Ideas Claras
DE INTERES PARA HOY sábado, 22 de octubre de 2022
Indice:
El Papa en el Ángelus: “La oración es la medicina de la fe, el reconstituyente del alma”
El Papa a Comunión y Liberación: “Es en la Iglesia donde permanece vivo el encuentro con Cristo”
El Papa a la FAO: Trabajar y caminar juntos sin dejar que nadie quede atrás
El Papa a empresarios: Transformar “con creatividad el rostro de la economía”
LA HIGUERA ESTÉRIL : Francisco Fernandez Carbajal
Evangelio del sábado: no retrasar la conversión
“Dios nos conduce sin pausas” San Josemaria
8 maneras de recordar a Juan Pablo II
“¡Vale la pena!” (III): Para hacer del tiempo un aliado
Agradar a Dios (I): en donde se oculta Dios. Santidad y monotonía : Diego Zalbidea
La Belleza de la Liturgia (15). La Liturgia permite el Gran Encuentro : José Martínez Colín.
¿Cuánto vale tu vida? : Rosario Prieto
Vivir con la confianza de un niño : Sheila Morataya Austin
¿Una Iglesia santa, o una Iglesia de santos? : Philip Goyret
El último rosario de Jerzy Popiełuszko : Ignacy Soler
¿Qué recompensas materiales encontraban los primeros cristianos en la Iglesia primitiva? : Rodney Stark,
El ocultismo y el pacto de silencio : JD Mez Madrid
En la vida de Jérôme Lejeune : Domingo Martínez Madrid
Porque somos conscientes : Juan García.
No son moneda de cambio ideológico : Jesús Domingo Martínez
¿Cómo enseñar a los hijos a ser agradecidos? : Alianza Aleteia / LaFamilia.info
El Papa en el Ángelus: “La oración es la medicina de la fe, el reconstituyente del alma”
Palabras del Santo Padre antes del Ángelus
Ángelus 16 octubre 2022 © Vatican Media
“La oración es la medicina de la fe, el reconstituyente del alma” . dijo el Papa Francisco durante la oración del Ángelus de este domingo 16 de octubre de 2022.“ Por esto Jesús hoy habla a sus discípulos– ¡a todos, no solo a algunos! – ‘era preciso orar siempre sin desfallecer’” añadió el Papa.
Francisco recordó “El consejo que os he dado tantas veces: llevad un pequeño Evangelio de bolsillo, en el bolsillo, en el bolso, y así cuando tengáis un minuto abrid y leed algo, y el Señor responderá“.
Estas fueron las palabras del Papa al introducir la oración mariana:
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Palabras del Papa
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de la Liturgia de hoy se concluye con una pregunta que preocupa a Jesús: “cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?” (Lc 18,8). Sería como decir: cuando llegue al final de la historia -pero, podemos pensar, también ahora, en este momento de la vida- ¿encontraré un poco de fe en vosotros, en vuestro mundo? Es una pregunta seria. Imaginemos que el Señor llega hoy a la tierra: vería, lamentablemente, muchas guerras, mucha pobreza, muchas desigualdades, y al mismo tiempo grandes conquistas de la técnica, medios modernos y gente que va siempre deprisa, sin detenerse nunca; ¿pero encontraría quien le dedique tiempo y afecto, quien lo ponga en el primer lugar? Y sobre todo preguntémonos: ¿qué encontraría en mí, si el Señor hoy viniera, qué encontraría en mí, en mi vida, en mi corazón? ¿Qué prioridades de mi vida vería?
Nosotros, a menudo, nos concentramos sobre muchas cosas urgentes, pero no necesarias, nos ocupamos y nos preocupamos de muchas realidades secundarias; y quizá, sin darnos cuenta, descuidamos lo que más cuenta y dejamos que nuestro amor por Dios se vaya enfriando, se enfríe poco a poco. Hoy Jesús nos ofrece el remedio para calentar una fe tibia. ¿Y cuál es el remedio? La oración. La oración es la medicina de la fe, el reconstituyente del alma. Pero es necesario que sea una oración constante. Si tenemos que seguir una cura para estar mejor, es importarte cumplirla bien, tomar los medicamentos en la forma correcta y a su debido tiempo, con constancia y regularidad. En todo en la vida hay necesidad de esto. Pensemos en una planta que tenemos en casa: tenemos que nutrirla con constancia cada día, ¡no podemos empaparla y después dejarla sin agua durante semanas! Con mayor razón para la oración: no se puede vivir solo de momentos fuertes o de encuentros intensos de vez en cuando para después “entrar en letargo”. Nuestra fe se secará. Necesita el agua cotidiana de la oración, necesita de un tiempo dedicado a Dios, de forma que Él pueda entrar en nuestro tiempo, en nuestra historia; de momentos constantes en los que abrimos el corazón, para que Él pueda derramar en nosotros cada día amor, paz, gloria, fuerza, esperanza; es decir nutrir nuestra fe.
Por esto Jesús hoy habla a sus discípulos– ¡a todos, no solo a algunos! – “era preciso orar siempre sin desfallecer” (v. 1). Pero alguno podría objetar: “¿Pero yo cómo hago? ¡No vivo en un convento, no tengo tiempo para rezar!” Nos puede ayudar, quizá, en esta dificultad, que es real, una sabia práctica espiritual, que hoy está un poco olvidada, que nuestros mayores conocen bien, especialmente las abuelas: la de las llamadas jaculatorias. El nombre está algo en desuso, pero la sustancia es buena. ¿De qué se trata? De oraciones muy breves, fáciles de memorizar, que podemos repetir a menudo durante el día, durante las diversas actividades, para estar “en sintonía” con el Señor. Hagamos algún ejemplo. Nada más levantarnos podemos decir: “Señor, te doy las gracias y te ofrezco este día”; esta es una pequeña oración; después, antes de una actividad, podemos repetir: “Ven, Espíritu Santo”; y entre una cosa y la otra rezar así: “Jesús, confío en ti, Jesús, te amo”. Pequeñas oraciones pero que nos mantienen en contacto con el Señor. ¡Cuántas veces mandamos “mensajes” a las personas a las que queremos! Hagámoslo también con el Señor, para que el corazón permanezca conectado a Él. Y no nos olvidemos de leer sus respuestas. El Señor responde, siempre. ¿Dónde las encontramos? En el Evangelio, que hay que tenerlo siempre a mano y abrir cada día algunas veces, para recibir una Palabra de vida dirigida a nosotros.
Y volvemos a ese consejo que os he dado tantas veces: llevad un pequeño Evangelio de bolsillo, en el bolsillo, en el bolso, y así cuando tengáis un minuto abrid y leed algo, y el Señor responderá.
La Virgen María, fiel en la escucha, nos enseñe el arte de rezar siempre, sin cansarnos.
El Papa a Comunión y Liberación: “Es en la Iglesia donde permanece vivo el encuentro con Cristo”
Discurso del Papa a los miembros de Comunión y Liberación
Comunión y Liberación © Vatican Media
“Es en la Iglesia donde permanece vivo el encuentro con Cristo. Es la Iglesia donde se guardan, alimentan y profundizan todos los carismas”, recordó el Papa Francisco.
Este sábado, 15 de octubre de 2022, en la plaza de San Pedro, el Santo Padre se ha reunido con los miembros de Comunión y Liberación, con motivo del centenario del nacimiento de su fundador, el siervo de Dios don Luigi Giussani.
Francisco ha querido resaltar “algunos aspectos de la rica personalidad de don Giussani: su carisma, su vocación de educador, su amor a la Iglesia”.
Publicamos a continuación el discurso que el Pontífice dirigió a los presentes en la audiencia:
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Discurso del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos!
Habéis venido en gran número, desde Italia y desde varios países. Su movimiento no ha perdido su capacidad de convocatoria y movilización. Le agradezco que quiera manifestar su comunión con la Sede Apostólica y su afecto por el Papa. Agradezco al Presidente de la Fraternidad, el profesor Davide Prosperi, así como a Hassina y Rose, que compartieron sus experiencias. Saludo al Cardenal Prefecto, al Cardenal Farrell y a los Cardenales y Obispos presentes.
Estamos reunidos para conmemorar el centenario del nacimiento de Mons. Luigi Giussani. Y lo hacemos con gratitud en el corazón, como nos han contado Rose y Hassina. Expreso mi gratitud personal por el bien que me hizo, como sacerdote, meditar algunos de los libros de don Giussani -como joven sacerdote-; y lo hago también como Pastor universal por todo lo que supo sembrar e irradiar por doquier para bien de la Iglesia. ¿Y cómo no van a recordarle con sincera gratitud los que fueron sus amigos, sus hijos, sus discípulos? Gracias a su apasionada paternidad sacerdotal en la comunicación de Cristo, crecieron en la fe como un don que da sentido, amplitud humana y esperanza a la vida. Don Giussani fue padre y maestro, estuvo al servicio de todas las angustias y situaciones humanas que encontró en su pasión educativa y misionera. La Iglesia reconoce su genio pedagógico y teológico, desplegado desde un carisma que le fue dado por el Espíritu Santo para el “bien común”. No es la mera nostalgia la que nos lleva a celebrar este centenario, sino el recuerdo agradecido de su presencia: no sólo en nuestras biografías y corazones, sino en la comunión de los santos, desde donde intercede por todos los suyos.
Sé, queridos amigos, hermanos y hermanas, que los períodos de transición, cuando el padre fundador ya no está físicamente presente, no son nada fáciles. Muchas fundaciones católicas a lo largo de la historia han experimentado esto. Tenemos que agradecer al Padre Julián Carrón su servicio de guía del movimiento durante este periodo y por mantener firme el timón de la comunión con el pontificado. Sin embargo, no han faltado graves problemas, divisiones, y ciertamente también un empobrecimiento ante un movimiento eclesial tan importante como Comunión y Liberación, del que la Iglesia, y yo mismo, esperamos más, mucho más. Los tiempos de crisis son tiempos de recapitulación de vuestra extraordinaria historia de caridad, cultura y misión; son tiempos de discernimiento crítico de lo que ha limitado las potencialidades fecundas del carisma de don Giussani; son tiempos de renovación y relanzamiento misionero a la luz del momento eclesial actual, así como de las necesidades, sufrimientos y esperanzas de la humanidad contemporánea. La crisis nos hace crecer. No debe reducirse al conflicto, que aniquila. La crisis hace que uno crezca.
Seguro que don Giussani reza por la unidad en todas las articulaciones de su movimiento; seguro. Sabes muy bien que la unidad no significa uniformidad. No hay que tener miedo a las diferentes sensibilidades y a la confrontación en el camino del movimiento. No puede ser de otra manera en un movimiento en el que todos los adherentes están llamados a vivir personalmente y compartir corresponsablemente el carisma que han recibido. Todo el mundo lo vive originalmente y también en comunidad. Esto es importante: que la unidad es más fuerte que las fuerzas de dispersión o el arrastre de viejas oposiciones. Unidad con los que dirigen el movimiento, unidad con los Pastores, unidad en el seguimiento atento de las indicaciones del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, y unidad con el Papa, que es el servidor de la comunión en la verdad y la caridad.
No pierdas tu precioso tiempo en charlas, desconfianza y oposición. ¡Por favor! No pierdas el tiempo.
Ahora quisiera recordar algunos aspectos de la rica personalidad de don Giussani: su carisma, su vocación de educador, su amor a la Iglesia.
1. Don Giussani es un hombre carismático. Sin duda, era un hombre de gran carisma personal, capaz de atraer a miles de jóvenes y tocar sus corazones. Podemos preguntarnos: ¿de dónde viene su carisma? Se trataba de algo que había experimentado de primera mano: siendo un muchacho de sólo quince años, se había visto sorprendido por el descubrimiento del misterio de Cristo. Había intuido -no sólo con la mente, sino con el corazón- que Cristo es el centro unificador de toda la realidad, es la respuesta a todas las preguntas humanas, es la realización de todos los deseos de felicidad, bondad, amor y eternidad presentes en el corazón humano. El asombro y la fascinación de este primer encuentro con Cristo nunca lo abandonaron. Como dijo el entonces cardenal Ratzinger en su funeral: “Don Giussani mantuvo siempre la mirada de su vida y de su corazón fijada en Cristo. Comprendió así que el cristianismo no es un sistema intelectual, un paquete de dogmas, un moralismo, sino que el cristianismo es un encuentro; es una historia de amor; es un acontecimiento”. Aquí está la raíz de su carisma. Don Giussani atraía, convencía y convertía los corazones porque transmitía a los demás lo que llevaba dentro tras su experiencia fundamental: la pasión por el hombre y la pasión por Cristo como realización del hombre. Muchos jóvenes le siguieron porque los jóvenes tienen un gran talento. Lo que decía provenía de su experiencia y de su corazón, por lo que inspiraba confianza, simpatía e interés.
El Presidente dijo que usted se compromete a que el carisma otorgado a don Giussani para el bien de toda la Iglesia dé siempre nuevos frutos. Esta es la sabia custodia del don que se os ha transmitido, una custodia que no sólo es conservadora del pasado, sino que, animada por el Espíritu Santo, sabe reconocer y acoger los nuevos brotes de este árbol que es vuestro movimiento, que vive en la buena tierra de la comunión eclesial.
En este sentido, se preguntará: ¿cómo responder a las exigencias del cambio en el tiempo actual preservando el carisma? En primer lugar, es importante recordar que no es el carisma el que debe cambiar: siempre hay que acogerlo de nuevo y hacerlo fructificar en el mundo de hoy. Los carismas crecen como crecen las verdades del dogma, de la moral: crecen en plenitud. Son las formas de vivirlo las que pueden constituir un obstáculo o incluso una traición a la finalidad para la que el carisma fue suscitado por el Espíritu Santo. Reconocer y corregir los caminos equivocados, cuando sea necesario, sólo es posible con una actitud de humildad y bajo la sabia guía de la Iglesia. Y esta actitud de humildad la resumiría con dos verbos: hacer memoria, es decir, traer al corazón, recordar el encuentro con el Misterio que nos ha traído hasta aquí; y generar, mirando hacia adelante con confianza, escuchando los gemidos que el Espíritu vuelve a expresar hoy. “El hombre humilde, la mujer humilde también aprecia el futuro, no sólo el pasado, porque sabe mirar hacia adelante, sabe mirar los brotes, con una memoria llena de gratitud. El hombre humilde genera, el hombre humilde invita y empuja hacia lo desconocido. El orgulloso, en cambio, repite, se vuelve rígido […], retrocede y se encierra en su repetición, se siente seguro en lo que conoce y teme, siempre teme lo nuevo porque no lo puede controlar, se siente desestabilizado por ello… ¿por qué? Porque ha perdido la memoria” [1]. Mira la memoria del fundador.
Queridos hermanos, apreciad el precioso don de vuestro carisma y de la fraternidad que lo custodia, porque todavía puede hacer “florecer” muchas vidas, como nos han testimoniado Hassina y Rose. El potencial de vuestro carisma está todavía en gran parte por descubrir, todavía mucho por descubrir; por eso os invito a huir de cualquier repliegue sobre vosotros mismos, del miedo -el miedo nunca os llevará a buen puerto- y del cansancio espiritual, que os lleva a la pereza espiritual. Os animo a encontrar los caminos y los lenguajes adecuados para que el carisma que os ha dado don Giussani llegue a nuevas personas y nuevos ambientes, para que pueda hablar al mundo de hoy, que ha cambiado desde los inicios de vuestro movimiento. ¡Hay tantos hombres y mujeres que aún no han tenido ese encuentro con el Señor que cambió y embelleció sus vidas!
2. Segundo aspecto: don Giussani el educador. Desde los primeros años de su ministerio sacerdotal, ante el desconcierto y la ignorancia religiosa de muchos jóvenes, don Giussani sintió la urgencia de comunicarles el encuentro con la persona de Jesús que él mismo había experimentado. El P. Luigi tenía una capacidad única para desencadenar la búsqueda sincera del sentido de la vida en el corazón de los jóvenes, para despertar su deseo de verdad. Como verdadero apóstol, al ver que esta sed se había encendido en los jóvenes, no tuvo miedo de presentarles la fe cristiana. Pero sin imponer nunca nada. Su enfoque generó muchas personalidades libres, que se adhirieron al cristianismo con convicción y pasión; no por costumbre, ni por conformismo, sino de forma personal y creativa. Don Giussani tenía una gran sensibilidad para respetar el carácter de cada persona, respetando su historia, su temperamento, sus dones. No quería que todos fueran iguales, ni que todos le imitaran, que cada uno fuera original, como Dios le hizo. Y, de hecho, esos jóvenes, al crecer, se convirtieron, cada uno según su inclinación, en presencias significativas en diversos campos, ya sea en el periodismo, en la escuela, en la economía, en las obras de caridad y de promoción social.
