Las Noticias de hoy 16 Junio 2022

Enviado por adminideas el Jue, 16/06/2022 - 12:24

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Ideas Claras

DE INTERES PARA HOY    jueves, 16 de junio de 2022       

Indice:

ROME REPORTS

El Papa: la vejez es un límite y un don, descartarla es traicionar la vida

Francisco: La Eucaristía nos invita a llevar a Dios a nuestra vida cotidiana

Pobreza. El Papa: no salva el activismo, sino la atención sincera y generosa

ORACIONES VOCALES : Francisco Fernandez Carbajal

Evangelio del jueves: la oración esencial

“Trabaja con alegría” : San Josemaria

Mensaje del Prelado (14 junio 2022)

«Que los ancianos cultiven la responsabilidad de servir»

Muy humanos, muy divinos (XIV): Para dar luz, palabras verdaderas

Solemnidad del Corpus Christi

La Eucaristía – ¿Qué pensaban y qué decían los primeros cristianos de ella?

El sacramento y la virtud de la penitencia : encuentra.com

El gran descuido de muchos adolescentes : Lorena Moscoso 

Copaternidad: Cuando el amor no tiene nada que ver con ser padre : Miriam Esteban Benito

Libertad para decir lo que uno piensa : Jaime Nubiola

Ética y medios de comunicación : Ana Azurmendi

Origen de la devoción universal al Sagrado Corazón : Josefa Romo Garlito

El paro es una realidad : Pedro García

Pero sí podrán abortar : JD Mez Madrid

Hasta que la muerte nos separe : Jesús Martínez Madrid

¡Hay de los vencidos! : Antonio García Fuentes

 

ROME REPORTS

 

El Papa: la vejez es un límite y un don, descartarla es traicionar la vida

Francisco vuelve a advertir contra la cultura que margina a los ancianos seleccionando la vida en función de la utilidad. Por el contrario, los ancianos deben estar en el centro de la atención de la comunidad: el diálogo entre los niños y los abuelos es fundamental para evitar el crecimiento de "una generación sin pasado, es decir, sin raíces"

 

Adriana Masotti - Ciudad del Vaticano

Otra catequesis dedicada a la vejez en la audiencia general de hoy. El punto de partida de la reflexión del Papa Francisco es esta vez un pasaje del Evangelio de Marcos. El tema es "El alegre servicio de la fe que se aprende en la gratitud".

“Cuando salió de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron de inmediato. El se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos.(Mc 1,29-31)”

"La suegra de Simón estaba en cama con fiebre", escribe el evangelista. Y el Papa Francisco comenta diciendo que incluso la simple fiebre en la vejez puede ser peligrosa. Por eso, en la vejez, hay que tener paciencia con el cuerpo y comprender lo que todavía se le puede pedir.

La enfermedad pesa sobre las personas mayores de una manera diferente y nueva que cuando se es joven o adulto. Es como un duro golpe que cae en un momento ya difícil. La enfermedad del anciano parece acelerar la muerte y, en todo caso, disminuir ese tiempo de vida que ya consideramos corto. Nos asalta la duda de que no nos recuperaremos, de que "esta vez será la última vez que enferme...". No se puede soñar con la esperanza en un futuro que ahora parece inexistente.

Es bueno para la comunidad cuidar de los ancianos

Y hay una lección en el pasaje evangélico que el Papa subraya, el hecho de que Jesús no va solo a visitar a la anciana enferma, sino que va a ella junto con los discípulos. Y Francisco continúa diciendo que es "la comunidad cristiana la que debe ocuparse de los ancianos", especialmente hoy, cuando el número de ancianos ha crecido.

Debemos sentir la responsabilidad de visitar a los ancianos que a menudo están solos y presentarlos al Señor con nuestra oración. Jesús mismo nos enseñará a amarlos. "Una sociedad es verdaderamente acogedora de la vida cuando reconoce que ella es preciosa también en la ancianidad,en la discapacidad, en la enfermedad grave e, incluso, cuando se está extinguiendo" (Mensaje a la Academia Pontificia para la Vida, 19 de febrero de 2014). La vida siempre es preciosa.

La gratitud de la mujer

Jesús cura a la mujer y enseña así a los discípulos que "la salvación se comunica a través de la atención a esa persona enferma", mientras la mujer expresa toda su gratitud por la ternura de Dios hacia ella. Y el Papa vuelve a un concepto en el que insiste a menudo: la cultura del descarte, que socialmente intenta borrar a los viejos como si fueran una carga. Y continúa: 

Esto es una traición a la propia humanidad, es la cosa más fea, esto es seleccionar la vida según la utilidad, según la juventud y no con la vida tal y como es, con la sabiduría de los mayores, con las limitaciones de los mayores. Los ancianos tienen mucho que darnos: está la sabiduría de la vida. Tanto para enseñarnos: por eso nosotros tenemos que enseñar, incluso de niños, para que cuiden, para que vayan con los abuelos. El diálogo entre jóvenes, niños y abuelos es fundamental, es fundamental para la sociedad, es fundamental para la Iglesia, es fundamental para la salud de la vida. Donde no hay diálogo entre los jóvenes y los mayores, falta algo y crece una generación sin pasado, es decir, sin raíces.

Los ancianos son valiosos, no deben ser marginados

La anciana curada por Jesús se levanta, narra el evangelista, y se pone al servicio de los discípulos. Así que ella también les da una lección, observa Francisco, demostrando que "incluso siendo ancianos se puede, incluso se debe, servir a la comunidad", superando "la tentación de hacerse a un lado".

Si los ancianos, en lugar de ser descartados y excluidos de la escena de los acontecimientos que marcan la vida de la comunidad, fueran colocados en el centro de la atención colectiva, se les animaría a ejercer el precioso ministerio de la gratitud a Dios, que no olvida a nadie. La gratitud de los ancianos por los dones recibidos de Dios en sus vidas, como nos enseña la suegra de Pedro, devuelve a la comunidad la alegría de la convivencia, y da a la fe de los discípulos el rasgo esencial de su destino.

Jesús pide servicio a todos, hombres y mujeres

A continuación, el Papa Francisco hace una aclaración: "El espíritu de intercesión y de servicio, que Jesús prescribe a todos sus discípulos, no es simplemente un asunto de mujeres", y afirma:

El servicio evangélico de la gratitud por la ternura de Dios no se escribe de ninguna manera en la gramática del hombre amo y la mujer sierva: no, esto no es cierto. Sin embargo, esto no quita que las mujeres, sobre la gratitud y la ternura de la fe, puedan enseñar a los hombres cosas que a ellos les resultan más difíciles de entender. La suegra de Pedro, antes de que llegaran los Apóstoles, por el camino del seguimiento de Jesús, les mostró también el camino.

Francisco concluye con una bella imagen: la dulzura de Jesús hacia la mujer en esta página del Evangelio demuestra claramente "su especial sensibilidad hacia los débiles y los enfermos, que el Hijo de Dios había aprendido ciertamente de su Madre".

 

Francisco: La Eucaristía nos invita a llevar a Dios a nuestra vida cotidiana

En su saludo a los fieles reunidos en la Plaza de San Pedro para la audiencia general, el Papa recordó que mañana se celebrará en el Vaticano la solemnidad del Corpus Christi y les exhortó a rezar a Dios para poder entregarse a los demás sirviendo con alegría, especialmente a los más necesitados

 

Tiziana Campisi - Ciudad del Vaticano

Al final de la catequesis de la audiencia general, Francisco, dirigiendo su saludo a los peregrinos presentes en la Plaza de San Pedro, habló de la fiesta del Corpus Christi, que en el Vaticano se celebra mañana. En la Basílica de San Pedro, en el Altar de la Cátedra, el cardenal Mauro Gambetti, arcipreste de la Basílica y vicario general del Papa para la Ciudad del Vaticano, presidirá la solemne celebración litúrgica del Cuerpo y la Sangre de Cristo a las 10.30 horas. "La solemnidad del Corpus Christi", es la exhortación del Papa dirigiéndose a los fieles de lengua alemana, "nos invita a salir y a llevar al Señor a la vida cotidiana: a llevarlo allí donde se desarrolla la vida con todas sus alegrías y sufrimientos". Y con los peregrinos de habla hispana, Francisco añadió la invitación a rezar a Dios para que "nos conceda ser personas 'eucarísticas'", "agradecidas por los dones recibidos" y capaces de darse a los demás "sirviendo con alegría, especialmente a los más necesitados".

Experimentar el amor de Dios a través del Cuerpo y la Sangre de Cristo

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15/06/2022El Papa: la vejez es un límite y un don, descartarla es traicionar la vida

También con los peregrinos polacos, el Papa explicó que en la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo se conmemora la "presencia real de Dios en la Eucaristía bajo la forma de pan y vino" y espera que los conciertos de evangelización que se celebran en Polonia para la ocasión "despierten la fe en todos, para que recibiendo el Cuerpo y la Sangre de Cristo se experimente cada vez más profundamente su amor". Por último, Francisco recordó que en Italia la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo se celebra el domingo y concluyó: "Que la Eucaristía, misterio de amor, sea para todos vosotros fuente de gracia y de luz que ilumine los caminos de la vida, apoyo en medio de las dificultades, consuelo sublime en el sufrimiento de cada día".

