco, juntos en el nombre de Cristo, nuestra esperanza, ir adelante. No explotar e ir adelante juntos”.

A continuación, sigue el texto de la catequesis completa, los saludos, el llamamiento y las palabras en español del Pontífice durante la audiencia general.

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El viaje apostólico a la República Democrática del Congo y a Sudán del Sur

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La semana pasada visité dos países africanos: la República Democrática del Congo y Sudán del Sur. Doy las gracias a Dios que me ha permitido realizar este viaje, deseado desde hace tiempo. Dos “sueños”: visitar al pueblo congoleño, custodio de un país inmenso, pulmón verde de África: junto a la Amazonia, son los dos pulmones del mundo. Tierra rica de recursos y ensangrentada por una guerra que no termina nunca porque siempre hay quien alimenta el fuego. Y visitar al pueblo sursudanés, en una peregrinación de paz junto al arzobispo de Canterbury Justin Welby y al moderador general de la Iglesia de Escocia, Iain Greenshields: fuimos juntos para testimoniar que es posible y necesario colaborar en la diversidad, especialmente si se comparte la fe en Jesucristo.

Los primeros tres días estuve en Kinsasa, capital de la República Democrática del Congo. Renuevo mi gratitud al presidente y a las otras autoridades del país por la acogida que me reservaron. Inmediatamente después de mi llegada, en el Palacio Presidencial, pude dirigir el mensaje a la nación: el Congo es como un diamante, por su naturaleza, por sus recursos, sobre todo por su gente; pero este diamante se ha convertido en motivo de contiendas, de violencias, y paradójicamente de empobrecimiento del pueblo. Es una dinámica que se encuentra también en otras regiones africanas, y que vale en general para ese continente: continente colonizado, explotado, saqueado. Frente a todo esto dije dos palabras: la primera es negativa, “¡basta!”, ¡basta de explotar África! He dicho otras veces que en el inconsciente colectivo está “África debe ser explotada”: ¡basta con esto! Dije eso. La segunda es positiva: juntos, juntos con dignidad, todos juntos, con respeto recíproco, juntos en el nombre de Cristo, nuestra esperanza, ir adelante. No explotar e ir adelante juntos.

Y en el nombre de Cristo nos hemos reunido en la gran Celebración eucarística.

También en Kinsasa hubo otros encuentros: con las víctimas de la violencia en el este del país, la región que desde hace años está desgarrada por la guerra entre grupos armados manejados​​por intereses económicos y políticos. No pude ir a Goma. La gente vive en el miedo y en la inseguridad, sacrificada en el altar de negocios ilegales. Escuché los testimonios impactantes de algunas víctimas, especialmente mujeres, que depositaron a los pies de la Cruz armas y otros instrumentos de muerte. Con ellos dije “no” a la violencia, “no” a la resignación, “sí” a la reconciliación y a la esperanza. Han sufrido mucho y siguen sufriendo.

Después me reuní con representantes de diferentes obras de caridad presentes en el país, para darles las gracias y animarlos. Su trabajo con los pobres y para los pobres no hace ruido, pero día tras día hace crecer el bien común. Y sobre todo con la promoción: las iniciativas de caridad deben estar siempre en primer lugar para la promoción, no solo para la asistencia sino para la promoción. Asistencia sí, pero promoción.

Un momento entusiasmante fue el encuentro con los jóvenes y los catequistas congoleños en el estadio. Fue como una inmersión en el presente proyectado hacia el futuro. ¡Pensemos en la fuerza de renovación que puede llevar a esa nueva generación de cristianos, formados y animados por la alegría del Evangelio! A ellos, a los jóvenes, les indiqué cinco caminos: la oración, la comunidad, la honestidad, el perdón y el servicio.  A los jóvenes del Congo les dije: vuestro camino es este; oración, vida comunitaria, honestidad, perdón y servicio. Que el Señor escuche el grito que invoca paz y justicia.

Después, en la Catedral de Kinsasa me reuní con los sacerdotes, los diáconos, los consagrados y las consagradas y los seminaristas. Son muchos y son jóvenes, porque las vocaciones son numerosas: es una gracia de Dios. Les exhorté a ser servidores del pueblo como testigos del amor de Cristo, superando tres tentaciones: la mediocridad espiritual, la comodidad mundana y la superficialidad. Que son tentaciones ―yo diría― universales, para los seminaristas y para los sacerdotes. Cierto, la mediocridad espiritual, cuando un sacerdote cae en la mediocridad, es triste; la comodidad mundana, es decir, la mundanidad, que es uno de los peores males que pueden suceder a la Iglesia; y la superficialidad. Finalmente, con los obispos congoleños compartí la alegría y la fatiga del servicio pastoral. Les invité a dejarse consolar por la cercanía de Dios y a ser profetas para el pueblo, con la fuerza de la Palabra de Dios, ser signos de cómo es el Señor, de la actitud que tiene el Señor con nosotros: compasión, cercanía y ternura. Son tres maneras de cómo el Señor se relaciona con nosotros: se hace cercano ―la cercanía― con compasión y con ternura. Esto pedí a los sacerdotes y a los obispos

Después, la segunda parte del viaje tuvo lugar en Yuba, capital de Sudán del Sur, Estado nacido en 2011. Esta visita tuvo una fisonomía totalmente particular, expresada por el lema que retomaba las palabras de Jesús: “Rezo para que sean una sola cosa” (cfr. Jn 17,21). De hecho, se trató de una peregrinación ecuménica de paz, realizada junto a los jefes de dos Iglesias históricamente presentes en esa tierra: la Comunión Anglicana y la Iglesia de Escocia. Era el punto de llegada de un camino iniciado hace algunos años, que nos había visto reunidos en Roma en 2019, con las autoridades sursudanesas, para asumir el compromiso de superar el conflicto y construir la paz. En 2019 se hizo un retiro espiritual aquí, en la Curia, de dos días, con todos estos políticos, con toda esta gente aspirante a los puestos, algunos enemigos entre ellos, pero estaban todos en el retiro. Y esto dio la fuerza para ir adelante. Lamentablemente el proceso de reconciliación no ha avanzado mucho, y el recién nacido Sudán del Sur es víctima de la vieja lógica del poder, de la rivalidad, que produce guerra, violencias, refugiados y desplazados internos. Agradezco mucho al señor presidente la acogida que nos dio y cómo está tratando de gestionar este camino nada fácil, para decir “no” a la corrupción y al tráfico de armas y “sí” al encuentro y al diálogo. Y esto es vergonzoso: muchos países llamados civilizados ofrecen ayuda a Sudán del Sur, y la ayuda consiste en armas, armas, armas para fomentar la guerra. Esto es una vergüenza. Y sí, ir adelante diciendo “no” a la corrupción y al tráfico de armas y “sí” al encuentro y al diálogo. Solo así podrá haber desarrollo, la gente podrá trabajar en paz, los enfermos curarse, los niños ir al colegio.

El carácter ecuménico de la visita a Sudán del Sur se manifestó en particular en el momento de oración celebrado junto con los hermanos anglicanos y con los de la Iglesia de Escocia. Juntos escuchamos la Palabra de Dios, juntos le dirigimos oraciones de alabanza, de súplica y de intercesión.  En una realidad fuertemente conflictual como la de Sudán del Sur este signo es fundamental, y no es descontado, porque lamentablemente está quien abusa del nombre de Dios para justificar violencias y abusos.

Hermanos y hermanas, Sudán del Sur es un país de unos 11 millones de habitantes ―¡pequeño!― de los cuales, a causa de los conflictos armados, dos millones son desplazados internos y otros tantos han huido a países vecinos. Por esto quise reunirme con un gran grupo de desplazados internos, escucharlos y hacerles sentir la cercanía de la Iglesia. De hecho, las Iglesias y las organizaciones de inspiración cristiana están en primera línea junto a esta pobre gente, que desde hace años vive en los campos para desplazados. En particular me dirigí a las mujeres ―hay mujeres valientes allí― que son la fuerza que puede transformar el país; y animé a todos a ser semillas de un nuevo Sudán del Sur, sin violencia, reconciliado y pacificado.

Luego, en el encuentro con los pastores y los consagrados de esa Iglesia local, miramos a Moisés como modelo de docilidad a Dios y de perseverancia en la intercesión.

Y en la celebración eucarística, último acto de la visita a Sudán del Sur y también de todo el viaje, me hice eco del Evangelio animando a los cristianos a ser “sal y luz” en esa tierra tan probada. Dios no pone su esperanza en los grandes y en los poderosos, sino en los pequeños y en los humildes. Así es como se mueve Dios.

Doy las gracias a las autoridades de Sudán del Sur, al señor presidente, a los organizadores del viaje y a todos aquellos que han puesto su esfuerzo, su trabajo para que la visita saliera bien. Doy las gracias a mis hermanos, Justin Welby e Iain Greenshields, por haberme acompañado en este viaje ecuménico.

Recemos para que, en la República Democrática del Congo y en Sudán del Sur, y en toda África, broten las semillas de su Reino de amor, de justicia y de paz.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los que han venido de Chile. Encomendemos a las víctimas y a los afectados por los incendios en esta querida nación. Les pido también que recemos por nuestros hermanos y hermanas del continente africano —especialmente por la República Democrática del Congo y Sudán del Sur—, para que Dios los guíe por sendas de amor, de justicia y de paz. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.

Llamamiento

Mi pensamiento va, en este momento, a las poblaciones de Turquía y Siria duramente golpeadas por el terremoto, que ha causado miles de muertos y heridos. Con conmoción rezo por ellos y expreso mi cercanía a estos pueblos, a los familiares de las víctimas y a todos aquellos que sufren por esta devastadora calamidad. Agradezco a todos los que se esfuerzan por llevar socorro y animo a todos a solidarizarse con esos territorios, que ya han sido martirizados por una larga guerra. Rezamos juntos para que estos hermanos y hermanas nuestros puedan ir adelante, superando esta tragedia, y pedimos a la Virgen que les proteja: “Dios te salve María…”.

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

La semana pasada visité dos países africanos: la República Democrática del Congo y Sudán del Sur. Agradezco a Dios que me permitió realizar ese viaje tan esperado. Los primeros tres días estuve en Kinsasa, capital de la República Democrática del Congo. Compartimos la fe en diversos encuentros y celebraciones. El pueblo congoleño habita en una tierra rica de recursos, pero herida por conflictos que no acaban nunca. Pude escuchar los valientes testimonios de algunas víctimas de la guerra, reafirmando junto a ellos la necesidad del perdón y la paz.

La segunda etapa del viaje fue una peregrinación ecuménica de paz en Yuba, capital de Sudán del Sur. Fui junto con el arzobispo de Canterbury, Justin Welby, y el Moderador General de la Iglesia de Escocia, Iain Greenshields. Allí me encontré con el Pueblo de Dios sursudanés, y suplicamos juntos el don de la concordia y la reconciliación, así como el celo apostólico para seguir siendo testigos de la esperanza y la alegría del Evangelio.

© Librería Editora Vaticana

 

El Papa expresa su cercanía con Turquía y Siria tras terremoto

Al final de la audiencia general

 

Papa Turquía Siria terremoto

Audiencia general, 8 febrero 2023 © Vatican Media

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Al final de la audiencia general de este miércoles, el Papa Francisco ha mostrado nuevamente su cercanía ante el violento terremoto que sacudió a Turquía y Siria y ha animado a rezar y a solidarizarse con estos pueblos.

El seísmo, de magnitud 7,8 que se produjo el pasado lunes, 6 de febrero de 2023, mató al menos a 9.500 personas y dejó sin hogar a otras 380.000 solo en el caso de Turquía.

“Mi pensamiento va, en este momento, a las poblaciones de Turquía y Siria duramente golpeadas por el terremoto, que ha causado miles de muertos y heridos. Con conmoción rezo por ellos y expreso mi cercanía a estos pueblos, a los familiares de las víctimas y a todos aquellos que sufren por esta devastadora calamidad”, expresó al final de la audiencia general.

Asimismo, Francisco ha agradecido “a todos los que se esfuerzan por llevar socorro y animo a todos a solidarizarse con esos territorios, que ya han sido martirizados por una larga guerra”. Con estas palabras, el Pontífice se refiere especialmente a la población de Alepo y otras ciudades sirias que temen volver a sus hogares, convertidos en lugares inseguros por las bombas de esta década de conflicto.

“Rezamos juntos para que estos hermanos y hermanas nuestros puedan ir adelante, superando esta tragedia, y pedimos a la Virgen que les proteja: ‘Dios te salve María…’”, concluyó.

Además de dirigir dos telegramas a los nuncios de los respectivos países, el Sucesor de Pedro también dedicó un tuit en el día de ayer que decía: “#OremosJuntos por las poblaciones de Turquía y de Siria, gravemente afectadas por un terremoto que ha causado miles de muertos y heridos. Doy las gracias a cuantos se están esforzando por prestar socorro, e invito a todos a la solidaridad”.

Por otro lado, como es habitual en las audiencias generales el Sucesor de Pedro ha vuelto a dirigir su pensamiento hacia la “martirizada” Ucrania. En estos momentos se están produciendo nuevos ataques en la provincia de Sumy, en el noreste del país, mientras que en el este hay inquietud ante la posibilidad de que ocurra una ofensiva en los próximos días.

“No olvidemos el sufrimiento del pueblo ucraniano tan martirizado por este frío, sin luz, sin calefacción y en guerra”, fueron las palabras del Papa Francisco.

 

NUESTRA SEÑORA DE LOURDES*

Memoria

— Las apariciones de la gruta. Santa María, Salus infirmorum.

— El sentido de la enfermedad y del dolor.

— Santificar el dolor. Acudir a Nuestra Señora.

I. Cuatro años después de haberse proclamado el dogma de la Inmaculada Concepción, se apareció la Santísima Virgen a una niña de catorce años, Bernadette Soubirous, en una gruta cercana a Lourdes. La Virgen era de tal belleza que era imposible describirla, cuenta la Santa1. Cuando años más tarde el escultor de la gruta preguntó a Bernadette si su obra, que representaba a la Virgen, se asemejaba a la aparición, respondió con gran ingenuidad y sencillez: «¡Oh, no, señor, de ninguna manera! ¡No se parece en nada!». La Virgen es siempre más bella.

Las apariciones se sucedieron durante diecisiete días más. La niña preguntaba su nombre a la Señora, y esta «sonreía dulcemente». Por fin, Nuestra Señora le reveló que era la Inmaculada Concepción.

En Lourdes se han sucedido muchos prodigios sobre los cuerpos y más aún sobre las almas. Incontables han sido las curaciones, y muchos más quienes han vuelto sanos de las diferentes enfermedades que también puede padecer el alma, habiendo recobrado la fe, con una piedad más recia o con una aceptación amorosa de la voluntad divina.

La Primera lectura de la Misa2 propone a nuestra consideración las palabras del Profeta Isaías que consolaba al pueblo elegido en el destierro con la vuelta a la ciudad santa, en la que encontrarían el consuelo como un hijo pequeño en su madre. Porque así dice el Señor: Yo haré derivar hacia ella, como un río de paz, como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones. Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como un niño a quien su madre consuela, así os consolaré Yo...

Al meditar en la fiesta de hoy, vemos cómo el Señor ha querido poner en manos de su Madre todas las verdaderas riquezas que los hombres debemos implorar, y nos ha dejado en Ella el consuelo del que andamos tan necesitados. Aquellas dieciocho apariciones a la pequeña Bernadette son una llamada que nos recuerda la misericordia de Dios, que se ejerce a través de Santa María.

La Virgen se muestra siempre como Salud de los enfermos y Consoladora de los afligidos. Nosotros, al hacer hoy nuestra oración, acudimos a Ella, pues son muchas las necesidades que tenemos a nuestro alrededor. Ella las conoce bien, nos escucha allí donde nos encontramos y quiere que acudamos a su protección. Y esto nos llena de alegría y de consuelo, especialmente en la fiesta que hoy celebramos. A Nuestra Señora acudimos como hijos que no se quieren alejar de Ella: «Madre, Madre mía...», le decimos en la intimidad de nuestra oración, pidiéndole ayuda en tantas necesidades como nos apremian: en el apostolado, en la propia vida interior, en aquellos que tenemos a nuestro cargo, y de los que nos pedirá cuentas el Señor.

II. También la Santísima Virgen quiso recordar en aquella gruta la necesidad de la conversión y de la penitencia. Quiso Nuestra Madre poner de relieve que la humanidad fue redimida en la Cruz, y el valor redentor actual del dolor, del sufrimiento y de la mortificación voluntaria.

Lo que los hombres consideran, con mirada solo humana, como un gran mal, con ojos de buenos cristianos puede ser un gran bien: la enfermedad, la pobreza, el dolor, el fracaso, la difamación, la falta de trabajo... En momentos humanamente muy difíciles, podemos descubrir, con la ayuda de la gracia, que esa situación de debilidad es un gran camino para una sincera humildad, al sentirnos necesitados y en especial dependencia de Dios. La enfermedad, o cualquier otra desgracia, puede ayudarnos mucho a despegarnos un poco más de las cosas de la tierra, en las que, casi sin darnos cuenta, estábamos quizá demasiado metidos. Sentimos entonces la necesidad de mirar al Cielo y de fortalecer la esperanza sobrenatural, al comprobar la endeblez de la esperanza humana.

La enfermedad nos ayuda a confiar más en Dios, que nunca tienta por encima de nuestras fuerzas3, y a poner nuestra seguridad en Él, en la filiación divina, en el abandono pleno en sus brazos fuertes de padre. Él conoce bien nuestras fuerzas y no nos pedirá nunca más de lo que podamos dar. La enfermedad, o cualquier desgracia, es buena ocasión para llevar a la práctica el consejo de San Agustín: hacer todo lo que se pueda y pedir lo que no se puede4, pues Él no manda cosas imposibles.

La gran prueba de amor que podemos dar es aceptar la enfermedad, y la misma muerte, entregando la vida como oblación y sacrificio por Cristo, para bien de todo su Cuerpo Místico, la Iglesia. Nuestras penas y dolores pierden su amargura cuando se elevan hasta el Cielo. Poenae sunt pennae, las penas son alas, dice una antigua expresión latina. Una enfermedad puede ser, en algunas ocasiones, alas que nos levanten hasta Dios. ¡Qué diferente es la enfermedad acogida con fe y humildad, aceptando de corazón la voluntad de Dios, de la que, por el contrario, se recibe con fe corta, malhumorados, resentidos o tristes!

III. ... Y estaba allí la Madre de Jesús5. Con alegría vemos cómo a los santuarios de la Virgen se acercan personas de todo tipo y condición y se postran a los pies de Nuestra Señora. Quizá no se habrían acercado si no hubieran experimentado la debilidad, el dolor o la necesidad, propia o ajena.

Refiriéndose a la fiesta que hoy celebramos, se preguntaba el Papa Juan Pablo II por qué gentes tan diversas acuden a la gruta donde tuvieron lugar las apariciones, y respondía: «Porque saben que allí, como en Caná, “está la madre de Jesús”: y donde Ella está no puede faltar su Hijo. Esta es la certeza que mueve a las multitudes que cada año se vuelcan en Lourdes en busca de un alivio, de un consuelo, de una esperanza (...).