Este, amigos, es un gran legado espiritual que os ha dejado don Giussani. Os animo a alimentar en vosotros su pasión educativa, su amor por los jóvenes, su amor por la libertad y la responsabilidad personal de cada uno ante su propio destino, su respeto por la irrepetible singularidad de cada hombre y de cada mujer.
3. Y tercero: Giussani hijo de la Iglesia. Don Giussani era un sacerdote que amaba mucho a la Iglesia. Incluso en tiempos de desconcierto y fuerte contestación de las instituciones, mantuvo siempre con firmeza su fidelidad a la Iglesia, por la que sentía un gran afecto -¡amor! -, casi una ternura, y al mismo tiempo una gran reverencia, porque creía que es la continuación de Cristo en la historia. Dijo: ‘Has encontrado esta compañía: esta es la forma en que el misterio de Jesús […] ha llamado a tu puerta’ [2]. Utilizó esta hermosa expresión: la “compañía”. Los grupos del movimiento eran para él una “compañía” de personas que habían encontrado a Cristo. Y, en última instancia, la Iglesia misma es la “compañía” de los bautizados que mantiene todo unido, de la que todo toma vida, y que nos mantiene en el buen camino.
Don Giussani nos enseñó a tener respeto y amor filial por la Iglesia y, con gran equilibrio, siempre supo mantener el carisma y la autoridad, que son complementarios, ambos necesarios. A menudo canta “The Road” en sus reuniones. Giussani, utilizando precisamente la metáfora del camino, decía: “La autoridad asegura el camino correcto, el carisma hace el camino hermoso” [3]. Sin autoridad existe el riesgo de salirse del camino, de ir en la dirección equivocada. Pero sin carisma el camino corre el riesgo de volverse aburrido, de dejar de ser atractivo para la gente de ese momento histórico concreto.
Incluso entre vosotros, a algunos se les confía una tarea de autoridad y gobierno, para servir a todos los demás e indicar el camino correcto. En concreto, consiste en guiar y representar al movimiento, favorecer su desarrollo, realizar proyectos apostólicos específicos, asegurar la fidelidad al carisma, proteger a los miembros del movimiento, promover su camino cristiano y su formación humana y espiritual. Pero junto al servicio de la autoridad, es esencial que, en todos los miembros de la Fraternidad, el carisma permanezca vivo, para que la vida cristiana conserve siempre el encanto del primer encuentro. No olvides nunca esa primera Galilea de la llamada, esa primera Galilea del encuentro. Vuelve siempre allí, a esa primera Galilea que cada uno de nosotros experimentó. Esto nos dará fuerza para ir siempre en obediencia en la Iglesia. Esto es lo que “hace que el camino sea hermoso”. Así, los movimientos eclesiales contribuyen, con sus carismas, a mostrar el carácter atractivo y nuevo del cristianismo; y corresponde a la autoridad de la Iglesia indicar con sabiduría y prudencia por qué camino han de caminar los movimientos, para mantenerse fieles a sí mismos y a la misión que Dios les ha encomendado. En palabras de don Giussani podemos afirmar que “es una exigencia irrenunciable de la Encarnación este continuo intercambio entre institución y carisma. Esta relación entre gracia y libertad no puede pensarse en ningún caso como una alternativa dialéctica, como si la institución no fuera el carisma y el carisma no necesitara de la institución. Un carisma debe ser institucionalizado. Y una institución debe mantener la dimensión carismática. En definitiva, son la única realidad de la Iglesia. ¿Podría pensarse en el organismo humano sin el esqueleto que lo sostiene? Por eso es impensable que la Iglesia viva sin una institución” [4].
Sabéis que el descubrimiento de un carisma pasa siempre por el encuentro con personas concretas. Estas personas son testigos que nos permiten acercarnos a una realidad mayor, que es la comunidad cristiana, la Iglesia. Es en la Iglesia donde permanece vivo el encuentro con Cristo. Es la Iglesia donde se guardan, alimentan y profundizan todos los carismas. Pensemos, en los Hechos de los Apóstoles, en el episodio de Felipe y el eunuco, funcionario de la reina de Etiopía. Felipe fue decisivo para su conversión, fue el mediador del encuentro con Cristo para aquel hombre en busca de la verdad. ¿Cómo termina este episodio? Felipe bautiza al eunuco y el texto dice: “Cuando salieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe y el eunuco no lo vio más” (Hechos 8:39). “¡No lo vio más!” Después de conducirlo a Cristo, Felipe desaparece de la vida del eunuco. Pero la alegría del encuentro con Cristo permanece, ¡esa alegría del encuentro siempre permanece! – De hecho, el relato añade: “Y lleno de alegría, siguió su camino”. Todos estamos llamados a esto: a ser mediadores para los demás del encuentro con Cristo, y luego dejar que sigan su camino, sin atarlos a nosotros.
Y, para terminar, me gustaría pedirte una ayuda concreta para hoy, para este momento. Te invito a acompañarme en la profecía por la paz – ¡Cristo, Señor de la paz! El mundo cada vez más violento y bélico me asusta de verdad, lo digo: me asusta-; en la profecía que señala la presencia de Dios en los pobres, en los abandonados y vulnerables, condenados o desechados en la construcción social; en la profecía que proclama la presencia de Dios en cada nación y cultura, respondiendo a las aspiraciones de amor y de verdad, de justicia y de felicidad que pertenecen al corazón humano y que laten en la vida de los pueblos. Que esta santa inquietud profética y misionera arda en vuestros corazones. No te quedes quieto.
Amado, ama siempre a la Iglesia. Ama y preserva la unidad de tu “empresa”. No dejéis que vuestra fraternidad sea herida por divisiones y oposiciones, que hacen el juego al maligno; ese es su trabajo: dividir, siempre. Incluso los momentos difíciles pueden ser momentos de gracia, y pueden ser momentos de renacimiento. Comunión y Liberación nació precisamente en un momento de crisis como el del 68. Y después don Giussani no se asustó ante los momentos de paso y crecimiento de la Fraternidad, sino que los afrontó con valor evangélico, confianza en Cristo y en comunión con la Madre Iglesia.
Agradezcamos hoy juntos al Señor el don de don Giussani. Invocamos al Espíritu Santo y la intercesión de la Virgen María, para que todos vosotros sigáis, unidos y alegres, por el camino que él os mostró con libertad, creatividad y valentía. De corazón, te bendigo. Y por favor, les pido que recen por mí. Gracias.
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[1] Discurso al Colegio de Cardenales y a la Curia Romana, 23 de diciembre de 2021.
[2] L. Giussani, Dal temperamento un metodo. I libri dello spirito cristiano: quasi Tischreden, 6, Milano 2002, p. 7.
[3] Id., Un avvenimento nella vita dell’uomo, Milano 2020, p. 249.
[4] Id., Supplemento a Litterae Communionis-LC, n. 11/1985.
El Papa a la FAO: Trabajar y caminar juntos sin dejar que nadie quede atrás
Mensaje del Santo Padre para el Día Mundial de la Alimentación Día de la Alimentación 2022
Cathopic © BelisariodeJesús
Publicamos a continuación el Mensaje que el Santo Padre Francisco envió al Director General de la FAO, Qu Dongyu, este viernes 14 de octubre de 2022, con motivo del Día Mundial de la Alimentación 2022:
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Mensaje del Papa
A Su Excelencia
el señor Qu Dongyu
Director General de la FAO
Excelencia:
Le agradezco su atenta carta, en la que me invita a participar en la celebración de la Jornada Mundial de la Alimentación 2022, año en el que se conmemora el 77 aniversario de fundación de la FAO. Esta institución nació con el fin de dar respuestas a las necesidades de tantas personas agobiadas por la indigencia y el hambre en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. También hoy, lamentablemente, vivimos en un contexto bélico, que podríamos denominar una “tercera guerra mundial”. El mundo está en guerra, y esto debe hacernos reflexionar.
El tema de la Jornada de este año es: “No dejar a nadie atrás. Mejor producción, mejor nutrición, mejor medio ambiente y una vida mejor para todos”. Ciertamente, no será posible hacer frente a las numerosas crisis que afectan a la humanidad si no trabajamos y caminamos juntos, sin dejar que nadie quede atrás. Para eso es necesario, ante todo, que veamos a los demás como nuestros hermanos y hermanas, como miembros que integran nuestra misma familia humana, y cuyos sufrimientos y necesidades nos afectan a todos, porque “si un miembro sufre, todos los demás sufren con él” (cf. 1 Co 12,26).
Las “cuatro mejoras” —mejor producción, mejor nutrición, mejor medio ambiente y mejor vida para todos—, que componen el tema de este año, me permiten mencionar la importancia del Marco Estratégico de la FAO para 2022-2031, y resaltar la necesidad de que las intervenciones sean planificadas y programadas para que contribuyan a erradicar totalmente el hambre y la malnutrición, y no sean simplemente la respuesta a carencias circunstanciales o llamamientos lanzados con motivo de emergencias. Para lograr soluciones justas y duraderas es preciso reiterar la urgencia de abordar juntos y a todos los niveles el problema de la pobreza, estrechamente vinculada a la falta de alimentación adecuada.
Sin embargo, los objetivos que se plantean son ambiciosos y parecen ser inalcanzables. ¿Cómo podríamos conseguirlos? Ante todo, no perdiendo de vista que el eje de toda estrategia son las personas, con historias y rostros concretos, que habitan en un lugar determinado; no son números, datos o estadísticas interminables. También introduciendo “la categoría del amor” en el lenguaje de la cooperación internacional, para revestir las relaciones internacionales de humanidad y de solidaridad, persiguiendo el bien común. Por lo tanto, estamos llamados a reorientar nuestra mirada hacia lo esencial, hacia lo que nos ha sido dado gratuitamente, focalizando nuestra labor en el cuidado de los otros y de la creación (cf. Carta enc. Laudato si’, 216 ss.).
Señor Director General, renuevo una vez más el compromiso de la Santa Sede y la Iglesia católica de caminar junto a la FAO y a otras organizaciones intergubernamentales que trabajan en favor de los pobres, poniendo por delante la fraternidad, la concordia y la mutua colaboración, para descubrir horizontes que aporten al mundo un beneficio genuino, no sólo para el hoy, sino también para las generaciones venideras. Elevo mi oración a Dios Todopoderoso pidiendo por esta intención, sabiendo que toda criatura recibe de su mano el sustento, y que bendice copiosamente a quienes parten el pan con los hambrientos.
Vaticano, 14 de octubre de 2022
Francisco
El Papa a empresarios: Transformar “con creatividad el rostro de la economía”
Discurso a miembros de la Confederación Española de Asociaciones de Jóvenes Empresarios y de la Confederación de Empresarios de Galicia
Audiecia con empresarios jóvenes de España, 17 octubre 2022
El Papa Francisco ha animado a un grupo de empresarios de España “a seguir transformando con creatividad el rostro de la economía, para que esté más atenta a los principios éticos (cf. Carta enc. Laudato si’, 189) y no se olvide de que su actividad está al servicio del ser humano, no sólo de unos pocos sino de todos, especialmente de los pobres”, ha indicado
En la mañana de hoy, 17 de octubre de 2022, en el Palacio Apostólico Vaticano, el Santo Padre ha recibido en audiencia a miembros de la Confederación Española de Asociaciones de Jóvenes Empresarios y de la Confederación de Empresarios de Galicia.
En sus palabras, Francisco compartió con ellos 3 ideas “que me parecen oportunas para su caminar como emprendedores”: la profecía, el cuidado de la relación con Dios y el trabajo y la pobreza.
A continuación, sigue el discurso completo del Santo Padre.
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Discurso del Santo Padre
Saludo cordialmente a ustedes, queridos hermanos y hermanas, miembros de la Confederación Española de Asociaciones de Jóvenes Empresarios y de la Confederación de Empresarios de Galicia —son todos jóvenes por lo que veo, lo cual es muy bueno—, y les agradezco las amables palabras que me dirigieron. Su presencia aquí es un signo de esperanza.
Nos toca una época con notorios desequilibrios sea económicos y sociales. El Concilio Vaticano II ya había afirmado que “el lujo pulula junto a la miseria —estoy citando—. Y mientras unos pocos disponen de un poder amplísimo de decisión, muchos carecen de toda iniciativa y de toda responsabilidad, viviendo con frecuencia en condiciones de vida y de trabajo indignas de la persona humana” (Const. past. Gaudium et Spes, 63). En este contexto, es apremiante proponer una economía adecuada para contribuir a resolver las grandes problemáticas que vivimos a nivel mundial.
Quisiera compartirles tres ideas que me parecen oportunas para su caminar como emprendedores. En primer lugar, está la profecía. ¿Cómo, Padre, ¿qué dijo? ¿La profecía? ¿Qué tiene que ver con la empresa la profecía? Yo se las propongo. En la Biblia el profeta es aquel que habla en nombre de Dios, que transmite su mensaje, y a través del cual favorece un cambio en su entorno. Por ejemplo, Amós, el profeta de la “justicia”, denunciaba ya en el siglo VII a.C. el ansia de lujo y enriquecimiento de los poderosos en el pueblo de Israel, que beneficiaba sólo a un sector que podía, mientras la gran mayoría del pueblo estaba oprimido, hambriento, pasando necesidad. En un contexto tan complejo como el actual, caracterizado por la guerra y la crisis ambiental, a ustedes les toca realizar su servicio, digamos, como profetas que anuncien y edifiquen la casa común, respetando todas las formas de vida, interesándose por el bien de todos y fomentando la paz. Sin profecía, la economía, y en general toda la acción humana, está ciega. Porque esa radica en sí misma, ¿no?, cuando no se enferma y se transforma en finanza, y cuando la economía se transforma en finanza, ya todo se vuelve líquido o gaseoso y termina como la cadena de san Antonio, que uno no sabe cuánto hay acá, cuanto hay allá, porque no se toca y es todo gaseoso. Una dirigente financiera económica a nivel mundial, un día charlando conmigo, me dijo que ella había procurado —ocupaba un puesto muy alto— hacer un encuentro entre economía, humanismo y religión, y que había estado muy bien. Intentó hacer lo mismo con finanza, humanismo y religión, y no encontraron salida. Eso me hace pensar mucho, ¿no?
El segundo aspecto se refiere al cuidado de la relación con Dios. Primero la profecía, segundo, cuidado de la relación con Dios. Como la tierra, cuando es bien cultivada y cuidada, da abundantes frutos, así también nosotros, cuando cultivamos la salud espiritual, cuando tenemos una relación bien cuidada con el Señor, comenzamos a dar muchos frutos buenos. El profeta Amós recalca “busquen al Señor y vivirán, […] busquen el bien y no el mal, y así el Señor […] estará con ustedes” (5,6.14). La heroicidad que el mundo necesita hoy por parte de ustedes, sólo puede ser sostenible si hay raíces fuertes. Preguntarse, ¿cómo están mis raíces? Lo cual no quiere decir volver atrás, no. Las raíces para poder crecer mejor. Que sea una armonía entre las raíces, el tronco, los frutos. La conversión económica será posible cuando vivamos una conversión del corazón; cuando seamos capaces de pensar más en los necesitados; cuando aprendamos a anteponer el bien común al bien individual; cuando entendamos que la carestía de amor y justicia en nuestras relaciones son consecuencia de un descuido de nuestra relación con el Creador, y esto repercute también en nuestra casa común. Entonces, y quizás sólo en ese momento, podremos dar marcha atrás a las acciones perjudiciales que están preparando un futuro triste para las nuevas generaciones. Recuerden que cultivar la relación con el Señor hace posible tener raíces fuertes que sostendrán los proyectos que se deseen emprender.
El tercer pensamiento que les comparto tiene que ver con el trabajo y la pobreza. De estos nos ha dado un importante testimonio san Francisco de Asís, que llevó adelante no sólo la restauración de la capilla de san Damián, sino que, sobre todo, contribuyó a restaurar la Iglesia de su tiempo. Concretamente, lo hizo con el amor que tuvo hacia los pobres y con su forma austera de vivir. Con los valores del trabajo y la pobreza, que implican la confianza completa en Dios y no en las cosas, se puede crear una economía que reconcilie entre sí todos los miembros de las diversas etapas de producción, sin que se desprecien mutuamente, sin que se creen mayores injusticias o se viva una fría indiferencia. Por otro lado, esto no quiere decir que se ame la miseria, la cual, por el contrario, tiene que ser combatida, y para ello ustedes tienen los buenos instrumentos, como la posibilidad de crear empleos, y contribuir así a dignificar a sus prójimos. Pues por medio del trabajo, el Señor “levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre (Sal 113,7). De manera que aquí tenemos un remedio para combatir la enfermedad de la miseria: el trabajo y el amor a los pobres. Sean creativos en la planificación del trabajo, sean creativos y eso les va a dar mucha más fuerza.