 

Pobreza. El Papa: no salva el activismo, sino la atención sincera y generosa

La Jornada Mundial de los Pobres, que tendrá lugar el próximo 13 de noviembre, se presenta también este año como una sana provocación para ayudarnos a reflexionar sobre nuestro estilo de vida y sobre tantas pobrezas del momento presente. En su mensaje para este día el Pontífice se refiere a la insensatez de la guerra, y al "chantaje recíproco de algunos poderosos" que "acalla la voz de la humanidad que invoca la paz”.

 

Vatican News

“Jesucristo se hizo pobre por ustedes” (cf. 2 Co 8,9): las palabras del apóstol Pablo a los primeros cristianos de Corinto son el tema de la VI Jornada Mundial de los pobres del próximo 13 de noviembre. Palabras que representan, tal como escribe el Papa en su Mensaje dado a conocer este 14 de junio, el “fundamento al compromiso solidario con los hermanos necesitados”.

La insensatez de la guerra y el chantaje de algunos poderosos

EL Santo Padre presenta en los primeros párrafos del mensaje el contexto actual en el que se enmarca la jornada de este año, el mundo saliendo de “la tempestad de la pandemia” y la guerra en Ucrania que “vino a agregarse a las guerras regionales que en estos años están trayendo muerte y destrucción”. Constata Francisco que el cuadro de la guerra se ve agravado en este caso a causa de la intervención de una “superpotencia” que “pretende imponer su voluntad contra el principio de autodeterminación de los pueblos”. “Se repiten escenas de trágica memoria y una vez más el chantaje recíproco de algunos poderosos acalla la voz de la humanidad que invoca la paz”, escribe. 

¡Cuántos pobres genera la insensatez de la guerra! Dondequiera que se mire, se constata cómo la violencia afecta a los indefensos y a los más débiles. [...] ¿Cómo dar una respuesta adecuada que lleve alivio y paz a tantas personas, dejadas a merced de la incertidumbre y la precariedad?

No ceder ante el compromiso de la solidaridad     

Como sucedió con los cristianos de Corinto, que tras la gran colecta organizada por Pablo para la comunidad de Jerusalén - en graves dificultades por la carestía que azotaba al país - se mostraron “muy sensibles y disponibles”, comenzando luego, sin embargo, su compromiso “a disminuir”, así sucede, según el Papa, también hoy. Lo escribe pensando en la disponibilidad que “ha movido a enteras poblaciones a abrir las puertas para acoger millones de refugiados de las guerras en Oriente Medio, en África central y ahora en Ucrania”. Constatando que, sin embargo, “mientras más dura el conflicto, más se agravan sus consecuencias”, señala que “a los pueblos que acogen les resulta cada vez más difícil dar continuidad a la ayuda” porque se empieza a sentir el peso “de una situación que va más allá de la emergencia”. Y anima: 

Este es el momento de no ceder y de renovar la motivación inicial. Lo que hemos comenzado necesita ser llevado a cumplimiento con la misma responsabilidad.

“La solidaridad, - explica el Papa– es, en efecto, precisamente esto: compartir lo poco que tenemos con quienes no tienen nada, para que ninguno sufra. Mientras más crece el sentido de comunidad y de comunión como estilo de vida, mayormente se desarrolla la solidaridad.

El bienestar alcanzado por algunos países

Un punto importante que menciona el Santo Padre en el mensaje es el bienestar que han alcanzado diversos países en las últimas décadas, gracias “a la iniciativa privada y a leyes que han apoyado el crecimiento económico articulado con un incentivo concreto a las políticas familiares y a la responsabilidad social”. Francisco espera que “el patrimonio de seguridad y estabilidad logrado –pueda ahora ser compartido con aquellos que se han visto obligados a abandonar su hogar y su país para salvarse y sobrevivir”. 

Como miembros de la sociedad civil, mantengamos vivo el llamado a los valores de libertad, responsabilidad, fraternidad y solidaridad. Y como cristianos encontremos siempre en la caridad, en la fe y en la esperanza el fundamento de nuestro ser y nuestro actuar. 

La importancia del testimonio de los cristianos

Volviendo al Apóstol, y haciendo presente que él “no quiere obligar a los cristianos forzándolos a una obra de caridad”, sino que invita a realizar la colecta “para que sea un signo del amor, tal como lo ha testimoniado el mismo Jesús”, el Santo Padre asevera que “frente a los pobres no se hace retórica, sino que se ponen manos a la obra y se practica la fe involucrándose directamente, sin delegar en nadie”. Sucesivamente pone en guardia sobre la “relajación” que conduce a “comportamientos incoherentes, como la indiferencia hacia los pobres”, y también sobre “el excesivo apego al dinero” que “impide observar con realismo la vida de cada día y nubla la mirada, impidiendo ver las necesidades de los demás”:

Son situaciones que manifiestan una fe débil y una esperanza endeble y miope.

El problema – añade – no es el dinero en sí, porque este forma parte de la vida cotidiana y de las relaciones sociales de las personas. Lo que debemos reflexionar es sobre el valor que tiene el dinero para nosotros: no puede convertirse en un absoluto, como si fuera el fin principal. 

No salva el activismo, sino la atención sincera y generosa

El Santo Padre enseña, pues, que “no se trata de tener un comportamiento asistencialista hacia los pobres, como suele suceder”, sino que se necesita “hacer un esfuerzo para que a nadie le falte lo necesario”. “No es el activismo lo que salva, sino la atención sincera y generosa que permite acercarse a un pobre como a un hermano que tiende la mano para que yo me despierte del letargo en el que he caído”, explica. Y acrecienta: 

Es urgente encontrar nuevos caminos que puedan ir más allá del marco de aquellas políticas sociales «concebidas como una política hacia los pobres, pero nunca con los pobres, nunca de los pobres y mucho menos inserta en un proyecto que reunifique a los pueblos» (Carta enc. Fratelli tutti, 169). En cambio, es necesario tender a asumir la actitud del Apóstol que podía escribir a los corintios: «No se trata de que ustedes sufran necesidad para que otros vivan en la abundancia, sino de que haya igualdad» (2 Co 8,13).

La pobreza que libera y enriquece y la que “humilla y mata”

Es necesario aprender que “no estamos en el mundo para sobrevivir, sino para que a todos se les permita tener una vida digna y feliz”. Jesús, dice Francisco “nos muestra el camino y nos hace descubrir que hay una pobreza que humilla y mata, y hay otra pobreza, la suya, que nos libera y nos hace felices”. La que mata “es la miseria, hija de la injusticia, la explotación, la violencia y la injusta distribución de los recursos”. “Es una pobreza desesperada, sin futuro, porque la impone la cultura del descarte que no ofrece perspectivas ni salidas”. Se trata de “la miseria” que, “mientras constriñe a la condición de extrema pobreza, también afecta la dimensión espiritual que, aunque a menudo sea descuidada, no por esto no existe o no cuenta”. 

Cuando la única ley es la del cálculo de las ganancias al final del día, entonces ya no hay freno para pasar a la lógica de la explotación de las personas: los demás son sólo medios. No existen más salarios justos, horas de trabajo justas, y se crean nuevas formas de esclavitud, sufridas por personas que no tienen otra alternativa y deben aceptar esta venenosa injusticia con tal de obtener lo mínimo para su sustento.

La que libera, en cambio, es que permite centrarse “en lo esencial”, explica el Santo Padre. De hecho, existe esa “sensación de insatisfacción” que muchos experimentan, “porque sienten que les falta algo importante y van en su búsqueda como errantes sin una meta”. Así, esas personas deseosas de encontrar lo que pueda satisfacerlos, “tienen necesidad de orientarse hacia los pequeños, los débiles, los pobres para comprender finalmente aquello de lo que verdaderamente tenían necesidad”. 

El encuentro con los pobres permite poner fin a tantas angustias y miedos inconsistentes, para llegar a lo que realmente importa en la vida y que nadie nos puede robar: el amor verdadero y gratuito. Los pobres, en realidad, antes que ser objeto de nuestra limosna, son sujetos que nos ayudan a liberarnos de las ataduras de la inquietud y la superficialidad.

Seguir el camino de Jesús

El Papa Francisco vuelve sobre las riquezas de las que habla Pablo, que tenemos “gracias a la pobreza” y las menciona: son el conocimiento de la piedad, la purificación de los pecados, la justicia, la santificación y otras mil cosas buenas que nos han sido dadas ahora y siempre. 

Si queremos que la vida venza a la muerte y la dignidad sea rescatada de la injusticia, el camino es el suyo: es seguir la pobreza de Jesucristo, compartiendo la vida por amor, partiendo el pan de la propia existencia con los hermanos y hermanas, empezando por los más pequeños, los que carecen de lo necesario, para que se cree la igualdad, se libere a los pobres de la miseria y a los ricos de la vanidad, ambos sin esperanza.

Recordando, por último, a San Charles de Foucald, “un hombre que, nacido rico, renunció a todo para seguir a Jesús y hacerse con Él pobre y hermano de todos”, el Santo Padre concluye el mensaje con la esperanza de que la próxima Jornada Mundial de los Pobres “se convierta en una oportunidad de gracia, para hacer un examen de conciencia personal y comunitario, y preguntarnos si la pobreza de Jesucristo es nuestra fiel compañera de vida”.

Lea aquí el mensaje completo de Su Santidad. 