»La curación milagrosa, sin embargo, es, a pesar de todo, un acontecimiento excepcional. La potencia salvífica de Cristo, obtenida por la intercesión de su Madre, se revela en Lourdes sobre todo en el ámbito espiritual. En el corazón de los enfermos hace oír la voz del Hijo que desata prodigiosamente los entumecimientos de la acritud y de la rebelión, y restituye los ojos al alma para ver con una luz nueva el mundo, los demás, el propio destino»6.

El Señor, a quien nos conduce siempre su Madre, amaba a los enfermos. San Pedro compendia su vida en estas pocas palabras: Jesús de Nazareth... pasó haciendo el bien y sanando...7. Los Evangelios no se cansan de ponderar la misericordia del Maestro con quienes padecían en el alma o en el cuerpo. Gran parte de su ministerio aquí en la tierra lo dedicó a curar a los enfermos y a consolar a los afligidos. «Era sensible a todo sufrimiento humano, tanto del cuerpo como del alma»8. Él es compasivo y espera de nuestra parte que pongamos los medios a nuestro alcance para salir de esa enfermedad o de ese agobio; y nunca permitirá pruebas por encima de nuestras fuerzas. En todo momento nos dará las gracias suficientes para que esas circunstancias dolorosas no nos separen de Él; por el contrario, deben acercarnos más y más y ayudarnos a llevar a otras personas a una mejora espiritual de sus vidas. Podemos pedir la curación o que se resuelvan los problemas que pesan sobre nosotros, pero, ante todo, debemos pedir ser dóciles a la gracia para que en esas circunstancias -en esas y no en otras sepamos crecer en fe, en esperanza y en caridad.

Nos aliviará las penas y sufrimientos el no pensar excesivamente en ellos, porque los hemos dejado en manos de Dios, y tampoco en las consecuencias futuras de los males que padecemos, pues aún no tenemos la gracia para sobrellevarlas... y quizá no se presenten. Bástele a cada día su propio afán9. No olvidemos que «todos estamos llamados a sufrir, pero no todos en el mismo grado y de la misma manera; cada uno seguirá en esto su llamada, correspondiendo a ella generosamente. El sufrimiento, que desde el punto de vista humano es tan desagradable, se convierte en fuente de santificación y de apostolado, cuando lo aceptamos con amor y en unión con Jesús...»10, corredimiendo con Él, sintiéndonos hijos de Dios, especialmente en esas circunstancias.

Acudamos en todo a María. Ella nos atenderá siempre. Nos alcanzará lo que pedimos, o nos conseguirá gracias mayores y más abundantes para que de los «males saquemos bienes; y de los grandes males, grandes bienes». Y sea cual sea nuestra situación, experimentaremos siempre su consuelo. Consolatrix afflictorum, Salus infirmorum, Auxilium christianorum... ora pro eis... ora pro me.

Ven en ayuda de nuestra debilidad, Dios de misericordia, y haz que, al recordar hoy a la Inmaculada Madre de tu Hijo, por su intercesión nos veamos libres de nuestras culpas11.

1 Liturgia de las Horas, Segunda lectura del Oficio, Carta de Santa María Bernarda Soubirous al padre Godrand, año 1861. — 2 Is 66, 10-14. — 3 Cfr. 1 Cor 10, 13. — 4 Cfr. San Agustín, Tratado de la naturaleza y de la gracia, 43, 5. — 5 Cfr. Jn 2, 1. — 6 Juan Pablo II, Homilía 11-II-1980. — 7 Hech 10, 38. — 8 Juan Pablo II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-II-1984, 16. — 9 Mt 6, 34. — 10 A. Tanquerey, La divinización del sufrimiento, Rialp, Madrid 1955, p. 240. — 11 Liturgia de las Horas, Oración conclusiva de laudes.

En el año 1858, la Inmaculada Virgen María se apareció dieciocho veces a la niña Bernadette Soubirous en una gruta cercana a Lourdes. La primera aparición tuvo lugar el 11 de febrero. Por medio de esta niña, la Virgen llama a los pecadores a la conversión y a un mayor espíritu de oración y caridad, principalmente con los más necesitados. Recomienda el rezo del Santo Rosario, oración con la que acudimos a nuestra Madre como hijos pequeños y necesitados. León XIII aprobó esta festividad y Pío X la extendió a toda la Iglesia. Bernadette fue beatificada y canonizada por Pío XI en 1925.

 

 

11 de febrero: Nuestra Señora de Lourdes

Comentario de la fiesta de Nuestra Señora de Lourdes. “Y, como faltó vino, la madre de Jesús le dijo «No tienen vino»”. «Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. —Y cómo logra. —Aprende».

11/02/2023

Evangelio (Jn 2, 1-11)

Al tercer día se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y estaba allí la madre de Jesús. También fueron invitados a la boda Jesús y sus discípulos. Y, como faltó vino, la madre de Jesús le dijo:

—No tienen vino.

Jesús le respondió:

—Mujer, ¿qué nos importa a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora.

Dijo su madre a los sirvientes:

—Haced lo que él os diga.

Había allí seis tinajas de piedra preparadas para las purificaciones de los judíos, cada una con capacidad de unas dos o tres metretas. Jesús les dijo:

—Llenad de agua las tinajas.

Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dijo:

—Sacadlas ahora y llevadlas al maestresala.

Así lo hicieron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, sin saber de dónde provenía —aunque los sirvientes que sacaron el agua lo sabían— llamó al esposo y le dijo:

—Todos sirven primero el mejor vino, y cuando ya han bebido bien, el peor; tú, al contrario, has reservado el vino bueno hasta ahora.

Así, en Caná de Galilea hizo Jesús el primero de los signos con el que manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él.


Comentario

Hoy celebramos en la Iglesia la fiesta de la Virgen de Lourdes. Cada 11 de febrero conmemoramos la primera aparición de María a Santa Bernardita Soubirous en Lourdes. En 1992, San Juan Pablo II instituyó la Jornada Mundial del Enfermo en esta fecha. El relato de Lourdes nos narra cómo María resulta decisiva en la historia de la humanidad. Igual que en la escena del Evangelio de hoy. En las bodas de Caná, María adquiere un gran protagonismo. El narrador no tiene reparo en mencionarla antes que a su Hijo en el relato de las bodas.

La celebración de unas bodas en el Oriente antiguo podía durar varios días. Sobre todo, si los invitados realizaban largos desplazamientos a pie desde lugares lejanos. Este hecho suaviza algo la indolencia de los novios y los encargados, que quizá con el pasar de los días de celebración no repararon en que faltó el vino. ¡Qué desastre! «¿Cómo es posible celebrar la boda y hacer fiesta si falta aquello que los profetas indicaban como un elemento típico del banquete mesiánico (Cfr. Am 9,13-14; Jo 2,24; Is 25,6)?»[1]. Este detalle cotidiano pero importante para todos no pasa desapercibido a la intuición femenina y práctica de María, acostumbrada a centrar su atención e interés en los demás. Cuando descubre el problema, enseguida piensa en su Hijo para solucionarlo. Con diligencia y fe, reúne a los sirvientes y se atreve a apelar en público a la condición divina de Jesús: “No tienen vino”. —“Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. —Y cómo logra. —Aprende”[2].

La petición de María trasciende además la escena de Caná y hace vibrar en el corazón de su Hijo la promesa de salvación que Dios anunció en el Génesis. Por eso Jesús la llama con solemnidad bíblica “Mujer”, y expresa un aparente reproche porque no ha llegado su hora. Reproche que María parece ignorar: “Dijo su madre a los sirvientes: -Haced lo que él os diga”. Estas son las últimas palabras de María recogidas en los evangelios. Son como un legado materno para todos los hombres.

Jesús no solo cede a la petición de su Madre, sino que también admite la colaboración de los siervos que María le presenta. El que multiplica el vino habitualmente a través del agua filtrada por las viñas de los campos, acelera ahora el proceso a través del agua vertida por el trabajo de los hombres. Cuando somos generosos y ponemos los medios a nuestro alcance: “llenad de agua las tinajas y las llenaron hasta arriba”, Dios bendice con su acción santificadora y transforma la tarea humana en obra divina, en signo de su amor para beneficio de todos. “Y lo más vulgar se convierte en extraordinario, en sobrenatural, cuando tenemos la buena voluntad de atender a lo que Dios nos pide”[3].

Nos podemos fijar en otro detalle. El relato dice que había allí seis tinajas cuya capacidad equivaldría a un total de casi 600 litros. El agua de la purificación de los judíos es convertida por Dios en vino excelente y muy abundante porque «ha empezado la fiesta de Dios con la humanidad»[4]. La gran cantidad de vino simboliza el inmenso amor de Dios por los hombres y prefigura la sangre del Cordero que se inmolaría hasta el extremo para atraer a todos hacia sí. Simboliza también la entrega del cristiano a los demás por el mandamiento nuevo del amor, cuya medida es no tener medida. María adelanta la hora de Jesús: la del misterio pascual de su muerte y su resurrección, insinuado en el apunte temporal con el que empezaba el relato: “al tercer día”.

Vemos en el relato la grandeza de María que es capaz de cambiar los planes originarios de Dios. ¿qué no va a realizar Jesús por su madre? Tú y yo también podemos pedir ayuda a María, nuestra madre. Ella, como intercesora ante Dios, nos conseguirá las gracias necesarias para la mejora en nuestra propia vida interior. Nos ayudará a nosotros o a los que tenemos a nuestro alrededor, a sanar las heridas del alma o del cuerpo. El Papa Francisco afirmaba “Pidamos por su intercesión que el Señor conceda la salud de alma y cuerpo a todos los que sufren a causa de alguna enfermedad y de la actual pandemia, y fortalezca a quienes los asisten y acompañan en este tiempo de prueba que atraviesan en sus vidas” [5]


[1] Papa Francisco, Catequesis 8 junio 2016.

[2] San Josemaría, Camino, 502.

[3] San Josemaría, Carta 14-IX-1951, n.23.

[4] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo hasta la Transfiguración, La Esfera de los libros, Madrid 2007, 298

[5] Papa Francisco, audiencia, 11 febrero 2021.

 

 

“Ten una devoción intensa a nuestra Madre”

Invoca a la Santísima Virgen; no dejes de pedirle que se muestre siempre Madre tuya: «monstra te esse Matrem!», y que te alcance, con la gracia de su Hijo, claridad de buena doctrina en la inteligencia, y amor y pureza en el corazón, con el fin de que sepas ir a Dios y llevarle muchas almas. (Forja, 986)

11 de febrero

Ten una devoción intensa a Nuestra Madre. Ella sabe corresponder finamente a los obsequios que le hagamos.

Además, si rezas todos los días, con espíritu de fe y de amor, el Santo Rosario, la Señora se encargará de llevarte muy lejos por el camino de su Hijo. (Surco, 691)

Sin el auxilio de Nuestra Madre, ¿cómo vamos a sostenernos en la lucha diaria? –¿Lo buscas constantemente? (Surco, 692)

El amor a nuestra Madre será soplo que encienda en lumbre viva las brasas de virtudes que están ocultas en el rescoldo de tu tibieza. (Camino, 492)

Ama a la Señora. Y Ella te obtendrá gracia abundante para vencer en esta lucha cotidiana. -Y no servirán de nada al maldito esas cosas perversas, que suben y suben, hirviendo dentro de ti, hasta querer anegar con su podredumbre bienoliente los grandes ideales, los mandatos sublimes que Cristo mismo ha puesto en tu corazón. -"¡Serviam!". (Camino, 493)

A Jesús siempre se va y se "vuelve" por María. (Camino, 495)

 

 

La Virgen de Lourdes y san Josemaría Escrivá

Nuestra Señora de Lourdes está especialmente unida a una página entrañable de la historia del Opus Dei: el final del paso de los Pirineos que san Josemaría realizó en 1937, con varios hijos suyos y otras personas, durante la guerra de España.

La Virgen de Lourdes y san Josemaría Escrivá

10/02/2023

Historia de la aparición de la Virgen en Lourdes

Año 1858. Al sur de Francia, en las estribaciones de los Pirineos centro-occidentales, se encuentra una pequeña localidad, cuya población ronda los cuatro mil habitantes. Se cuenta que Mirat, un jefe sarraceno, ocupó la fortaleza que domina el pueblo en el año 778. Después, acabó convirtiéndose al cristianismo y su nombre de bautismo, Lorus, fue dado a la ciudad, que más tarde se transformaría en Lourdes.

En Lourdes vive Marie-Bernarde Soubirous —a quien llaman Bernadette— la mayor de una familia numerosa y paupérrima; tiene catorce años y ayuda a su madre en las tareas domésticas. 

El jueves 11 de febrero, un velo de bruma envuelve la ciudad y las montañas circundantes. El día es muy frío y húmedo. Bernadette, su hermana Toinette y una amiga, Jeanne, salen a buscar leña a Massabielle. A cierta altura del camino, hay que cruzar un pequeño canal, que confluye en el río Cave. Al otro lado, sobre una gruta, se ve un nicho oval excavado en la roca. En los alrededores, muchas ramas secas.

Ella misma recuerda así lo que sucedió en ese momento: “Cierto día fui a la orilla del rio Cave a recoger leña con otras dos niñas. Enseguida, oí como un ruido. Miré a la pradera, pero los árboles no se movían. Alcé entonces la cabeza hacia la gruta y vi a una mujer vestida de blanco, con un cinturón azul celeste y sobre cada uno de sus pies una rosa dorada, del mismo color que las cuentas de su rosario.

Creyendo engañarme, me restregué los ojos. Metí la mano en el bolsillo para buscar mi rosario. Quise hacer la señal de la cruz, pero fui incapaz de llevar la mano a la frente. Cuando la Señora hizo la señal de la cruz, lo intenté yo también y, aunque me temblaba la mano, conseguí hacerla. Comencé a rezar el rosario, mientras la Señora iba desgranando sus cuentas, aunque sin despegar los labios. Al acabar el rosario, la visión se desvaneció”.

Lourdes, 9 de julio de 1960

La Virgen se le aparece dieciocho veces: doce en febrero, cuatro en marzo, una en abril y la última, el 16 de julio de ese mismo año de 1858. Sólo Bernadette la ve. Conforme se suceden las apariciones, multitud de gente acude a su lado; notan gran alegría en su rostro, pero no consiguen ver ni oír nada. Hasta la tercera aparición, el 18 de febrero, la Señora no habla. Ese día, cuando Bernadette le ofrece papel y pluma para que escriba su nombre, la Señora le dice en el dialecto patois local —el de las provincias del Béarn y Bigorre—: “No es necesario... No te prometo hacerte feliz en este mundo, pero sí en el otro”.

El 24 de ese mes, en la octava aparición, musita: “Penitencia, penitencia, penitencia...” Y añade: “Ruega por la conversión de los pecadores”. Al día siguiente, por mandato expreso de la Señora, Bernadette excava con sus manos la fuente de Lourdes, cuya agua tantos milagros ha obrado y sigue obrando. El 2 de marzo le pide que sea erigida allí una capilla, donde se acuda en procesión. Y por fin, en la decimosexta aparición, el 25 de marzo, la Señora revela su nombre. Bernadette se lo pregunta por tres veces consecutivas. Al principio, Ella sonríe, sin responder. “A mí tercera pregunta, la Señora unió sus manos y las llevó sobre el pecho... miró al Cielo... luego, separando lentamente las manos e inclinándose hacia mí me dijo: Que soy éra Immaculada Councepciou, soy la Inmaculada Concepción”.

Bernadette corre a contárselo al párroco, el señor cura Peyramale, en un principio escéptico y desconfiado ante las apariciones, que queda impresionado al oírla. Conoce la ignorancia religiosa de la niña, que aún no ha hecho la Primera Comunión —la recibiría el 3 de junio de ese año— y que no ha oído hablar del dogma proclamado cuatro años antes por Pío IX: que la Virgen fue concebida sin pecado.

El Obispo de Tarbes nombra una comisión que estudia el asunto y en 1862 acepta como ciertas las apariciones de la Virgen. También llegan las aprobaciones pontificias: en 1876, Pío IX delega en el Arzobispo de París para la consagración del templo; León XIII aprueba en 1891 la festividad de la Aparición de la Inmaculada en Lourdes, el 11 de febrero, que Pío X la hace fiesta universal; y Pío XI beatifica y canoniza a Bernadette.

La presencia de la Señora en Massabielle se manifiesta asimismo por los milagros, espirituales y materiales, que allí ocurren.

En momentos difíciles de la historia del Opus Dei

Nuestra Señora de Lourdes está especialmente unida a una página entrañable de la historia del Opus Dei: el final del paso de los Pirineos que san Josemaría realizó en 1937, con varios hijos suyos y otras personas, durante la guerra de España.

El 10 de diciembre era el día señalado para salir del Principado de Andorra y pasar a Francia, desde donde entrarían nuevamente en España por la frontera de Hendaya. Para san Josemaría, quedaban atrás unas jornadas inolvidables, intensas, marcadas por un fuerte agotamiento físico y, en sus primeras etapas, por un hondo desasosiego interior, ante la incertidumbre de si la decisión tomada había sido la oportuna; más tarde, una caricia de Santa María en los bosques de Rialp le había confirmado el acierto del viaje emprendido.

En Andorra consiguieron un permiso de tránsito por tierra francesa, de veinticuatro horas de duración. Apremiaba el tiempo, los caminos eran inseguros, la nieve abundante, el frío intenso, y evidente el agotamiento físico de todos.

“Sin embargo no fuimos directamente a Hendaya –escribe Pedro Casciaro, uno de los que acompañaban a san Josemaría–: el Padre deseaba hacer una escala en Lourdes para dar gracias a Nuestra Señora. El viento era cortante y estábamos todos mojados hasta los tuétanos, muertos de frío y tiritando. Salimos hacia Lourdes muy temprano. El Padre iba en silencio, muy recogido, preparando la Santa Misa. Hicimos un rato de oración y rezamos el Rosario. Al llegar, tras superar alguna dificultad en la sacristía del Santuario -el Padre no había podido conseguir una sotana y no le querían dejar celebrar Misa-, pudo celebrar, convenientemente revestido con una casulla blanca de corte francés, en el segundo altar lateral de la derecha de la nave, bastante cerca de la puerta de entrada de la cripta. Yo le ayudé. En Lourdes no estuvimos más de dos horas. ...” (Pedro Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos, p. 129).

A las nueve y media aproximadamente, el Fundador del Opus Dei celebró la Santa Misa a pocos metros de la gruta de Massabielle. Es fácil imaginar la intensidad de aquellos momentos, la fuerza con que san Josemaría rezaría por sus hijos, la paz en España y en el mundo, la expansión del Opus Dei.

 

Jornada Mundial del Enfermo 2023

El 11 de febrero, memoria litúrgica de la Virgen de Lourdes, se conmemora la edición número 31 de la Jornada Mundial del Enfermo. Este año, el lema es «Cuida de él. La compasión como ejercicio sinodal de sanación».

Jornada Mundial del Enfermo 2023

09/02/2023

Queridos hermanos y hermanas:

La enfermedad forma parte de nuestra experiencia humana. Pero, si se vive en el aislamiento y en el abandono, si no va acompañada del cuidado y de la compasión, puede llegar a ser inhumana. 

Cuando caminamos juntos, es normal que alguien se sienta mal, que tenga que detenerse debido al cansancio o por algún contratiempo. Es ahí, en esos momentos, cuando podemos ver cómo estamos caminando: si realmente caminamos juntos, o si vamos por el mismo camino, pero cada uno lo hace por su cuenta, velando por sus propios intereses y dejando que los demás “se las arreglen”. 