Los animo a seguir transformando con creatividad el rostro de la economía, para que esté más atenta a los principios éticos (cf. Carta enc. Laudato si’, 189) y no se olvide de que su actividad está al servicio del ser humano, no sólo de unos pocos sino de todos, especialmente de los pobres. Además, es importante que tome conciencia de que no está por encima de la naturaleza, sino que tiene que cuidar de ella, pues de esto dependen las generaciones futuras. Tu empresa debe tener, de alguna manera, un cuidado para no contaminar más la naturaleza, al contrario, ir abriendo caminos de sanación. Uno de los grandes científicos europeos en un encuentro que tuve hace seis meses, dijo: “ayer nació una nieta, y pensé, pobrecita, si las cosas siguen así, dentro de treinta años, le tocará habitar un mundo inhabitable”. Todavía está en nuestras manos cambiar esa tendencia de contaminación que está destruyendo todo.
Quisiera terminar mi mensaje, encomendándolos a la protección de la Virgen Santísima y de san José. Ellos supieron cuidar de su familia y de su casa con corazón de padres. Que ellos intercedan por ustedes, para que el Señor les conceda también un amor maternal y paternal para cuidar de la familia humana, cuidar, y cuidar de la casa común. Esta es una virtud de la que no se habla mucho cuando se dan clases de economía —estén atentos—: una de tus principales funciones es cuidar, cuidar a los tuyos, cuidar a tu empresa, cuidar a tus empleados, cuidar la casa común, cuidar todo, ¿no? El buen economista, el buen empresario cuida. Que Dios los bendiga, que la Virgen los cuide. Y no se olviden de rezar por mí, que lo necesito. Gracias.
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— Dar fruto. La paciencia de Dios.
— Lo que Dios espera de nosotros.
— Con las manos llenas. Pacientes en el apostolado.
I. En las viñas de Palestina se solían plantar árboles junto a las cepas. Y en un lugar así sitúa Jesús la parábola que leemos en el Evangelio de la Misa de hoy1: Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y vino a buscar fruto en ella y no encontró. Esto ya había ocurrido anteriormente: situada en un lugar apropiado del terreno, con buenos cuidados, la higuera, año tras año, no daba higos. Entonces mandó el dueño al hortelano que la cortara: ¿para qué va a ocupar terreno en balde?
La higuera simboliza a Israel2, que no supo corresponder a los desvelos que Yahvé, dueño de la viña, manifestó una y otra vez sobre él, y representa también a todo aquel que permanece improductivo3 de cara a Dios. El Señor nos ha colocado en el mejor lugar, donde podemos dar más frutos según las propias condiciones y gracias recibidas, y hemos sido objeto de los mayores cuidados del más experto viñador, desde el momento mismo de nuestra concepción: nos dio un Ángel Custodio para que nos protegiera hasta el final de la vida, recibimos, quizá a los pocos días de nacer, la gracia inmensa del Bautismo, se nos dio Él mismo como alimento en la Sagrada Comunión, hemos tenido la oportunidad de recibir una formación cristiana... Incontables han sido las gracias y favores del Espíritu Santo. Sin embargo, es posible que el Señor encuentre a veces pocos frutos en nuestra vida, y quizá, en alguna ocasión, frutos amargos. Es posible que, alguna vez, nuestra situación personal haya podido recordar la desconsolada parábola que relata el Profeta Isaías: Voy a cantar a mi amado el canto de la viña de mis amores: Tenía mi amado una viña en un fértil recuesto. La cavó, la descantó y la plantó de vides selectas. Edificó en medio de ella una torre e hizo en ella un lagar, esperando que le daría uvas, pero le dio agrazones4, frutos agrios. ¿Por qué estos malos resultados, cuando todo estaba dispuesto para que fueran buenos? San Ambrosio señala que las causas de la esterilidad son, frecuentemente, la soberbia y la dureza de corazón5.
A pesar de todo, Dios vuelve una y otra vez con nuevos cuidados: es la paciencia de Dios6 con el alma. Él no se desanima ante nuestras faltas de correspondencia, sabe esperar, pues, junto a nuestras flaquezas y a la debilidad, conoce a la vez la capacidad de bien que hay en cada hombre, en cada mujer. El Señor no da nunca a nadie por perdido, confía en todos nosotros, aunque no siempre hayamos respondido a sus esperanzas.
Él mismo ha dicho que no quebrará la caña cascada, ni apagará la mecha que aún humea7. Y las páginas del Evangelio son un continuo testimonio de esta consoladora verdad: las parábolas del hijo pródigo, de la oveja perdida..., el encuentro con la samaritana, con Zaqueo...
II. Señor, déjala todavía este año, y cavaré alrededor de ella y le echaré estiércol, a ver si así da fruto... Es Jesús que intercede ante Dios Padre por nosotros, que «somos como una higuera plantada en la viña del Señor»8. «Intercede el colono; intercede cuando ya el hacha está a punto de caer, para cortar las raíces estériles; intercede como lo hizo Moisés ante Dios... Se mostró mediador quien quería mostrarse misericordioso»9, comenta San Agustín. Señor, déjala todavía este año... ¡Cuántas veces se habrá repetido esta misma escena! ¡Señor, déjalo todavía un año...! «¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no me he vuelto loco?»10.
Cada persona tiene una vocación particular, y toda vida que no responde a ese designio divino se pierde. El Señor espera correspondencia a tantos desvelos, a tantas gracias concedidas, aunque nunca podrá haber paridad entre lo que damos y lo que recibimos, «pues el hombre nunca puede amar a Dios tanto como Él debe ser amado»11; sin embargo, con la gracia sí que podemos ofrecerle cada día muchos frutos de amor: de caridad, de apostolado, de trabajo bien hecho... Cada noche, en el examen de conciencia, hemos de saber encontrar esos frutos pequeños en sí mismos, pero que han hecho grandes el amor y el deseo de corresponder a tanta solicitud divina. Y cuando salgamos de este mundo «tenemos que haber dejado impreso nuestro paso, dejando a la tierra un poco más bella y al mundo un poco mejor»12, una familia con más paz, un trabajo que ha significado un progreso para la sociedad, unos amigos fortalecidos con nuestra amistad...
Examinemos en nuestra oración: si tuviéramos que presentarnos ahora delante del Señor, ¿nos encontraríamos alegres, con las manos llenas de frutos para ofrecer a nuestro Padre Dios? Pensemos en el día de ayer..., en la última semana..., y veamos si estamos colmados de obras hechas por amor al Señor, o si, por el contrario, una cierta dureza de corazón o el egoísmo de pensar excesivamente en nosotros mismos está impidiendo que demos al Señor todo lo que espera de cada uno. Bien sabemos que, cuando no se da toda la gloria a Dios, se convierte la existencia en un vivir estéril. Todo lo que no se hace de cara a Dios, perecerá. Aprovechemos hoy para hacer propósitos firmes. «Dios nos concede quizá un año más para servirle. No pienses en cinco, ni en dos. Fíjate solo en este: en uno, en el que hemos comenzado...»13, en el que ya falta poco para terminar.
III. En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos14. Esto es lo que Dios quiere de todos: no apariencia de frutos, sino realidades que permanecerán más allá de este mundo: gentes que hemos acercado al sacramento de la Penitencia, horas de trabajo terminadas con hondura profesional y rectitud de intención, pequeñas mortificaciones en las comidas, que manifiestan la presencia de Dios y el dominio del cuerpo por amor al Señor, vencimientos en el estado de ánimo, orden en los libros, en la casa, en los instrumentos de trabajo, empeño para que no influya a nuestro alrededor el cansancio de un día intenso, pequeños servicios, a quienes estaban necesitados de ayuda... No nos contentemos con las apariencias; examinemos si nuestras obras resisten, por el amor que hemos puesto en ellas y por la rectitud de intención, la penetrante mirada de Jesús. ¿Son mis obras en este momento el fruto que corresponde a las gracias que recibo?, podríamos preguntarnos cada uno en la intimidad de nuestra oración.
Si San Lucas sigue realmente un orden temporal en los acontecimientos que narra, «esta parábola fue dicha inmediatamente después de la pregunta planteada acerca de los galileos, cuya sangre mezcló Pilato con sus sacrificios, y sobre los dieciocho hombres, encima de los cuales cayó la torre de Siloé (Lc 13, 4). ¿Debía suponerse que esos hombres eran especialmente pecadores, para merecer tal suerte? Nuestro Señor contesta que no, y añade: Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente. No es la muerte del cuerpo lo que importa, es la disposición del alma que la recibe, y el pecador que, dándosele tiempo para el arrepentimiento, no hace uso de la oportunidad, no sale mejor librado que si le hubieran lanzado repentinamente sobre la eternidad, como a aquellos. Y en este momento llega la parábola de la higuera, que nos advierte de un límite a la larga paciencia de Dios Todopoderoso. Pero parece, por lo que oímos del hortelano, que es posible una intervención para prolongar el plazo de la tolerancia divina. No cabe duda que esto es importante. ¿Pueden nuestras oraciones servir para ganar al pecador un plazo que le permita arrepentirse?
»Claro que pueden»15. Y nosotros mismos podemos interceder junto al Señor para que se prolongue esa paciencia divina con aquellas personas que quizá, con una constancia de años, pretendemos que se acerquen a Jesús. «Por tanto, no nos apresuremos a cortar, sino dejemos crecer misericordiosamente, no sea que arranquemos la higuera que aún puede dar mucho fruto»16. Tengamos también nosotros paciencia y procuremos poner más medios, humanos y sobrenaturales, en el trato con esas personas que parecen tardar en recorrer el camino que lleva hasta Jesús.
Nuestra Madre Santa María nos alcanzará, en este sábado del mes de octubre en el que tantas veces hemos acudido a Ella, la gracia abundante que necesitan nuestras almas para dar más frutos y la que precisan nuestros familiares y amigos para que aceleren el paso hacia su Hijo, que los espera.
1 Lc 13, 6-9. — 2 Cfr. Os 9, 10. — 3 Cfr. Jer 8, 13. — 4 Is 5, 1-3. — 5 Cfr. San Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, in loc. — 6 Cfr. 2 Pdr 3, 9. — 7 Mt 12, 20. — 8 Teofilacto, en Catena Aurea, vol. VI, p. 134. — 9 San Agustín, Sermón 254, 3. — 10 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 425. — 11 Santo Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 6, a. 4. — 12 G. Chevrot, El Evangelio al aire libre, Herder, Barcelona 1961, p. 169. — 13 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 47. — 14 Jn 15, 8. — 15 R. A. Knox, Sermones pastorales, pp. 188-189. — 16 San Gregorio Nacianceno, Oración 26, en Catena Aurea, vol. VI, p. 135.
Evangelio del sábado: no retrasar la conversión
Comentario del sábado de la 29.ª semana del tiempo ordinario. “Les decía esta parábola: un hombre tenía una higuera plantada en su viña y fue a buscar en ella fruto y no lo encontró”. Jesús espera de nosotros el fruto de una conversión diaria, de una correspondencia concreta a su infinito amor. El resto lo hace Él.
22/10/2022
Evangelio (Lc 13,1-9)
Estaban presentes en aquel momento unos que le contaban lo de los galileos, cuya sangre mezcló Pilato con la de sus sacrificios. Y en respuesta les dijo:
— ¿Pensáis que estos galileos eran más pecadores que todos los galileos, porque padecieron tales cosas? No, os lo aseguro; pero si no os convertís, todos pereceréis igualmente. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que vivían en Jerusalén? No, os lo aseguro; pero si no os convertís, todos pereceréis igualmente.
Les decía esta parábola:
— Un hombre tenía una higuera plantada en su viña y fue a buscar en ella fruto y no lo encontró. Entonces le dijo al viñador: «Mira, hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera sin encontrarlo; córtala, ¿para qué va a ocupar terreno en balde?» Pero él le respondió: «Señor, déjala también este año hasta que cave a su alrededor y eche estiércol, por si produce fruto; si no, ya la cortarás».
Comentario
La invitación de Jesús a la conversión personal sigue siendo apremiante. Los interlocutores de Jesús pensaban que la causa de algunas desgracias e injusticias eran los pecados de esas mismas víctimas. Hasta sus mismos discípulos manifestaron esta misma mentalidad cuando vieron al ciego de nacimiento: “Rabbí, ¿quién pecó: éste o sus padres, para que naciera ciego?” (Juan 9,2). Se hacían a sí mismos jueces inapelables de las conciencias ajenas. Jesús, sin embargo, les reprocha esa actitud, pues no examinan su propia vida, desconocen el estado de su alma, de modo que no se convierten.
La conversión es volverse a Dios, y con su luz, reconocer el propio pecado, y emprender una vida nueva, según las palabras del Salmo: “Ten misericordia de mí, Dios mío, según tu bondad; según tu inmensa compasión borra mi delito. (...) Yo reconozco mi delito, y mi pecado está de continuo ante mí” (Salmo 51,3.5). “Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre”, recordaba el Papa Francisco al convocar el jubileo extraordinario de la misericordia[1].
La parábola de Jesús nos habla de la paciencia de Dios. El dueño de la higuera plantada en la viña lleva tres años esperando a que ese árbol dé fruto, y está dispuesto a esperar un cuarto año, pues el viñador le ha prometido que hará todo lo posible para que la siguiente cosecha no vuelva a ser infructuosa. Ciertamente, “el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en misericordia” (Salmo 103,8). Pero esa paciencia divina no puede ser excusa para retrasar la conversión, para dejar de acudir una vez y otra a las fuentes de la gracia divina: los sacramentos, la savia divina que empapa y vivifica nuestra alma, y nos convierte en personas que dan fruto.
[1] Francisco, Misericordiae vultus, n. 1.
Mientras hay lucha, lucha ascética, hay vida interior. Eso es lo que nos pide el Señor: la voluntad de querer amarle con obras, en las cosas pequeñas de cada día. Si has vencido en lo pequeño, vencerás en lo grande. (Via Crucis, 3ª Estación, n. 2)
22 de octubre
Debo preveniros ante una asechanza, que no desdeña en emplear Satanás -¡ése no se toma vacaciones!-, para arrancarnos la paz. Quizá en algún instante se insinúa la duda, la tentación de pensar que se retrocede lamentablemente, o de que apenas se avanza; hasta cobra fuerza el convencimiento de que, no obstante el empeño por mejorar, se empeora. Os aseguro que, de ordinario, ese juicio pesimista refleja sólo una falsa ilusión, un engaño que conviene rechazar. (…) Acordaos de que la Providencia de Dios nos conduce sin pausas, y no escatima su auxilio -con milagros portentosos y con milagros menudos- para sacar adelante a sus hijos.
Militia est vita hominis super terram, et sicut dies mercenarii, dies eius, la vida del hombre sobre la tierra es milicia, y sus días transcurren con el peso del trabajo. Nadie escapa a este imperativo; tampoco los comodones que se resisten a enterarse: desertan de las filas de Cristo, y se afanan en otras contiendas para satisfacer su poltronería, su vanidad, sus ambiciones mezquinas; andan esclavos de sus caprichos (...).
Renovad cada mañana, con un serviam! decidido -¡te serviré, Señor!-, el propósito de no ceder, de no caer en la pereza o en la desidia, de afrontar los quehaceres con más esperanza, con más optimismo, bien persuadidos de que si en alguna escaramuza salimos vencidos podremos superar ese bache con un acto de amor sincero.(Amigos de Dios, 217)
8 maneras de recordar a Juan Pablo II
El 22 de octubre se celebra la fiesta de San Juan Pablo II. Elegido Sumo Pontífice el 16 de octubre de 1978, falleció el 2 de abril de 2005 en Roma. Fue canonizado el 27 de abril de 2014 por el papa Francisco.
San Juan Pablo II
21/10/2022
1. Primeras palabras de San Juan Pablo II como Sumo Pontífice
Queridos hermanos y hermanas, todos estamos aún entristecidos por la muerte del querido Papa Juan Pablo I. Y ahora los eminentísimos cardenales han llamado a un nuevo obispo de Roma. Lo han llamado de un país lejano... Lejano, pero siempre muy cercano por la comunión en la fe y en la tradición cristiana. He tenido miedo al recibir este nombramiento, pero lo he hecho con espíritu de obediencia a Nuestro Señor y con confianza total en su Madre, la Virgen Santísima.
No sé si puedo expresarme bien en vuestra, en nuestra lengua italiana. Si me equivoco me corregiréis. Y así me presento ante todos vosotros, para confesar nuestra fe común, nuestra esperanza, nuestra confianza en la Madre de Cristo y en la Iglesia, y también para comenzar de nuevo por este camino de la historia y de la Iglesia, con la ayuda de Dios y con la ayuda de los hombres.
2. Siete consejos de San Juan Pablo II
1. El nacimiento de la nueva Europa del espíritu. Una Europa fiel a sus raíces cristianas, no encerrada en sí misma sino abierta al diálogo y a la colaboración con los demás pueblos de la tierra.