 

ORACIONES VOCALES

— Necesidad.

— Oraciones vocales habituales.

— Atención al rezarlas. Luchar contra la rutina y las distracciones.

I. Y al orar no empleéis muchas palabras, como los gentiles, que se figuran que por su locuacidad van a ser escuchados, nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa1. Quiere apartar a sus discípulos de la visión equivocada de muchos judíos de su tiempo, quienes pensaban que son necesarias largas oraciones vocales para que Dios las escuche; y les enseña a tratar a Dios con la sencillez con que un hijo habla con su padre. La oración vocal es muy agradable a Dios, pero ha de ser verdadera oración: las palabras han de expresar el sentir del corazón. No basta recitar meras fórmulas, pues Dios no quiere un culto solo externo, quiere nuestra intimidad2.

La oración vocal es un medio sencillo y eficaz, imprescindible, adecuado a nuestro modo de ser, para mantener la presencia de Dios durante el día, para manifestar nuestro amor y nuestras necesidades. Como leemos en el mismo Evangelio de la Misa, Nuestro Señor quiso dejarnos la oración vocal por excelencia, el Padrenuestro, en la que, en pocas palabras, compendia todo lo que el hombre puede pedir a Dios3. A lo largo de los siglos ha subido hasta Dios esta oración, llenando de esperanza y de consuelo a innumerables almas, en las situaciones y momentos más dispares.

Descuidar la oración vocal significaría un gran empobrecimiento de la vida espiritual. Por el contrario, cuando se aprecian estas oraciones, a veces muy cortas pero llenas de amor, se facilita mucho el camino de la contemplación de Dios en medio del trabajo o en la calle. «Empezamos con oraciones vocales, que muchos hemos repetido de niños: son frases ardientes y sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre, que es Madre nuestra. Todavía, por las mañanas y por las tardes, no un día, habitualmente, renuevo aquel ofrecimiento que me enseñaron mis padres: ¡oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me ofrezco enteramente a Vos. Y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón... ¿No es esto –de alguna manera– un principio de contemplación, demostración evidente de confiado abandono? (...).

»Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra..., hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres...: y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio»4. Y Santa Teresa, como todos los santos, sabía bien de este camino asequible a todos para llegar hasta el Señor: «Sé –afirmaba la Santa– que muchas personas, rezando vocalmente (...), las levanta Dios, sin saber ellas cómo, a subida contemplación»5.

Pensemos hoy nosotros en el interés que ponemos en nuestras oraciones vocales, en su frecuencia a lo largo del día, en las pausas necesarias para que aquello que decimos al Señor no sean «meras palabras que vienen unas en pos de otras»6. Meditemos en la necesidad del pequeño esfuerzo que hemos de poner para alejar de nuestras oraciones la rutina, que bien pronto significaría la muerte de la verdadera devoción, del verdadero amor. Procuremos que cada jaculatoria, cada oración vocal sea un acto de amor.

II. El secreto de la fecundidad de los buenos cristianos está en su oración, en que rezan mucho y bien. De la oración –mental y vocal– sacamos fuerzas para la abnegación y el sacrificio, y para superar y ofrecer a Dios el cansancio en el trabajo, para ser fieles en los pequeños actos heroicos de cada día... Se ha dicho que la oración es como el alimento y la respiración del alma, porque nos pone en relación íntima con Dios y nos empuja a conocerle mejor y amarle más. La piedad auténtica es esa actitud estable que permite al cristiano valorar desde Dios el trajín diario, donde encuentra ocasión para el ejercicio de las virtudes, el ofrecimiento de la obra acabada, la pequeña mortificación... Sin darnos apenas cuenta estamos «metidos en Dios», y entonces estamos orando también con el ejercicio de nuestro trabajo sin chapuzas, aunque en esos momentos no realicemos actos expresos de oración. Una mirada al crucifijo o a una imagen de Nuestra Señora, una jaculatoria, una breve oración vocal, ayudan entonces a mantener «ese modo estable de ser del alma», y así nos es posible orar sin interrupción7, el orar siempre que nos pide el Señor8. Hay muchos momentos en los que debemos concentrarnos en el trabajo y la cabeza no nos permite pensar a la vez en Dios y en lo que hacemos. Sin embargo, si mantenemos esa disposición habitual del alma, esa unión con Dios, al menos ese ánimo de hacerlo todo por el Señor, estamos orando sin interrupción...

Lo mismo que el cuerpo necesita ser alimentado y los pulmones respirar aire puro, así necesita dirigirse el alma hacia el Señor. «El corazón se desahogará habitualmente con palabras, en esas oraciones vocales que nos ha enseñado el mismo Dios, Padre nuestro, o sus ángeles, Ave María. Otras veces utilizaremos oraciones acrisoladas por el tiempo, en las que se ha vertido la piedad de millones de hermanos en la fe: las de la liturgia –lex orandi–, las que han nacido de la pasión de un corazón enamorado, como tantas antífonas marianas: Sub tuum praesidium..., Memorare..., Salve Regina...»9. Muchas de estas oraciones vocales (el Bendita sea tu pureza, el Adoro te devote, que podemos rezar los jueves, adorando al Señor en la Eucaristía...) fueron compuestas por hombres y mujeres –conocidos o no– con mucho amor a Dios y fueron guardadas en el seno de la Iglesia como piedras preciosas para que las utilicemos nosotros. Quizá tienen para muchos el candor de aquellas enseñanzas fundamentales para la vida que aprendieron de sus madres. Son una parte muy importante del bagaje espiritual que poseemos para enfrentarnos con todo tipo de dificultades.

La oración vocal es sobreabundancia de amor, y por eso es lógico que sea muy frecuente desde que iniciamos la jornada hasta que dedicamos a Dios nuestro último pensamiento antes del descanso diario. Y saldrá a nuestros labios –quizá «sin ruido de palabras»– en los momentos más inesperados. «Acostúmbrate a rezar oraciones vocales, por la mañana, al vestirte, como los niños pequeños. —Y tendrás más presencia de Dios luego, durante la jornada»10.

III. Del Patriarca Enoc nos dice la Sagrada Escritura que anduvo siempre en la presencia de Dios11, que le tuvo presente en sus alegrías, en sus fatigas y en sus trabajos. «¡Ojalá nos ocurriera a nosotros algo parecido! ¡Ojalá pudiéramos andar por esos mundos con Dios a nuestro lado! Tan junto a Él, sintiendo tan vivamente su presencia, que compartiéramos todo con Él. Recibiríamos entonces todo de su mano, cada rayo de sol, cada sombra de incertidumbre que pasara por nuestra vida; aceptaríamos con gratitud consciente todo lo que nos mandase, obedeciendo así al más ligero soplo de su llamada»12. Pero, con frecuencia, el verdadero centro de referencia no es, por desgracia, el Señor, sino nosotros mismos. De ahí la necesidad de ese empeño continuo por estar metidos en Dios, «atentos» a sus más leves insinuaciones, evitando estar ensimismados en nuestras cosas; en todo caso, teniéndolas presentes en la medida en que hacen referencia a Dios: porque hacemos el bien con ellas, porque las hemos ofrecido...

Las oraciones vocales son un gran medio para tener a Dios presente en nuestros quehaceres a lo largo del día. Para eso es necesario poner atención en lo que le decimos al Señor. Y tendremos que luchar a veces en detalles muy pequeños pero necesarios: en pronunciar claramente, con pausa, en huir de la rutina. Ha de haber tiempo también para la consideración, de modo que llegue, en cierta manera, a ser una verdadera oración mental, aunque no podamos evitar del todo las distracciones.

Sin una gracia especial de Dios no es posible mantener una atención continua y perfecta al sentido y significado de las palabras. A veces, la atención estará referida particularmente al modo como se pronuncia; en otros momentos se mira a la persona a quien se habla. Pero hay ocasiones en que, por circunstancias personales o de ambiente, no se puede prestar de modo conveniente ninguna de estas tres formas de atención. Es entonces necesario poner al menos un cuidado externo, que consiste en rechazar cualquier actividad exterior que por su misma naturaleza impida la atención interior. Algunos trabajos manuales, por ejemplo, no impiden tener la cabeza en otra cosa; como la madre de familia, que reza el Rosario en casa mientras limpia o mientras está más o menos pendiente de los hijos pequeños, aunque se distraiga en algún instante, mantiene al menos esa atención interior, cosa que no sería posible si quisiera a la vez ver la televisión. De todos modos, hemos de organizar nuestro plan de vida de modo que, siempre que sea posible, el tiempo que dedicamos a algunas oraciones vocales como el Ángelus o el Rosario sea un rato en que podamos concentrarnos bien. Por otra parte, las simples distracciones involuntarias son imperfecciones que el Señor disculpa cuando nos ve poner empeño en rezar.

Junto a las oraciones vocales, el alma necesita el alimento diario de la oración mental. «Gracias a esos ratos de meditación, a las oraciones vocales, a las jaculatorias, sabremos convertir nuestra jornada, con naturalidad y sin espectáculo, en una alabanza continua a Dios. Nos mantendremos en su presencia, como los enamorados dirigen continuamente su pensamiento a la persona que aman, y todas nuestras acciones –aun las más pequeñas– se llenarán de eficacia espiritual»13. El Señor las mirará con complacencia y las bendecirá.