Por eso, en esta XXXI Jornada Mundial del Enfermo, en pleno camino sinodal, los invito a reflexionar sobre el hecho de que, es precisamente a través de la experiencia de la fragilidad y de la enfermedad, como podemos aprender a caminar juntos según el estilo de Dios, que es cercanía, compasión y ternura.

En el libro del profeta Ezequiel, en un gran oráculo que constituye uno de los puntos culminantes de toda la Revelación, el Señor dice así: «Yo mismo apacentaré mis ovejas y las llevaré a descansar —oráculo del Señor—. Buscaré a la oveja perdida, haré volver a la descarriada, vendaré a la herida y curaré a la enferma […]. Yo las apacentaré con justicia» (34,15-16). 

La experiencia del extravío, de la enfermedad y de la debilidad forman parte de nuestro camino de un modo natural, no nos excluyen del pueblo de Dios; al contrario, nos llevan al centro de la atención del Señor, que es Padre y no quiere perder a ninguno de sus hijos por el camino. 

Se trata, por tanto, de aprender de Él, para ser verdaderamente una comunidad que camina unida, capaz de no dejarse contagiar por la cultura del descarte.

La Encíclica Fratelli tutti, como ustedes saben, propone una lectura actualizada de la parábola del buen samaritano. La escogí como eje, como punto de inflexión, para poder salir de las “sombras de un mundo cerrado” y “pensar y gestar un mundo abierto” (cf. n. 56). De hecho, existe una conexión profunda entre esta parábola de Jesús y las múltiples formas en las que se niega hoy la fraternidad. 

En particular, el hecho de que la persona golpeada y despojada sea abandonada al borde del camino, representa la condición en la que se deja a muchos de nuestros hermanos y hermanas cuando más necesitados están de ayuda. No es fácil distinguir cuáles agresiones contra la vida y su dignidad proceden de causas naturales y cuáles, en cambio, provienen de la injusticia y la violencia. 

En realidad, el nivel de las desigualdades y la prevalencia de los intereses de unos pocos ya afectan a todos los entornos humanos, hasta tal punto que resulta difícil considerar cualquier experiencia como “natural”. Todo sufrimiento tiene lugar en una “cultura” y en medio de sus contradicciones.

Sin embargo, lo importante aquí es reconocer la condición de soledad, de abandono. Se trata de una atrocidad que puede superarse antes que cualquier otra injusticia, porque, como nos dice la parábola, todo lo que se necesita para eliminarla es un momento de atención, el movimiento interior de la compasión. Dos transeúntes, considerados religiosos, ven al herido y no se detienen. El tercero, en cambio, un samaritano, objeto de desprecio, sintió compasión y se hizo cargo de aquel forastero en el camino, tratándolo como a un hermano. Obrando de ese modo, sin siquiera pensarlo, cambió las cosas, generó un mundo más fraterno.

Hermanos, hermanas, nunca estamos preparados para la enfermedad. Y, a menudo, ni siquiera para admitir el avance de la edad. Tenemos miedo a la vulnerabilidad y la cultura omnipresente del mercado nos empuja a negarla. No hay lugar para la fragilidad. Y, de este modo, el mal, cuando irrumpe y nos asalta, nos deja aturdidos. 

Puede suceder, entonces, que los demás nos abandonen, o que nos parezca que debemos abandonarlos, para no ser una carga para ellos. Así comienza la soledad, y nos envenena el sentimiento amargo de una injusticia, por el que incluso el Cielo parece cerrarse. De hecho, nos cuesta permanecer en paz con Dios, cuando se arruina nuestra relación con los demás y con nosotros mismos. 

Por eso es tan importante que toda la Iglesia, también en lo que se refiere a la enfermedad, se confronte con el ejemplo evangélico del buen samaritano, para llegar a convertirse en un auténtico “hospital de campaña”. 

Su misión, sobre todo en las circunstancias históricas que atravesamos, se expresa, de hecho, en el ejercicio del cuidado. Todos somos frágiles y vulnerables; todos necesitamos esa atención compasiva, que sabe detenerse, acercarse, curar y levantar. La situación de los enfermos es, por tanto, una llamada que interrumpe la indiferencia y frena el paso de quienes avanzan como si no tuvieran hermanas y hermanos.

La Jornada Mundial del Enfermo, en efecto, no sólo invita a la oración y a la cercanía con los que sufren. También tiene como objetivo sensibilizar al pueblo de Dios, a las instituciones sanitarias y a la sociedad civil sobre una nueva forma de avanzar juntos. 

La profecía de Ezequiel, citada al principio, contiene un juicio muy duro acerca de las prioridades de quienes ejercen el poder económico, cultural y de gobierno sobre el pueblo: «Ustedes se alimentan con la leche, se visten con la lana, sacrifican a las ovejas más gordas, y no apacientan el rebaño. No han fortalecido a la oveja débil, no han curado a la enferma, no han vendado a la herida, no han hecho volver a la descarriada, ni han buscado a la que estaba perdida. Al contrario, las han dominado con rigor y crueldad» (34,3-4). 

La Palabra de Dios es siempre iluminadora y actual. No sólo en su denuncia, sino también en su propuesta. De hecho, la conclusión de la parábola del buen samaritano nos sugiere cómo el ejercicio de la fraternidad, iniciado por un encuentro de tú a tú, puede extenderse a un cuidado organizado. La posada, el posadero, el dinero, la promesa de mantenerse mutuamente informados (cf. Lc 10,34-35): todo esto nos hace pensar en el ministerio de los sacerdotes; en la labor de los agentes sanitarios y sociales; en el compromiso de los familiares y de los voluntarios, gracias a los cuales, cada día, en todas las partes del mundo, el bien se opone al mal.

Los años de la pandemia han aumentado nuestro sentimiento de gratitud hacia quienes trabajan cada día por la salud y la investigación. Pero, de una tragedia colectiva tan grande, no basta salir honrando a unos héroes. El COVID-19 puso a dura prueba esta gran red de capacidades y de solidaridad, y mostró los límites estructurales de los actuales sistemas de bienestar. 

Por tanto, es necesario que la gratitud vaya acompañada de una búsqueda activa, en cada país, de estrategias y de recursos, para que a todos los seres humanos se les garantice el acceso a la asistencia y el derecho fundamental a la salud.

«Cuida de él» (Lc 10,35) es la recomendación del samaritano al posadero. Jesús nos lo repite también a cada uno de nosotros, y al final nos exhorta: «Anda y haz tú lo mismo». Como subrayé en Fratelli tutti, «la parábola nos muestra con qué iniciativas se puede rehacer una comunidad a partir de hombres y mujeres que hacen propia la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión, sino que se hacen prójimos y levantan y rehabilitan al caído, para que el bien sea común» (n. 67). En realidad, «hemos sido hechos para la plenitud que sólo se alcanza en el amor. No es una opción posible vivir indiferentes ante el dolor» (n. 68).

El 11 de febrero de 2023, miremos también al Santuario de Lourdes como una profecía, una lección que se encomienda a la Iglesia en el corazón de la modernidad. No vale solamente lo que funciona, ni cuentan solamente los que producen. Las personas enfermas están en el centro del pueblo de Dios, que avanza con ellos como profecía de una humanidad en la que todos son valiosos y nadie debe ser descartado.

Encomiendo a la intercesión de María, Salud de los enfermos, a cada uno de ustedes, que se encuentran enfermos; a quienes se encargan de atenderlos —en el ámbito de la familia, con su trabajo, en la investigación o en el voluntariado—; y a quienes están comprometidos en forjar vínculos personales, eclesiales y civiles de fraternidad. A todos les envío cordialmente mi Bendición Apostólica.

Roma, San Juan de Letrán, 10 de enero de 2023


Más recursos para la Jornada Mundial del Enfermo

• Los enfermos, en el centro del corazón de Francisco.

• Novena a san Josemaría por la salud de los enfermos.

• San Josemaría entre los enfermos de Madrid (1927-1931): Minucioso estudio topográfico de la tarea sacerdotal de san Josemaría Escrivá de Balaguer en Madrid, entre 1927 y 1931, años en los que trabajó como capellán del Patronato de Enfermos.

• Visitar y cuidar a los enfermos: texto y podcast de don Javier Echevarría.

 

Tercer domingo de san José

Tercer dolor: Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de que fuera concebido en el seno materno (Lc 2,21).

Tercer gozo: Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados (Mt 1, 21).

Tercer dolor y gozo de san José

Meditaciones: 3º domingo de san José (audio y texto)

Tercera reflexión para meditar durante los siete domingos de san José. Los temas propuestos son: san José enseña a Jesús; Jesús escucha la ley de labios de José; José experimenta la ternura de Dios.

 

 

La ternura de Dios (V): “A mí me lo hicisteis”: las obras de misericordia corporales

Este editorial trata de las obras de misericordia corporales, que sugirió Jesucristo. Un cristiano no puede desentenderse de las necesidades de los demás, también de los desconocidos, porque en ellos es Cristo quien nos reclama ayuda.

11/08/2016

Nuestro Dios no se ha limitado a decir que nos quiere. Él mismo nos modeló a partir del polvo de la tierra[1]; «fueron las manos de Dios las que nos crearon: el Dios artesano»[2]. Nos creó a su imagen y semejanza, y aun quiso hacerse «uno de los nuestros»[3]: el Verbo se hizo carne, trabajó con sus manos, cargó sobre sus espaldas toda la miseria de los siglos, y quiso conservar por toda la eternidad las llagas de su pasión, como un signo permanente de su amor fiel Por todo eso los cristianos no solo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos[4]: para Dios, y para sus hijos, el amor «nunca podrá ser una palabra abstracta. Por su misma naturaleza es vida concreta: intenciones, actitudes, comportamientos que se verifican en el vivir cotidiano»[5]. San Josemaría prevenía así ante «la mentalidad de quienes ven el cristianismo como un conjunto de prácticas o actos de piedad, sin percibir su relación con las situaciones de la vida corriente, con la urgencia de atender las necesidades de los demás y de esforzarse por remediar las injusticias. Diría que quien tiene esa mentalidad no ha comprendido todavía lo que significa que el Hijo de Dios se haya encarnado, que haya tomado cuerpo, alma y voz de hombre, que haya participado en nuestro destino hasta experimentar el desgarramiento supremo de la muerte»[6].

SER CRISTIANOS SIGNIFICA ENTRAR EN ESA INCONDICIONALIDAD DEL AMOR DE DIOS, DEJARSE CAUTIVAR POR «EL AMOR SIEMPRE MÁS GRANDE DE DIOS»

Llamados a la misericordia

En la escena del juicio final que Jesús presenta en el Evangelio, tanto los justos como los injustos se preguntan perplejos, y preguntan al Señor, cuándo le vieron hambriento, desnudo, enfermo, y le auxiliaron, o dejaron de hacerlo[7]. Y el Señor les responde: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). No es un modo bonito de decir, como si el Señor solo nos animara a acordarnos de Él, y a seguir su ejemplo de misericordia; Jesús dice con solemnidad: «en verdad os digo… a mí me lo hicisteis». Él «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre»[8], porque ha llevado el amor hasta el final: «nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15,13) Ser cristianos significa entrar en esa incondicionalidad del amor de Dios, dejarse cautivar por «el amor siempre más grande de Dios»[9].

En este pasaje del Evangelio, el Señor habla de hambre, sed, peregrinaje, desnudez, enfermedad y cárcel[10]. Las obras de misericordia siguen esta misma pauta; los Padres de la Iglesia las comentaron con frecuencia, e iniciaron su desdoblamiento en obras corporales y espirituales, obviamente sin ánimo de abarcar todas las situaciones de indigencia. Con el correr de los siglos, se añadió a las primeras el deber de dar sepultura a los difuntos, con la correspondiente obra espiritual: la oración por vivos y difuntos. En los próximos dos editoriales vamos a recorrer estas obras en las que la sabiduría cristiana ha sintetizado nuestra vocación a la misericordia. Porque de vocación se trata –y vocación universal–, cuando el Señor dice a sus discípulos de todos los tiempos: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). Las obras de misericordia despliegan ante nosotros esa llamada. «Sería bonito que os las aprendierais de memoria –sugería recientemente el Papa–, ¡así es más fácil hacerlas!»[11].

Solidaridad en directo

Cuando, al repasar las obras de misericordia corporales, miramos a nuestro alrededor, en bastantes partes del mundo constataremos quizá en un primer momento que no son frecuentes las situaciones para ejercerlas. Siglos atrás la vida humana estaba mucho más expuesta a las fuerzas de la naturaleza, a la arbitrariedad de los hombres, y a la fragilidad del cuerpo; hoy, en cambio, hay muchos países en los que raramente se presentará –salvo en el caso de emergencias o catástrofes naturales– la necesidad inmediata de dar sepultura a un difunto, o de dar cobijo a alguien sin techo, porque la propia organización de los Estados provee este servicio. Y, sin embargo, no son pocos los lugares de la tierra en los que cada una de estas obras de misericordia está a la orden del día. E, incluso en los países más desarrollados, junto a la provisión de servicios de la asistencia social existen muchas situaciones de gran precariedad material –el así llamado cuarto mundo–.

HAY QUE ABRIR LOS OJOS, HAY QUE SABER MIRAR A NUESTRO ALREDEDOR Y RECONOCER ESAS LLAMADAS QUE DIOS NOS DIRIGE A TRAVÉS DE QUIENES NOS RODEAN. NO PODEMOS VIVIR DE ESPALDAS A LA MUCHEDUMBRE

A todos nos corresponde tomar conciencia de estas realidades y pensar en qué medida podemos contribuir a remediarlas. «Hay que abrir los ojos, hay que saber mirar a nuestro alrededor y reconocer esas llamadas que Dios nos dirige a través de quienes nos rodean. No podemos vivir de espaldas a la muchedumbre, encerrados en nuestro pequeño mundo. No fue así como vivió Jesús. Los Evangelios nos hablan muchas veces de su misericordia, de su capacidad de participar en el dolor y en las necesidades de los demás»[12].

Un primer movimiento de las obras de misericordia corporales es la solidaridad con todos los que sufren, aunque no les conozcamos: «No solo nos preocupan los problemas de cada uno, sino que nos solidarizamos plenamente con los otros ciudadanos en las calamidades y desgracias públicas, que nos afectan del mismo modo»[13]. A primera vista podría parecer que esta actitud es un sentimiento loable, pero inútil. Y sin embargo esta solidaridad es el humus en el que puede crecer con fuerza la misericordia. Del latín solidumsolidaridad denota la convicción de pertenecer a un todo, de modo que percibimos como propias las vicisitudes de los demás. Aunque el término tiene sentido ya a nivel meramente humano, para un cristiano adquiere toda su fuerza. «Ya no os pertenecéis», dice san Pablo a los Corintios (1 Cor 6,19). La afirmación podría inquietar al hombre contemporáneo, como una amenaza a su autonomía. Y, sin embargo, lo que nos dice es simplemente, en expresión frecuente entre los últimos pontífices, que la humanidad, y en particular la Iglesia, es una «gran familia»[14]

«Mantened el amor fraterno… Acordaos de los encarcelados, como si estuvierais en prisión con ellos, y de los que sufren, pues también vosotros vivís en un cuerpo» (Hb 13,1-3). Aunque no sea posible estar al corriente de las dolencias de cada hombre, ni remediar materialmente todos esos problemas, un cristiano no se desentiende de ellos, porque los ama con el corazón de Dios: Él «es más grande que nuestro corazón y conoce todo» (1 Jn 3,20). Cuando en la Santa Misa pedimos al Padre que «fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu»[15], miramos a la plenitud de lo que ya es una realidad que crece silenciosamente, «como un bosque, donde los árboles buenos aportan solidaridad, comunión, confianza, apoyo, seguridad, sobriedad feliz, amistad»[16].

LA SOLIDARIDAD EN CRISTIANO SE CONCRETA, PUES, EN PRIMER LUGAR EN LA ORACIÓN POR LOS QUE SUFREN, AUNQUE NO LES CONOZCAMOS.

La solidaridad en cristiano se concreta, pues, en primer lugar en la oración por los que sufren, aunque no les conozcamos. La mayor parte de las veces no veremos los frutos de esa oración, hecha también de trabajo y sacrificio, pero estamos convencidos de que «todo eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida»[17]. Por este mismo motivo, el Misal romano recoge un gran número de Misas por varias necesidades, que atienden a los motivos de todas las obras de misericordia. La oración de los fieles, al final de la liturgia de la Palabra, despierta también en nosotros «el desvelo por todas las iglesias» y por todos los hombres, de modo que podamos llegar a decir con san Pablo: «¿Quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién tiene un tropiezo sin que yo me abrase de dolor?» (2 Co 12,28-29).

La solidaridad también se despliega en «simples gestos cotidianos donde rompemos la lógica de la violencia, del aprovechamiento, del egoísmo», frente al «mundo del consumo exacerbado», que es a la vez «el mundo del maltrato de la vida en todas sus formas»[18]. Antiguamente era costumbre en muchas familias besar el pan cuando caía al suelo; se reconocía así el trabajo que suponía lograr el alimento, y se agradecía la posibilidad de tener algo que llevarse a la boca. «Dar de comer al hambriento» se puede concretar, pues, en comer lo que nos ponen, en evitar caprichos innecesarios, en aprovechar con creatividad las sobras de comida; «dar de beber al sediento» quizá nos llevará a evitar el derroche innecesario del agua, que en tantos lugares es un bien escasísimo[19]; «vestir al desnudo» se concretará también en cuidar la ropa, heredarla de unos hermanos a otros, sobreponerse a veces al dernier cri en moda, etc. De esas pequeñas –o no tan pequeñas– renuncias podrán salir limosnas para dar alegrías a los más necesitados, como enseñaba san Josemaría a los chicos de san Rafael; o también donativos para salir al encuentro de emergencias humanitarias. Meses atrás el Papa nos decía a propósito que, «si el jubileo no llega a los bolsillos, no es un verdadero jubileo»[20].

Hospitalidad: no abandonar al débil

Los padres, en primer lugar con su ejemplo, pueden hacer mucho por «enseñar a vivir así a sus hijos (…); enseñarles a superar el egoísmo y a emplear parte de su tiempo con generosidad en servicio de los menos afortunados, participando en tareas, adecuadas a su edad, en las que se ponga de manifiesto un afán de solidaridad humana y divina»[21]. Como la caridad es ordenada –porque sería falsa la de quien se volcara en quienes viven lejos y se desentendiera de quienes le rodean–, esa superación del egoísmo empieza habitualmente en el propio hogar. Todos, pequeños y mayores, tenemos que aprender a levantar la mirada para descubrir las menudas indigencias cotidianas de quienes viven con nosotros. En particular, es necesario acompañar a los familiares y amigos que sufren enfermedades, sin considerar sus dolencias como una distorsión para la que habría que encontrar soluciones meramente técnicas «“No me rechaces ahora en la vejez, me van faltando las fuerzas, no me abandones” (Sal 71,9). Es el clamor del anciano, que teme el olvido y el desprecio»[22]. Son muchos los avances de la ciencia que permiten mejorar las condiciones de los enfermos, pero ninguno de ellos puede reemplazar la cercanía humana de quien, en lugar de ver en ellos un peso, adivina a «Cristo que pasa», Cristo que necesita que le cuidemos. «Los enfermos son Él»[23], escribió san Josemaría, en expresión audaz, que refleja la llamada exigente del Señor: «en verdad os digo… a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).

«¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte?». En ocasiones, puede costar ver a Dios detrás de la persona que sufre, porque esté de mal humor o disgustado, o porque muestre exigencias o egoísmos. Pero la persona enferma, precisamente por su debilidad, se hace aún más merecedora de ese amor. Un resplandor divino ilumina los rasgos del hombre enfermo que se asemeja a Cristo doliente, tan desfigurado que «no hay en él parecer ni hermosura que atraiga nuestra mirada, ni belleza que nos agrade de él» (Is 53,2).

LA ATENCIÓN DE LOS ENFERMOS REQUIERE BUENAS DOSIS DE PACIENCIA, Y DE GENEROSIDAD CON NUESTRO TIEMPO, ESPECIALMENTE CUANDO SE TRATA DE ENFERMEDADES QUE SE PROLONGAN EN EL TIEMPO.

La atención de los enfermos, de los ancianos, de los moribundos, requiere por eso buenas dosis de paciencia, y de generosidad con nuestro tiempo, especialmente cuando se trata de enfermedades que se prolongan en el tiempo. El buen Samaritano «igualmente tenía sus compromisos y sus cosas que hacer»[24]. Pero quienes, como él, hacen de esa atención una tarea ineludible, sin refugiarse en la frialdad de soluciones que a fin de cuentas consisten en descartar a quienes ya humanamente pueden aportar poco, el Señor les dice: «si comprendéis esto y lo hacéis, seréis bienaventurados» (Jn 13,17). A quienes han sabido cuidar de los débiles, Dios les reserva una bienvenida llena de ternura: «venid, benditos de mi Padre» (Mt 25,34).

«La grandeza de la humanidad –escribió Benedicto XVI– está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana»[25]. Por eso, los enfermos nos devuelven la humanidad que se lleva a veces por delante el ritmo agitado del mundo: nos recuerdan que las personas son más importantes que las cosas, el ser que la función.

Algunas personas, porque Dios les ha llevado por ese camino, o porque lo han escogido para sí, acaban dedicando una parte importante de sus días a cuidar de quienes sufren, sin esperar que nadie reconozca su tarea. Aunque no salen en las guías de viajes, ellos son parte del auténtico patrimonio de la humanidad, porque nos enseñan a todos que estamos en el mundo para cuidar[26]: ese es el sentido perenne de la hospitalidad, de la acogida.

Raramente nos tocará enterrar a un difunto, pero podemos acompañarle a él y a sus familiares en sus últimos momentos. Por eso la participación en un funeral es siempre más que un cumplido social. Si vamos al fondo de esos gestos, veremos que guardan el pulso de la genuina humanidad, que se abre a la eternidad. «También aquí la misericordia da la paz a quien parte y a quien permanece, haciéndonos sentir que Dios es más grande que la muerte, y que permaneciendo en Él incluso la última separación es un “hasta la vista”»[27].

Creatividad: trabajar con lo que hay

Familias que emigran huyendo de la guerra, personas en desempleo, «prisioneros de las nuevas esclavitudes de la sociedad moderna»[28] como la drogadicción, el hedonismo, la ludopatía... Son muchas las necesidades materiales que podemos detectar a nuestro alrededor. Uno podría no saber por dónde o cómo empezar. Y sin embargo la experiencia demuestra que muchas pequeñas iniciativas, dirigidas a resolver alguna carencia de nuestro entorno más inmediato, empezadas con lo que se tiene, y con quien puede –la mayor parte de las veces con más buen humor y creatividad que tiempo, recursos económicos o facilidades de los entes públicos–, acaban haciendo mucho bien, porque la gratuidad genera un agradecimiento que es motor de nuevas iniciativas: la misericordia encuentra misericordia[29], la contagia. Se cumple la parábola evangélica del grano de mostaza: «es, sin duda, la más pequeña de todas las semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas, y llega a hacerse como un árbol, hasta el punto de que los pájaros del cielo acuden a anidar en sus ramas» (Mt 13,32)

Las necesidades de cada lugar y las posibilidades de cada uno son muy variadas. Lo mejor es apostar por algo que esté al alcance de la mano, y ponerse a trabajar. Con el tiempo, muchas veces menos de lo que pensaríamos, se abrirán puertas que parecía que iban a permanecer cerradas. Y se llega entonces a los encarcelados, a los cautivos de tantas otras adicciones, que están abandonados como en la alcantarilla de un mundo que les ha descartado cuando se han roto.

Hay quien, por ejemplo, está desbordado de trabajo, y aunque creía no tener tiempo para estas labores, descubre el modo de redirigir parte de sus esfuerzos hacia realidades que ocupen a otros y les saquen del bache de quien está en la vida sin un rumbo. Surgen sinergias: uno pone poco tiempo pero capacidad de gestión y relaciones... otro, con menos capacidad de organizar, pone horas de trabajo. Para los jubilados, por ejemplo, se abre así el panorama de una segunda juventud, en la que pueden transmitir mucho de su experiencia de la vida: «independientemente de su grado de instrucción o de riqueza, todas las personas tienen algo para aportar en la construcción de una civilización más justa y fraterna. De modo concreto, creo que todos pueden aprender mucho del ejemplo de generosidad y de solidaridad de las personas más sencillas; esa sabiduría generosa que sabe “añadir más agua a los frijoles”, de la cual nuestro mundo está tan necesitado»[30].

* * *

Evocando sus primeros años de sacerdote en Madrid, nuestro Padre recordaba cómo iba por aquellos descampados «a enjugar lágrimas, a ayudar a los que necesitaban ayuda, a tratar con cariño a los niños, a los viejos, a los enfermos; y recibía mucha correspondencia de afecto..., y alguna que otra pedrada»[31] Y pensaba en las iniciativas que hoy, junto a tantas promovidas por los cristianos y por otras personas, son una realidad en muchos lugares del mundo; y que tienen que seguir creciendo «quasi fluvium pacis, como un río de paz»[32]: «Hoy para mí esto es un sueño, un sueño bendito, que vivo en tantos barrios extremos de ciudades grandes, donde tratamos a la gente con cariño, mirando a los ojos, de frente, porque todos somos iguales»[33]

Carlos Ayxelá


[1] Cfr. Gn 3,7; Sb 7,1.

[2] Francisco, Homilía en Santa Marta, 12-XI-2013.

[3] Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes (7-XII-1965), 22.

[4] Cfr. 1 Jn 3,1.

[5] Francisco, Bula Misericordiae vultus (11-IV-2015), 9.

[6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 236.

[7] Cfr. Mt 25,36.44

[8] Conc. Vat. II, Gaudium et spes, 22.

[9] Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium (24-XI-2013), 6; Cfr. San Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis (4-III-1979), 9.

[10] Cfr. Mt 25,35-36.

[11] Francisco, Angelus, 13-III-2016.

[12] Es Cristo que pasa, 146.

[13] Carta 14-II-1950, 20; citado por Burkhart, E.; López, J., Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, II, Rialp, Madrid 2011, p. 314.

[14] Cfr. por ejemplo, Beato Pablo VI, Mensaje a la Asamblea general de las Naciones Unidas, 24-V-1978; San Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia (30-XI-1980) 4, 12; Benedicto XVI, Mensaje para la XLI Jornada mundial de la paz, 8-XII-2007.

[15] Misal Romano, Plegaria Eucarística III.

[16] Francisco, Discurso, 28-XI-2014.

[17] Francisco, Evangelii gaudium, 279

[18] Francisco, Enc. Laudato si’ (24-V-2015), 230.

[19] Cfr. ibidem, 27-31.

[20] Francisco, Audiencia, 10-II-2016.

[21] Conversaciones, 111.

[22] Francisco, Ex. Ap. Amoris laetitia (19-III-2016), 191.

[23] San Josemaría, Camino, 419.

[24] Francisco, Audiencia, 27-IV-2016.

[25] Benedicto XVI, Enc. Spe salvi (30-XI-2007), 38

[26] Cfr. Francisco, Evangelii gaudium, 209.

[27] Francisco, Audiencia, 10-IX-2014.

[28] Francisco, Misericordiae vultus, 16.

[29] Cfr. Mt 5,7.

[30] Francisco, Videomensaje, 1-I-2015.

[31] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 1-X-1967 (citado en S. Bernal, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei; Rialp, Madrid 1980, 6ª ed., p. 191).

[32] Is 66,12 (Vulg)

[33] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 1-X-1967.

 

 

FAMILIA, EDUCACIÓN, SEXUALIDAD

Quien tiene un hijo, es responsable de su crianza.  

Hay quien piensa que, quizá, se ha desdibujado en los últimos años el papel que juegan la familia en la educación de sus hijos. Sin embargo, ha ocurrido todo lo contrario. Es en los últimos años cuando se ha definido aún más, concretándolo tanto en Tratados Internacionales como en la propia Constitución española y la jurisprudencia del Tribunal Supremo. El papel de los padres en la educación de los hijos es natural, es una responsabilidad inherente a la propia paternidad y maternidad. Quien tiene un hijo, se responsabiliza de él, adquiere el compromiso de cuidarle, lo que engloba su crianza, la cual incluye, a su vez y de manera fundamental, su educación (siendo la escuela colaboradora necesaria y de agradecer en esta función). Es una realidad prejurídica, indisociable de la relación paternofilial, que las normas de convivencia y las leyes han ido plasmando por escrito, especialmente en los últimos años. 

 Hay concepciones distintas de la educación, así los hechos y la Historia lo evidencian. Atendiendo a la clasificación por ideas políticas, en la actualidad vemos cómo unos pretenden imponer sus ideas -opinables, aunque se esfuercen por venderlas como únicas posibles- a los hijos de los demás y otros respetan la pluralidad y, en consecuencia, la libertad de elección. Pero no es un tema exclusivo de la política, hay infinidad de concepciones de la educación en muchos otros ámbitos, incluso de más hondo calado. La educación ha sido y sigue siendo tema de debate principal en el plano filosófico. Encontramos enfoques distintos (en ocasiones, directamente opuestos) en Platón, Aristóteles, San Agustín, Sto. Tomás de Aquino, Descartes, Rousseau, Bourdieu, Kant… Hay tantas corrientes, grandes pensadores, ensayos, foros, congresos y aproximaciones distintas al tema, que la idea de querer imponer a todos sin excepción una única concepción es, aparte de totalitaria, simplemente absurda. Precisamente por eso se protege el derecho de los padres a educar a sus hijos según sus propias creencias y convicciones.

La familia como obstáculo a la imposición ideológica. 

No obstante, las corrientes ideológicas que han estado de moda recientemente -cada vez menos, pues los hechos van confirmando sus grandes lagunas- han atacado con vehemencia (y violencia, en algunos casos) tanto la transmisión de la cultura como las raíces de distinta índole que pueden dar lugar a una identidad no alineada con sus postulados. De ahí la persecución y estigmatización sólo a una religión, sólo a un sexo, sólo a una raza, sólo a una familia, etc. 

En el terreno del lenguaje, lamentablemente, han conseguido grandes victorias, tachando de «ultra» o de «loqueseáfobo» a toda persona o institución que no asuma como propios (o incluso que no comparta, sin más) sus teorías o aspiraciones. En este sentido, si diésemos por válida esta fórmula para etiquetar personas, podríamos afirmar que esta ideología es «familiófoba». 

El gran error que se comete aquí (y que, peligrosamente, se ha asumido por buena parte de la sociedad como algo normal) es el de aunar como si de una sola realidad se tratase tres realidades distintas: persona, actos libres e ideas y opiniones. Discriminar u odiar a una persona por cualquier característica objetiva o subjetiva de la misma, efectivamente, es discriminación, y hay que erradicar ese grave problema. Pero otra cosa muy distinta es el hecho de criticar los actos libres, lo que no implica discriminación alguna, y mucho menos aún hay fobias o discriminación hacia otra persona por discrepar de sus ideas y opiniones. 

Que hay un empeño por parte de los partidos políticos más ideologizados por imponer a nuestros hijos lo que deben pensar y cómo deben actuar es innegable. Los padres somos una barrera, un obstáculo que les impide realizar ese objetivo y, por tanto, se esfuerzan por quitarnos de en medio, con estrategias como las reflejadas anteriormente, presentando a la familia como entidad represora o mermadora de los derechos de la infancia. 

Precisamente quienes queremos y exigimos respeto a la libertad somos quienes respetamos la libertad de los demás. Yo no comparto en absoluto las ideas sobre educación del actual gobierno y, no obstante, jamás se me ocurriría prohibir a ninguno de sus ministros educar a sus hijos según su propio criterio (siempre que no incurra en conductas delictivas, etc.). No pretendo imponer, ni a ellos ni a nadie, mi manera de educar a mis hijos, cosa que viceversa no ocurre. Es paradójico, por tanto, que quienes pretenden imponer excluyente y totalitariamente su punto de vista a los demás sean quienes etiqueten como coartadores de libertad a aquellos que exigen pluralidad y ejercen el respeto a la diferencia. 

El problema añadido a la sinrazón de las tentativas impositivas de su ideología es la cerrazón para no escuchar, para no dialogar, para no analizar la realidad y, por tanto, para no aprender de los errores. 

¿Educación sexual obligatoria? 

Ciertamente vivimos en una sociedad en la que en el terreno sexual se dan importantes paradojas: se promueven y consumen como nunca antes los anticonceptivos a la vez que aumenta cada año el número de abortos; hay más supuesta educación sexual que antes pero aumentan los delitos sexuales; se fomenta el respeto, el consentimiento y la protección de la mujer mientras que la pornografía -cuyos contenidos son violentos hacia la mujer en más del 80% de la oferta disponible- genera cada vez más adictos… Hay algo que falla en todo esto, algo que el modelo de educación sexual que se pretende imponer estropea, en lugar de arreglar. Por poner un ejemplo concreto, en ningún programa o ley de educación sexual pública a los que he tenido acceso -y no son pocos- se habla tan siquiera de la abstinencia o del compromiso de un proyecto vital en común como opción. No me refiero a que se tenga que proponer a todos -mucho menos imponer-, únicamente pongo de manifiesto que lo que llaman «educación sexual» es algo claramente sesgado y, cuanto menos, opinable. 

La educación sexual, como cualquier otra que verse sobre temas donde hay cuestiones morales implicadas o, en un plano más general, distintas opiniones (lo que es propio de cualquier sociedad plural y diversa, como la nuestra), la familia educará a sus hijos según los valores y opiniones que estimen apropiados y convenientes, en libertad. Si es alguien externo en quien se confía/delega este tipo de educación, obviamente será responsabilidad de cada familia elegir qué enfoque será el adecuado para sus hijos, para lo cual es indispensable tanto la pluralidad de oferta como el conocimiento previo de los contenidos. 

En este sentido, no sería razonable (ni plural, ni diverso) imponer una concepción particular de la sexualidad a los hijos de los demás. Caso distinto -incidiendo en lo reflejado en el párrafo anterior- sería el de ofrecer un abanico de posibilidades basadas en distintos criterios, los cuales conociesen las familias con carácter previo, para después poder elegir libremente en función de la opción que se adecúe a lo que en casa se pretende transmitir. 

En definitiva, se trata de que cada familia vivamos, desde la premisa del amor a nuestros hijos, la responsabilidad (y derecho) de criarles y, por tanto, de educarles, haciendo lo que esté en nuestra mano para que, con nuestra ayuda -y la de la escuela-, éstos sean felices, sean las mejores personas que puedan llegar a ser. 

Javier Rodríguez 

 

 

Nuestra sociedad necesita hombres y mujeres virtuosos

Los tiempos de bonanza provocan generaciones laxas, las generaciones laxas provocan tiempos difíciles y los tiempos difíciles provocan hombres y mujeres virtuosos.

La época que nos ha tocado vivir es muy difícil, ya que la escala de valores está completamente invertida y lo que debe ser lo más importante ha pasado a ser indiferente para las nuevas generaciones y lo que para nuestra generación era algo impensable, ahora es lo que les quieren hacer pensar que es lo correcto y más aún, hacen que lo deseen nuestros hijos.

En nuestras manos está formar y educar hombres y mujeres que tengan la escala de valores correcta y que estén dispuestos a dar testimonio de ello con su vida, por eso aquí te dejo mis 5Tips para lograrlo.

PRIMERO. Define la piedra angular de tu familia.

Es necesario tener claro cuál es el centro de la vida familiar, que es eso que no puede faltar y que les hace ser la familia que quieres ser.

En nuestro caso es Cristo y su Amor por nosotros lo que nos da cohesión como familia.

Es necesario estar muy conscientes de esto porque es lo que va a definir el estilo de vida familiar que vamos a tener y las actividades que debemos realizar para alcanzarlo.

De ser necesario, es bueno escribirlo para que no lo olvidemos y en los momentos difíciles no perdamos el rumbo. Para esto puedes tener una libreta para hacer anotaciones y después adecuaciones, o ponerlo en una hoja más grande y visible para que todos lo puedan ver y estén en sintonía con nosotros.

SEGUNDO. Escoge algunos valores que quieras inculcar en tus hijos.

El mundo de los valores es hoy todo un tema, ya que la sociedad nos quiere imponer una escala de valores invertida a la que nosotros consideramos la correcta porque la nuestra está obsoleta y ya no está de moda. 

El problema es que la moral y las buenas costumbres no pasan de moda y por eso, lo que nos proponen, no es compatible con nuestro estilo de vida.

Debemos ser valientes y definir la escala de valores que vamos a inculcar a nuestros hijos.

Es bueno que también lo anotemos para que tanto nosotros como nuestros hijos lo tengamos claro y que sea una guía para que todas nuestras acciones se encaminen a estos valores.

TERCERO. Decide que virtudes vas a fomentar en tus hijos.

Las virtudes son hábitos buenos que se consiguen con la repetición continua de los actos buenos. Entonces debemos escoger algunas virtudes, que deben ir desde las teologales: fe, esperanza y caridad, hasta las más humanas, que nos ayudan a formar el carácter de nuestros hijos y a dar identidad a la vida familiar y así obtener un estilo de vida particular.

Siempre es mejor comenzar desde pequeños con nuestros hijos, ya que así crecerán sabiendo y viviendo con estas virtudes, pero si nuestros hijos ya están más grandes, debemos armarnos de paciencia e implementar estas virtudes poco a poco con ellos.

Debemos recordar que es un proceso y que se alcanza poco a poco con la constancia y con mucha alegría y amor para que nuestros hijos se sientan seguros y confiados.

Es necesario ser valientes y pacientes y no dejar de dar testimonio de que nuestros hijos pueden ser felices viviendo las virtudes que los hacen mejores personas.

CUARTO. Pon límites claros.

Un punto vital es que debemos ir acotando el camino por el que sí debemos seguir, por eso es bueno definir qué acciones y actitudes no van con nuestro estilo de vida y por lo mismo no son aceptadas en nuestra familia.

Esto también es necesario ponerlo por escrito y tenerlo en un lugar visible porque muchas veces suceden cosas que pasan estos límites y por la angustia, la pena o la preocupación no hacemos que nuestros hijos respeten estos límites y entonces dejan de ser claros y eficaces.