2. Deseo para cada uno la paz que sólo Dios, por medio de Jesucristo, nos puede dar; la paz que es obra de la justicia, de la verdad, del amor, de la solidaridad; la paz que los pueblos sólo gozan cuando siguen los dictados de la ley de Dios; la paz que hace sentirse a los hombres y a los pueblos hermanos unos con otros.
3. Los jóvenes están llamados a ser los protagonistas de los nuevos tiempos. Tengo plena confianza en ellos y estoy seguro de que tienen la voluntad de no defraudar ni a Dios, ni a la Iglesia, ni a la sociedad de la que provienen.
4. Cuando falta el espíritu contemplativo no se defiende la vida y se degenera todo lo humano. Sin interioridad el hombre moderno pone en peligro su misma integridad.
5. Queridos jóvenes, ¡Id con confianza al encuentro de Jesús! Y, como los nuevos santos, ¡No tengáis miedo de hablar de Él! pues Cristo es la respuesta verdadera a todas las preguntas sobre el hombre y su destino. Es preciso que vosotros jóvenes os convirtáis en apóstoles de vuestros coetáneos.
6. Surgirán otros frutos de santidad si las comunidades eclesiales mantienen su fidelidad al Evangelio que, según una venerable tradición, fue predicado desde los primeros tiempos del cristianismo y se ha conservado a través de los siglos.
7. Recordad siempre que el distintivo de los cristianos es dar testimonio audaz y valiente de Jesucristo, muerto y resucitado por nuestra salvación.
3. Extracto de la homilía del Cardenal Joseph Ratzinger en los funerales del Papa Juan Pablo II el 8 de abril de 2005
¡Sígueme! En octubre de 1978 el Cardenal Wojtyla escuchó nuevamente la voz del Señor. Se renueva el diálogo con Pedro en el Evangelio de esta celebración: “Simón de Juan, ¿Me amas? ¡Apacienta mis ovejas!”. A la pregunta del Señor: “¿Karol me amas?”, el Arzobispo de Cracovia respondió desde lo profundo de su corazón: “Señor, tú lo sabes todo: Tú sabes que te amo”. El amor de Cristo fue la fuerza dominante de nuestro amado Santo Padre. Quien lo ha visto rezar, quien lo ha escuchado predicar, lo sabe. Y así, gracias a este profundo enraizamiento en Cristo ha podido llevar un peso que va más allá de las fuerzas puramente humanas: Ser pastor del rebaño de Cristo, de su Iglesia universal.
Él ha interpretado para nosotros el misterio pascual como un misterio de la divina misericordia. Escribe en su último libro: El límite impuesto al mal “es en definitiva la divina misericordia” (Memoria e Identidad”, pág. 70). Y reflexionando sobre el atentado dice: “Cristo, sufriendo por todos nosotros, le ha dado un nuevo sentido al sufrimiento; lo ha introducido en una nueva dimensión, en un nuevo orden: aquel del amor… es el sufrimiento que quema y consume el mal con la flama del amor y trae también del pecado un multiforme brote de bien” (pág. 199). Animado por esta visión, el Papa ha sufrido y amado en comunión con Cristo y por eso el mensaje de su sufrimiento y de su silencio ha sido así elocuente y fecundo.
En la Divina Misericordia el Santo Padre ha encontrado el reflejo puro de la misericordia de Dios en María, Su Madre. Él, que había perdido a tierna edad a la suya, tanto más ha amado a la Madre divina. Ha escuchado las palabras del Señor crucificado como dichas a él personalmente: “¡Aquí tienes a tu madre!”. Y ha hecho como el discípulo predilecto: la ha acogido en lo íntimo de su ser (Jn 19, 27): Totus tuus. Y de la Madre ha aprendido a conformarse con Cristo.
Para todos nosotros permanece como inolvidable el último domingo de Pascua de su vida. El Santo Padre, marcado por el sufrimiento, se ha acercado aún una vez a su ventana del Palacio Apostólico y una última vez ha dado la bendición “Urbi et orbi”. Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice. Sí, bendíganos, Santo Padre. Nosotros encomendamos tu querida alma a la Madre de Dios, tu Madre, que te ha guiado cada día y te guiará ahora a la gloria eterna de Su Hijo, Jesucristo nuestro Señor. Amén.
4. Oración para implorar favores por intercesión de San Papa Juan Pablo II
Oración a San Juan Pablo II
¡Oh San Juan Pablo, desde la ventana del Cielo dónanos tu bendición! Bendice a la Iglesia, que tú has amado, servido, y guiado, animándola a caminar con coraje por los senderos del mundo para llevar a Jesús a todos y a todos a Jesús.
Bendice a los jóvenes, que han sido tu gran pasión. Concédeles volver a soñar, volver a mirar hacia lo alto para encontrar la luz, que ilumina los caminos de la vida en la tierra. Bendice las familias, ¡bendice cada familia!
Tú advertiste el asalto de satanás contra esta preciosa e indispensable chispita de Cielo, que Dios encendió sobre la tierra. San Juan Pablo, con tu oración protege las familias y cada vida que brota en la familia.
Ruega por el mundo entero, todavía marcado por tensiones, guerras e injusticias. Tú te opusiste a la guerra invocando el diálogo y sembrando el amor: ruega por nosotros, para que seamos incansables sembradores de paz.
Oh San Juan Pablo, desde la ventana del Cielo, donde te vemos junto a María, haz descender sobre todos nosotros la bendición de Dios. Amén.
5. La vida de Juan Pablo II en 5 minutos.
6. 100 años tras las huellas de san Juan Pablo II
El 18 de mayo de 2020 se cumplieron 100 años del nacimiento en Wadowice (Polonia) de Karol Wojtyla. Su casa natal es hoy un museo que acerca a los visitantes su ejemplo de santidad, cercanía y simpatía.
7. Cuando los santos se encuentran. San Juan Pablo II y el beato Álvaro del Portillo
Mons. Joaquín Alonso fue durante muchos años uno de los principales colaboradores del primer sucesor de san Josemaría al frente del Opus Dei, Mons. Álvaro del Portillo, beatificado el 27 de septiembre de 2014.
8. Página web del Vaticano con todo el Magisterio de San Juan Pablo II.
“¡Vale la pena!” (III): Para hacer del tiempo un aliado
Cuando experimentamos el paso del tiempo nos damos cuenta de la posibilidad de ser fieles y, por tanto, cada vez más felices. Pero parte importante de este desafío, en nuestros días, es buscar constantemente a Dios y formar nuestra afectividad.
28/09/2022
A veces basta leer algunas páginas de la vida de Jesús para sentir con él la alegría y el cansancio de evangelizar. Como aquel día, por ejemplo, en que había multiplicado los panes y los peces para alimentar a miles de personas. Después, esa misma noche, se acercaría a la barca de los discípulos caminando sobre el agua; y, finalmente llegados a Genesaret, curaría a todos los enfermos (cfr. Mt 14,13-36). Para quienes seguían a Cristo debieron ser jornadas inolvidables. Su amor y su poder llenaba los corazones de la gente sencilla, de quienes se dejaban interpelar por la novedad que tenían ante los ojos. Pero leemos también que este no era el caso de todos. Precisamente esos mismos días, algunos líderes religiosos, aparentemente preocupados por la fidelidad a Dios a través de sus tradiciones, a través del cumplimiento de mil preceptos externos, preguntan a Jesús: «¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de nuestros mayores?» (Mt 15,2). Es grande el contraste entre lo sencillo y lo enrevesado. Los escribas acusan a Jesús y a sus discípulos de ser infieles y descuidados en su trato con Dios. Pero el Señor aprovecha la ocasión para mostrar dónde está el núcleo de una vida auténticamente fiel.
Una fidelidad a base de conversiones sucesivas
Una vida verdaderamente fecunda, por la que Dios llama a alguien «siervo bueno y fiel», no está ni en las palabras solas, ni en el mero cumplimiento de preceptos externos, porque ambas cosas pueden darse sin que haya verdadera fidelidad en el corazón. Jesús toma frases fuertes del profeta Isaías para expresar esto: «Habéis anulado la palabra de Dios por vuestra tradición. Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí. Inútilmente me dan culto”» (Mt 15,6-9). Cuando se vive de este modo, explica Benedicto XVI, «la religión pierde su auténtico significado, que es vivir en escucha de Dios para hacer su voluntad (…), y así vivir bien, en la verdadera libertad; y se reduce a la práctica de costumbres secundarias, que satisfacen más bien la necesidad humana de sentirse bien con Dios»[1].
Seguramente varios de aquellos maestros de la ley, que ahora vivían con esa piedad externa y esa tendencia a detectar los tropiezos de los demás, habían saboreado en su juventud la experiencia del Dios verdadero. Seguramente en aquel lejano momento habían respondido con generosidad, con verdadera ilusión, a la fresca insinuación de compartir la vida con Dios. Lo habremos considerado en más de una ocasión, frente a pasajes de este tipo. Pero ¿qué pasó con ese primer amor? Ciertamente, no se podría decir que aquellos escribas fueron fieles solamente porque nunca dejaron su profesión de líderes religiosos. Pero entonces, ¿qué es la fidelidad?
Cuando san Josemaría reflexiona sobre el tipo de relación que une a un cristiano con la Iglesia, deja claro que no se trata de un simple «permanecer». No se trata sin más de constar en los registros de las partidas de bautismo, de asistir a ciertas ceremonias, y de figurar simplemente como miembro: «El cristianismo no es camino cómodo: no basta estar en la Iglesia y dejar que pasen los años. En la vida nuestra, en la vida de los cristianos, la conversión primera —ese momento único, que cada uno recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide— es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones»[2]. La verdadera fidelidad no tiene nada de pasivo: no es un simple «no estar fuera», sino que supone una actitud viva, abierta a la novedad del tiempo, hecha de «sucesivas conversiones». Para construir una vida fiel debemos tener en cuenta que somos seres temporales, biográficos: nos hacemos en el tiempo.
La falsa seguridad de lo inmediato
El deseo de comprender en profundidad la realidad del tiempo ha capturado la atención de pensadores y artistas, desde la antigüedad hasta nuestros días. En el cine, por ejemplo, son muchas las historias que experimentan con el tiempo: jugando con una hipotética posibilidad de pausarlo, de hacerlo avanzar o retroceder, o incluso de eliminarlo. La duración es parte del misterio de la vida humana. «Mi espíritu se ha enardecido en deseos de conocer este intrincadísimo enigma»[3], confiesa san Agustín. Esta relación con el tiempo adquiere tintes especiales en nuestros días, en una cultura cada vez más acostumbrada a la inmediatez. Ante la posibilidad de vivir «aquí y ahora» tantos aspectos de nuestra existencia, desde la comunicación hasta la obtención de bienes o emociones, se vuelve extraño, como inaccesible, todo lo que requiere del paso del tiempo para fructificar, para desplegar su belleza, para crecer. Y la fidelidad se cuenta entre este tipo de experiencias.
«Tiempo» puede significar oportunidad, desarrollo, vida… pero también tardanza, fugacidad, tedio. ¿Cómo ver en el tiempo un aliado, más que un enemigo? ¿Cómo ver en el tiempo el cauce querido por Dios para que crezca en nosotros una vida feliz, llena de fecundidad, de compañía y de paz? La fidelidad, al no ser una emoción inmediata ni un premio instantáneo, siempre va acompañada de algo de incertidumbre, de indeterminación; está siempre haciéndose. Y esto es bueno porque solicita de nosotros una actitud constante de atención; nos lleva a ser siempre creativos en el amor.
Como se trata de un bien que surge entre dos personas, la fidelidad siempre está expuesta a la tentación de querer reemplazar esta «incertidumbre positiva», que necesita tiempo, con falsas seguridades prontas, construidas por nosotros mismos, en las que, por tanto, el otro se queda fuera. Podemos vernos tentados de eliminar mentalmente a la otra persona, para reemplazarla por una seguridad inmediata, levantada a nuestra medida. Y esto es lo que sucede en algunas ocasiones al pueblo de Israel en su relación con Dios: la Biblia muestra la delgada línea que separa la fidelidad al verdadero Dios de la idolatría, la fe en lo que podemos construir y controlar con nuestras propias manos.
Impresiona la escena del pueblo amado por Dios construyéndose una figura de metal para adorarla. «Todo el pueblo se quitó los pendientes de oro de sus orejas y los entregaron a Aarón. Él los recibió de sus manos, los moldeó con un cincel y, fundiéndolos, hizo un becerro. Ellos exclamaron: “Este es tu dios, Israel”» (Ex 32,3-4). ¿Qué pudo llevarlos a una confusión así? ¿Qué les hizo pensar que habían sido abandonados por quien en realidad los había rescatado y acompañado en el camino? La respuesta nos la dan las mismas páginas de la Sagrada Escritura: lo hicieron porque «Moisés tardaba en bajar del monte» (Ex 32,1). Les traicionó su propia urgencia por acelerar los tiempos de Dios; se dejaron llevar por la necesidad de tener un seguro a la mano, medible, cuantificable, en lugar de abandonarse a la seguridad de la fe.
¿Qué diferencia, entonces, a la idolatría de la fidelidad? Adoramos a falsos dioses cuando nos dejamos tentar por la búsqueda de seguridad; pero no una seguridad apoyada en el amor de otra persona, en el don que es el otro, sino una seguridad basada en la autoafirmación: en la seguridad de que somos capaces de tener el control. Estas idolatrías han encontrado tantas variaciones a lo largo de los siglos que nos separan de aquel episodio del becerro de oro. Hoy toman también formas diversas: personas en las que ponemos expectativas que solo Dios puede colmar; nuestra carrera profesional, como lugar en el que cosechar aplausos; una afición que se lleva el tiempo que debemos a nuestros seres queridos; o incluso aspectos de nuestra piedad que en algún momento nos llevaron al verdadero Dios.
En los momentos de dificultad, cuando se agita nuestro interior y queremos huir del vértigo del tiempo, cuando queremos decirnos que importamos, que no somos insignificantes, podemos caer en la tentación de construimos dioses de metal. Fidelidad significa entonces desenmascarar esas seguridades de cartón-piedra, y poner nuestra confianza en Dios. «La fe es base de la fidelidad. No confianza vana en nuestra capacidad humana, sino fe en Dios, que es fundamento de la esperanza»[4].
Los afectos nos ayudan a conocer la verdad
«La fidelidad abarca todas las dimensiones de nuestra vida, pues implica a la persona en su integridad: inteligencia, voluntad, sentimientos, relaciones y memoria»[5]. Por eso Jesús reclama para Dios no solo palabras, ni el solo cumplimiento de ciertos preceptos externos, sino el corazón: «Misericordia quiero y no sacrificio», dice en otra ocasión, citando al profeta Oseas (cfr. Mt 9,13). Por eso, a la pregunta de un fariseo acerca del mandamiento más importante, responde, otra vez con palabras de la Escritura: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento» (Mt 22,37-38).
En sus catequesis sobre el Espíritu Santo, san Juan Pablo II explicaba cómo la tercera persona de la Trinidad «penetra y moviliza todo nuestro ser: inteligencia, voluntad, afectividad, corporeidad, para que nuestro “hombre nuevo” impregne el espacio y el tiempo de la novedad evangélica»[6]. El Señor, precisamente porque ansía nuestra felicidad, no nos quiere interiormente fracturados: se empeña en que vivamos una relación transparente con él, integrando cada vez más en ella nuestra inteligencia, nuestros deseos, nuestras emociones y nuestras pequeñas o grandes decisiones… todo en constante maduración en medio del tiempo. Para construir relaciones llenas de fidelidad, es fundamental ese desarrollo armónico de nuestras facultades.
«Quiero también que tengáis afectos –decía, en este sentido, san Josemaría–, porque si una persona no pone el corazón en lo que hace, es poco agradable y espiritualmente deforme»[7]. Al final de muchos encuentros, el fundador del Opus Dei bendecía «los afectos», los sentimientos de quienes habían acudido a escucharle, porque es necesario que pongamos el corazón en lo que hacemos. «Jesús, como verdadero hombre, vivía las cosas con una carga de emotividad. Por eso le dolía el rechazo de Jerusalén (cfr. Mt 23,37), y esta situación le arrancaba lágrimas (cfr. Lc 19,41). También se compadecía ante el sufrimiento de la gente (cfr. Mc 6,34). Viendo llorar a los demás, se conmovía y se turbaba (cfr. Jn 11,33), y él mismo lloraba la muerte de un amigo (cfr. Jn 11,35). Estas manifestaciones de su sensibilidad mostraban hasta qué punto su corazón humano estaba abierto a los demás»[8].