1 Mt 6, 7-15. — 2 San Cipriano, Tratado sobre el Padrenuestro. Liturgia de las Horas, Domingo XI ordinario, Segunda lectura. — 3 Cfr. San Agustín, Sermón 56. — 4 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 296. — 5 Santa Teresa, Camino de perfección, 30, 7. — 6 R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, vol. I, p. 506. — 7 1 Tes 5, 17. — 8 Lc 18, 1.  9 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 119. — 10 ídem, Camino, n. 553. — 11 Cfr. Gen 5, 21. — 12 R. A. Knox, Ejercicios para seglares, Rialp, Madrid 1956, p. 41. — 13 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 119.

 

 

Evangelio del jueves: la oración esencial

Comentario del jueves de la 11 semana del tiempo ordinario. “Vosotros, en cambio, orad así: Padre nuestro”. En la oración del Señor encontramos la esencia de nuestro diálogo con Dios, y aprendemos una y otra vez que rezar es hablar con Dios.

16/06/2022

Evangelio (Mt 6,7-15)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados. Así pues, no seáis como ellos, porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis. Vosotros, en cambio, orad así:

Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra; danos hoy nuestro pan cotidiano; y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos pongas en tentación, sino líbranos del mal.

Porque si les perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados”.


Comentario

El evangelista Mateo pone la formulación del Padrenuestro dentro de las muchas enseñanzas contenidas en el discurso de la montaña. Por otros relatos sabemos que los discípulos en una ocasión preguntaron a Jesús cómo se rezaba, tal vez por haber visto muchas veces al Maestro rezando a solas.

Y Jesús les explica que para rezar no hacen falta muchas palabras, basta con decir “Padre nuestro”. Porque la oración es típica de los hijos, que aman y se dirigen a sus padres con sencillez. En otro momento fundamental de su vida, en el Getsemaní, Jesús se dirige al Padre con el término más familiar “Abbá”, “papá”.

La maravillosa oración del Padrenuestro nos ofrece las palabras correctas en cada momento de nuestra vida. Las primeras frases son un reconocimiento de la grandeza y bondad de nuestro Padre: sea santificado tu nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad. Alabar a Dios es nuestra primera tarea en la vida: dar gloria a Dios con la vida entera, con el ejercicio de nuestra libertad en el amor. Y luego pedir: el pan cotidiano de una vida digna, del trabajo, pero también el Pan del Cielo que es la Eucaristía, y la fuerza de comprender y perdonar, que aprendemos de la misericordia de Dios, y ayuda en la lucha, para enfrentarnos a las tentaciones.

El Padre nuestro es la oración por excelencia. En ella pedimos siete cosas, el número de la perfección y en el orden en que deben ser pedidas, como recuerda Santo Tomás de Aquino.

Pocas son las cosas que pedimos y de algún modo eso es todo lo necesario que debe pedirse. Y además Dios sabe lo que necesitamos antes de que se lo pidamos.

 

“Trabaja con alegría”

Si afirmas que quieres imitar a Cristo..., y te sobra tiempo, andas por caminos de tibieza. (Forja, 701)

16 de junio

Las tareas profesionales –también el trabajo del hogar es una profesión de primer orden– son testimonio de la dignidad de la criatura humana; ocasión de desarrollo de la propia personalidad; vínculo de unión con los demás; fuente de recursos; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que vivimos, y de fomentar el progreso de la humanidad entera...

–Para un cristiano, estas perspectivas se alargan y se amplían aún más, porque el trabajo –asumido por Cristo como realidad redimida y redentora– se convierte en medio y en camino de santidad, en concreta tarea santificable y santificadora. (Forja, 702)

Trabaja con alegría, con paz, con presencia de Dios.

–De esta manera realizarás tu tarea, además, con sentido común: llegarás hasta el final aunque te rinda el cansancio, la acabarás bien..., y tus obras agradarán a Dios. (Forja, 744)

Debes mantener –a lo largo de la jornada– una constante conversación con el Señor, que se alimente también de las mismas incidencias de tu tarea profesional.

–Vete con el pensamiento al Sagrario..., y ofrécele al Señor la labor que tengas entre manos. (Forja, 745)

 

Mensaje del Prelado (14 junio 2022)

Con motivo de la conclusión del Año de la Familia, el prelado del Opus Dei reflexiona sobre la importancia de la institución familiar en la Iglesia y en la sociedad.

14/06/2022

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

El próximo 26 de junio concluirá el Año de la Familia convocado por el Papa Francisco, que ha invitado a reflexionar sobre la importancia de la institución familiar en la Iglesia y en toda la sociedad.

La familia es el primer ambiente donde uno es consciente de ser amado por lo que es y aprende a amar en relación con los demás. Todas las familias tienen sus fortalezas y sus debilidades, sus momentos buenos y sus dificultades. Pero siempre el Señor nos llama a mirar a cada uno con agradecimiento y con amor. Querer a los demás tal como son –con sus virtudes y defectos– nos llevará a tener un corazón en sintonía con el de Jesús. Como explica san Josemaría: «El corazón humano tiene un coeficiente de dilatación enorme. Cuando ama, se ensancha en un crescendo de cariño que supera todas las barreras. Si amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón» (Vía Crucis, VIII estación, n.5).

Son muchos los desafíos que se presentan ante quienes comienzan a desarrollar un proyecto familiar con sentido cristiano. Entre estos, se encuentra la conciliación de los deberes familiares con el trabajo, las relaciones sociales, el descanso… Por eso, es muy bueno que sean acompañados desde el inicio del camino matrimonial. Os animo a potenciar las actividades e iniciativas en esta línea, sabiendo que tienen un efecto multiplicador. «¡Qué importante es que los jóvenes vean con sus propios ojos el amor de Cristo vivo y presente en el amor de los matrimonios, que testimonian con su vida concreta que el amor para siempre es posible!» (Francisco, Videomensaje, 9-VI-2021).

Encomendamos a Jesús, María y José los frutos de este Año de la Familia que ahora termina; a ellos les pedimos que todos los hogares cristianos sean reflejo de la casa de Nazaret.

Con todo cariño os bendice

vuestro Padre

Fernando Ocáriz

Roma, 14 de junio de 2022

 

«Que los ancianos cultiven la responsabilidad de servir»

El Papa Francisco ha continuado el ciclo de catequesis dedicado a la ancianidad, subrayando la sabiduría que aportan los años y ha vuelto ha hablar de “la cultura del descarte” que excluye a los ancianos de la comunidad.

Queridos hermanos y hermanas.

Hemos escuchado la sencilla y conmovedora historia de la sanación de la suegra de Simón —que todavía no era llamado Pedro— en la versión del evangelio de Marcos. 

El breve episodio es narrado con ligeras pero sugerentes variaciones también en los otros dos evangelios sinópticos. «La suegra de Simón estaba en la cama con fiebre», escribe Marcos. No sabemos si se trataba de una enfermedad leve, pero en la vejez también una simple fiebre puede ser peligrosa. 

Cuando eres anciano, ya no mandas sobre tu cuerpo. Es necesario aprender a elegir qué hacer y qué no hacer. El vigor del cuerpo falla y nos abandona, aunque nuestro corazón no deja de desear. Por eso es necesario aprender a purificar el deseo: tener paciencia, elegir qué pedir al cuerpo y a la vida. Cuando somos viejos no podemos hacer lo mismo que hacíamos cuando éramos jóvenes: el cuerpo tiene otro ritmo, y debemos escuchar el cuerpo y aceptar los límites. Todos los tenemos. También yo tengo que ir ahora con el bastón.

La enfermedad pesa sobre los ancianos de una manera diferente y nueva que cuando uno es joven o adulto. Es como un golpe duro que se abate en un momento ya difícil. 

La enfermedad del anciano parece acelerar la muerte y en todo caso disminuir ese tiempo de vida que ya consideramos breve. Se insinúa la duda de que no nos recuperaremos, de que “esta vez será la última que me enferme…”, y así: vienen estas ideas… No se logra soñar la esperanza en un futuro que aparece ya inexistente. 

Un famoso escritor italiano, Italo Calvino, notaba la amargura de los ancianos que sufren perder las cosas de antes, más de lo que disfrutan la llegada de las nuevas. Pero la escena evangélica que hemos escuchado nos ayuda a esperar y nos ofrece ya una primera enseñanza: Jesús no va solo a visitar a esa anciana mujer enferma, va con los discípulos. Y esto nos hace pensar un poco.

Es precisamente la comunidad cristiana que debe cuidar de los ancianos: parientes y amigos, pero la comunidad. La visita a los ancianos debe ser hecha por muchos, juntos y con frecuencia. Nunca debemos olvidar estas tres líneas del Evangelio. 

Sobre todo hoy que el número de los ancianos ha crecido considerablemente, también en proporción a los jóvenes, porque estamos en este invierno demográfico, se tienen menos hijos y hay muchos ancianos y pocos jóvenes. 

Debemos sentir la responsabilidad de visitar a los ancianos que a menudo están solos y presentarlos al Señor con nuestra oración. El mismo Jesús nos enseñará a amarlos. «Una sociedad es verdaderamente acogedora de la vida cuando reconoce que ella es valiosa también en la ancianidad, en la discapacidad, en la enfermedad grave e, incluso, cuando se está extinguiendo» (Mensaje a la Pontificia Academia por la Vida, 19 de febrero de 2014). 