Hay conductas que son intolerables y otras que se puede comprender que se van mejorando conforme se vuelven virtuosos. Nuestros hijos lo deben saber y también deben tener claro que hay consecuencias si llegan a pasar estos límites.

Es necesario que ellos conozcan estas consecuencias para que si deciden pasar del límite sea con total conocimiento.

En este punto quiero agregar que debemos ser firmes ya que la verdadera educación está basada en el amor y en la corrección para una correcta formación del carácter de nuestros hijos.

Y QUINTO. Hagan una estrategia familiar donde todos participen.

Ya que tenemos todo esto definido podemos hacer una estrategia clara y muy gráfica que nos ayude a compartirlo con nuestros hijos.

Debemos tener en cuenta la edad y madurez de todos para que la forma de expresarlo sea entendible para todos.

De ser necesario podemos hacer varias estrategias que se adecúen a las necesidades de cada miembro de la familia.

Es bueno que incluyamos el constante planteamiento de metas y cuando se alcanza alguna es buenísimos que se haga del conocimiento de la familia para que nuestros hijos vean que es todo un acontecimiento positivo en la vida familiar y de ser posible, puede haber incentivos que les animen en los momentos difíciles.

Si nos damos cuenta, debemos generar todo un sistema que nos ayude a tener claro el estilo de vida familiar, los valores y virtudes en que vamos a educar a nuestros hijos y los límites que nos ayudarán a no perder el rumbo.

Así lograremos dar testimonio de que una familia aún puede vivir bien y que puede educar hombres y mujeres virtuosos que sean luz para el mundo con sus actitudes siempre encaminadas al bien común.

 

Solo el amor transforma

Aprendamos a amar a quienes son diferentes y piensan distinto a nosotros

 

 

 

 

 

El cardenal Felipe Arizmendi, obispo emérito de San Cristóbal de Las Casas y responsable de la Doctrina de la Fe en la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), ofrece a los lectores de Exaudi su artículo semanal titulado “Solo el amor transforma”.

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MIRAR

Conocí una comunidad indígena que tenía y tiene fama de ser muy cerrada, intransigente, cerrada en sus ancestrales costumbres, enemigos de cualquier cambio que se les propusiera. Cuando se pensaba cambiarles párroco, el presidente municipal me mandó una carta en que me pedía que no lo cambiáramos, porque, me decía: Este padre nos conoce, nos aprecia, nos valora, convive con nosotros y nos está enseñando cómo ser católicos modernos… ¿Qué significa ser católicos modernos? Nada del otro mundo, sino que leyeran la Biblia, que permitieran a las mujeres participar más en la liturgia, que la Misa se celebrara en su propio idioma, que aceptaran las pláticas presacramentales, etc. Ellos, que antes rechazaban estos cambios que ya ordenó el Concilio Vaticano II desde hace más de 50 años, ahora los aceptan gustosos, porque sienten que su párroco los quiere, los valora y los respeta. El amor abre las mentes y los corazones para cambiar lo que sea necesario.

Entre novios o esposos que se aman, es fácil que uno acepte las propuestas del otro. Por ejemplo, si a ella no le gusta un deporte que a él le fascina, ella lo acompaña y hasta va disfrutando lo que antes le repugnaba. Cuando los esposos se aman, él deja los excesos de beber y de andar con sus compadres en parrandas, porque sabe que eso molesta a su esposa. Pero si no se aman, con más gusto hace lo que molesta a su esposa y a diario habrá pleitos y discusiones entre ambos. El amor, como dije antes, abre mentes y corazones para transformar la realidad.

En las contiendas políticas y electorales, lo que menos aparece es el amor fraterno. Predominan las ofensas, los insultos, las descalificaciones, tanto en sesiones mañaneras, como en discursos propagandísticos, en espectaculares y letreros de bardas, en debates, culpando de todos los males a regímenes de otros tiempos o de otros partidos. Parece que lo que más importa es destruir a los que piensan en forma diferente y tienen otros datos. Aunque digamos que somos cristianos y que el amor inspira nuestro humanismo, con los hechos y las palabras demostramos todo lo contrario. Y aún así, ¿a qué se debe que tantos crean y apoyen a estas personas virulentas? Quizá por las dádivas que les regalan, no de su bolsillo sino de nuestros impuestos, o por el interés de subir a puestos más altos sólo por aparentar ser del mismo partido.

DISCERNIR

El Papa Francisco, en su reciente viaje a la República Democrática del Congo, dijo algo que vale también para nosotros:

 “Es precisamente a partir de los corazones que la paz y el desarrollo siguen siendo posibles porque, con la ayuda de Dios, los seres humanos son capaces de justicia y perdón, de concordia y reconciliación, de compromiso y perseverancia en el aprovechamiento de los talentos que han recibido. Que la violencia y el odio no tengan ya cabida en el corazón ni en los labios de nadie, porque son sentimientos antihumanos y anticristianos que paralizan el desarrollo y hacen retroceder hacia un pasado oscuro.

Gracias a Dios no faltan quienes contribuyen al bien de la población local y a un desarrollo real a través de proyectos eficaces; y no de intervenciones de mero asistencialismo, sino de planes orientados al crecimiento integral. Expreso mi gratitud a los que proporcionan una ayuda sustancial en este sentido, contribuyendo a combatir la pobreza y las enfermedades, defendiendo el estado de derecho y promoviendo el respeto de los derechos humanos. Manifiesto mi esperanza de que sigan desempeñando plenamente y con valentía este noble papel.

El problema no está en la naturaleza de las personas o de los grupos étnicos y sociales, sino en la forma en que deciden estar juntos. La voluntad o no de ayudarse mutuamente, de reconciliarse y empezar de nuevo, marca la diferencia entre la oscuridad del conflicto y un futuro brillante de paz y prosperidad.

La repetición continua de ataques violentos y las muchas situaciones difíciles podrían debilitar la resistencia, socavar su fortaleza, llevarlos al desánimo y a replegarse en la resignación. Pero en nombre de Cristo, que es el Dios de la esperanza, el Dios de todas las posibilidades que siempre da la fuerza para volver a empezar, quisiera invitarlos a todos a un reinicio social valiente e inclusivo. Lo exige la historia luminosa, aunque herida, del país; lo suplican, sobre todo, los jóvenes y los niños. Estoy con ustedes y acompaño con mi oración y cercanía todos los esfuerzos por un futuro pacífico, armonioso y próspero de este gran país” (31-I-2023).

 ACTUAR

Aprendamos a amar a quienes son diferentes y piensan distinto a nosotros, aunque no estemos en todo de acuerdo. Con respeto, escuchemos lo que ellos proponen y entre todos procuremos llegar a acuerdos que beneficien a todos. Aprendamos a dialogar desde la familia, para que no se imponga el capricho de quien se siente con toda la autoridad, pero que puede degenerar en autoritarismo. Aprendamos a no ofender sistemáticamente a los diferentes, para no cultivar la violencia y el enfrentamiento permanente. Eduquémonos para la fraternidad y la paz.

 

 

 

 

 

La dignidad del trabajo.

   Digno es todo aquello que es merecedor de respeto, consideración, estima, encomio. Es evidente la dignidad de la vida y del trabajo.

    El trabajo es propio del ser humano. Las aves, se dice, fueron creadas para volar, y el hombre para trabajar (“ut operaretur”). Los animales no trabajan.

El trabajo es una actividad vital, quasi divina, porque es creativa, con la que el ser humano modifica el mundo, produciendo cambios profundos en la naturaleza, en el hombre, en la sociedad. La marca especial del trabajo es la creatividad. De ahí su gran dignidad. Todos los trabajos honrados son dignos. Es esencial que todo ser humano tenga un trabajo.

El trabajo bien hecho implica el ejercicio de muchas virtudes, entre otras, la laboriosidad, puntualidad, orden, constancia, generosidad. Y trabajar es servir, pues beneficia a la sociedad. Es terreno específico de la libertad del hombre.

El trabajo no fue el castigo a la desobediencia de Adán y Eva y sus descendientes. El castigo es más bien el esfuerzo, el cansancio que puede conllevar.

El trabajo puede ser manual o intelectual. El manual se hace “con las manos”; el intelectual, “con el cerebro”. Pero los dos tipos de trabajo comprometen a todo el hombre, siendo importante la salud corporal, mental y espiritual.

El trabajo manual y lógicamente la motilidad, están ligados a las áreas cerebrales motoras y asociativas. La actividad intelectual (el trabajo intelectual) implica sobre todo a las áreas asociativas, especialmente la corteza prefrontal, muy desarrollada en el hombre. Para que el trabajo se realice propiamente, es necesaria la integridad del cerebro.

El metabolismo, la digestión, el pensar, escuchar, hablar, caminar, etc., son movimientos, son cambios, que significan vida. Todos ellos pueden ser considerados trabajo.  

En la Utopía de Tomás Moro se describe un país y un pueblo donde hay igualdad, justicia, fraternidad, en el que se da a cada uno lo suyo, reconociendo a cada cual su trabajo y cualidades. Esta y otras utopías, como la que describe Don Quijote en su discurso sobre la Edad de Oro, tienen un fondo de trascendencia.

Después del Siglo de las Luces, en que la “diosa razón” pretende sustituir a Dios, surgen diversas ideas utópicas sin sentido trascendente, como el marxismo y el nacionalsocialismo, que hablan de un paraíso en la tierra o de una nación fuerte que salvará al mundo.  

(La diversión, la risa, son muchas veces la recompensa del trabajo. Tomás Moro afirmaba: “Felices los que saben reírse de sí mismos porque nunca terminarán de divertirse”)

Muchos consideran al hombre como una máquina perfecta, compuesta de elementos fisicoquímicos ensamblados, funcionando en base a leyes sin cabida para la libertad. Pero la máquina no puede ser feliz; el hombre sí. El hombre puede, en numerosos casos, trabajar gustosamente; a la máquina no le es posible. La máquina no trabaja. Un ordenador no puede enamorarse, darse; el hombre sí. Por eso, el supuesto  trabajo de la máquina, no es humano. El hombre no es una máquina.

Otra idea (más bien vivencia) es la concepción del trabajo como algo extrínseco, técnico, medible, impersonal. Se necesita revalorizarlo, como actividad humana de excelencia.

Trabajo y sexo.

El varón y la mujer trabajan, pero son distintos biológicamente. Las estructuras cerebrales dimórficas sexuales nos hablan de claras diferencias: por ejemplo, el hipocampo, relacionado con los procesos de memoria, es mayor en los animales hembra que en los machos (dependiendo en las aves, de las tares que realicen como progenitores). En la mujer es  más relevante el hemisferio cerebral derecho que el izquierdo, y a la inversa en el varón. En la mujer son mayores el rodete del cuerpo calloso y la zona anterior de la circunvolución cingular. Y existen otras numerosas diferencias.

El varón y la mujer experimentan el mundo de modo distinto; en consecuencia, sienten, planifican y reaccionan de un modo desigual. Dentro de la igualdad esencial, se dan diversas actitudes y aptitudes para con el trabajo por parte de ambos sexos: el trabajo, en su concepción y realización, es enfocado (en cierta manera) de forma diferente por ambos sexos.

El trabajo de las empleadas del hogar es quizá uno de los más importantes y completos: se ocupan de la limpieza, higiene, orden, alimentación, confortabilidad, sobriedad, alegría en el hogar, economía en las compras, entre otras cuestiones, lo que denota amplios conocimientos. Esto explica que existan estudios en Ciencias Domésticas.

No se debería decir que es trabajo el de las llamadas “trabajadoras sexuales”. Es actividad que no dignifica, sino que rebaja a la mujer (y en su caso, al hombre) a objeto de placer. El ser humano no es objeto, sino sujeto. Esta es otra razón que avala la dignidad de todo trabajo honrado.

 José Luis Velayos

 

 

Por qué las mujeres que van a abortar deberían escuchar el latido de su hijo

 

Escrito por Chapu Apaolaza

Publicado: 17 Enero 2023

 

«No me gustaría pensar que Montero está más contenta si esa chica aborta que si decide tener al bebé. A veces se diría que las madres que desisten de abortar les estén fastidiando la fiesta ideológica»

Se ha montado un buen lío porque en Castilla y León van a ofrecer la posibilidad de que las mujeres que vayan a abortar puedan escuchar el latido de su hijo si lo desean. Las fuerzas políticas favorables a la interrupción del embarazo se han posicionado muy en contra de la medida porque, dicen, ejerce sobre la mujer «violencia machista» según Patxi López.

Entiendo que desde ese punto de vista, para que la mujer tome la decisión adecuada sobre su propio embarazo, tendría que saber cuantas menos cosas mejor, de ahí que se la aparte de la posibilidad de ver, escuchar y conocer a su hijo, no sea que se convierta en madre. En el caso de los abortos en menores, también pretenden borrar el criterio de los padres de la embarazada -¿qué sabrán ellos de hijos?- y los de los médicos que se lanzan en masa a la objeción de conciencia. Si los padres y los médicos, que son los que saben de hijos y de fetos, están generalmente contra el aborto, por algo será.

Saben los proabortistas que escuchar el latido de un hijo conecta emocionalmente a la madre con el feto mediante un lazo inquebrantable y sentimental que va más allá de la mera transmisión de genes. Eso es, justamente, la maternidad, más allá de que el niño sea carne de la carne y sangre de la sangre de la madre. Solo así, mediante la consideración de intangibles, se puede comprender que la madre de un hijo adoptivo alejado genéticamente de ella sea igual de madre que la madre de un hijo natural. 

Escuchar el latido de mis hijos cambió mi vida en general y mi visión del aborto en particular. Elena y yo hemos tenido tres hijos y dos a los que no llegamos a ponerles un nombre. La primera que nació se llama Macarena. Es una niña lista, alegre y cariñosa. Poco antes de su concepción, ya habíamos perdido un embarazo y aquel día de la primera revisión de este segundo, estábamos aterrados. «No hubo santos en el cielo a los que no recé esa noche», cantaba Antonio Martínez Ares en su pasodoble de carnaval ‘Carnecita de gallina’. De pronto, escuchamos el latido de la niña con seis o siete semanas de gestación, y su corazón latía con diminuta y atropellada violencia como el galope de un potro. Pom-pom-pom-pom-pom. Si lograba sobrevivir a la gestación y a las leyes implacables que extiende el infortunio sobre las vidas de los hombres, ese corazón latiría una y otra vez y miles de millones de veces sin pararse durante décadas, y detener ese corazón significaba quitarle la vida, matar a mi hija si me permiten. Ahí quedé atado a un compromiso con la vida que algunos tachan de retrógrado, meapilas y radical, pero es el que es, y así lo cuento y por eso mismo creo que está bien que los padres que van a terminar con su embarazo comprendan antes de tomar esta decisión lo que es un embarazo.

Aún guardo en mi cabeza el sonido de los corazones de mis hijos el primer día en que los escuché y comprendí de corazón -los ingleses traducen saber algo de memoria como saberlo by heart– que si algún momento uno de esos tres corazones se callase, también se callaría el mío. Estamos unidos por ese compás de sístoles y diástoles que es el sonido de una vida que sabes que defenderías con la tuya propia. El conocimiento, las emociones y el amor al fin y al cabo, nos hace más grandes y más enteros, y nos permite tomar las decisiones correctas.

Por pensar esto me estarán poniendo de sentimentalón, blandurrio y de perfecto facha, claro. Pero no sé qué tiene de progresista el aborto. Al fin y al cabo, el progreso va de que nos hagamos cargo del bienestar de cada vez más semejantes, no de menos. A ver si para comprender el mundo y las consecuencias de nuestros proceder egoísta como especie vamos a tener que ver la mirada enternecedora del pobre perrillo abandonado en Murcia y escuchar el lamento del tigre de Bengala que acosa la deforestación y, en cambio, escuchar el latido del hijo va a distorsionar peligrosamente la decisión sobre si dejarle vivir o interrumpir su vida.

No comprendo a quién puede lesionar que al escuchar el corazón de su hijo, una mujer se eche atrás y decida tirar p’alante con el embarazo. No me gustaría pensar que Irene Montero está más contenta si esa chica aborta que si decide tener a su bebé. A veces se diría que las madres que desisten de abortar les estén fastidiando la fiesta ideológica.

Chapu Apaolaza

 

 

Es razonable creer. Por qué el mundo es: materialismo o fe razonada

 

Escrito por Esteban Escudero Torresa

Publicado: 06 Febrero 2023

 

1. Introducción

Las llamadas pruebas de la existencia de Dios son tentativas, pistas o señales para acceder a él racionalmente. El valor de las pruebas es de orden lógico, por lo que no es ni experiencial ni religioso. En el plano de la lógica no se puede pretender alcanzar al Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, ni al Dios Padre, manifestado en Jesucristo. Mas, para los que ya poseen un conocimiento religioso de Dios, y por lo tanto también para nosotros, los cristianos, es de un gran consuelo constatar que nuestra experiencia de Dios tiene igualmente el apoyo de la racionalidad.

Mientras que para las personas religiosas estos caminos tienen el valor de confirmar las propias convicciones, para los no creyentes son como flechas indicativas, pistas que merecen ser tomadas en consideración para quien quiere ser honesto con la realidad de las cosas. Y en ello le va mucho al hombre que busca la verdad, ya que solo en Dios el hombre encuentra su plena realización y su verdadera salvación.

En este artículo vamos a exponer la llamada prueba de la existencia de Dios a partir de la realidad del mundo. Esta forma de razonar parte del análisis de las propiedades de los entes mundanos, es decir, de toda la realidad de la que tenemos experiencia en este mundo, y concluye que, para su completa explicación, se precisa admitir otra realidad distinta, trascendente al mundo, que sea capaz de dar cuenta de sí misma y, al mismo tiempo, que explique el porqué del mundo  y de sus propiedades.

Esta forma de razonar cuenta ya con una larga historia. Comienza en la filosofía griega, con Platón y Aristóteles, fue ampliada por los grandes filósofos medievales judíos y cristianos, entre los que destaca la figura de Santo Tomás de Aquino y, ya en la edad moderna, fue retomada por Leibniz y por toda la gran corriente filosófica de la neo-escolástica, entre otros autores contemporáneos.

Este camino hacia la realidad trascendente se ha revestido a lo largo de la historia del pensamiento de distintas formas, según la propiedad de la realidad mundana de la que se parta: el movimiento, las relaciones causa-efecto de los cambios, la finitud de las cosas, la evolución cósmica, etc. Aquí vamos a desarrollar el razonamiento a partir de la “contingencia” o ausencia de fundamento del propio ser, a fin de llegar a un fundamento último de toda la realidad mundana. Quizás sea esta la forma más concluyente del “argumento cosmológico”.

Aunque los no iniciados en filosofía pueden encontrar en ocasiones complicada esta manera de argumentar, inevitable por estar aquí en juego las cuestiones últimas de toda la realidad, los puntos culminantes del razonamiento serán, sin embargo, accesibles a todos, ya que en el fondo se trata de formular de un modo preciso la intuición del hombre religioso de que el mundo necesita de un Creador.