La afectividad es un espacio de formación, de crecimiento, de aprendizaje; nos dice cosas verdaderas sobre nosotros mismos y sobre nuestras relaciones. Integrar este aspecto en nuestra respuesta a Dios es imprescindible para poder tomar decisiones que involucren nuestra vida en el tiempo. En este campo, es preciso estar atento a evitar dos extremos: el de quien niega el valor de los afectos, optando por silenciarlos y hacer como si no existiesen; o el de quien convierte al impulso afectivo en la única instancia de decisión. En ambos casos el resultado es una fragilidad que suele desembocar o en la rigidez de quien se amarra a algún ídolo, o en la desorientación de quien cambia continuamente de rumbo, dejándose llevar por la percepción más inmediata. Ninguno de los dos casos genera un terreno fértil para una fidelidad alegre. Si no aprendemos a conectar nuestras emociones con la realidad que nos rodea, y con la nuestra propia, surge el miedo al futuro, el temor a las grandes decisiones, la fragilidad del «sí, quiero» que en su día dijimos. En cambio, una formación afectiva que involucre también a la inteligencia posibilita una vida estable, en la que se disfrutan las cosas buenas y se llevan con serenidad las menos buenas.
Despertar nuestra vocación al amor
En otra de esas jornadas agotadoras, Jesús descansa junto al pozo. Una mujer que no pertenece al pueblo judío lo encuentra allí. El Señor conoce el corazón de la samaritana: sabe que ha tenido una vida borrascosa, que ha sufrido mucho, que su corazón está lleno de heridas. Y justamente porque conoce su interior, los profundos deseos de felicidad que la mueven, esos anhelos de una verdadera paz, se mete rápidamente hasta el fondo de su vida. «Bien has dicho: “No tengo marido”, porque has tenido cinco y el que tienes ahora no es tu marido» (Jn 4,17-18), le dice. La samaritana quizás se había resignado a la conclusión de que la fidelidad no es posible; tal vez pensaba incluso que no estamos hechos para cosas tan grandes.
Quizás hemos tenido experiencias similares, en nuestra vida o en la de personas que queremos. Pero todo eso no es obstáculo para recomenzar una vida de fidelidad, que es sinónimo de felicidad. Jesús nos habla como a esta mujer, que aunque no lo sabe está a pocos minutos de convertirse en discípula, de reescribir su vida: «El que beba del agua que yo le daré no tendrá sed nunca más, sino que el agua que yo le daré se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,14). Jesús, de frente a una persona herida, con pocas esperanzas, «dirigió una palabra a su deseo de amor verdadero, para liberarla de todo lo que oscurecía su vida y conducirla a la alegría plena del Evangelio»[9]. Cristo sintoniza con la profunda vocación al amor de la samaritana, se hace cargo de su historia y la invita a una nueva conversión: es la «llamada del amor de Dios a nuestro amor, en una relación en la que precede siempre la fidelidad divina»[10].
[1] Benedicto XVI, Ángelus, 2-IX-2012.
[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 57. El destacado en cursiva es de san Josemaría.
[3] San Agustín, Confesiones, libro XI, capítulo XXII.
[4] Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 19-III-2022, n. 7.
[5] Ibíd., n. 1.
[6] San Juan Pablo II, Audiencia general, 21-X-1998.
[7] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 2-X-1972.
[8] Francisco, Amoris Laetitia, n. 144.
[9] Francisco, Amoris Laetitia, n. 294.
[10] Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 19-III-2022, n. 2.
Agradar a Dios (I): en donde se oculta Dios. Santidad y monotonía
En la discreción y en el silencio de los sacramentos nos espera Jesús para que le abramos libremente nuestra alma.
15/12/2020
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Hay un gran revuelo en las cercanías del Templo de Jerusalén. Un grupo de hombres trae a empujones a una mujer sorprendida con un hombre que no era su marido. Es fácil imaginar el dolor de Jesús pensando en el sufrimiento de esa pobre mujer y en la ceguera de esos hombres: ¡Qué poco conocen a su Padre Dios! En realidad la arrastran hasta allí para tender a Jesús una emboscada: «Moisés en la Ley nos mandó lapidar a mujeres así; ¿tú qué dices?» (Jn 8,5). En el fondo no les interesa la respuesta; aquellos hombres, utilizando las leyes de Dios, quieren una justificación a su personal sentencia ya dictada. Por eso no serán capaces de entender el primer gesto lleno de elocuencia que el Señor les ofrece: «Jesús, se agachó y se puso a escribir con el dedo en la tierra» (Jn 8,6). Después se incorpora y, con claridad, les dice: «El que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero» (Jn 8,7). Y, al final, vuelve a inclinarse y a escribir en el polvo que estaba bajo sus pies.
Discretas acciones y gestos
En este pasaje vemos que Jesús, aunque se pone de pie para hablar públicamente, cuando desea escribir algo que responda personalmente a la vida de aquella mujer lo hace inclinado en el suelo. Esa suele ser la forma mediante la cual se comunica con nosotros: agachado, escondido, como ocultando su divinidad en discretas acciones y pequeños gestos. A veces nos cuesta valorar lo que está escrito en la tierra; en numerosas ocasiones no somos capaces de reconocerle ahí. Aquello pasa tan desapercibido que el evangelista no nos ha contado ni siquiera lo que Jesús escribió. El Hijo de Dios aparece en la escena –de la misma manera como lo hace también en nuestra vida– pero no quiere imponer su presencia, ni su opinión, ni siquiera quiere especificar de manera indudable una correcta interpretación de la ley de Moisés, tal como se lo pedían. Jesús «no cambió la historia constriñendo a alguien o a fuerza de palabras, sino con el don de su vida. No esperó a que fuéramos buenos para amarnos, sino que se dio a nosotros gratuitamente. Y la santidad no es sino custodiar esta gratuidad»[1].
Quizá muchas veces nos hemos preguntado por qué Dios no se manifiesta más claramente, por qué no habla más alto. A lo mejor incluso hemos querido rebelarnos ante esta forma suya de ser e ingenuamente hemos buscado corregirla. Benedicto XVI nos prevenía ante aquella tentación, haciéndonos ver que se repite constantemente a lo largo de la historia: «Cansado de un camino con un Dios invisible, ahora que Moisés, el mediador, ha desaparecido, el pueblo pide una presencia tangible, palpable, del Señor, y encuentra en el becerro de metal fundido hecho por Aarón, un dios que se hace accesible, manipulable, a la mano del hombre. Esta es una tentación constante en el camino de la fe: eludir el misterio divino construyendo un dios comprensible, que corresponda a los propios esquemas, a los propios proyectos»[2].
Deseamos no sucumbir a esa tentación. Nos gustaría maravillarnos y adorar al Dios escondido en las situaciones que vivimos cada día, en las personas que nos rodean, en los sacramentos a los que acudimos con frecuencia como la confesión y la santa Misa. Queremos encontrar a Jesús en esta tierra nuestra donde escribe, con su propia mano, palabras de cariño y esperanza. Por eso le pedimos comprender sus razones para actuar de esa forma, le rogamos tener la sabiduría para valorar el misterio de ese respeto exquisito de nuestra libertad. En la escena evangélica vemos que Jesús no se enfada ni con la mujer que había pecado ni con los acusadores que le tendieron una trampa. Se pone en medio de ambos y toma consigo las piedras, los gritos, la condena. Nos puede venir a la mente lo que narra el libro de los Reyes cuando nos dice que Dios no está en el viento fuerte que parte las rocas, ni en el terremoto, ni en el fuego; Dios es un susurro de brisa suave. Ahí lo encontró Elías y ahí queremos descubrirlo nosotros (cfr. 1 R 19,11-13).
Cuando parece demasiado vulnerable
Puede suceder que esta forma de ser de Dios nos inquiete. Podemos pensar que ese silencio hace muy fácil que sus derechos sean pisoteados, nos puede venir la idea de que ese mecanismo resulta demasiado arriesgado, que lo hace demasiado vulnerable. Efectivamente, Dios nos ha dado un grado tan alto de libertad que podemos realmente escoger nuestros caminos, tan distintos unos de otros, usando la voluntad auxiliada por su gracia. Pero si podemos alguna vez ofender a Dios no es porque él sea demasiado susceptible. Al contrario, es muy confiado, muy libre en las relaciones que establece con nosotros. Puede parecer fácil pasar por encima del amor que en realidad merece, pero eso sucede porque ha querido poner su corazón en el suelo para que nosotros pisemos blando. El Señor no sufre ni se siente ofendido por lo que eso supone para sí, sino por el daño que nos hace a nosotros mismos. A las mujeres que lloraban camino al Calvario, Jesús les advierte: «No lloréis por mí, llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos» (Lc 23,28.31).
Sin embargo, lo más sorprendente es que el Señor no se queja, no se enfada, no se cansa. Incluso, si alguna vez le hemos dejado poco espacio en nuestro corazón, no se aleja dando un portazo. Dios siempre se queda cerca, sin hacer ruido, como oculto en los sacramentos, con la esperanza de que volvamos a permitirle hospedarse plenamente en nuestra alma cuanto antes.
Es verdad que, como Jesús nos ofrece una y otra vez su amor, pueden ser muchas las veces en que le fallamos. Pero a él no le preocupa lo inmensa que sea la llaga de su corazón si eso la convierte en la puerta para que entremos y descansemos en su amor. Dios no es ingenuo y, por eso, nos ha dicho que lo hace de mil amores: «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,30). A los hombres, sin embargo, tanta bondad nos puede sobrepasar y podemos, incluso inconscientemente, reaccionar con cierto descreimiento. Podemos no llegar a comprender la verdadera magnitud de ese regalo. En palabras de san Josemaría, puede suceder que los hombres «rompen el yugo suave, arrojan de sí su carga, maravillosa carga de santidad y de justicia, de gracia, de amor y de paz. Rabian ante el amor, se ríen de la bondad inerme de un Dios que renuncia al uso de sus legiones de ángeles para defenderse»[3].
La cercanía de la confesión
Volvamos a la escena del Templo, donde habían tendido esa trampa a Jesús, podemos ver que aunque aquella mujer no se había respetado a sí misma, sus acusadores no han sido capaces de reconocer en ella a una hija de Dios. Pero Cristo la mira de otra forma. ¡Qué diferencia entre la mirada de Jesús y la nuestra! «A mí, a ti, a cada uno de nosotros, Él nos dice hoy: “Te amo y siempre te amaré, eres precioso a mis ojos”»[4]. Santa Teresa de Jesús, de alguna manera, experimentó esa mirada divina con frecuencia: «Considero yo muchas veces, Cristo mío, cuán sabrosos y cuán deleitosos se muestran vuestros ojos a quien os ama, y Vos, bien mío, queréis mirar con amor. Paréceme que una sola vez de este mirar tan suave a las almas que tenéis por vuestras, basta por premio de muchos años de servicio»[5]. La mirada de Cristo no es candorosa sino profunda y, por eso mismo, comprensiva, llena de futuro. «Oye cómo fuiste amado cuando no eras amable; oye cómo fuiste amado cuando eras torpe y feo; antes, en fin, de que hubiera en ti cosa digna de amor. Fuiste amado primero para que te hicieras digno de ser amado»[6].
En el sacramento de la confesión comprobamos que a Jesús le basta el arrepentimiento para creer firmemente que le amamos. Le bastó el de Pedro y le basta el nuestro: «Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero» (Jn 21,17). Al acercarnos al confesionario, en aquellas palabras y gestos que dan forma al sacramento, estamos diciendo a Jesús: «Te he ofendido de nuevo, he vuelto a buscar la felicidad fuera de ti, he despreciado tu cariño, pero Señor, sabes que te quiero». Entonces escuchamos nítidamente, como lo hizo aquella mujer: «Tampoco yo te condeno» (Jn 8,11). Y nos llenamos de paz. Si a veces podemos pensar que Dios ha tomado pocas precauciones para no ser ofendido por nosotros, todavía más fácil nos lo ha puesto para ser perdonados por él. Un padre de la Iglesia pone estas palabras en los labios de Jesús: «Esta cruz no es mi aguijón, sino el aguijón de la muerte. Estos clavos no me infligen dolor, lo que hacen es acrecentar en mí el amor por vosotros. Estas llagas no provocan mis gemidos, lo que hacen es introduciros más en mis entrañas. Mi cuerpo al ser extendido en la cruz os acoge con un seno más dilatado pero no aumenta mi sufrimiento. Mi sangre no es para mí una pérdida, sino el pago de vuestro precio»[7].
Por todo esto, deseamos ser muy finos con esta delicadeza con la que nos trata Dios. Nos preocupa la mera posibilidad de abusar de tanta confianza. No nos gusta rebajar lo sagrado, transformarlo tan solo en una rutina para cumplir cada cierto tiempo. El sacramento de la confesión ha sido ganado con la sangre de Jesús y no queremos dejar de agradecerla, también con los hechos. Queremos escuchar siempre ese perdón divino, por lo que se nos hace fácil remover cualquier obstáculo para sabernos otra vez mirados y empujados hacia el futuro por Dios.
La Misa de Jesús es nuestra Misa
Santo Tomás de Aquino explica el valor que tiene la salvación obrada por Jesús en el Calvario: «Cristo, al padecer por caridad y por obediencia, presentó a Dios una ofrenda mayor que la exigida como recompensa por todas las ofensas del género humano»[8]. Y esa misma ofrenda sanadora la podemos ofrecer como si fuera nuestra propia ofrenda; Cristo nos la regala cada día en la celebración de la Eucaristía. Por eso a san Josemaría le gustaba decir que es «"nuestra" Misa»[9], de cada uno de nosotros y de Jesús. ¡Qué fácil es, si queremos, ser corredentores! ¡Qué fácil es cambiar el curso de la historia junto a él!
San Agustín, al contemplar la escena del evangelio que hemos meditado, notaba que «sólo dos se quedan allí: la miserable y la Misericordia. Cuando se marcharon todos y quedó sola la mujer, levantó los ojos y los fijó en ella. Ya hemos oído la voz de la justicia; oigamos ahora también la voz de la mansedumbre»[10]. Qué suavidad la de Jesús para invitarla a la santidad. Ya no va a estar sola en su lucha. Sabrá siempre que la mirada de Jesús la acompaña. Una vez que hemos gustado esa suavidad no queremos vivir de otra forma: «Te he paladeado y me muero de hambre y de sed»[11]. Qué natural es entonces tratar con esa suavidad y respeto a Jesús presente en la Eucaristía. No supone distancia, ni es mera educación o cortesía protocolaria; es cariño verdadero, hecho de libertad y de admiración. Hasta en la manera de acercarnos a comulgar, en el silencio ante el Sagrario o en las genuflexiones pausadas descubrimos una oportunidad de corresponder a tanto amor derramado por cada uno. No son más que muestras de la pureza interior que deseamos y que tantas veces habremos pedido a la Virgen rezando la comunión espiritual.
En la santa Misa comprobamos de manera especial que «cuando Él pide algo, en realidad está ofreciendo un don. No somos nosotros quienes le hacemos un favor: es Dios quien ilumina nuestra vida, llenándola de sentido»[12]. ¡Cuántas gracias nos gustaría darle a Dios por hacer tan asequible la santidad! Así es fácil vernos, como aquella mujer, lanzados hacia la esperanza por Jesús: «Vete y a partir de ahora no peques más» (Jn 8,11). Esa es la mejor noticia posible. Jesús la ha convencido de que el pecado no es inevitable, no es su destino, no es la última palabra. Hay una luz fuera del túnel que, en nuestro caso, llega vigorosamente a través de los sacramentos. Ya nadie la condena, ¿por qué habría de condenarse ella a sí misma? Ahora sabe que, fortalecida por Jesús, puede volver, hacer feliz a su marido, ser ella misma muy feliz.
Diego Zalbidea
[1] Francisco, Homilía en la Misa de Nochebuena 24-XII-2019.
[2] Benedicto XVI, Audiencia 1-VI-2011.
[3] San Josemaría,Es Cristo que pasa, n. 185.
[4] Francisco, Homilía en la Misa de Nochebuena 24-XII-2019.
[5] Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones, 14.
[6] San Agustín, Sermón 142.
[7] San Pedro Crisólogo, Sermón 108: PL 52, 499-500.
[8] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 48, a. 2, co.
[9] San Josemaría, Camino, n. 533.
[10] San Agustín, Tratado sobre el evangelio de San Juan, 33, 5-6.
[11]San Agustín, Confesiones, X, 38.
[12] Fernando Ocáriz, Luz para ver y fuerza para querer, ABC, 18-IX-2018.
La Belleza de la Liturgia (15). La Liturgia permite el Gran Encuentro
Escrito por José Martínez Colín.
El deseo del encuentro con Dios ha sido tan fuerte en algunos que no han dudado incluso en dar la vida.