La vida siempre es valiosa. Jesús, cuando ve a la anciana mujer enferma, la toma de la mano y la sana: el mismo gesto que hace para resucitar esa joven que había muerto, la toma de la mano y hace que se levante, la sana poniéndola de nuevo de pie. Jesús, con este gesto tierno de amor, da la primera lección a los discípulos: la salvación se anuncia o, mejor, se comunica a través de la atención a esa persona enferma; y la fe de esa mujer resplandece en la gratitud por la ternura de Dios que se inclinó hacia ella. 

Vuelvo a un tema que he repetido en estas catequesis: esta cultura del descarte parece cancelar a los ancianos. De acuerdo, no los mata, pero socialmente los cancela, como si fueran un peso que llevar adelante: es mejor esconderlos. Esto es una traición de la propia humanidad, esta es la cosa más fea, esto es seleccionar la vida según la utilidad, según la juventud y no con la vida como es, con la sabiduría de los viejos, con los límites de los viejos. 

Los viejos tienen mucho que darnos: está la sabiduría de la vida. Mucho que enseñarnos: por esto nosotros debemos enseñar también a los niños que cuiden a los abuelos y vayan donde ellos. El diálogo jóvenes-abuelos, niños-abuelos es fundamental para la sociedad, es fundamental para la Iglesia, es fundamental para la sanidad de la vida. Donde no hay diálogo entre jóvenes y viejos falta algo y crece una generación sin pasado, es decir sin raíces.

Si la primera lección la dio Jesús, la segunda nos la da la anciana mujer, que “se levantó y se puso a servirles”. También como ancianos se puede, es más, se debe servir a la comunidad. Está bien que los ancianos cultiven todavía la responsabilidad de servir, venciendo a la tentación de ponerse a un lado. 

El Señor no los descarta, al contrario, les dona de nuevo la fuerza para servir. Y me gusta señalar que no hay un énfasis especial en la historia por parte de los evangelistas: es la normalidad del seguimiento, que los discípulos aprenderán, en todo su significado, a lo largo del camino de formación que vivirán en la escuela de Jesús. 

Los ancianos que conservan la disposición para la sanación, el consuelo, la intercesión por sus hermanos y hermanas —sean discípulos, sean centuriones, personas molestadas por espíritus malignos, personas descartadas… —, son quizá el testimonio más elevado de pureza de esta gratitud que acompaña la fe. 

Si los ancianos, en vez de ser descartados y apartados de la escena de los eventos que marcan la vida de la comunidad, fueran puestos en el centro de la atención colectiva, se verían animados a ejercer el valioso ministerio de la gratitud hacia Dios, que no se olvida de nadie. 

La gratitud de las personas ancianas por los dones recibidos de Dios en su vida, así como nos enseña la suegra de Pedro, devuelve a la comunidad la alegría de la convivencia, y confiere a la fe de los discípulos el rasgo esencial de su destino.

Pero tenemos que entender bien que el espíritu de la intercesión y del servicio, que Jesús prescribe a todos sus discípulos, no es simplemente una cosa de mujeres: en las palabras y en los gestos de Jesús no hay ni rastro de esta limitación. 

El servicio evangélico de la gratitud por la ternura de Dios no se escribe de ninguna manera en la gramática del hombre amo y de la mujer sierva. Es más, las mujeres, sobre la gratitud y sobre la ternura de la fe, pueden enseñar a los hombres cosas que a ellos les cuesta más comprender. 

La suegra de Pedro, antes de que los apóstoles lo entendieran, a lo largo del camino del seguimiento de Jesús, les mostró el camino también a ellos. Y la delicadeza especial de Jesús, que le “tocó la mano” y se “inclinó delicadamente” hacia ella, dejó claro, desde el principio, su sensibilidad especial hacia los débiles y los enfermos, que el Hijo de Dios ciertamente había aprendido de su Madre. 

Por favor, hagamos que los viejos, que los abuelos, las abuelas estén cerca de los niños, de los jóvenes, para transmitir esta memoria de la vida, para transmitir esta experiencia de la vida, esta sabiduría de la vida. En la medida en que nosotros hacemos que los jóvenes y los viejos se conecten, en esta medida habrá más esperanza para el futuro de nuestra sociedad.

 

 

Muy humanos, muy divinos (XIV): Para dar luz, palabras verdaderas

Jesús y los primeros discípulos demostraron un gran amor a la verdad, con la seguridad de quien transmite una noticia que llena la vida de alegría.

10/06/2022

«Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño» (Jn 1,47). El elogio que Jesús hizo de Natanael podían también aplicárselo a él todos los que le escuchaban. El Maestro pronunciaba solo palabras verdaderas, y vivía profundamente de acuerdo con ellas. En las palabras de Jesús se manifiesta siempre el deseo ardiente de darnos lo mejor que tiene. Y ese amor hace que lo que dice sea siempre transparente, orientado a entregarnos su verdad y su misericordia. Por eso, entonces como ahora, su vida y su testimonio deslumbran, aunque a veces también asusten o desestabilicen.
 

Sin miedo a la verdad

Un momento en el que se percibe claramente este talante del Maestro es el capítulo sexto de san Juan. Poco después de haber dejado a la multitud sorprendida con la multiplicación de unos pocos panes y peces, de los que todos comen hasta saciarse, lo vemos decidido a revelar una verdad importante. Jesús sabe bien que a aquellos miles que lo han seguido hasta allí les va a costar mucho comprenderla. Pero no se va a ahorrar ninguna palabra, ni aliviará el mensaje para hacerlo más aceptable: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna» (Jn 6,54). Casi todos se despiden de él, precisamente por lo desconcertante de sus palabras: «Crudo es este lenguaje ¿quién puede aceptarlo?» (Jn 6,60).

Se podría decir, con lenguaje de red social, que en este momento su exceso de audacia le ha llevado a perder más de cinco mil seguidores. Para el Maestro, sin embargo, este fracaso es solo efímero y aparente: ni lo detiene ni lo condiciona… Tanto es así que, al descubrir el desánimo y el desengaño en los rostros de los doce, les pregunta también: «Y vosotros… ¿también queréis iros?» (Jn 6,67). Paradójicamente, para quedarse con nosotros, Jesús prefiere pagar el precio de la soledad: no está dispuesto, por asegurar un éxito pasajero, a dejar de alimentarnos y amarnos con el pan eucarístico a través de los siglos. Para Jesús, como para su Iglesia, la verdad es el amor por nosotros. Sabe que es decisivo manifestarse de modo auténtico, para que «todos los hombres se salven, es decir, que lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4). Y la verdad muchas veces duele. «La verdad no es en absoluto barata. Es exigente, y quema», decía una vez Joseph Ratzinger. «El mensaje de Jesús también incluye el desafío que encontramos en esa pugna con sus contemporáneos (…). Quien no quiera dejarse quemar, quien no esté dispuesto a ello, tampoco se acercará a Él»[1].

Jesús dice lo que tiene que decir, como tiene que decirlo, cuando tiene que decirlo. Unos días antes de ser condenado a muerte por aquellos mismos que le están escuchando en el Templo de Jerusalén, después de haberlos acusado ante el pueblo como «guías ciegos, hipócritas, (…) sepulcros blanqueados» (Mt 23,27), los increpa así, también públicamente: «¡Serpientes! ¡Raza de víboras! ¿Cómo vais a escapar del castigo del infierno?» (Mt 23,33). Son palabras que nos pueden impresionar. Jesús no habla tan duramente con quienes están en el error, o con los pecadores… sino más bien con quienes, creyéndose justos, impiden que los demás se acerquen a Dios (Mt 23,13). Sabe perfectamente que sus palabras azuzan la antipatía de quienes ya piensan en darle muerte. Pero eso no le importa. Ni siquiera le frena el temor de que sus discípulos se puedan convertir en víctimas indirectas de su encendido discurso... Porque el amor a la verdad y a los hombres está por encima de la vida terrena. San Josemaría sintetiza muy bien esta actitud de Jesús: «no tengas miedo a la verdad, aunque la verdad te acarree la muerte»[2]. Con esas palabras ásperas y crudas que dirige a los fariseos, Jesús está defendiendo del error y de la mentira al pequeño rebaño que con el correr de los años —Él ya lo sabe— sufrirá también el martirio por amor a Dios y por defender esa misma verdad. Porque la verdad es la primera y la última palabra amorosa de los mártires cristianos.

Son muchos los pasajes de la vida del Señor en los que prevalece ese amor a la verdad. Como Él mismo afirma en su juicio ante Pilatos, «Yo para esto he nacido y he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad» (cfr. Jn 18,37). Y también los cristianos hemos sido bautizados y confirmados para ser testigos de aquel que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6), ante los intentos de someter la realidad a cálculos, intereses o ideologías. Testigos: eso significa la palabra mártir. Aunque Dios no llame a todos los cristianos a verter su sangre por la fe, sí espera que estemos dispuestos a dejarnos la vida, gota a gota, por esa misma fe; a ser «mártires sin espectáculo», como quien «gasta sus años trabajando sin otra mira que servir a la Iglesia y a las almas, y envejece sonriendo, y pasa inadvertido...»[3]. Porque, a fin de cuentas, «la existencia temporal —tanto de las personas como de la sociedad— sólo es importante precisamente como etapa hacia la eternidad. Por eso la vida terrena es solo relativamente importante, y no es un bien absoluto. Lo que importa absolutamente es que seas feliz, que te salves»[4].