2. La pregunta decisiva

El deseo de saber ha impulsado al ser humano a investigar los enigmas de la realidad que le circunda. La aparición de algo nuevo en el mundo ha despertado siempre la curiosidad por saber las razones que lo han producido. Bien sean fenómenos naturales, como el arco iris o la erupción del volcán, bien sean fenómenos biológicos, como la transmisión de caracteres hereditarios o los motivos de una enfermedad, o bien se trate de la conducta del propio ser humano, siempre ha provocado la pregunta por las causas que pueden explicarlo.

La aplicación rigurosa del principio de causalidad científica ha permitido conseguir avances espectaculares en el conocimiento de la realidad en todos los ámbitos del saber empírico. La ciencia busca la explicación del estado actual del mundo en un estado anterior, del cual se deriva según unas leyes que ella misma trata de precisar. Y por este método, no solo hemos podido establecer conexiones entre fenómenos actuales, sino que hemos podido remontarnos hasta los estadios iniciales de la evolución cósmica.

Pero si queremos conocer el mundo en toda su misteriosa problematicidad, hemos de orientar nuestra investigación en una dirección radicalmente nueva. Las ciencias de la naturaleza nos van explicando cada vez con mayor precisión cómo es el mundo, dando por supuesto el hecho familiar de que “el mundo es”. Mas esto constituye también un problema, el mayor de los problemas: ¿por qué el mundo es?

Evidentemente nadie está obligado a hacerse este tipo de preguntas, e incluso no es fácil hacérselas, estando como estamos abocados a la realidad cotidiana, con sus mil preocupaciones y distracciones. Pero es posible plantearla ya que responde a una necesidad de orientarse en el mundo, por apuntar a cuestiones cruciales para todo ser humano, como saber de dónde venimos, qué somos y adónde vamos.

Desde el propio campo de la ciencia se escuchan llamadas a plantear este tipo de preguntas, a pesar de sobrepasar el ámbito de aplicación del método científico. Por ejemplo, el físico español Fernández-Rañada termina así su libro Los científicos y Dios:

La ciencia amplía inmensamente nuestro conocimiento del mundo y nos acerca a la belleza sublime de las leyes de la naturaleza. Pero, como actividad colectiva o sistema social, se mantiene al margen de las grandes preguntas que sus resultados sugieren. Esa es una tarea personal, como todo lo que atañe a la libertad, porque mantenernos abiertos a esas preguntas es lo que nos define como personas libres, al nivel más profundo, confiriéndonos una enorme grandeza, a pesar de nuestra pequeñez ante el universo (Fernández-Rañada, 2008: 288).

Es interesante constatar cómo el avance de los descubrimientos en el terreno de las ciencias naturales impulsa al espíritu humano a plantearse las preguntas decisivas en torno al Universo y al misterio de su existencia y organización. El premio Nobel de Física, descubridor de la hipótesis cuántica, base del conocimiento del mundo de los átomos, el alemán Max Planck (1858-1947), afirmaba en su libro ¿A dónde va la ciencia?: “El progreso de la ciencia consiste en el des- cubrimiento de un nuevo misterio cada vez que se cree haber descubierto una cuestión fundamental [...] La ciencia es incapaz de resolver el misterio último de la naturaleza” (Planck, 1941)

Ahora bien, lo que la ciencia es incapaz en virtud de su método puede y debe planteárselo la filosofía y también el científico como persona. Uno de los más grandes filósofos del siglo XX, Martín Heidegger (1889-1976), formuló así la decisiva cuestión acerca del mundo, como conclusión de su libro ¿Qué es Metafísica?:

La filosofía solo se pone en movimiento por una peculiar manera de poner en juego la propia existencia en medio de las posibilidades radicales de la existencia en total. Para esta postura es decisivo [...] por último quedar suspensos para que resuene constantemente la cuestión fundamental de la metafísica, a que nos impele la nada misma: ¿Por qué hay ente y no más bien nada? (Heidegger, 1976: 553).

La pregunta de por qué hay algo y no más bien nada se dirige al hecho fundamental de que existe el “ente”, es decir, el mundo. Si nunca hubiera habido nada, ni mundo, ni hombres, ¡nada!, no habría que preguntarse ningún porqué, no solo por el hecho elemental de que tampoco nosotros existiríamos, sino, sobre todo, porque no habría nada que explicar. Pero el caso es que hay mundo y un mundo muy complejo y ordenado, con unos procesos que no pueden menos que causar admiración a quien los estudia... ¿Por qué hay mundo y no más bien la nada? ¿Qué razón puede darse de que yo mismo, todo lo que me rodea, el planeta tierra, el sistema solar, las galaxias..., el universo entero exista y no, más bien, jamás haya existido nada, nunca nada?

Ciertamente, la experiencia de la problematicidad radical de todo lo que existe no es una experiencia ordinaria. Vivimos habituados al hecho de que el mundo existe y es tal como nos lo explican las ciencias. Partimos de este hecho y no solemos cuestionarnos su porqué. Solo haciendo un esfuerzo intelectual y en condiciones psicológicas favorables, podemos tener la experiencia del misterio profundo que rodea la afirmación fundamental: “el mundo es”. Pero esta experiencia es posible y auténtica.

La pregunta decisiva expresa la problematicidad del ser de todo lo que existe. Las cosas del mundo, los entes, evidentemente existen, están ahí, y podemos conocerlos y estudiar su origen y evolución. Ahora bien, el porqué de su ser, la razón de que existan, es lo que resulta últimamente problemático para aquel que quiera llegar hasta el fondo en la explicación de las cosas. Todo queda entonces cuestionado. Todo queda afectado por la pregunta fundamental. Las cuestiones del origen, de la evolución, de los cambios, de la aparición de nuevos estados..., todo queda abarcado por la gran pregunta que está en la base de las demás. Si esta se responde, las demás cuestiones de la ciencia y de la vida ordinaria podrán plantearse tras ella, ya que esta pregunta es previa y como el sustrato de todas las demás.

3. La necesidad de un absoluto

La pregunta decisiva no trata de hallar un estado original, a partir del cual comience la historia cósmica. En ese sentido se diferencia radicalmente de las ciencias. El porqué buscado ha de dar razón de la existencia de todos los entes, en un primer momento, actualmente y en el futuro. Es decir, no se trata del comienzo, sino de la razón de ser.

Igualmente debe darse una razón de ser en el supuesto de un universo eterno. El problema del fundamento de la existencia del mundo es distinto del de su finitud o infinitud temporal. Ya Santo Tomás, en el siglo XIII, disputando con los averroístas latinos, que defendían la eternidad del mundo, hacía ver que un universo eterno –si es que efectivamente lo es– tendría que tener una causa eterna de su ser.

Si no estamos dispuestos a admitir que la realidad es absurda, cosa muy difícil de sostener consecuentemente, a la pregunta sobre cómo es posible el ente ha de responderse admitiendo la necesidad de una realidad última que se fundamenta a sí misma. Esta realidad responde por sí misma de su propia existencia y, por lo tanto, puede justificar por qué existen los demás entes. Es decir, ha de existir un ser absoluto, algo o alguien, dentro o fuera del mundo, que tiene en sí mismo la razón de su propio ser.

Para comprender esta idea, es preciso tener claro dos importantes conceptos filosóficos: ser contingente y ser necesario. Se llama “ser contingente” a aquella realidad que, aunque existe, puede no existir, porque no tiene en sí misma el fundamento de su ser. El “ser necesario” es aquella realidad que tiene en sí misma la razón y fundamentación de su ser.

El análisis filosófico muestra que, si todo es contingente, nada habría podido llegar a la existencia y nada se sostendría actualmente en el ser. Si todo tiene su razón en otro, no puede explicarse la existencia de ninguna realidad. Por lo tanto, algo tiene que ser necesario, tener en sí mismo el fundamento de su ser y poder de esta manera dar razón de la realidad entera.

La experiencia de la contingencia es algo habitual para nosotros, aunque en el lenguaje ordinario no la denominemos así. Cada uno de nosotros nos damos cuenta de que existimos, pero también de que nuestra vida “pende de un hilo”. Vinimos al mundo sin haberlo pedido y en cualquier momento podemos dejar de existir, a causa de una enfermedad repentina o de un desgraciado accidente.

Sentimos, así, que nuestro ser se nos ha dado, que no disponemos de él y que el porqué de nuestra existencia ha de buscarse en algo distinto a nosotros mismos. Pero tampoco las personas que nos rodean están en mejor situación. También ellas son contingentes y la experiencia de todos los días se encarga de mostrar- nos hasta qué punto es esto verdad. Aparecen nuevos seres humanos que antes no existían y otros desaparecen, con el dramatismo que ello reviste, sobre todo cuando se trata de seres queridos. Tampoco ellos pueden disponer por completo de sus vidas y la razón de su existencia está en algo distinto a su propia voluntad.

Los demás entes del mundo son igualmente contingentes. Son limitados en el tiempo, aparecen y desaparecen, aunque sus períodos de existencia escapen muchas veces a nuestra experiencia vital. Los animales, las plantas, las montañas o los propios astros, que nos parecen estar ahí desde siempre, han surgido en algún momento, que las ciencias actuales son capaces de datar con mucha apro- ximación, y algún día se descompondrán. Sus propios componentes elementales se han formado en el tiempo y en el tiempo desaparecerán. La ley física de la entropía no parece excluir a nada en este mundo.

Pero no es solo la finitud en el tiempo el único exponente de que nada en este mundo tiene en sí mismo la razón de su propio ser. Las cosas son limitadas en su perfección, son mutables, precisan de otros, etc. No se ve, por mucho que las es- tudiemos, dónde residiría la razón de su propia existencia y perfección ontológi- ca. Hoy la ciencia ha descubierto muchos secretos de la composición de la mate- ria, hasta sus niveles más ínfimos y elementales y estamos a punto de descubrir la energía básica, a la que podrán reducirse los demás tipos de energía conocidos... La realidad de este mundo está dejando de tener el carácter misterioso que podía tener en la época de los griegos o en el Renacimiento.

Si, por lo tanto, las cosas de este mundo existen, desde los seres humanos hasta los átomos de hidrógeno perdidos en los inmensos espacios interestelares, pero nada en sí mismo puede justificar el porqué de su existencia, la razón humana se ve obligada a admitir un ser absoluto, sea lo que este sea, que pueda justificar su propia existencia y la de todo lo demás. De lo contrario no se podría explicar racionalmente por qué existe el ente y no más bien la nada. Algo tiene que tener en sí el fundamento de su propio ser, la razón de su propia existencia. Este algo existe como el hecho último, sin que pueda reducirse o explicarse por ninguna otra cosa. A partir de él, todo lo demás puede ya tener una explicación. Ha de haber, pues, un absoluto.

Esta manera de razonar se nos impone por la fuerza de los hechos. Salvando las distancias entre esta cuestión última del conocimiento del mundo y un ejemplo trivial de nuestra experiencia cotidiana, podemos intentar ilustrar la lógica de esta forma de argumentar con la siguiente comparación: supongamos que, al conectar nuestro aparato de televisión, aparecen unas molestas rayas que impiden la correcta visión del programa. Decididos a encontrar la razón de estas interferencias, vamos cambiando de canal, por ver si es la emisora quien las produce. Las rayas aparecen en todos los programas sintonizados. Buscamos entonces la razón de la anomalía dentro del aparato y, creyendo que está averiado, llamamos a un técnico. Si el aparato está en perfectas condiciones, no por ello descansamos en nuestra búsqueda: algo tiene que justificar la existencia de este fenómeno extraño. Por sí mismas estas rayas no han aparecido. En algo tiene que estar su razón de ser... Sustituimos el aparato en color por el viejo televisor en blanco y negro que teníamos retirado y de nuevo vuelven a aparecer las interferencias.  Si no son las emisoras, ni el aparato nuevo, tendrá que ser la antena o el cable de conexión... ¡Tampoco! En este momento se impone ya una investigación en toda regla. Es preciso encontrar el fundamento de estas anomalías, para saber a qué atenernos en el futuro... Si también los vecinos consultados tienen el mismo problema, parece que ya no cabe ninguna duda: en algún sitio debe haber una fuente de radiación que justifique las interferencias de todos los televisores del vecindario. No sabemos su naturaleza, ni su procedencia, pero tiene que haberla. De no admitirlo, nos resultaría absurda e incomprensible esta realidad. El encontrar cuál es este fundamento “absoluto” de los molestos “entes” de los televisores es ya cuestión de paciencia y de ganas de profundizar en el tema. ¡Y no haríamos mal en atender a los que afirman haber tenido la experiencia de ver a un radioaficionado montando su emisora en una casa del barrio!

4. El panteísmo materialista

De la admisión de un ser necesario o realidad absoluta, que tenga en sí misma la razón de su propia existencia, no se sigue, sin más, que estemos hablando de Dios o de alguna realidad trascendente al mundo. Hasta aquí también pueden asentir los ateos, así como los que defienden un monismo panteísta o los partidarios del materialismo dialéctico.

El problema que se nos plantea ahora es saber si ese ser absoluto es algo de este mundo o el mundo en su totalidad, o, por el contrario, es algo distinto de la realidad mundana, es decir, una realidad trascendente.

Dados los conocimientos científicos actuales y su investigación sistemática sobre cada uno de los ámbitos de realidad, no es probable que nadie se atreva a identificar el ser necesario con alguna de las realidades concretas del mundo. Recordemos que el ser necesario es aquel que es fundamento de su ser y razón de la existencia de todo lo demás. Ningún ser vivo, ni los minerales, ni nada de lo que tenemos experiencia sobre la tierra puede ser el absoluto que buscamos. Tampoco los astros lo pueden ser. Hoy conocemos bien su composición y su origen en el tiempo. El ser absoluto no es ningún “ente” en concreto.

Pero, si bien ninguna cosa de este mundo es considerada hoy el fundamento de todo lo demás, se ha dado en la historia del pensamiento toda una tradición que identifica el ser absoluto con la realidad toda del mundo, es decir, con el mundo como totalidad. El universo como un todo es el ser necesario. Se da aquí una absolutización del mundo, considerándolo como la realidad primordial y necesaria. Esta corriente arranca de la metafísica griega de Parménides, de Heráclito y de los estoicos y continúa por la tradición panteísta medieval y renacentista, hasta culminar en Hegel y en el materialismo dialéctico.

El universo, en esta perspectiva, ha de considerarse necesariamente eterno, ya que si tuviera un comienzo necesitaría claramente de una causa distinta de él para poder llegar a la existencia. Por eso se crearán hipótesis y modelos de uni- verso, sin apoyo suficiente en los datos científicos, que eviten las implicaciones teológicas de un universo finito en el tiempo. Cuando todavía esta cuestión se considera científicamente “abierta”, el intento de hacer del mundo la realidad absoluta necesita afirmar infinitos ciclos de expansión y regresión cósmicas y una regeneración de la energía, que desmiente el principio físico de la entropía creciente del universo.

Pero, además, este universo, la materia-energía de la que habla la ciencia, ha de tener en sí mismo la razón de su propio ser: debe ser ontológicamente autosuficiente. No solo es que existe eternamente, sino que debe existir necesariamente, por tener en sí mismo el fundamento de su propia existencia.

Estando en evolución, al menos en este planeta del que podemos tener ex- periencia, y siendo por definición la materia-energía que conocemos la única realidad existente, ella ha de ser capaz de explicar por sí misma la extraordinaria aventura de la aparición de la vida, con el orden prodigioso que implican las estructuras de los organismos vivientes. La materia posee unas leyes muy “inteligentes”, si se me permite la expresión, que la hace progresar constantemente hacia formas de vida cada vez más centralizadas, más complejas y con un mayor psiquismo. La materia-energía de los primeros instantes, los electrones y protones de los primitivos átomos de hidrógeno y de helio, han sido capaces por sí solos, por puro azar o por unas virtualidades desconocidas, de producir las moléculas de ADN, las células, los complejos organismos vivientes pluricelulares y toda la prodigiosa serie de “inventos” que suponen los pulmones, el corazón o el cerebro de los mamíferos.

Pero si el universo es el ser absoluto, este ha de dar razón igualmente de la aparición sobre la tierra de la conciencia refleja y de la libertad humana, fenómenos ambos que no son materiales. O bien se reduce la novedad del espíritu humano o bien se tiene que explicar por puros procesos de la materia.

Todo esto evidentemente supone una doctrina metafísica que escapa a los límites de la objetividad científica de la que hacen gala tantos materialistas de nuestro tiempo. En este sentido, identificar el mundo con el absoluto que necesariamente tiene que existir supone una opción muy comprometida, racional- mente hablando.

En primer lugar, nada permite descubrir en la estructura de las partículas elementales que forman la materia-energía primordial la admirable propiedad de tener que existir necesariamente, la suficiencia ontológica. ¿En dónde radicaría la razón de existir necesariamente de las cargas eléctricas, positivas o negativas, que forman los átomos de hidrógeno, el elemento más simple del universo, a partir del cual se han ido formando todos los compuestos materiales más complejos?

Además, si la evolución cósmica ha sido obra solamente de un azar ciego, ¿no ha sido mucha suerte, a fin de cuentas? Son muchos los científicos y filósofos que se han opuesto a una explicación del proceso evolutivo de fondo en meros términos de azar:

E. Kahane, siguiendo las huellas de su maestro A. T. Oparin, encuentra la explicación por el azar completamente absurda e imposible, y en esto tiene toda la razón. El azar no explica la génesis del menor de los cuerpos monocelulares, y mucho menos la génesis de los millones de especies cada vez más complejas, más perfeccionadas y provistas de un sistema nervioso progresivamente desarrollado.

Haría falta que el azar se renovara continuamente en la invención de cada especie, cosa que Émile Borel llamaba el milagro de los monos dactilógrafos. Pero, aun así y todo, la existencia del psiquismo no soportaría tal explicación (Tresmontant, 1974: 276).

En efecto, refiriéndonos al psiquismo humano, podemos plantearnos si, sien- do la conciencia refleja, por la que yo me siento ser y desde la que planeo mi propia vida, algo exclusivamente “interior”, ¿puede ser la materia, por sí sola,  el origen último de la conciencia?, ¿se puede explicar la conciencia, en última instancia, como resultado del proceso de la sola materia? El padre Juan Alfaro, estudiando detenidamente el tema, afirma:

La materia es, esencialmente, realidad sensible y tales son también sus procesos: sensible y material son idénticos. El carácter fundamental de la conciencia, su inaccesibilidad a la verificación empírica (sensible), no permite explicar su origen con los procesos de la sola materia (Alfaro, 1988: 211).

Y poco más adelante añade:

La reflexión sobre la imposibilidad del salto, desde los procesos materiales-sensi- bles de la naturaleza a la interioridad de la conciencia, gana en claridad cuando se trata del salto de los procesos naturales a los actos libres. La decisión de la libertad rompe todos los esquemas pensables de un proceso meramente natural, es decir, controlable mediante la experiencia empírica. El devenir cósmico no puede ser el origen de la libertad humana (Alfaro, 1988: 212 en nota).

Queda como último recurso explicar la razón del ser y de la evolución cósmica en “virtualidades” insospechadas de la realidad mundana, que ya pre-contenía potencialmente toda la perfección ontológica que después irá apareciendo con el tiempo. Estamos en la vieja corriente de lo que, sin demasiados matices, podemos denominar globalmente panteísmo materialista, para diferenciarlo del panteísmo místico o religioso.