1) Para saber
Es común, al encontrarse con una celebridad, pedirle sacarse una foto con ella, una “selfie”. Hace poco mi sobrino Toño tuvo la oportunidad de saludar a los protagonistas de la película “Top Gun: Maverick”, a Tom Crusie y Jennifer Connely, y por supuesto tomó algunos videos. Así se tiene constancia de esas experiencias que luego se mostrarán como parte de la propia vida. Tener experiencias valiosas enriquece la vida.
Si el encuentro con alguien famoso nos aporta una experiencia emocionante, el encuentro con Dios no solo proporciona la más valiosa vivencia, sino que también nos hace más valiosos a nosotros mismos. Dice el papa Francisco que sólo gracias al encuentro con nuestro Señor en la celebración de la Eucaristía le permite al hombre ser plenamente hombre. Ya que le otorga tener la relación más plena que pueda haber con Dios, y también con sus hermanos y con la creación. Así, la celebración se convierte en el lugar privilegiado, aunque no el único, del encuentro con Dios.
2) Para pensar
El deseo del encuentro con Dios ha sido tan fuerte en algunos que no han dudado incluso en dar la vida. Por ejemplo, están los que se opusieron al régimen nazi de Adolf Hitler cuando fueron llamados al Ejército. Eran hombres de vida sencilla que pasaron inadvertidas: campesinos, obreros, oficinistas, artistas… que mostraron un gran temple humano y espiritual dispuestos a luchar contra el mal aun a costa de perder sus vidas. Entre ellas las de un austriaco beatificado del que se ha hecho una película llamada “Vida oculta” (A Hidden Life, 2019).
Otro fue Alfred Andreas Heiss, afiliado a un partido católico que defendió su religión hasta el final. En una carta a sus padres decía: “Defender nuestra fe es lo único que puede suponer la base para el entendimiento entre los pueblos”. Heiss criticaba la política e ideología nacionalsocialistas, sobre todo las medidas contra la Iglesia, que consideraba como un claro avance del ateísmo.
Al ser llamado a armas se negó a servir como soldado, a pesar de conocer las consecuencias, y declaró: “El nacionalsocialismo tiene una postura anticristiana”. El Tribunal de Guerra le condenó el 20 de agosto de 1940 a la pena de muerte y murió valientemente como un verdadero mártir.
3) Para vivir
Comenta el papa Francisco, en su carta sobre la Liturgia, que es la comunidad que se formó después de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés la que, a través de la celebración de la Eucaristía, puede hacer presente a Jesucristo realmente vivo con su Palabra y con su Cuerpo.
El Espíritu Santo formó con esa primera comunidad el inicio de la Iglesia, la cual desde entonces facilita el encuentro con Cristo a través de los Sacramentos. Desde el mismo día en que llegó el Espíritu Santo, los Apóstoles administraron el bautismo que nos reconcilia con Dios. El relato del Nuevo Testamento nos dice que ese día se bautizaron unas tres mil personas. Nuestro Señor Jesucristo, con su Pasión y muerte, ha quitado el obstáculo que nos impedía tener un verdadero encuentro con Dios, ha vencido el pecado y nosotros ya podemos ser perdonados. Que sepamos valorar a la Iglesia como el instrumento que Dios ha dispuesto para unirnos a Él.
Tu vida vale igual que cualquier otra vida humana, pareciera esto muy lógico y casi de respuesta inmediata, pero no todo el mundo lo tiene claro. Toda vida humana vale, y vale lo mismo, y vale más que todo lo que existe, incluso que todo el universo. Y vale no en términos de utilitarismo, pragmatismo, liberalismo, etc. sino que tu vida vale por sí misma, su valor no puede ser catalogado dentro de los parámetros que algunos o la mayoría dicta, sino que es invaluable porque radica en su ser persona.
Es así, cada persona es única e irrepetible, no hubo, no hay y no habrá nadie como tú, ni con tus rasgos físicos, tu personalidad, tus gustos, tu historia; ni como tú, ni como nadie más.
A lo largo de la historia hemos vivido como humanidad terribles situaciones que resultan dolorosísimas con tan solo imaginarlas; la esclavitud, la guerra, el genocidio en el holocausto, etc. todo esto lacera el alma porque se trata de personas, como tú y como yo que fueron pisoteadas en su dignidad, tratadas de una manera inhumana que parte de la falta de conocimiento, reconocimiento y respeto de que el otro es alguien y no algo, es persona, y la persona siempre es más; más que su cuerpo, sus ideas, sus sentimientos, la persona es siempre más que sus habilidades, aptitudes, logros, fracasos… más que su fuerza física, su salud o enfermedad, más que su nacionalidad, raza, color de piel, estatura, más que el tiempo que tiene de existir, más que sus circunstancias, si vive dentro o fuera del seno materno, si es letrado o no ha tenido la oportunidad de estudiar, o no ha querido… más que sus creencias religiosas y preferencias personales. “La persona siempre es más” afirma el Doctor Víctor Orón Semper.
El mundo de hoy, tan avanzado y a la vez tan inhumano… la humanidad no se da cuenta que continua la esclavitud, la guerra, el genocidio y no solo a lo lejos, a kilómetros de distancia, sino cerca de nosotros, quizás tu o yo hemos sido actores o victimas de maltrato físico, psicológico, de abusos; cómplices incluso al no alzar la voz por los derechos de los más vulnerables e indefensos, por callar cuando hay que hablar, por no llamar por su nombre los hechos y “dejarlos pasar”.
La persona fue, es y siempre será el culmen de la Creación, toda vida humana vale por el solo hecho de existir y posee derechos inalienables, inmutables, inviolables. Si aprendemos a respetar y a hacer respetar la vida propia y la vida de quienes nos rodean tendremos un mundo mejor y más humano, acorde con nuestro valor personal. Como
Rosario Prieto
Vivir con la confianza de un niño
¿Cómo crecer en confianza total en Dios cuando un país entero como Ucrania camina en la oscuridad y expande el miedo en muchos otros países?
¿Cómo cultivar y alimentar en nosotros esta confianza cuando millones y millones se han quedado sin hogar, sin papá, sin mamá, sin hermanos, sin amigos?
No vamos a encontrar remedio en el panorama desalentador que presentan las noticias. Pero sí en la seguridad que nos da creer en Dios y en su Providencia, que es el cuidado amoroso que Él tiene de sus criaturas. También nos ayuda considerar la soberanía de Dios sobre el mal. Ya en el día a día, en nuestro caminar, para nosotros los cristianos la clave estará en mirar a Jesús constantemente.
Y es que contemplar a Jesús te recuerda a ti y a mí que Él, siendo Dios, se encarnó en el seno de una mortal para enseñar una nueva forma de vivir, o quizá para modelar la verdadera forma de vivir y rescatar así el Amor del Padre hacia nosotros.
“No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”
Esto lo leemos en Juan 15,13. Quizá la propuesta para nosotros los cristianos en este tiempo de cuaresma es pensar en cuánto hacemos para dar la vida por los demás.
Y es que en nuestro mundo actual, esto no es lo que está de moda. Las palabras favoritas actuales parecen ser amor propio; tú lo vales; tú lo mereces…. Y entonces ante estos mensajes, si no tienes la relación fuerte que Jesús tenía con el Padre, tu geografía interior se tambalea. Queda confundida.
Jesús no sobrevivió a la guerra terrena pero hoy reina
Por esto, aquello de si Dios está con nosotros, ¿quién podrá hacernos daño? La verdad es que el pueblo de Ucrania está mostrando una grandeza de fe, una resiliencia y una humanidad que hace brotar la dignidad de los hijos de Dios.
Si bien han tenido que huir los que ahora se cuentan por millones, en las historias que se leen, en los rostros de las gentes, en los actos solidarios entre ellos, se ve la seguridad de un Dios que los sostiene y en quien creen. Y es que Dios siempre tiene un plan mucho más vasto, amplio y profundo de lo que nuestros pobres ojos humanos pueden contemplar.
Contemplar a Jesús todo el tiempo
Contemplarlo con la disposición en el corazón de estar dispuesto a hacer la voluntad de Dios. Pero, ¿cuánto estoy dispuesto yo a hacer la voluntad de Dios? ¿Cómo es mi confianza en Él? Por esto mismo, la relación con Jesús debe cuidarse día a día pues, sobre todo en momentos de gran adversidad, con el solo hecho de clavar nuestra mirada en la suya somos llenos de la gracia de la fortaleza, de la paciencia, de la esperanza. Esa esperanza que se ve en tantas caras de los niños de Ucrania pues, como todo niño, creen que si papá y mamá les dicen que su país estará bien y regresarán, ellos creen.
Estos niños un día, siendo ya mayores, podrán dar el testimonio, como tantos otros que hemos sobrevivido a una guerra:
“Solo de oídas te conocía pero ahora te han visto mis ojos”
Job 42,5.
Sheila Morataya Austin,
¿Una Iglesia santa, o una Iglesia de santos?
Escrito por Philip Goyret
Publicado: 12 Octubre 2022
A muchos sorprende la afirmación del Credo que dice que la Iglesia es santa, cuando los defectos y pecados de sus miembros, incluidos los de sus dirigentes, son bien visibles. Para entender bien el alcance de esta expresión es útil acudir a la historia, desde sus orígenes patrísticos hasta los documentos del último Concilio
Fuente: omnesmag.com
Al menos desde el tercer siglo de la era cristiana —hacia esa época se remontan las primeras versiones completas de los símbolos de la fe— los bautizados confesamos nuestra fe en la Iglesia, cuando decimos: “Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica…” (Credo apostólico), o “Creo en la Iglesia, que es una santa, católica y apostólica” (Credo niceno-constantinopolitano). Efectivamente, aunque no sea Dios (pues es una realidad creada), ella es su instrumento, un instrumento sobrenatural, y en ese sentido es objeto de nuestra fe. De esto daban cuenta debida los Padres de la Iglesia, cuando hablaban de ella como el mysterium lunae, que solamente refleja, sin producirla, la única luz, la que viene de Cristo, el “sol de soles”.
La realidad del pecado
Particularmente nos interesa ahora la afirmación sobre la santidad de la Iglesia, en cuanto que, para muchos, ella pareciera contrastar con una realidad manchada por pecados abominables como los abusos sexuales de menores, o los de conciencia, o los de autoridad, o por severas disfunciones financieras que afectan incluso los niveles más altos del gobierno eclesiástico. Podríamos añadir a esto una larga cola de “pecados históricos”, como la convivencia con la esclavitud, el consenso respecto a las guerras de religión, las condenas injustas obradas por la Inquisición, el antijudaísmo (no identificable con el antisemitismo), etc. ¿Podemos verdaderamente hablar de la “Iglesia santa” en modo coherente? ¿O estamos simplemente arrastrando por inercia una fórmula heredada de la historia?
Una posición, asumida desde los años 60 del siglo pasado entre diversos teólogos, tiende a tomar distancia de la “Iglesia santa”, usando el adjetivo “pecadora” aplicado a la Iglesia. De esta manera, la Iglesia sería llamada según le corresponde teniendo en cuenta la responsabilidad de sus culpas. Se ha intentado hacer remontar la expresión “Iglesia pecadora” a la patrística, más concretamente a través de la fórmula casta meretrix, aunque se trate en realidad de un solo Padre de la Iglesia, san Ambrosio de Milán (In Lucam III, 23), cuando habla sobre Rahab, la meretriz de Jericó, usándola como figura de la Iglesia (como también lo hicieron otros escritores eclesiásticos): pero el santo obispo de Milán lo hace en sentido positivo, diciendo que la fe castamente conservada (no corrompida) es difundida entre todas las gentes (simbolizadas por todos los que gozan de los favores de la meretriz, usando el lenguaje cruento de esa época).
Sin entrar ahora en esta debatida cuestión patrística, cabe en cambio preguntarnos si la posición apenas expuesta es legítima. Tengamos en cuenta que los juicios temerarios están severamente condenados en la Biblia, ya desde el Antiguo Testamento, y Yahvé exhorta a no juzgar por las apariencias. Cuando el profeta Samuel intenta individuar a quien deberá ungir como el futuro rey David, el Señor le advierte: “No te fijes en su aspecto ni en lo elevado de su estatura, porque yo lo he descartado. Dios no mira como mira el hombre; porque el hombre ve las apariencias, pero Dios ve el corazón” (1Sa 16, 7).
La gran pregunta, en definitiva, sería: vistas las faltas de santidad en la Iglesia, ¿debo descartar la santidad de la Iglesia? La clave de la respuesta, siguiendo la lógica del texto bíblico citado, está en la palabra “vistas”. Si juzgamos por lo que vemos, la respuesta apunta hacia la negación. Pero eso comporta proceder según “las apariencias”, mientras que lo correcto es mirar “el corazón”. ¿Y cuál es el corazón de la Iglesia? ¿Cuál es la Iglesia que se encuentra detrás de las apariencias?
¿Qué es la Iglesia?
Aquí es donde las aguas se dividen. Mirada con ojos mundanos, la Iglesia es una organización religiosa, es la curia vaticana, es una estructura de poder, o incluso, más benignamente, es una iniciativa humanitaria a favor de la educación, de la sanidad, de la paz, de ayuda a los pobres, etc.
Mirada con los ojos de la fe, en la Iglesia no se excluyen estas actividades ni esas formas de existencia, pero no se conciben como lo fundamental, no se identifica lo eclesiástico con lo eclesial. La Iglesia ya era Iglesia en Pentecostés, cuando esas formas y actividades aun no existían. Ella “no existe principalmente donde está organizada, donde se reforma o se gobierna, sino en los que creen sencillamente y reciben en ella el don de la fe que para ellos es vida”, como afirma Ratzinger en su Introducción al cristianismo. Concretamente sobre la santidad de la Iglesia, ese mismo texto nos recuerda que ella “consiste en el poder por el que Dios obra la santidad en ella, dentro de la pecaminosidad humana”. Más aún: ella “es expresión del amor de Dios que no se deja vencer por la incapacidad del hombre, sino que siempre es bueno con él, lo asume continuamente como pecador, lo transforma, lo santifica y lo ama”.
En un sentido muy profundo, podemos (y debemos) decir, en definitiva, que la santidad de la Iglesia no es la de los hombres, sino la de Dios. En esta dirección, decimos que ella es santa porque santifica siempre, también a través de ministros indignos, por el evangelio y los sacramentos. Como dice Henri de Lubac en una de sus mejores obras, Meditación sobre la Iglesia, “su doctrina es siempre pura, y la fuente de sus sacramentos está siempre viva”.
La Iglesia es santa porque no es otra cosa que Dios mismo santificando a los hombres en Cristo y por su Espíritu. Ella brilla sin mancha alguna en sus sacramentos, con los que alimenta a sus fieles; en la fe, que conserva siempre incontaminada; en los consejos evangélicos que propone, y en los dones y carismas, con los que promueve multitudes de mártires, vírgenes y confesores (Pío XII, Mystici Corporis). Es la santidad de la Iglesia que podemos llamar “objetiva”: aquella que la caracteriza como “cuerpo”, no como simple yuxtaposición de fieles (Congar, Santa Iglesia). Añadamos que la Iglesia es santa también porque exhorta continuamente a alcanzar la santidad.
La Iglesia de los puros
Pero concurre sobre esta cuestión otra problemática, indicada casi irónicamente en Introducción al cristianismo: la del “sueño humano de un mundo sanado e incontaminado por el mal, (que) presenta la Iglesia como algo que no se mezcla con el pecado”. Este “sueño”, el de la “Iglesia de los puros”, nace y renace continuamente a lo largo de la historia bajo diversas formas: montanistas, novacianos, donatistas (primer milenio), cátaros, albigenses, husitas, jansenistas (segundo milenio) y otros más aun, tienen en común concebir a la Iglesia como una institución formada exclusivamente por “cristianos incontaminados”, “escogidos y puros”, los “perfectos” que nunca caen, los “predestinados”. De modo que cuando de hecho se percibe en la Iglesia la existencia del pecado, se concluye que esa no es la Iglesia verdadera, la “santa Iglesia” del Símbolo de la fe.
Subyace aquí el equívoco de pensar en la Iglesia de hoy aplicando las categorías del mañana, de la Iglesia escatológica, identificando en el hoy de la historia la Iglesia santa con la Iglesia de los santos. Se olvida que, mientras aun peregrinamos, el trigo crece mezclado con la cizaña, y fue Jesús mismo quien, en la conocida parábola, explicó cómo la cizaña deberá ser eliminada solo al final de los tiempos. Por eso san Ambrosio hablaba de la Iglesia usando también, y prevalentemente (incluso en la misma obra ya citada), la expresión immaculata ex maculatis, literalmente “la sin mancha, formada por manchados”. ¡Solo después, en el más allá, ella será immaculata ex immaculatis!