No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto

¡Qué bello reflejo de la actitud valiente de Jesucristo contemplamos en sus primeros discípulos! Tras el fuego de Pentecostés, asombra escuchar la predicación de los apóstoles, que hablan ya sin miedo. Así lo han aprendido del Maestro. En el libro de los Hechos de los Apóstoles, vemos a Pedro y a Juan llevados presos ante el Sanedrín por exponer públicamente la verdad de la resurrección de nuestro Señor, y para dar explicaciones sobre la curación de un hombre cojo. Tras una noche en prisión, son sometidos a un interrogatorio, al que también asiste ese hombre sanado. Los ancianos y escribas les preguntan: «¿Con qué poder, o con ayuda de quién hacéis esto vosotros?» (Hch 4,7). La respuesta de Pedro es taxativa. Ya no queda ni medio asomo de la cobardía que le llevó a mentir y a negar al Señor durante la oscura noche de la pasión: «Que os quede claro a todos vosotros y a todo el pueblo de Israel: por el Nombre de Jesucristo el Nazareno, al que vosotros crucificasteis, al que Dios despertó de entre los muertos, gracias a él se presenta sano este ante vosotros» (Hch 4,10). La libertad con la que hablan Pedro y Juan los deja estupefactos. No saben qué hacer, salvo ordenarles no volver a enseñar ni a hacer nada en el Nombre de Jesús. La respuesta de Pedro y Juan pone en evidencia la arbitrariedad de lo que les están pidiendo: «Juzgad si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros más que a Dios; porque nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4,19-20).

Estos ejemplos de la vida de Jesús y de los primeros discípulos nos proporcionan la medida adecuada de nuestro comportamiento a la hora de proclamar la verdad de Jesucristo. Una falsa prudencia podría llevarnos a fabricar discursos complacientes, o a callar cuando debemos hablar. Desde luego, evangelizar no significa entrar siempre al conflicto, pero tampoco puede consistir en evitarlo permanentemente, haciendo compromisos con la verdad. En este sentido, escribía san Josemaría: «¿Contemporizar? —Es palabra que solo se encuentra —¡hay que contemporizar!— en el léxico de los que no tienen gana de lucha —comodones, cucos o cobardes—, porque de antemano se saben vencidos»[5]. A la vez, sería también demasiado cómodo pensar que la fe se puede transmitir sin plantearse la solidez de nuestro discurso, o sin atender a los problemas, los anhelos y la sensibilidad de cada momento, de cada persona.

En todo caso, cuando un cristiano quiere vivir de acuerdo con su identidad, a veces tendrá que sobreponerse al miedo al ridículo, al «qué dirán». Hoy quizá sea menos frecuente que los discípulos de Jesús acaben entre los leones o en una celda, como sucedió a Pedro y Juan y a tantos santos que nos han precedido en la custodia y testimonio de la fe. Puede suceder, sin embargo, que nuestra imagen pública se resienta, o incluso que seamos perseguidos a causa de nuestra defensa de la dignidad humana y de la libertad de las conciencias, que se encuentran en la base del ejercicio de la fe, del respeto de la vida, y de tantas otras realidades irrenunciables.

La vida de los cristianos, escribe san Josemaría, no es «antinada»: es «afirmación, optimismo, juventud, alegría y paz»[6]. Pero precisamente por eso debemos tener «la valentía de vivir pública y constantemente conforme a nuestra santa fe»[7]: no podemos permitir que pierda fuerza en nuestras vidas el amor a Dios y a la verdad, porque sin ese amor y esa verdad no tendríamos ya nada que anunciar al mundo. Junto a eso, es importante buscar la manera de hacer el mayor bien posible en cada situación, teniendo en cuenta que la transmisión de la verdad no depende solo de que digamos las cosas, sino también de que quienes nos oyen entiendan. También Jesús a veces optó por callarse (Cfr. Lc 4,28-30; Mt 26,63); y, si muchas veces hablaba sin rodeos, siempre buscaba el modo de hacerse entender por unos y otros. En ese sentido, sucederá que a veces sea contraproducente insistir en una idea, y convenga en cambio esperar a otra ocasión, o repensar nuestras razones; y también, como parte de ese trabajo, tendremos que esforzarnos por comprender las razones de los demás, que muchas veces nos podrán dar luces para entender mejor nuestra fe y las carencias de nuestro discurso.

En su primera carta, la que podríamos llamar la primera encíclica de la historia, san Pedro presenta en pocos trazos todo este programa apostólico: «Glorificad a Cristo en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza; pero con mansedumbre y respeto, y teniendo limpia la conciencia, para que quienes calumnian vuestra buena conducta en Cristo, queden confundidos en aquello que os critican» (1 Pe 3,15-16).

En los areópagos de nuestro siglo

El desafío de evangelizar no solo exige valentía, sino también preparación intelectual y teológica —la que cada uno pueda obtener—, don de lenguas y empatía con la cultura contemporánea, que es la nuestra. Ver al propio san Pablo en Atenas puede ayudarnos a entender cómo manifestarnos en los areópagos de nuestro siglo (cfr. Hch 17,16ss). Primero observamos a un Pablo que se consumía en su interior al observar una ciudad entregada a la idolatría. Sin embargo, su ardor no le lleva a hablar con amargura, o de malos modos[8]. Explora el terreno y escucha: primero a sus hermanos judíos en la sinagoga y, después, en la calle, a los filósofos epicúreos y estoicos, con los que entabla conversación y manifiesta sus ideas sobre Dios y sobre la vida. Además de contemplar con interés la arquitectura de la ciudad, san Pablo demuestra un buen conocimiento de su literatura; eso le permite adaptar su mensaje a aquel auditorio que ha mostrado curiosidad por sus palabras. San Pablo conforma su predicación a este auditorio, de por sí difícil, pero ni degrada ni atenúa el evangelio. El discurso que pronuncia en el Areópago permanece como un modelo, que vale la pena releer de vez en cuando.

En un primer momento, san Pablo alaba la belleza de un altar construido al Dios desconocido, que ha descubierto paseando por la ciudad. Esa referencia cultural lo acerca a sus interlocutores y le permite hablar sobre ese Dios misterioso, al que él dice conocer. Con diversas referencias literarias de los poetas griegos, san Pablo dirige empáticamente el discurso hacia la verdad que quiere transmitir: que todos somos criaturas de ese Dios desconocido, porque él es el Creador y el Señor de todas las cosas. Les explica además cómo ese Dios se ha hecho presente entre nosotros, no a través de ídolos construidos por mano de hombre, sino encarnándose, y ofreciendo como prueba de su divinidad su resurrección entre los muertos…

San Pablo consigue hacer brillar con todo su resplandor la autenticidad del kerygma, el corazón de la fe, ante un pueblo culto y pagano. Es cierto que, como le sucedió al Señor en el discurso del Pan de vida, la mayor parte del auditorio abandona educadamente: «Otra vez te escucharemos sobre esto» (Hch 17,32).No todos los oídos están preparados para aceptar la palabra de Dios a la primera. Pero algunos se quedan: el relato añade que ese día abrazaron la fe Dionisio el Areopagita, una mujer llamada Dámaris y unos cuantos más. La valentía, la preparación intelectual y el don de gentes de Pablo, como el de tantos cristianos, es madera que permite al Espíritu Santo encender el fuego de Jesucristo en muchos corazones. Este pasaje de la vida de san Pablo, en fin, enseña mucho sobre cómo proceder en una cultura que a veces ha perdido hasta el mismo lenguaje para nombrar a Dios.

Todo para todos

Las palabras y la vida de un cristiano puedan resultar a veces escandalosas, no porque haga nada malo, sino por contraste con lo que se considera como socialmente aceptable. Ciertamente, su modo de vivir puede poner en evidencia, aun sin pretenderlo, la forma de vida de muchas personas: en sus relaciones afectivas, en ciertos hábitos profesionales, en modos de divertirse. Formas y hábitos que no solo reciben la aprobación del sentir común, sino que a veces se han convertido en derechos exigibles jurídicamente.

En este contexto, es factible que una persona se pueda sentir juzgada y despreciada en su corazón ante una afirmación como esta de san Pablo: «No os dejéis engañar: ni fornicarios, ni idólatras, ni afeminados, ni sodomitas, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni insultadores, ni saqueadores heredarán el reino de Dios» (1 Co 6,9). Estas palabras pudieron escandalizar a algunos de los corintios que las recibieron, y seguramente siguen haciéndolo hoy. Los cristianos vivimos de afirmación, y los modos de hablar pueden cambiar en función de los momentos o de los interlocutores; pero no podemos hacer como aquellos maestros que dicen lo que cada uno querría oír (2 Tm 4,4). Ya el profeta Isaías escribía «¡Ay de los que llaman bien al mal y mal al bien, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo! (Is 5,20).

A la vez, nuestro testimonio de la verdad no se puede reducir a la denuncia del mal: el Evangelio es ante todo anuncio del amor incondicional de Dios por cada uno. Las mismas palabras de san Pablo no se limitan a una enunciación condenatoria de vicios y pecados; tras esas líneas fuertes, añade: «Así erais algunos de vosotros: pero os lavasteis y fuisteis santificados y fuisteis justificados gracias al nombre de Jesucristo y gracias al Espíritu de nuestro Dios» (1 Co 6,10-11).