Este panteísmo, sobre todo cuando pierde el halo místico de la compleja filosofía hegeliana y se transforma en monismo materialista con K. Marx y el positivismo cientificista de los siglos XIX y XX, afirma, explícita o implícitamente, que el mundo es el ser necesario y absoluto; es la única realidad, y en ella está pre-contenida todo lo que irá apareciendo en el despliegue de sus virtualidades a lo largo de la historia. El mundo es autosuficiente, eterno, increado, imperecedero, capaz de producir por sí solo la vida y el pensamiento. Es capaz de dar razón del ser de toda la realidad y de todos los procesos que ocurren en ella desde toda la eternidad.

Esta solapada divinización del universo es una actitud intelectual ampliamente extendida en nuestro mundo contemporáneo. Se intenta negar una realidad trascendente atribuyendo a la realidad mundana propiedades semejantes a las que los teólogos atribuyen al Dios de las religiones monoteístas. Y así puede explicarse la existencia del mundo y la complejidad de la realidad existente. Es, en realidad, una doctrina metafísica, que cuenta ciertamente con una larga tradición en las filosofías y teosofías de la historia del pensamiento humano, occidental y oriental.

Pero, cada vez más, a medida que progresan nuestros conocimientos científicos acerca del universo, no se ve cómo poder divinizar los átomos de hidrógeno y de helio. Antiguamente se podía atribuir al mundo propiedades tan extraordinarias porque no se le conocía bien. Actualmente, y cuanto más lo conocemos a través de las ciencias naturales, menos se advierte cómo podríamos prestarle los atributos de ser absoluto, necesario, eterno, autosuficiente, capaz de crear por sí solo vida y pensamiento.

Resumiendo: además de no poder dar una explicación adecuada a la cuestión de por qué existe el ente y no más bien la nada,

para mantener que el universo es el único Ser, es necesario, subrepticia y fraudulentamente, o bien cargar las realidades antiguas, la materia en este caso, de poderes exorbitantes, de poderes divinos, o bien reducir en la medida de lo posible la novedad de los órdenes de realidades que aparecen históricamente. Ambas tentativas no respetan la realidad, el dato (Tresmontant, 1969: 118).

Admitir esta metafísica es una opción intelectual posible, pero lleva consigo la aceptación de postulados no avalados seriamente por ningún tipo de razones, ni científicas ni filosóficas. Se trata de una fe filosófica últimamente infundada.

Así pues, si es necesario un ser absoluto y este no parece ser nada de este mundo, ni el mundo en su totalidad, estamos obligados a buscarlo más allá de las realidades mundanas, en el ámbito de la trascendencia.

5. La realidad trascendente

La gran tradición metafísica teísta ha visto siempre las huellas de la contingencia del mundo en su finitud. Ni el mundo en su totalidad, ni mucho menos ninguno de los entes mundanos, pueden ser el absoluto, ya que este ha de ser infinito y el mundo es con seguridad finito en el espacio, muy probablemente finito también en el tiempo y limitado constitutivamente en cuanto a su perfección ontológica.

Por fundamentarse a sí mismo, el absoluto ha de poseer la plenitud absoluta del ser, es decir, la plena realización de toda perfección posible. En la formulación de la metafísica de Santo Tomás, él es el puro Ser, la fuente de toda perfección ontológica, de la que las cosas reciben una participación finita.

Por todo ello, lo absoluto es la infinitud como realidad, es eterno, no se le puede agregar nada, es la plenitud insuperable y la más íntima unidad de todas las perfecciones. En efecto, lo que existe de tal manera que su fundamento se identifica de lleno con ello, que es la completa identidad consigo mismo, no puede ser finito ni mudable (al menos debe excluirse la mutabilidad en el sentido del paso de un estado de imperfección inicial a otro estado con mayor perfección), tampoco puede estar referido a otra cosa, no es divisible, ni caduco, ni nada similar (Weissmahr, 1986: 82).

Evidentemente, estas propiedades del absoluto difieren totalmente de las propiedades de los entes intramundanos, e incluso del mundo tomado como un todo. De ahí la necesidad de concebir lo absoluto como trascendente al mundo. Él es quien confiere el ser a las realidades contingentes del mundo, lo que las fundamenta íntimamente y por ello constituye la razón de su existencia real.

Pero su trascendencia no debería imaginarse como un estar fuera del mundo. Lo absoluto no es un ente más, opuesto al mundo, y solo mucho mayor que él. Su trascendencia significa más bien que lo absoluto existe de un modo totalmente distinto e incomparablemente más perfecto que el mundo; lo cual, sin embargo, lejos de excluir su presencia y, por ende, su cognoscibilidad a través del mundo, la hace posible (Weissmahr, 1986: 85).

El paso de las realidades mundanas al absoluto trascendente ya no puede hacerse mediante la aplicación del principio de causalidad científica o empírica.

Hay que repetir de nuevo que no estamos buscando un “antes” o un principio de la serie. El absoluto no forma parte de la cadena de los entes. El absoluto debe fundamentar el ser de lo primero, pero también de lo presente y de lo futuro; la serie entera de los entes mundanos reciben de él su ser y él está como equidistante de todos ellos, en cuanto que desde dentro los hace ser.

Se aplica aquí el principio de causalidad trascendente o uso metafísico del principio de causalidad. Nadie puede negar a la razón humana el derecho de intentar llegar hasta el final buscando los presupuestos ineludibles de la realidad de la que tenemos experiencia. Por ello, nos vemos obligados a rebasar el ámbito de lo empírico, para afirmar, en la oscuridad de lo que está más allá del ente mundano, la razón suficiente de su existencia y de su perfección ontológica.

El filósofo Leibniz formulaba así esta exigencia lógica de buscar la razón suficiente última de toda la realidad contingente:

Il faut que la raison suffisante, qui n’ait plus besoin d’une autre raison, soit hors de cette suite des choses contingentes, et se trouve dans une substance, qui en soit la cause, et qui soit un Être nécessaire, portant la raison de son existence avec soi. Autrement on n’aurait pas encore une raison suffisante, où l’on puisse finir. Et cette dernière raison des choses est appelée Dieu (Leibniz, 1976: 332).

Nos vemos, pues, invitados a una decisión razonable, pero libre. No tenemos experiencia directa de ese Ser necesario trascendente que, por estar más allá de los entes mundanos, se nos presenta como imposible de verificar empíricamente y, lo que es más, como lo radicalmente desconocido. Sin embargo, la contingencia de los entes mundanos es un signo de su necesaria acción fundamentadora. Sin él nada podría ser. Todo ha de existir por él. Podemos negarnos a admitirlo, pero entonces todo queda sumido en el absurdo y en la falta de razón.

En el propio corazón de toda la realidad late el fundamento del ser. Lo radicalmente otro del ente se anuncia aquí invitando al asentimiento.

En el más allá de todo algo, del abismo sin fondo, se anuncia el misterio: aquello que soporta y decide todo ser, el porqué oculto, el origen callado, el fundamento incondicional. Se anuncia en la decisión incondicional del ser, cuando la consideramos a la luz de la pregunta: ¿Por qué existe algo en general y no, más bien, nada?; tenemos razones más que sobradas para creer en el fundamento abismal e infinito (Welte, 1982: 98).

En su importante libro El hombre y Dios, Xavier Zubiri llega a una conclusión semejante. Con el rigor que caracteriza su pensamiento, concluye así su profundo análisis de la realidad:

Dios no es una realidad que está ahí además de las cosas reales y oculta tras ellas, sino que está en las cosas reales mismas de un modo formal. Por tanto, la realidad absolutamente absoluta es ciertamente distinta de cada cosa real, pero está cons- tituyentemente presente en esta de un modo formal. Por esto es por lo que toda cosa real es intrínsecamente ambivalente. Cada cosa, por un lado, es concreta- mente su irreductible realidad; pero, por otro lado, está formalmente constituida en la realidad absolutamente absoluta, en Dios. Sin Dios en la cosa, esta no sería real, no sería su propia realidad... Así pues, Dios existe, y está constituyendo formal y preciosamente la realidad de cada cosa. Es por esto el fundamento de la realidad de toda cosa y del poder de lo real en ella (Zubiri, 1984: 148-149).

6. La epifanía del misterio absoluto

Después del análisis que venimos realizando, debemos preguntarnos: ese Misterio absoluto que nos vemos razonablemente invitados a reconocer ¿es realmente el Dios de las religiones históricas? Más todavía, ¿es el Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, objeto de nuestra fe y de nuestra esperanza?

El Misterio Absoluto ha de tener un carácter personal, es decir, debe tener al menos las cualidades de la inteligencia y voluntad propias de sus criaturas, aunque en un grado muy superior, ya que, siendo el fundamento y la razón de ser de los seres personales, no puede tener menos que lo que él mismo ha originado. Debido a ese carácter personal, no puede excluirse que el Misterio pueda y quiera manifestarse positivamente a la experiencia humana. Ese encuentro, ciertamente posible, entre la realidad absoluta y el ser humano, debería tener entonces el carácter de una “epifanía” o manifestación en unos acontecimientos de revelación de su propio ser y de su designio sobre la realidad que él fundamenta. A modo de ejemplo, y para comprender mejor lo que estamos diciendo, podríamos traducir este razonamiento filosófico al lenguaje religioso cristiano, diciendo que el Dios Creador, Persona infinita, podría manifestarse a sus criaturas mediante la revelación de su nombre y su ser divino y descubrirnos su designio de salvación de la humanidad. Como posibilidad, nada puede impedírselo.

Ahora bien, a través del mero pensamiento no puede demostrarse que eso haya sucedido, pero tampoco puede excluirse racionalmente. Ante los relatos positivos de esta revelación, tomada en sentido amplio, tal como lo afirman las religiones de la historia de la humanidad, cabe contar con su oportunidad y pensar sobre las condiciones de su posibilidad. Hemos, pues, de distinguir una doble cuestión: la epifanía divina como eventualidad y la epifanía divina como realidad acaecida en la historia.

La más importante de las condiciones de posibilidad de la revelación en la historia es que el Misterio Absoluto, infinito y eterno, solo lo podremos conocer si en su aparición se somete a las condiciones de la limitación de nuestro conoci- miento, necesariamente ligado al espacio y al tiempo. De ahí se desprende que el Misterio, radicalmente desconocido, tendrá que recibir un nombre, por el que se distinguirá de todos los demás objetos de este mundo. Poniendo de nuevo como ejemplo la revelación bíblica, el Misterio Absoluto recibirá el nombre de Yahveh o bien el de Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Por otra parte, lo eterno deberá aparecer en un tiempo, el kairos, es decir, en el momento concreto en el que se produjo esta revelación al hombre: en el tiempo de la liberación del pueblo hebreo de Egipto o reinando el emperador Augusto, siendo Cirino gobernador en Siria. Finalmente, lo infinito se ha de manifestar en un lugar determinado, que podremos señalar diciendo: ahí sucedió. Será el caso de Ur de Caldea para Abrahán, la zarza ardiendo del Sinaí para Moisés o la ciudad de David, que se llama Belén, para el nacimiento de Jesús.

En estas experiencias de epifanía, caso de que se den, el Misterio Infinito ad- quiere una fisonomía clara. En este abrirse por su manifestación en el espacio y en el tiempo, el Misterio Absoluto se hace realmente Dios para los hombres: el Dios de la historia de la religión.

Ahora bien, en cualquier caso, si se revela el Misterio Absoluto, se llega a la paradoja de que él se manifiesta en la cercanía de su forma finita, pero dejando notar simultáneamente la lejanía de su trascendencia. Esto es debido a que, si en la revelación no se manifestase al mismo tiempo la trascendencia de lo divino en la cercanía de lo mundano, lo que aparecería entonces ya no sería Dios, sino una cosa o una persona como las otras de este mundo, y entonces no habría nada especial en ello; no habría religión. Es por ello por lo que, en los acontecimientos de la revelación se experimenta tanto la cercanía como la lejanía de lo divino.

Dios habla en su aparición mundana y el hombre experimenta lo que es más que la manifestación concreta de lo divino.

Si ahora atendemos a la segunda cuestión de la que hablábamos anteriormente, es decir, a la epifanía divina como realidad acaecida en la historia, habremos de admitir que de la posibilidad de la epifanía del Misterio no se puede pasar, sin más, a la afirmación de su realidad. Si ha existido de hecho algo así, no puede establecerse por la mera razón. Pero aquí el pensamiento racional tiene razones bien fundadas para escuchar los testimonios positivos de la historia de las religiones. Por lo tanto, los relatos religiosos pueden confirmar lo que habíamos formulado previamente en forma de hipótesis: que, de hecho, Dios se ha manifestado al hombre.

En el caso de la fe cristiana, haremos bien en atender lo que se dice al comienzo de la carta a los Hebreos (y las pruebas empírico-históricas del paso por la tierra de Jesús de Nazaret):

En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa. Y habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de la Majestad en las alturas (Hb 1, 1-3).

Para el cristiano, todas las representaciones de Dios que se han dado en la historia de las religiones no son sino una preparación para el gran acontecimiento de la revelación definitiva de Dios al mundo en su Hijo Jesucristo. El Misterio Absoluto se ha hecho en Cristo definitivamente Epifanía. Como afirmó el gran historiador de las religiones, Mircea Eliade: “La vida religiosa entera de la humanidad no sería sino una expectación de Cristo” (Eliade, 1981: 52 en nota).

Pero en estos momentos hemos abandonado ya el campo de la razón para penetrar en el terreno de la fe; hemos dejado la filosofía de la religión para penetrar en el ámbito de la teología fundamental. Lo cual debería ser el objeto de otro artículo.

Esteban Escudero Torresa

 

 

Tienen miedo a “escucharla” la vida

La reacción ante la posibilidad de que una mujer pueda ver en una ecografía el estado en que se encuentra la vida que ha engendrado y pueda escuchar el latido del corazón, solamente demuestra que, quienes defienden el hipotético derecho al aborto, saben perfectamente que están atentando contra una vida humana.

Ahora lo que toca, según Sánchez, es discutir la posibilidad de que las mujeres gestantes en Castilla y León se informen, si lo desean, más y mejor, a través de una ecografía o de la escucha del latido del corazón de su hijo.

Inmediatamente, los componentes de la coalición socialcomunista y los de los partidos afines, se han lanzado en tromba -tipo mastín- a intentar contrarrestar las medidas a favor de la vida, con la proclamación de unos pretendidos derechos a favor de la muerte.

Y como tienen por costumbre buscan una coartada, y han cargado contra la Iglesia y los curas que, al parecer, son los “inventores” del derecho a la vida y quienes han creado una cultura antiabortista.

Achacar al Papa, a la Iglesia y a los curas, oponerse al aborto sin más motivo que sus intereses, además de ser antiguo y poco original, es una falsedad obra de la mala fe y de la incultura.

Ni los curas, ni las monjas, ni el Papa, han “inventado” nada. La defensa de la vida es un derecho básico en el Derecho Natural y lo único que hace la Iglesia es señalar la existencia de ese Derecho Natural anterior a cualquier derecho positivo.

Se hace difícil pensar que las “irenesmonteros” y compañeras, consideran delito las agresiones sexuales y las violaciones, porque van contra el sexto mandamiento o que proscriben la violencia física contra la mujer, porque conculca el quinto precepto del Decálogo. Todas esas acciones son intrínsecamente malas y atentan gravemente contra el Derecho Natural y es en eso en lo que se basan las tipificaciones posteriores, por más que las defensoras del aborto quieran obviarlo.

Jesús D Mez Madrid

 

 

La “moral social”

En este país, en el nuestro, se produce la friolera de 100.000 abortos al año. Tres de cada cinco embarazos de mujeres de menos de 20 años no llegan a término. Por los estudios que se han hecho, los abortos entre las adolescentes aumentan considerablemente cuando los padres no tienen noticia del embarazo. Es necesario estar muy ciego para no reconocer que esta es una profunda herida de nuestra sociedad, como ha denunciado el arzobispo de Valladolid.

El nivel de estudios, el idioma, el empleo, el estado civil, el contexto cultural, la educación sexual, el acceso a servicios de salud, contribuyen a determinar la cantidad de abortos. Como ha señalado monseñor Argüello, no se puede separar lo que llamamos “moral personal”, de la “moral social”.

Domingo Martínez Madrid

 

 

Maternidad y problemas económicos o laborales

Algunas estimaciones señalan que más de la mitad de las mujeres que acuden a los centros sanitarios para abortar aducen problemas económicos o laborales. La decisión de ser madre en España expone a una discriminación, y eso debe ser abordado políticamente. Las mujeres que tienen entre 16 y 34 años, y que tienen hijos, tienen muchas más posibilidades de quedarse sin empleo que las que no los tienen. Entre los 25 y los 34 años, las madres tienen menor salario que las mujeres que no tienen hijos. Si se trata de garantizar la libertad de las mujeres, entonces hay que ofrecerles toda la información, todo el acompañamiento necesario, e impedir que ser madre requiera un acto heroico o asumir posibles discriminaciones.

Pedro García

 

El Cristianismo es unidad y armonía

 

Escrito por Juan Pegueroles

Publicado: 19 Enero 2023

 

Apuntes de Teología de la Historia

Hay en el hombre un hondo anhelo de unidad. El conocimiento analítico no le contenta plenamente. Ansía el todo, la síntesis. Contemplar en paz y en gozo un panorama  cósmico ordenado  y  armónico. Con un centro unificador y radiante. Contemplar en el mundo un Universo.

Nosotros, los cristianos, poseemos para  la  contemplación  y  para la poesía la síntesis más grandiosa y bella.

Todo se reduce a  Uno  en  Jesucristo.  Jesucristo  es  el  centro  de todas  las  cosas. Es  la  Unidad, la  Síntesis,  la  Armonía  suprema.  Es la Obra Bien Hecha de Dios.

Pimpollo es Jesucristo, escribió Fr. Luis de León glosando con exquisita poesía el pensamiento de San Pablo. Flor y Fruto de la Creación. «Cristo es llamado  Fruto,  porque es el fruto del mundo. Cristo es el fin de las cosas y Aquél para cuyo  nacimiento  feliz  fueron todas criadas y enderezadas». Porque así como en el árbol todo (raíz, tronco,  ramas  y  hojas)  se  endereza  y  ordena  para  el fruto,  así «estos cielos extendidos que vemos, y las estrellas que en ellos dan resplandor, y entre todas ellas esta fuente de claridad y de luz que todo lo alumbra, redonda  y  bellísima; la tierra pintada con flores  y las aguas pobladas de peces; los animales y los  hombres, y este universo todo, cuan grande y cuan hermoso es, lo  hizo  Dios  para fin  de hacer Hombre a su Hijo, y para producir a luz este único y divino fruto que es Cristo, que con verdad le podemos llamar el parto  común y general de todas las cosas» [1].

La flor y el fruto, además  de ser  fin  de la actividad  orgánica del árbol, son resumen y síntesis  del  mismo  árbol: «el  fruto el árbol todo contiene». «Así  también  Cristo... lo contiene todo en Sí y lo abarca y se resume en Él, y como  dice  San  Pablo,  en Él se recapitula todo lo no criado y criado, lo humano y lo divino, lo natural y lo sobrenatural» [2].

Jesucristo es el resumen y el fin de todas las cosas. Pero no acaba aquí la armonía. San Pablo ha hablado de un Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. En ese Cristo total, que forman Cristo y los cristianos, la Creación y la Historia encuentran su centro y su fin, su unidad y plena armonía.