El magisterio contemporáneo ha vuelto a reafirmar esta idea en el Vaticano II, diciendo que “la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores”. Estos pertenecen a la Iglesia y es justamente gracias a esa pertenencia que pueden purificarse de sus pecados. De Lubac, siempre en la misma obra, dice con gracia que “la Iglesia es aquí abajo y seguirá siendo hasta el final una comunidad revuelta: trigo todavía entre la paja, arca que contiene animales puros e impuros, nave llena de malos pasajeros, que parecen estar siempre a punto de llevarla al naufragio”.
Al mismo tiempo, es importante percibir que el pecador no pertenece a la Iglesia en razón de su pecado, sino a causa de las realidades santas que aún conserva en su alma, principalmente el carácter sacramental del bautismo. Este es el sentido de la expresión “comunión de los santos”, que el Símbolo de los Apóstoles aplica a la Iglesia: no porque sea compuesta solo por santos, sino porque es la realidad de santidad, ontológica o moral, lo que la conforma como tal. Es comunión entre la santidad de las personas y en las cosas santas.
Aclarados estos puntos esenciales, conviene ahora añadir una importante precisión. Dijimos, y lo confirmamos, que la Iglesia es santa independientemente de la santidad de sus miembros. Pero eso no impide afirmar la existencia de un vínculo entre santidad y difusión de la santidad, tanto a nivel personal como institucional. Los medios de santificación de la Iglesia son en sí mismo infalibles, y hacen de ella una realidad santa, independientemente de la calidad moral de los instrumentos. Pero la recepción subjetiva de la gracia en las almas de quienes son objeto de la misión de la Iglesia depende también de la santidad de los ministros, ordenados y no ordenados, como también del good standing del aspecto institucional de la Iglesia.
Ministros dignos
Un ejemplo nos puede ayudar a entender esto. La Eucaristía es siempre presencia sacramental del misterio pascual y, como tal, posee una capacidad inagotable de fuerza redentora. Aun así, una celebración eucarística presidida por un sacerdote públicamente indigno producirá frutos de santidad solo en aquellos fieles que, formados profundamente en su fe, saben que los efectos de la comunión son independientes de la situación moral del ministro celebrante. Pero para muchos otros, esa celebración no los acercará a Dios, porque no ven coherencia entre la vida del celebrante y el misterio celebrado. Habrá otros quienes incluso huirán espantados. Como dice el Decreto Presbyterorum ordinis del Concilio Vaticano II (n. 12), “aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación, también por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere, por ley ordinaria, manifestar sus maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, pueden decir con el apóstol: ‘Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí’ (Gal. 2, 20)”.
En esta óptica cobran un ardor especial las palabras dirigidas en octubre de 1985 por san Juan Pablo II a los obispos europeos, en vista de la nueva evangelización de Europa: “Se necesitan heraldos del Evangelio que sean expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, que participen de las alegrías y esperanzas, de las angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean contemplativos enamorados de Dios. Para esto necesitamos nuevos santos. Los grandes evangelizadores de Europa fueron los santos. Debemos rogar al Señor que aumente el espíritu de santidad de la Iglesia y nos envíe nuevos santos para evangelizar el mundo de hoy”.
Lo que sucede en el caso individual apenas reseñado sucede también respecto a la Iglesia como institución. Si se predica la honestidad, y luego se descubre que en una diócesis hay malversación de fondos, esa predicación, aunque esté sólidamente fundamentada en el Evangelio, surtirá poco efecto. Muchos que la escuchan dirán “aplícate a ti mismo esa enseñanza, antes de predicarla a nosotros”. Y esto puede pasar también cuando esa “malversación de fondos” haya tenido lugar sin mala intención, por simple ignorancia o ingenuidad.
El Concilio Vaticano II
En el contexto de esta problemática destaca mejor el texto completo del pasaje del Concilio Vaticano II, ya citado: “La Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y siempre necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación” (Lumen Gentium 8). Podemos añadir otras palabras del mismo Concilio, dirigidas no solo a la Iglesia Católica, que dicen: “Todos, finalmente, examinan su fidelidad a la voluntad de Cristo con relación a la Iglesia y, como es debido, emprenden animosos la obra de renovación y de reforma” (Unitatis Redintegratio 4). Esto nos permite contemplar el cuadro en todas sus dimensiones: purificación, reforma, renovación: conceptos que, en sentido estricto, no son sinónimos.
En efecto, la “purificación” suele referirse más directamente a las personas individuales. Los pecadores siguen perteneciendo a la Iglesia (si están bautizados), pero deben ser purificados. La “reforma” tiene un aspecto más marcadamente institucional; además, no se trata de una mejoría cualquiera, sino de “retomar la forma original” y, a partir de ahí, relanzarla hacia el futuro.
Téngase en cuenta que, aunque el aspecto visible “divinamente instituido” sea inmutable, el aspecto humano-institucional es mudable y perfectible. Hablamos así de un aspecto humano-institucional que, strada facendo, perdió su sentido evangélico original.
La situación moral de la Iglesia en el siglo XVI, y muy particularmente del episcopado, necesitaba reformarse, y fue esto lo que se implementó en el Concilio de Trento. Finalmente, la “renovación”, que no presupone de por sí una situación estructural moralmente negativa: simplemente se intenta aplicar un update para que la evangelización pueda incidir con eficacia sobre una sociedad que evoluciona constantemente. Basta comparar el actual Catecismo de la Iglesia Católica con un catecismo de inicios del siglo XX para darse cuenta de la importancia de la renovación. Puede pensarse en la última modificación del Libro VI del Código de Derecho Canónico como una sana renovación.
Una conversión continua
Dos últimos aspectos antes de cerrar estas reflexiones. El primero de los textos del Vaticano II apenas citados habla de una purificación que ha de realizarse “siempre” (no todas las traducciones castellanas respetan el original latino semper).
Algo similar podemos pensar respecto a la reforma y a la renovación, que deberían actualizarse sin dejar pasar lapsos desmesurados de tiempo. No se trata de estar siempre cambiando las cosas, pero sí de “limpiar” constantemente lo que se ve y lo que no se ve. Si el Concilio de Trento hubiese “limpiado” antes la Iglesia (quizá un siglo antes), probablemente nos hubiésemos ahorrado la “otra reforma”, la protestante, con todos los efectos negativos que comportaron las divisiones en la Iglesia.
Finalmente, conviene no perder de vista que purificación, reforma y renovación deben desarrollarse conjuntamente. Muchos no comprenden la importancia de esto último. Si se diseña una buena reforma o renovación (por ejemplo, la reciente de la curia romana; o antes, la reforma litúrgica), pero no hay purificación de las personas, los resultados serán insignificantes. No basta cambiar las estructuras: hay que convertir a las personas. Y esta “conversión de las personas” no se refiere exclusivamente a su situación moral-espiritual, sino también, aunque desde otra perspectiva, a su formación profesional, a su capacidad de relación, a las soft skills tan apreciadas hoy en el mundo de la empresa, etc.
Para algunos, la afirmación del Vaticano II (Lumen Gentium 39) sobre la Iglesia “indefectiblemente santa” (no puede dejar de ser santa) sería escandalosa, triunfalista y contradictoria. En realidad, ella sería eso y cosas mucho peores todavía, si fuese compuesta solo por hombres y por iniciativa de hombres. El texto sagrado nos dice, en cambio, que “Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla. El la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada” (Ef. 5, 25-27). Es santa porque Cristo la santificó, y aunque se levanten innumerables hombres desalmados para mancharla, no dejará nunca de ser santa. Volviendo a De Lubac, podemos decir con él: “Es una ilusión creer en una ‘Iglesia de santos’: existe únicamente una ‘Iglesia santa’”. Pero justamente porque es santa, la Iglesia necesita de santos para cumplir con su misión.
Philip Goyret
Profesor de Eclesiología en la Universidad de la Santa Cruz.
El último rosario de Jerzy Popiełuszko
El 19 de octubre de 1984 sería el último día que se vio con vida a Jerzy Popiełuszko, capellán de “Solidaridad”. Popiełuszko fue asesinado por el gobierno comunista que no toleraba su oposición a la falta de libertad y la falsedad del sistema.
Ignacy Soler·19 de octubre de 2022·Tiempo de lectura: 6 minutos
Aquellos días de octubre del año 1984 han quedado firmemente sellados en la memoria de muchos. La noticia ocupaba las portadas de todos los periódicos, era la información principal de los informativos en la España de aquel entonces: Jerzy Popiełuszko, capellán de “Solidaridad”, famoso por sus misas por la Patria en el barrio de Żoliborz en Varsovia, había sido raptado por desconocidos (se suponía con fundamento que por agentes del gobierno). Al cabo de unos días de espera la noticia adquiere caracteres verdaderamente dramáticos: Popiełuszko asesinado. Se confirma la suposición: los verdugos son funcionarios de Ministerio de Asuntos Interiores.
Una idea surge sola y clara: el sistema totalitario comunista es el responsable de la muerte de ese sacerdote. Un sistema fundamentado en la mentira no soporta que se le diga la verdad, una verdad sin odio, sin ira, sin venganza.
Ese acontecimiento se me quedó fuertemente grabado en los años jóvenes de mi sacerdocio: Popiełuszko mártir de la Verdad, de un Verdad impregnada de Amor, de fuerza y audacia, una verdad valiente.
Cristo murió en la cruz por nuestros pecados y resucitó para la salvación nuestra. En estas dos sentencias se encierra la fuente de salvación y de verdad para todo hombre. La muerte del mártir es en la Iglesia la mayor fidelidad al ideal cristiano: la identificación con Cristo Víctima.
Los primeros cristianos estaban dispuesto a dar su vida y muchos hicieron realidad esa disposición, no por propio gusto ni capricho, sino como fruto de la injusticia de unos sistemas políticos opresores que no entendían, o no querían entender la verdad cristiana, como opuesta a sus pretensiones religiosas, políticas, mundanas.
Entre ellos hubo muchos sacerdotes mártires que recibieron la vocación de sellar con su propia sangre el sacrificio de la Sangre de Cristo, sacrificio que constituye el fundamento y la raíz del ser sacerdotal: la ofrenda de Cristo en la Cruz.
No es fácil ser mártir, no es fácil ser testigo de la Verdad de Cristo con la propia vida y con la propia sangre. Sabemos también muy bien, que todos estamos llamados a la vocación del martirio, del testimonio de la verdad, en la vida ordinaria sin derramamiento de sangre pero con un heroísmo no menos pequeño. Algunos están también llamados al martirio en su sentido plenamente literal: a la entrega de su vida. ¡Cuántos mártires hemos tenido en el siglo XX! Uno de ellos es Popiełuszko.
Los misterios dolorosos de Popiełuszko
19 de octubre de 1984. Popiełuszko había aceptado la invitación de celebrar la santa misa con homilía en la ciudad de Bydgoszcz a 250 kilómetros al norte de Varsovia. Aunque tenía escrita la homilía, decide no predicarla.
Al acabar la Eucaristía se celebra el rezo del Santo Rosario y antes de cada misterio Popiełuszko hace una breve consideración a viva voz y saliéndole todo del corazón –ex abundatia cordis os loquitur.
Unas horas después, camino de vuelta a Varsovia, es raptado y asesinado. Estas son pues sus últimas palabras, este es su último mensaje.
Contemplando el primer misterio doloroso -la oración en el huerto- Popiełuszko habló de la dignidad humana y de la libertad. “Debemos guardar la dignidad humana para que aumente el bien y vencer de este modo el mal. Debemos permanecer libres interiormente también cuando las circunstancias externas son de falta de libertad. Debemos ser nosotros mismos en cada situación histórica. Nuestra filiación divina lleva en sí la herencia de la libertad”.
La libertad como don de Dios y como tarea, la tarea de defenderla cuando la libertad se patalea, se arrebata y confunde: la pasión por la verdad es al mismo tiempo pasión por la libertad. Y acababa la meditación del primer misterio doloroso con estas palabras: “Pidamos que sepamos portarnos cada día según la dignidad de los hijos de Dios”.
En el segundo misterio -la flagelación- Popiełuszko habla de la justicia que emana de la verdad y de la caridad. “Allí donde hay falta de amor y de bien allí se encuentran los gérmenes de donde pulula el odio y la violencia. Cuando alguien es motivado por el odio y la violencia no se puede hablar de justicia”.
Para el cristiano la fuente de la justicia es Dios mismo, por eso es injusto imponer el ateísmo como sistema. “Todos sin excepción tienen el deber de vivir en justicia y pedir la justicia, pues como dijo el antiguo pensador: son tiempos malos cuando la justicia se la encierra en el silencio. Recemos para que la justicia nos guíe todos los día de nuestra vida”.
La consideración del tercer misterio -la coronación de espinas- giró en torno a la verdad. Nos dirigimos hacia ella por un impulso del mismo Dios. La verdad une, la verdad triunfa aunque desde siglos nos encontremos en una encarnizada lucha contra ella. “
Cristo eligió a unos pocos para que anunciaran la verdad. Solamente la multitud de mentiras exige palabras sin cuento. La mentira se vende en mercadillos inmundos de compra y venta, como mercancía expuesta en anaqueles de tienducha. La mentira tiene que ser siempre nueva, necesita muchos servidores para que la aprendan hoy, mañana y dentro de un mes, para rehacerla de nuevo con el violento programa de otras mentiras”.
No es fácil distinguir la verdad de la mentira ante la presencia de la censura, de la cual caen también como víctimas las mismas palabras del primado o del papa. “Es deber del cristiano mantenerse junto a la verdad, aunque ello mucho le cueste, pues por la verdad hay que pagar. Solamente la paja no cuesta nada. El grano de trigo de la verdad lleva consigo un gran precio. Recemos para que nuestra vida ordinaria esté llena de verdad”.
La cruz a cuesta -cuarto misterio- es punto de partida para meditar sobre la virtud de la fortaleza. “El cristiano debería recordar que solamente hay que temer una cosa: la traición a Jesucristo por unas monedas de hueca tranquilidad plateadas. El seguidor de Jesucristo tiene que ser testigo, portavoz y defensor de la justicia, pues no basta condenar el mal. Si el cristiano renuncia a la virtud de la fortaleza se hace un daño a sí mismo, y a todos los que de él dependen: a su familia, a sus compañeros de trabajo, a su nación, a su estado y a su Iglesia. ¡Hay de vosotros gobernantes que queréis ganaros a los ciudadanos con el precio de la amenaza y de la esclavitud del miedo! Ese poder se denigra a sí mismo y rebaja su autoridad. La práctica de la fortaleza debería estar en el interés lo mismo de los gobernantes que de los ciudadanos”.
El motivo dominante en la meditación del quinto y último misterio doloroso -la crucifixión y muerte de Cristo- lo constituye la oposición a la violencia. “A quien no le hes dado convencer con el corazón y la cabeza intenta vencer con la fuerza. Cada manifestación de violencia nos habla del abajamiento moral. Cada idea capaz de dar vida se mantiene con sus solas fuerzas. Y así fue con Solidaridad, que de rodillas y con el rosario en las manos luchó por la dignidad humana más que por el pan. En Polonia, en los últimos años se han limitado los fundamentales derechos de la persona humana. Cuando este acorralamiento hizo que todos sintieran su dolorosa presión, entonces estalló el grito de la libertad. Se levantó Solidaridad demostrando que para construir una sociedad y su economía no es necesario prescindir de Dios. Recemos para que seamos libres del miedo, de la amenaza y sobre todo de la tentación del revanchismo y de la violencia”.
Acabado el santo Rosario y después de la oración “Bajo tu protección nos acogemos”, Popiełuszko rezó a San José para que aquel que con el trabajo de sus manos mantuvo a la Sagrada Familia nos conceda a todos los cristianos “santificar todas nuestras acciones con el amor, la paciencia, la justicia y la realización del bien”.
Sus últimas palabras de despedida fueron: «Que los principios evangélicos de la justicia y la caridad social dirijan las acciones de todas las gentes de nuestra Patria. Amén».
Últimas horas
Ya en la casa parroquial adjunta se tuvo un breve encuentro informal de unos pocos en donde le preguntaron por Solidaridad, por su seguridad y salud. Alguien le preguntó si no le podría conseguir una batería para su coche. Popiełuszko se rió de buena gana contestándole: “podrías haberlo dicho antes y me hubiese traído de Varsovia una junto con todo lo necesario para alimentar el micrófono, pues con frecuencia ocurre que nos cortan la corriente justo cuando predico la homilía”.
Aunque se encontraba cansado y algo enfermo, y a pesar de la insistencia del párroco para que pasase la noche en Bydgoszcz, Popiełuszko quiso volver inmediatamente a Varsovia pues tenía trabajo al día siguiente.
Cuando alguien le previno para que tuviese cuidado en el camino de vuelta a Varsovia, Popiełuszko le tranquilizó comentado: “Además viajo con la sotana puesta que en este país todavía significa algo”.
Sus asesinos unas horas después le apalearon a muerte con la sotana puesta y con ella vestido le arrojaron al estanque, una señal más del motivo de su condena: ser sacerdote que da testimonio.