Quizá hoy más que nunca percibimos cómo «la tarea evangelizadora se mueve entre los límites del lenguaje y de las circunstancias. Procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda aportar cuando la perfección no es posible. Un corazón misionero sabe de esos límites y se hace “débil con los débiles […] todo para todos” (1 Co 9,22)»[9]. Quien vive de una profunda amistad con Dios y con los demás puede dejarse conquistar por la verdad y manifestarla libremente y con cariño, acompañando a los demás por un plano inclinado. Es verdad, «el santo, para la vida de tantos, es “incómodo”. Pero eso no significa que haya de ser insoportable. —Su celo nunca debe ser amargo; su corrección nunca debe ser hiriente; su ejemplo nunca debe ser una bofetada moral, arrogante, en la cara del prójimo»[10].

Hoy como ayer, para acceder a la misericordia de Dios es necesario golpearse el pecho y reconocerse pecador, cosa que requiere a veces un recorrido lento y paciente, primero en cada uno de nosotros… Qué importante es que, a lo largo de la vida, todos podamos tener al lado amigos que, a la vez que nos comprenden, nos iluminan con palabras verdaderas. Porque solo la verdad nos hace libres; solo ella puede liberarnos el corazón (cf. Jn 8,32), solo con ella viene realmente la alegría. Y eso es lo que significa evangelizar: «se trata siempre de hacer feliz, muy feliz, a la gente», porque «la Verdad es inseparable de la auténtica alegría»[11].

[1] J. Ratzinger, Dios y el mundo, Círculo de lectores, Barcelona 2011, 209-211.

[2] San Josemaría, Camino, n. 34.

[3] San Josemaría, Via Crucis, 7.4.

[4] San Josemaría, Cartas, VI.1973, n.12.

[5] Camino, n. 54.

[6] Forja, n. 103.

[7] San Josemaría, Surco, n. 46.

[8] Cfr. Camino, nn. 396 y 397.

[9] Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium, n. 44.

[10] Forja, n. 578.

[11] Surco, n. 185.

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Solemnidad del Corpus Christi

 

¿Por qué la fiesta de Corpus Christi?

La solemnidad del Corpus Christi tuvo origen en un contexto cultural e histórico determinado: nació con el objetivo de reafirmar abiertamente la fe del Pueblo de Dios en Jesucristo vivo y realmente presente en el santísimo sacramento de la Eucaristía”.

El Papa Benedicto XVI explica así la historia de esta fiesta, que remonta al siglo XIII

Santa Juliana de Cornillón tuvo una vision que “presentaba la luna en su pleno esplendor, con una franja oscura que la atravesaba diametralmente. El Señor le hizo comprender el significado de lo que se le había aparecido.

La luna simbolizaba la vida de la Iglesia sobre la tierra; la línea opaca representaba, en cambio, la ausencia de una fiesta litúrgica(…) en la que los creyentes pudieran adorar la Eucaristía para aumentar su fe, avanzar en la práctica de las virtudes y reparar las ofensas al Santísimo Sacramento (…).

La buena causa de la fiesta del Corpus Christi conquistó también a Santiago Pantaleón de Troyes, que había conocido a la santa durante su ministerio de archidiácono en Lieja. Fue precisamente él quien, al convertirse en Papa con el nombre de Urbano IV, en 1264 quiso instituir la solemnidad del Corpus Christi como fiesta de precepto para la Iglesia universal, el jueves sucesivo a Pentecostés.

Detalle del relicario donde se custodia el corporal con las huellas del milagro eucarístico acontecido el 1263 en Bolsena. Se encuentra en la catedral de Orvieto (Italia).

Hasta el fin del mundo

En la bula de institución, titulada Transiturus de hoc mundo (11 de agosto de 1264) el Papa Urbano alude con discreción también a las experiencias místicas de Juliana, avalando su autenticidad, y escribe:

«Aunque cada día se celebra solemnemente la Eucaristía, consideramos justo que, al menos una vez al año, se haga memoria de ella con mayor honor y solemnidad. De hecho, las otras cosas de las que hacemos memoria las aferramos con el espíritu y con la mente, pero no obtenemos por esto su presencia real.

En cambio, en esta conmemoración sacramental de Cristo, aunque bajo otra forma, Jesucristo está presente con nosotros en la propia sustancia. De hecho, cuando estaba a punto de subir al cielo dijo: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20)».

El Pontífice mismo quiso dar ejemplo, celebrando la solemnidad del Corpus Christi en Orvieto, ciudad en la que vivía entonces. Precisamente por orden suya, en la catedral de la ciudad se conservaba —y todavía se conserva— el célebre corporal con las huellas del milagro eucarístico acontecido el año anterior, en 1263, en Bolsena.

Un sacerdote, mientras consagraba el pan y el vino, fue asaltado por serias dudas sobre la presencia real del Cuerpo y la Sangre de Cristo en el sacramento de la Eucaristía. Milagrosamente algunas gotas de sangre comenzaron a brotar de la Hostia consagrada, confirmando de ese modo lo que nuestra fe profesa.

 

Textos que remueven

Urbano IV pidió a uno de los mayores teólogos de la historia, santo Tomás de Aquino —que en aquel tiempo acompañaba al Papa y se encontraba en Orvieto—, que compusiera los textos del oficio litúrgico de esta gran fiesta. Esos textos, que todavía hoy se siguen usando en la Iglesia (himno Adorote Devote), son obras maestras, en las cuales se funden teología y poesía.

Son textos que hacen vibrar las cuerdas del corazón para expresar alabanza y gratitud al Santísimo Sacramento, mientras la inteligencia, adentrándose con estupor en el misterio, reconoce en la Eucaristía la presencia viva y verdadera de Jesús, de su sacrificio de amor que nos reconcilia con el Padre, y nos da la salvación.(…)

Adoración eucarística en Hyde Park, en Londres, septiembre de 2010

Una «primavera eucarística»

Quiero afirmar con alegría que la Iglesia vive hoy una «primavera eucarística»: ¡Cuántas personas se detienen en silencio ante el Sagrario para entablar una conversación de amor con Jesús! Es consolador saber que no pocos grupos de jóvenes han redescubierto la belleza de orar en adoración delante del Santísimo Sacramento.

Pienso, por ejemplo, en nuestra adoración eucarística en Hyde Park, en Londres. Pido para que esta «primavera eucarística» se extienda cada vez más en todas las parroquias, especialmente en Bélgica, la patria de santa Juliana.

El venerable Juan Pablo II, en la encíclica Ecclesia de Eucharistia, constataba que «en muchos lugares (…) la adoración del Santísimo Sacramento tiene diariamente una importancia destacada y se convierte en fuente inagotable de santidad.

La participación fervorosa de los fieles en la procesión eucarística en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo es una gracia del Señor, que cada año llena de gozo a quienes participan en ella. Y se podrían mencionar otros signos positivos de fe y amor eucarístico» (n. 10).

Recordando a santa Juliana de Cornillón, renovemos también nosotros la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Como nos enseña el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica,

«Jesucristo está presente en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente, en efecto, de modo verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su Sangre, con su alma y su divinidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre, está presente en ella de manera sacramental, es decir, bajo las especies eucarísticas del pan y del vino» (n. 282).

Queridos amigos, la fidelidad al encuentro con Cristo Eucarístico en la santa misa dominical es esencial para el camino de fe, pero también tratemos de ir con frecuencia a visitar al Señor presente en el Sagrario. Mirando en adoración la Hostia consagrada encontramos el don del amor de Dios, encontramos la pasión y la cruz de Jesús, al igual que su resurrección.

Adoración Eucarística durante la Jornada Mundial de la Juventud, Madrid 2011

Fuente de alegría

Precisamente a través de nuestro mirar en adoración, el Señor nos atrae hacia sí, dentro de su misterio, para transformarnos como transforma el pan y el vino. Los santos siempre han encontrado fuerza, consolación y alegría en el encuentro eucarístico.

Con las palabras del himno eucarístico Adoro te devote repitamos delante del Señor, presente en el Santísimo Sacramento: «Haz que crea cada vez más en ti, que en ti espere, quete ame». Gracias.

BENEDICTO XVI, Audiencia general, 17 de noviembre de 2010
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La Eucaristía – ¿Qué pensaban y qué decían los primeros cristianos de ella?

LA PRESENCIA REAL DE CRISTO EN LA EUCARISTÍA – SIGLOS I AL IV

 

”El modo de presencia de Cristo sobre las especies eucarísticas es único. Él eleva la Eucaristía por encima de todos los sacramentos y la hace como si fuera la coronación de la vida espiritual y el fin al que tienden en todos los sacramentos.

En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, el cuerpo y la sangre están verdadera, verdadera y sustancialmente contenidos junto con el alma y la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y, por lo tanto, todo Cristo. Esta presencia se llama real, no por exclusión, como si los otros no fueran reales, pero yo soy autónomo, porque es sustancial y por eso Cristo, Dios y el hombre se convierte en un don completo ”(CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA).