El «Cristo total», centro de la creación

Para San Pablo, el alma del Evangelio, la flor de esa Buena Nueva es el Misterio de Cristo. Misterio de gozo, del cual es él heraldo iluminado e incansable.  

Este «mysterium», «sacramentum», el Misterio por antonomasia es «el gran secreto de Dios relativo a la incorporación de los hombres a Cristo en la unidad del Cuerpo Místico» [3].

Por la fe y el bautismo, los hombres no son sólo cristianos, son Cristo: «non solum christiani facti sumus, sed Christus» [4]. Un mismo Espíritu es el principio de una misma Vida sobrenatural en Jesucristo y en los cristianos. Ahora bien, todo lo que vive de un mismo y único Espíritu una misma y única Vida es un solo y único Ser vivo.

La Iglesia es el Cuerpo místico de Cristo. Jesucristo es la Cabeza de este Cuerpo. Jesucristo y los cristianos forman el misterioso Cristo total, «Christus totus» [5].

Este Cristo total, que ha de ir creciendo a través del tiempo, hasta alcanzar la madurez del varón perfecto, la plenitud de Cristo [6], es la síntesis del Universo. Es la Flor maravillosa de esa Planta inmensa.

Léanse las palabras ungidas de Jesús a los suyos, la noche en que era entregado. Todo allí es unidad y amor: unidad por amor. Habla Jesús de una Vid y unos sarmientos, una savia y una vida. Formula Jesús la ecuación maravillosa: «Yo en ellos y Tú en Mi» [7]. Dios y los hombres se unen, es decir, se hacen Uno en Jesucristo. «Como Tú, Padre, en Mi y Yo en Ti, que también ellos en nosotros sean uno» [8].

El Cristo místico es «nova creatura» [9], una nueva creación, nacida como la primera de las aguas y del Espíritu Santo.

Platón llamó al hombre «un microcosmos en el macrocosmos», es decir, «un mundo menor o un mundo abreviado... por causa de ser el hombre como un medio entre lo espiritual y lo corporal, que contiene y abraza en si lo uno y lo otro» [10]. El hombre, es una síntesis parcial: síntesis del mundo natural.

El Cristo místico es la síntesis total: síntesis de lo natural y lo sobrenatural, de lo humano y lo divino, del hombre y de Dios.

«Si para San Pablo el objeto predominante y en cierta manera único del mensaje evangélico era Jesucristo, para el mismo Jesús es el Padre: su paternidad divina acerca del Hijo y su paternidad humana acerca de los hombres» [11]. La misión de Jesús es manifestar a los hombres el Nombre del Padre [12]. El Hijo de Dios se hizo Hombre para hacer a los hombres hijos de Dios [13]. «Mirad qué gran amor nos ha mostrado el Padre -escribe San Juan-, que nos llamemos y seamos hijos de Dios» [14]. Somos hijos de Dios porque participamos de la filiación del Unigénito, porque somos uno con Él.  «El Padre ama al Hijo» [15] y su amor nos abraza también a nosotros [16], porque también nosotros somos sus hijos, somos su HIJO.

He aquí finalmente el panorama cristiano:

Un solo Padre, Dios. Un Hijo único, el Cristo místico. «Porque los hijos de Dios son el Cuerpo del único Hijo de Dios. Y siendo, Él la Cabeza y nosotros los miembros, uno solo es el Hijo de Dios» [17].

El «Cristo total», fin de la historia

Escribió Balmes: «La Religión es la verdadera filosofía de la historia» [18]. Y con ello nos enseñaba que sólo una Teología de ¡a Historia puede desvelar el Misterio de la Historia [19].

¿Tiene la Historia un sentido? ¿Cuál es el sentido de la Historia? He aquí dos preguntas de verdades actuales y apasionantes. El tema de nuestro tiempo.

En esta materia, como en tantas otras, el maestro es San Agustín. San Agustín, al escribir La Ciudad de Dios, fundados nuevas ciencias: la Filosofía de la Historia y la Teología de la Historia.

La Historia es el resultado de dos fuerzas combinadas y jerarquizadas: la libertad humana y la Providencia divina. El hombre no es el dueño de los destinos de la Historia, pero tampoco es el juguete de un «fatum» inexorable e irracional. Bossuet, tras las huellas de San Agustín, dio con la fórmula exacta: «El hombre se mueve y Dios le guía».

La Historia tiene un sentido, pero este sentido no se lo da el hombre Es la Providencia de Dios quien ha señalado a la Historia su fin, su sentido. El hombre con toda su libertad no puede hacer fracasar la Historia. Este barco llegará a puerto. Tocamos aquí un misterio (como tantas veces al llegar al fondo de un problema humano), el misterio de la coordinación de la libertad del hombre con la  omnipotencia de Dios. No conocemos el cómo, pero el hecho es innegable: Dios, Creador, es Señor universal y el hombre, dotado de razones, por liberalidad del Creador, señor de sí mismo.

Ahora bien, puesto que la Historia tiene un sentido, toca preguntarnos: ¿cuál es este sentido de la Historia? Responde San Agustín: la Ciudad de Dios.

«Dos amores hicieron dos ciudades. El amor de Dios hasta el desprecio de si mismo hizo la ciudad celeste; el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios hizo la ciudad terrena» [20]. La Ciudad de Dios, sociedad de todos los servidores de Dios de todos los tiempos y en todos los países del mundo, la Ciudad terrena o del demonio, sociedad de todos los enemigos de Dios, esas dos Ciudades morales edificadas por dos amores contrarios he aquí el verdadero objetivo de la Providencia. El triunfo de la Ciudad de Dios es el centro del plan divino [21].

Todo sucede en la Historia para bien de la Ciudad de Dios. Y la Ciudad terrena es, en manos de Dios, un instrumento de ese bien.

Aquí tenemos que hacer alto y exponer brevemente la solución del problema del mal en San Agustín.

San Agustín vivió con angustia el problema del mal moral. Si Dios es el origen de todas las cosas, lo será también del mal, y entonces Dios no es bueno. Y si el mal no viene de Dios, sino de un Principio malo adversario de Dios, entonces Dios ya no es el principio de todas las cosas y el Omnipotente, Dios ya no es Dios.

San Agustín formula la solución en dos principios luminosos. Primero el mal no viene de Dios, viene del hombre, de la libertad del hombre. Con esto sólo no queda resuelto todavía el problema: ¿por qué Creó Dios libre al hombre? ¿por qué Dios no impidió que existiera el mal? Contesta San Agustín con su segundo principio, profundo consolador: «Melius est de malis bene facere, quam mala esse sinere» [22]. Y en otra ocasión: «Siendo Dios sumamente bueno, de ningún modo podía permitir la existencia del mal en sus obras, si no fuese tan omnipotente, que pudiese sacar bienes aun de los males» [23].

Y ¿cómo realiza Dios esta portentosa alquimia: bene facere de malo? Ordenando el mal. Es como el color negro de la paleta de un pintor la comparación es de San Agustín). Es un color «malo», es la ausencia de color. Pero en las manos del artista, puesto en su lugar en el lienzo, ordenado, resalta la luz, sirve a la belleza total. Igual hace Dios con el mal: lo ordena poniéndolo al servicio del bien.

La Ciudad de Dios es el fin de la Historia. Es el fruto que Dios va madurando en el tiempo. Es el centro luminoso del acontecer humano, el por qué y el para qué de los planes de Dios. Para su bien lo ordena todo la Providencia divina. Y el principal instrumento de ese bien es, en manos de Dios, la Ciudad terrena. Los triunfos de los hijos del diablo contra los hijos de Dios son efímeros e incompletos. La Ciudad de Dios resulta al fin vencedora y purificada. La Ciudad terrena (el símil es también agustiniano) es la vara con que el Padre castiga las faltas de su hijo; la vara al fin es arrojada al fuego, y el hijo se sienta a la mesa del Padre (a).

Dios permitió el mal en la Historia, para cosechar más bien y más belleza en la Historia. Escribe San Agustín: «Dios no hubiera creado un solo ángel u hombre, que previese había de ser malo, si al mismo tiempo no conociese a qué servicios de los buenos los había de enderezar; para de esta manera aumentar, con el contraste del bien y el mal; el ornato de ese hermosísimo poema («pulcherrimum carmen»), que el curso de los tiempos» [24].

El Cristianismo nos da la clave del plan divino en la Historia al descubrir en el mundo una Ciudad de Dios que, mezclada con la Ciudad terrena y frecuentemente combatida por ella, marcha segura hacia sus eternos destinos [25].

Y la Ciudad de Dios es la Iglesia.

«Después de Sí mismo, Jesucristo es el fin principal a quien Dios mira en todo cuanto produce». [26].

Jesucristo es el fin de la Historia.

Pero Cristo y los cristianos son uno, el Cristo místico total.

Luego el sentido de la Historia, el fin de la Historia es ese Christus totus.

Y la Ciudad de Dios y Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia, es también fin y fruto de la Historia.

Será esta seguramente para muchos una proposición sorprendente y enojosa. La persuasión de que «NPWv lVIOXOC MXVTOC xal npiv OUAEÚElV TÉTOCXTAI» («todo ha sido hecho por nosotros y para nuestro servicio»: Orígenes), ha sido escándalo para todos los no creyentes desde Celso hasta nuestros días» [27]. Los cristianos la creemos sencillamente verdadera, consecuencia lógica de otras verdades ciertas, respaldadas por las palabras de Dios. Y armónica y bella.

Hemos dicho que la glorificación de Jesucristo es el fin ineludible que la Providencia ha señalado a la Historia. Todo el acontecer humano ha de finalizar en la honra de Jesucristo.

Ahora bien, Jesucristo queda honrado y glorificado por el honor y la gloria de la Iglesia, que es su Obra y su Cuerpo, su Complemento [28].

Por esto decíamos que la Iglesia es el fin de la Historia. Todo acontece para ella.

Pero ¿cómo se logra este bien de la Iglesia a través de la Historia?

Hemos de citar aquí unas líneas densas y luminosas del P. Daniélou: «La Historia no está constituida por un progreso continuo, como quiere el evolucionismo, ni por una sucesión de civilizaciones discontinuas y heterogéneas, como quiere Spengler, sino por una sucesión de Kairoi, de crisis decisivas que son cada vez la explosión y el juicio de una civilización que ha pecado por exceso de hybris, y la renovación de la Iglesia a través de esta purificación» [29].

Es sabido que la concepción pagana de la Historia es cíclica «Concebir el tiempo y la Historia como serie unilineal e irrevertible, en la que los hechos vienen realmente unos tras otros, nunca se repiten e influyen una sola vez en el desenvolvimiento, nos parece hoy la cosa más obvia ... pero de hecho es una conquista cristiana. Para la filosofía helenista el rodaje del tiempo era cíclico... En la duración cósmica, que es perpetuo retorno, ningún punto significa principio ni fin, pues desde la eternidad y por toda la eternidad se repiten todos: sólo vale esa repetición, reflejo del absoluto» [30]. La Historia no tiene un fin, no marcha a una meta. Simplemente acontece.  Una vez más el pensamiento griego rehúye el concepto de infinitud.

En cambio el neo-paganismo moderno concibe la Historia como avance lineal indefinido. Flecha lanzada a un blanco inexistente. Teoría del progreso continuo y fatal de la humanidad, muy victoriana y decimonónica, arrinconada y fracasada en nuestros tiempos de guerras y ruinas. Es notable señalar que esta concepción en el

fondo es cristiana, pero laicizada. «Hegel, Burckhart y Marx están ciertamente bien lejos de San Agustín, pero también ellos hunden sus raíces profundamente en la tradición del pensamiento cristiano» [31].

* * *

La concepción cristiana de la Historia sigue un camino intermedio. Hay sucesión de civilizaciones y permanencia de la Iglesia. Es ingenuo hoy día hablar de progreso indefinido. El progreso técnico es seguramente indefinido y sobre todo fatal. Pero ya hoy se distingue bien el progreso técnico del progreso total, del progreso moral, del progreso humano. Vivimos una época de progreso técnico y de fracaso del hombre. El hombre fuera de la Iglesia no progresa. Empieza tiene un cenit y cae. Se desmoraliza.

Pero en la tierra hay una institución humana que progresa siempre. Avanza siempre hacia la meta. Porque no es sólo humana, marcha alentada por el Espíritu Santo. Es la Iglesia.

La Iglesia crece en la Historia. El Cristo total crece con nuevos miembros. Nuevas piedras edifican la Ciudad de Dios.

La Iglesia se santifica en la Historia. La Pasión de Cristo se renueva en ella casi constantemente. La Iglesia sale de las persecuciones más santa y más gloriosa con la santidad de la sangre derramada y la gloria de los mártires que triunfaron.

La Iglesia aprende en la Historia. La Iglesia se conoce más la sí misma a través de la Historia. Las circunstancias, la cultura ambiental, por contraste o por simpatía, es ocasión de que ella desarrolle, explicite en sí una doctrina o una norma de acción.

La Iglesia, finalmente, es evangelizada por la Historia. La Historia enseña a los hombres de buena voluntad que sólo salva la Iglesia. Que sólo en ella se da el verdadero humanismo, el progreso humano integral. La solución de los problemas que la humanidad va topando en su marcha por los espacios y por los siglos sólo se halla en ella. En épocas nuevas y ante  problemas nuevos ella descubre en sí virtualidades inexplotadas, aplicaciones nuevas y salvadoras de doctrinas antiguas. La Iglesia posee la solución del problema social, el remedio del espíritu técnico.

Nosotros, los hombres del siglo XX, tenemos ante los ojos un paradigma histórico elocuente para quien quiera ver y aprender. Acaba un proceso histórico que echó a andar el 1400 ó 1500. Yo confesaré que siempre me ha parecido este drama del humanismo ateo una gigantesca y escalofriante experiencia que Dios ha permitido a los hombres para que llegaran a una conclusión limpia y definitiva: los hombres necesitan de Dios. Hasta el siglo XIV es un hecho que se vivía bien con Dios. Vino el tentador: ¿no se vivirá mejor sin Él? se ensayó. ¿Resultado? «Cuando no hay Dios, no hay hombre tal es el descubrimiento experimental de nuestro tiempo» [32].

Según P. Wust la cultura occidental pasa hoy su Adviento. Debe renovarse, convertirse, pnatvoEio0cn y recibir a Jesús [33]. Es la consigna salvadora: Vuelta a Dios, vuelta a Jesucristo, vuelta a la Iglesia. El Cristianismo es el verdadero humanismo.

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Antes de terminar, una nota.

Son los nuestros, tiempos de hipertrofia del Estado y atrofia del individuo. Depreciación de la persona.

Al teorizar sobre el fin de la humanidad a través de la Historia, se ha cometido frecuentemente el pecado de olvidar al individuo. Este queda escamoteado en la evolución ascendente del Espíritu en Hegel, en el marxismo dialéctico, en el totalitarismo de cualquier signo.

Bien está elucubrar sobre los fines del Universo. Pero no hay que olvidar al individuo. El individuo es insustituible. El bien del individuo es intransferible. El bien de la humanidad no es más que un nombre vacío, si no es el bien de cada uno de los hombres.

La concepción cristiana del fin de la Historia no cae en esta trampa. La Iglesia es un Cuerpo. La salud de un cuerpo está en función de la salud de cada miembro. La salvación de cada cristiano es la condición de la salvación del Cristo total. Cada cristiano al salvarse salva un poco a la Historia. Todos, las manos en el gobernable, pilotamos la gran Nave.

Conclusión

El «Cristo total», Cristo y los cristianos, es la clave de bóveda del Universo. Centro de la Creación y fin de la Historia.

La concepción cristiana del mundo y de la vida es orden, armonía y unidad.

Y gozo. Porque al hombre, incorporado a Cristo, le ha sido dada una dignidad inefable. «Admiraos, gozaos: hemos sido hechos Cristo» [34].

Juan Pegueroles

Notas:

1     Los nombres de Cristo. En Obras completas castellanas (BAC Madrid 1944), p. 413.

2     Ibíd.,

3     F. PRAT, S, l., La teología de San Pablo, Primera parte (México 1947) pág. 109.

4     San Agustín, In loan. XXI 8 PL 35,1568.

5     San Agustín, in Ps XXX enarr PL 3 231,

6     Eph 4, 13. 

7     lo, 17, 23  

8     Ibíd. 21.

9     Ga 6, 15.

10      FR. LUIS DE LEON, O. c., p. 412.

11      J. M. BOVER, S. l., Comentario al .Sermón de la Cena (BAC, Madrid 1951), pág. 165.

12      Io, 6.

13      Io1, 12

14      IIo 3, 1  

15      Io 3,35

16      «lpse pater amat vos». Io 16, 27

17      SAN AGUSTIN, In Epist, loan. ad Farthos X 3 PL 35 2055.

18      Obras completas, tomo V (BAC Madrid, 1949) p, 562.

19      J PIEPER, en su obra La fin des temps. a la pregunta «¿cuál será el fin de la evolución histórica». contesta: Es imposible dar una solución satisfactoria prescindiendo de la Teología. Una filosofía de la historia al margen de la Teología no llegará jamás a descubrir su verdadero objeto y señalar su finalidad

20      De civitate Dei XIV 28 PL 41 436.

21      E. PORTALIÉ, Saint Agustín, DTC 1290.

22      De Civitate Dei XXIII PL 41 752

23      Enchiridion II PL 40 236.

24      De Civitate Dei XI 18 PL 41 332.

25      E. PORTALIÉ, Saint Augustin, DTC 2290

26      FR. LUIS DE LEON, O. c., p. 445.

(a) SAN AGUSTIN, Enarr. in Ps. LXXIII 8 PL 36 935,

27      M. FLICK y Z. ALSZEGHY, S. l., Teologia della Storia, en Gregorianum 35 (1954) 293. ÓRÍGENES, Contra Celsum IV, 23 PG 11 1059.

28      Eph 1, 23.

29      J. DANIELOU, El Misterio de la Historia (San Sebastián 1957, p. 51.

30      H. Ch. PUECH, citado por P. LETURIA, S. l., Las coordenadas de la historia universal en la historiología de San Agustín. en Misiones Extranjeras (1954), II p. 31

31      M. FLICK, l. c. p. 256.

32      N. BERDIAEF, Una nueva Edad Media (Barcelona 1938), p. 62

33      Testimonios de la fe. Relatos de conversiones (Patmos Madrid, 1953), páginas 193-198

34      SAN AGUSTIN, In loan. XXI 8 PL 35 1568. Seguramente serán oportunas dos observaciones: Primera: al exponer la doctrina del Cuerpo místico, no nos hemos detenido a explicar cómo esa unión y misteriosa. pero real, identificación de los cristianos con Cristo salva desde luego el escollo del panteísmo. Ese es, según Ch. Moeller, el tropieza de todas las tradiciones religiosas no cristianas: el monismo. Pero la personalidad del cristiano no queda suprimida, anegada en Cristo Dios. Remitimos al curioso lector a las obras de PRAT, MERSCH, etc.

Segunda: la Iglesia es la privilegiada y la elegida de Dios. Es verdad. Pero hay que añadir enseguida que este privilegio no es exclusión. Al contrario, es ofrecimiento y puertas abiertas a todos. Y hay que recordar todavía el pensamiento de San Agustín: «Muchos que parecen estar dentro (de la Iglesia) están fuera, y muchos que parecen