En otras ocasiones de persecución a sacerdotes, si por casualidad a alguien le encontraban con sotana lo primero que hacían era quitársela, después ya vendría la condena a muerte.
No fue este el caso de Popiełuszko que murió con la sotana puesta.
¿Qué recompensas materiales encontraban los primeros cristianos en la Iglesia primitiva?
RECOMPENSAS CRISTIANAS
El cristianismo no era cuestión sólo de estigmas y sacrificios. Los frutos de esta fe eran igualmente sustanciales. Los oficios litúrgicos que se celebraban en aquellas iglesias domésticas de los primeros tiempos debieron de proporcionar una inmensa satisfacción emocional, compartida con los demás.
Además, los frutos de esta fe no se limitaban al ámbito del espíritu. El cristianismo ofrecía también mucho en el terreno de lo material. Lo que motivaba a los cristianos no era sólo la promesa de la salvación, sino también el hecho de que serían recompensados ampliamente aquí y ahora por pertenecer a la Iglesia.
Ser miembro de ella era caro, pero de hecho resultaba una ganga. Es decir, como la Iglesia pedía mucho a sus miembros, poseía recursos para dar mucho. Por ejemplo, como se esperaba que los cristianos ayudaran a los menos afortunados, muchos de ellos recibieron tal ayuda, y todos podían sentirse seguros ante los malos tiempos.
Puesto que se esperaba de ellos que cuidaran de los enfermos y moribundos, muchos recibieron también similares atenciones. Como se les pidió que amaran a los otros, fueron amados a su vez. Y como se les exigía observar un código moral mucho más estricto que el de los paganos, los cristianos -especialmente las mujeres- disfrutaron de una vida familiar más segura.
De modo similar, el cristianismo dulcificó mucho las relaciones entre las clases sociales, precisamente en el momento en el que estaba creciendo la brecha entre ricos y pobres (Meeks y Wilken, 1978).
No predicaba que todos debían o podían ser iguales en riqueza y poder en esta vida, pero sí que todos eran iguales a los ojos de Dios y que los más afortunados tenían el deber prescrito por Dios de ayudar a los necesitados.
Como ha señalado William Schoedel (1991), Ignacio de Antioquía subrayó la responsabilidad de la Iglesia para con las viudas y los niños. En realidad, Ignacio dejó claro que no estaba hablando simplemente de doctrinas acerca de las buenas obras, sino que atestiguaba la realidad de una imponente estructura cristiana de voluntarios y de amor al prójimo. Tertuliano señalaba que los fieles estaban muy dispuestos a hacer donaciones a la Iglesia, pues ésta, a diferencia de los templos paganos, no las gastaba en banquetes opulentos:
“Los fondos de las donaciones no se sacan de las iglesias y se gastan en banquetes, borracheras y comilonas, sino que van destinados a apoyar y enterrar a la gente pobre, a proveer las necesidades de niños y niñas -que no Tienen padres ni medios; y de ancianos confinados en sus casas, al igual que los que han sufrido un naufragio; y si sucede que hay alguno en las minas, o exilado en alguna isla, o encerrado en prisión por sólo la fidelidad a la causa de la iglesia de Dios, son como infantes cuidados por los de su misma fe (Apología, 39).
Recordemos cómo el emperador Juliano el Apóstata reconocía que los cristianos «se entregaban a la filantropía», y cómo ordenó a los sacerdotes paganos que compitieran con ellos. Pero Juliano descubrió pronto que carecía de los medios para esa reforma.
El paganismo había sido incapaz de desarrollar el tipo de voluntariado dedicado a las buenas obras que los cristianos habían estado construyendo durante más de tres siglos; además, el paganismo carecía de las ideas religiosas que hubieran hecho plausibles tales esfuerzos organizados.
Pero, ¿tenía esto importancia? ¿Cambiaron realmente la calidad de vida las buenas obras de los cristianos en la época grecorromana? Los demógrafos modernos consideran que las expectativas de vida son la mejor medida para resumir la calidad de vida. Por tanto, es significativo que A. R. Burn (1953) haya puesto de relieve, basándose en inscripciones, que los cristianos tenían mejores expectativas de vida que los paganos. Si tiene razón…
Rodney Stark,
LA EXPANSIÓN DEL CRISTIANISMO (pag 172)
El ocultismo y el pacto de silencio
Francia vivió en los años setenta un apasionado debate en torno a la aprobación de la ley del aborto. En esa coyuntura, el médico Lejeune fue seguramente el más decidido e influyente defensor de la vida y de los no nacidos en el debate público. En el debate, una mujer que hacía de teórica moderadora, se levantó y declaró: “Nosotros queremos destruir la civilización judeocristiana. Para ello debemos destruir primero la familia. Para destruirla debemos atacar su punto más débil, que es el niño todavía no nacido. En consecuencia, estamos a favor del aborto”.
Como resulta comprensible, esas palabras, y especialmente las de Lejeune, tuvieron un gran impacto, como ocurre siempre que alguien se olvida de los eufemismos impuestos por la corrección política y llama a las cosas por su nombre. En medio de un silencio embarazoso, uno de los ponentes preguntó su nombre a la mujer, que se negó a contestar. Se sentó y no volvió a tomar la palabra.
En las crónicas publicadas ningún periodista se hizo eco de esa intervención. Las actas de esa Jornada omiten tanto las palabras de la mujer como la intervención de Lejeune (“La intervención del profesor Lejeune se publicará más adelante”. Hasta hoy). No es novedad: el ocultismo y el pacto de silencio acechan siempre a los que se enfrentan a la cultura de la muerte. Parece que a Lejeune le impresionó vivamente lo ocurrido, pues lo contó en diversas ocasiones, de palabra y por escrito. Por ejemplo, en el discurso pronunciado el 8 de octubre de 1987 en el sínodo de los obispos, publicado con el título “La ciencia sola no puede salvar el mundo” en “L'Osservatore Romano” (20 de octubre de 1987).
Quien dispara a la civilización judeocristiana apunta en última instancia a Dios mismo, fundamento de esa cultura. El odio a la vida esconde al final el odio a Dios, autor de la vida: “En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron”, leemos en el Evangelio de San Juan. El combate entre la luz y las tinieblas es permanente, empezó antes de la creación del mundo y durará hasta su final y busca sitio tanto en la sociedad como en el corazón de cada cual.
JD Mez Madrid
Un episodio de la vida de Jérôme Lejeune nos proporciona una clave para entender este fenómeno. Francia vivió en los años setenta un apasionado debate en torno a la aprobación de la ley del aborto. En esa coyuntura, el médico Lejeune fue seguramente el más decidido e influyente defensor de la vida y de los no nacidos. Sin duda que lo hizo movido por la fe cristiana, pero sobre todo actuó en su condición de pionero genetista, descubridor de la causa responsable del síndrome de Down. Lejeune consagró sus mejores energías a la búsqueda de una terapia para prevenir o sanar ese síndrome, y no haber podido lograr una cura definitiva, a pesar de avances parciales, fue para él una tremenda decepción. Científico eminente, gozó de un reconocimiento mundial, pero él se consideraba sobre todo médico y vivió entregado a sus pacientes, que eran su prioridad. Adivinar que sus hallazgos científicos se utilizarían para matar a esos enfermos en el seno materno le causó un sufrimiento apenas soportable. No se equivocaba: el síndrome de Down prácticamente ha desaparecido, pero no porque dispongamos de un tratamiento para la enfermedad. A esas criaturas se las elimina antes de nacer.
Vamos a nuestro incidente, ocurrido el 18 de marzo de 1973. En pleno debate que polarizaba la opinión pública francesa, el Círculo Francés de la Prensa organizó un coloquio sobre el aborto en la antigua abadía de Royaumont. Intervinieron destacados periodistas y feministas. Lejeune fue el único defensor de la posición provida y, como siempre, brilló a gran altura. Entre el público destacó enseguida una mujer sentada en primera fila, que actuaba como auténtica directora de orquesta: mediante pequeños signos o gestos iba dando la palabra a unos y otros, en lo que parecía una estratagema bien coordinada. De repente, casi sin dar tiempo a que uno de los oradores acabara de hablar, esa mujer se levantó y declaró: “Nosotros queremos destruir la civilización judeocristiana. Para ello debemos destruir primero la familia. Para destruirla debemos atacar su punto más débil, que es el niño todavía no nacido. En consecuencia, estamos a favor del aborto”.
Domingo Martínez Madrid
Me parece que cualquiera de los que puedan leer estas líneas se dan cuenta de que vivimos en un mundo alejado de Dios. Salimos a la calle, entramos en el supermercado, vamos al trabajo, celebramos una reunión familiar, con padres, tíos y hermanos, vamos de viaje con unos amigos, y Dios no está presente. A no ser que lo llevemos nosotros. Vamos, como que no está muy de moda, a casi nadie le importa.
Precisamente por eso, porque somos conscientes del escepticismo ambiental, deberíamos preguntarnos cómo nos afecta a nosotros, como afecta realmente a mi vida, o si yo vivo de otro modo más cerca de Dios. Como afecta a mi familia.
Es una cuestión de costumbres, de formas de hacer, de haber ido perdiendo los hábitos más normales de un cristiano. Porque es lo que vemos en las series, en los anuncios, en las películas, en la prensa. Por lo tanto no nos queda más remedio que preguntarnos con frecuencia qué es lo que pasa en mi casa, en mi familia, porque si no hay un empeño importante por nuestra parte, la situación familiar será también grave.
"’Quien tenga sed, venga a mí y deba’, dice Cristo el último día, el más solemne de la fiesta de las Chozas (Jn 7,38). La fiesta recuerda la sed que padeció Israel en el desierto ardiente y sin agua, que aparece como un reino de la muerte sin salida posible. Pero Cristo se anuncia como roca de la que mana la fuente inagotable de agua fresca: en la muerte, llega a ser fuente de vida. El que tenga sed, venga. ¿No se nos ha convertido el mundo, con todo su saber y poder, en un desierto donde no podemos encontrar ya la fuente vida?”.
Juan García.
No son moneda de cambio ideológico
No me sorprendieron las declaraciones de Irene Montero sobre las relaciones sexuales consentidas por los niños que tanto han dado que hablar. Dolido, sí, porque las palabras son a veces armas arrojadizas que se aguzan como balas y acribillan a quien las escucha. Ha sido el caso.
Leyendo las reacciones, coincido con quienes alertan de la ingeniería social que se va imponiendo (no sólo por este Gobierno, no seamos ingenuos). De hecho, está desmoronando el sistema educativo (las últimas disposiciones legislativas quieren reducir la escolarización a una formación anecdótica sin pensamiento ni transmisión del conocimiento), así como nuestro marco jurídico (el derecho a la vida ha sido dinamitado y veremos cómo queda el carácter delictivo de las relaciones sexuales con menores; imagino que pasará al cajón de sastre de los usos y costumbres). Estoy de acuerdo también con quien ha calificado el alegato de irresponsable y temerario, pues si bien la ministra no ha querido defender la pederastia (como aducen algunos que han manipulado sus palabras), sino que se ha referido a la edad en la que comienza a ser relevante el consentimiento, no resulta razonable dar por naturales las relaciones sexuales entre menores y menos entre menores y mayores; al contrario, hay que preservarles de vivir lo que no les corresponde y puede hacerles daño. Los niños no son moneda de cambio ideológico ni material de laboratorio sociológico.
Jesús Domingo Martínez
¿Cómo enseñar a los hijos a ser agradecidos?
Alianza Aleteia / LaFamilia.info
foto: standret
Aprender a dar las gracias por lo que somos, tenemos y nos rodea, no solo genera un mejor ambiente a nuestro alrededor, ¡sino que nos hace más felices!
Ayudar a nuestros hijos en el camino de la gratitud es el objetivo que se proponen Jeffrey J. Froh y Giacomo Bono en el libro Educar en la gratitud (Ediciones Palabra, 2016). Te presentamos diez claves que debemos seguir para lograrlo:
1. Que educar en la gratitud sea una prioridad
De todas las cuestiones, esta es la más importante. Si no conviertes en una prioridad que tu hijo sea más agradecido, no avanzará en este campo. Todos recibimos numerosos estímulos que nos empujan en un millón de direcciones y, en el ajetreo cotidiano, es fácil perder de vista lo importante. Pero algo se puede hacer. ¿Cuál es la solución? Poner primero las cosas que importan.
2. Enseña la gratitud y da ejemplo
Nuestros hijos quieren ser como nosotros. Por lo tanto, deberás habituarte a adoptar el estilo lingüístico específico de las personas agradecidas, que tienden a usar términos como ‘dones’, ‘suerte’, ‘abundancia’ o ‘apoyo’. Además, tienen que ver en nosotros pequeños gestos de agradecimiento a los demás: una carta o una llamada a quien nos ha echado una mano, una invitación a comer a los que nos ayudan.
3. Pasa tiempo con tus hijos
A los niños, e incluso a los adolescentes −aunque a veces parezca mentira−, les gusta estar con sus padres. Uno de los mayores regalos que les puedes hacer es tu tiempo. La calidad del tiempo importa, pero la cantidad también. Mientras estás con tu hijo, compórtate como si fuera la última vez que compartes un rato con él.
4. Ocúpate de tus hijos cuando estés con ellos
Aunque llevar a tus hijos al parque es un gran modo de reforzar vínculos, es muy importante que estés totalmente presente –tanto física como mentalmente– en los ratos que compartes con ellos. Eso significa evitar todas las distracciones, incluido el teléfono. Cuando empieces a distraerte –es normal que te pase–, vuelve al aquí y al ahora y céntrate de nuevo.
5. Apoya la autonomía de tus hijos
La disciplina inductiva -enseñar a los niños a aceptar las responsabilidades de sus actos- apoya la autonomía porque muestra a los niños que su comportamiento afecta a los demás, y les ayuda a comprender las razones por las que deberían tratar a otros con respeto. Entonces es cuando la gratitud se vuelve realmente importante, a medida que los chicos hacen elecciones cada vez más relevantes, con efectos duraderos en su carácter y en la trayectoria de su vida.
6. Usa las cualidades de los niños para alimentar su gratitud
Las cualidades del carácter son las virtudes o buenos hábitos que queremos que tengan nuestros hijos. Conocer y usar sus cualidades permite a un niño identificar sus intereses y perfeccionar sus habilidades. Cuando hayas identificado sus diez cualidades más destacadas y conozcas su perfil único, anímale a que las utilice siempre que sea posible. Esto le permitirá́ ser cada vez más servicial y colaborar con los demás, lo que le hará más agradecido.
7. Ayuda a los chicos a centrarse en las metas intrínsecas
Es fácil para las personas, especialmente para los más jóvenes, ir detrás de objetivos extrínsecos o materialistas, metas como la riqueza, el estatus y la imagen. Pero suele llevar a interacciones sociales menos satisfactorias y a perspectivas que impiden las relaciones profundas con los demás y una auténtica gratitud. Nuestra misión consiste en disuadirles de ir detrás de metas extrínsecas y orientarles hacia objetivos intrínsecos, como las relaciones con la sociedad, su pertenencia a una familia y su desarrollo como personas.
8. Anímales a ser generosos y a ayudar a los demás
Cuando echan una mano, especialmente cuando usan sus cualidades más destacadas, se sienten más cercanos a los que están ayudando. Ser generosos les hace más agradecidos por dos motivos. Primero, porque cuanto más ayuden a los demás más aprenderán sobre lo que requiere ser amables y podrán agradecerlo cuando les devuelven algún favor. En segundo lugar, porque esto les permite construir relaciones más sanas en las que se pueden apoyar, indispensables para el desarrollo de la gratitud.
9. Ayuda a los jóvenes a alimentar sus amistades
Deberías animarles a agradecer las cosas con regularidad y a cooperar con los demás, siendo serviciales y generosos. Si saborean esas relaciones, se reforzarán sus vínculos. Ayudar a los niños a alimentar sus relaciones con sus amigos y con otras personas, como mentores, maestros, entrenadores, etc., les ayudará a construir su capital social.
10. Ayuda a tus hijos a encontrar lo que les importa
Tener un objetivo en la vida ayuda a los jóvenes a orientarse hacia la construcción de una existencia con sentido. Han de conectar con personas que pueden convertirse en sus modelos, que les orienten, y con expertos que les impulsen más lejos para encontrar y desarrollar su meta.
Ser generosos nos hace más agradecidos por dos motivos. Primero, porque cuanto más ayuden a los demás, más aprenderán sobre lo que requiere ser amables y podrán agradecerlo cuando les devuelven algún favor. En segundo lugar, porque esto les permite construir relaciones más sanas en las que se pueden apoyar, indispensables para el desarrollo de la gratitud.
Artículo originalmente publicado por Ediciones Palabra
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