 

Desde el principio, la Eucaristía ha tenido un papel central en la vida de los cristianos. Maravilla ver la fe y el cariño con el que tratan a Jesús en el Pan eucarístico. Tienen una fe inquebrantable en que el pan y el vino se convierten, por las palabras de la consagración, en el Cuerpo y la Sangre de Cristo

 

En varios textos de los siglos I y II, vemos cómo va evolucionando y construyéndose la liturgia de la Iglesia. Emociona comprobar cómo seguimos celebrando la misma Misa que se celebraba en el siglo I: lo podemos ver en la descripción del Santo Sacrificio que San Justino, en el año 155, hace al emperador Antonino Pío; o en la “Traditio Apostólica” de San Hipólito de comienzos del siglo III.

Los textos que exponemos a continuación son una prueba de que ya desde los primeros tiempos del cristianismo (siglo I), en la Iglesia primitiva existía una fe muy clara en la presencia de Jesucristo en el Pan y en el Vino “eucaristizados”.

“ ESTE ES MI CUERPO (…) ESTA ES MI SANGRE ”   (Mateo 26, 26-28)

DIDACHE

“En cuanto a la Eucaristía, celébrala de la siguiente manera (…) nadie debe comer ni beber de tu Eucaristía si no está bautizado en el nombre del Señor, porque el Señor dijo al respecto, no des cosas sagradas a los perros ”(9, 1.5).

IGNACIO DE ANTIOQUIA

“Se apartan de la Eucaristía y la oración porque no profesan que la Eucaristía es la carne de nuestro Salvador Jesucristo, que sufrió por nuestros pecados y que, en su bondad, el Padre ha resucitado ” (Carta a los Esmirnos 4,1).

 

“Esforzaos, por lo tanto, por usar de una sola Eucaristía; pues una sola es la carne de Nuestro Señor Jesucristo y uno sólo es el cáliz para unirnos con su sangre, un solo altar, como un solo obispo junto con el presbítero y con los diáconos consiervos míos; a fin de que cuanto hagáis, todo hagáis según Dios”  (Carta a los de Filadelfia, 4).

 

“No me complace la comida corruptible, ni disfruto los placeres de esta vida. Deseo el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, del linaje de David, y de bebida deseo su sangre, que es amor incorruptible ”(carta a los Romanos 7.3).

 

 

SAN JUSTINO 

”Este alimento se llama entre nosotros ‘Eucaristía‘ en el que nadie puede participar a menos que crea que nuestras enseñanzas son verdaderas y sea lavado en el baño del bautismo que trae la remisión de los pecados y la regeneración, y vive de acuerdo con lo que Cristo nos enseñó .

De hecho, no tomamos estas cosas como pan o bebida ordinaria, sino de la manera en que Jesucristo, nuestro Salvador, hecho carne en virtud de la palabra de Dios, tuvo carne y sangre para nuestra salvación, por eso nos enseñó que, en virtud de la oración al verbo que viene de Dios, alimentarse del que se dijo Acción de Gracias – alimento del que, por transformación, nuestra sangre y nuestra carne se nutren – es la carne y la sangre de ese mismo Jesús encarnado.

Así es como los apóstoles en las memorias que escriben llamaron los Evangelios, nos transmiten que así les fue ordenado, cuando Jesús,tomando pan y dando gracias, dijo: haced esto en memoria mía. Este es mi cuerpo; e igualmente, tomando la copa y dando gracias, dijo: Esta es mi sangre” (1 Apología 66, 1-3).

 

 

SAN IRENEO DE LION

“Aconsejando también a sus discípulos que ofrecieran a Dios las primicias de sus criaturas, no porque él lo necesitara, sino para que no parecieran inoperantes e ingratas, tomó el pan que viene de la creación, dio gracias, diciendo: Este es mi cuerpo; Asimismo, tomó la copa, y viene cuando nosotros, los de la creación, declaramos su sangre y establecimos la nueva oblación del nuevo testamento.

Esta es la misma oblación que la iglesia recibió de los Apóstoles y que, en todo el mundo, ofrece a Dios que nos da de comer, como Primicias de los dones de Dios” (Contra herejías 4,17, 5).

 

“En cuanto a nosotros, nuestra manera de pensar y estar de acuerdo con la Eucaristía,  y esta confirma nuestra doctrina, porque ofrecemos lo que ya es suyo, proclamando, como es justo, la comunión y unidad de la carne y el espíritu. Como el pan que sale de la tierra, al recibir la invocación de Dios, ya no es el pan ordinario, sino la Eucaristía, compuesta de dos elementos: terrenal y celestial; Asimismo, nuestros cuerpos, porque reciben la Eucaristía, ya no son corruptibles, porque tienen la esperanza de la Resurrección” (Contra las herejías 4,18, 3-4).

 

”Así como la semilla de la vid, depositada en la tierra después da fruto, y el Grano de Trigo caído en la tierra y destruido, resurge multiplicado por la acción del Espíritu de Dios que todo lo sostiene y, entonces, por el trabajo de los hombres, estas cosas se hacen vino y pan para lo que por la palabra de Dios se convierten en la Eucaristía, es decir, en el cuerpo y la sangre de Cristo.

De la misma forma; nuestros cuerpos, nutridos por esta Eucaristía, después de descomponerse, resucitarán en su tiempo, cuando la palabra de Dios los hará elevar a la gloria de Dios Padre,porque dará inmortalidad a lo corruptible ya que el poder de Dios se manifestará en la debilidad”(Contra herejías 5,2, 2-3)

 

 

TERTULIANO DE CARTAGO

 

“Por lo tanto, por el sacramento del pan y el cáliz, ya hemos probado en el evangelio la verdad del cuerpo y la sangre del Señor, contraria al fantasma predicado por Marción (Contra Marción 5: 8).

 

“El sacramento de la Eucaristía encomendado por el Señor durante la cena y a todos, también lo tomamos en las reuniones antes del amanecer y no de manos ajenas sino de quienes presiden (…) Sufrimos angustia si algo cae de nuestro cáliz o también de nuestro pan ”(De la corona 3)

 

 

HIPÓLITO DE ROMA 

“Que todos los fieles se apresuren a recibir la Eucaristía, antes de intentar nada. Si lo recibe porque tiene fe, lo que se le dé más tarde, aunque sea mortal, no puede dañarlo.

Hacer todo lo posible para que el infiel no pruebe la Eucaristía, o que lo haga una rata u otro animal, y que ninguna parte de ella se caiga y se pierda: es el cuerpo de Cristo, que deben comer los creyentes y no hay que descuidarlo ”(Tradición Apostólica).

 

 

ORÍGENES DE ALEJANDRIA

“¿No tienes miedo de comulgar el cuerpo de Cristo y acercarte a la Eucaristía como si fueras limpio y puro? ¿Cómo puedes despreciar el juicio de Dios? ¿No recuerdas que está escrito: ‘por eso hay muchos entre ustedes débiles, enfermos y muchos que mueren’? ¿Por qué muchos son débiles? porque no se juzgan a sí mismos, no nos examinamos, no entienden lo que significa participar en la iglesia, ni [entienden] lo que es acercarse a tantos y tan exquisitos sacramentos. Sufren lo que suelen sufrir los que tienen fiebre. cuando se atreven a comer de los manjares de Santos, es decir, se arruinan a sí mismos ”(Comentarios sobre los Salmos 37,2,6).

 

“No, al contrario, damos gracias al creador de todo; comemos el pan ofrecido con acción de gracias y oración por los dones recibidos a través de la oración eucarística en un cuerpo santo y santificador que lo usa con propósito” (Contra Celso 8.33).

 

“Conócete a ti mismo, que estás acostumbrado a ver los misterios contándolos: cuando recibimos el cuerpo del Señor, lo guardas con todo mimo y veneración, para que nada caiga de él, ni desaparezca nada del don consagrado; esto se debe a que, como sabes, serán acusados, y por una razón justa, si se perdió algo por negligencia” (Homilía sobre Éxodo 13, 3).

 

“Por tanto, si pasáis con él (Jesús) a celebrar la Pascua, os dará la copa del nuevo pacto y también el pan de bendición; dará su cuerpo y su sangre ”(homilía sobre Jeremías 19:13).

 

”[Anteriormente,] el maná era alimento en Enigma; ahora, claramente la carne de la palabra de Dios es verdadera comida como él mismo dice: mi carne es verdaderamente comida y mi sangre es verdaderamente bebida (homilía sobre el número 7.2).

 

 

SAN HILARIO DE POITIERS

“El verbo se hizo realmente carne y nosotros, en la comida del Señor, recibimos realmente la carne del verbo (…) Él nos da tanto la realidad de su carne como la realidad de su divinidad en el sacramento de su carne” (De la Trinidad 8, 13)

 

“Si es cierto que ‘la palabra se hizo carne’, también es cierto que en el alimento sagrado (Eucaristía) recibimos la palabra hecha de carne. Por tanto, debemos estar convencidos de que quien (…) también se fundió en el sacramento que comunica su carne con la naturaleza de la eternidad (…) por su carne, permanece en nosotros, en nosotros y nosotros en él. (…) Él mismo testifica que estamos en un alto grado en él, a través del Sacramento en el que nos comunica su carne y su sangre (…) esta es, por tanto, la fuente de nuestra vida: la presencia de Cristo a través de su carne en nosotros. ”(De la Trinidad 8.13 rasgo 16)

 

“Él mismo dice: ‘Mi carne es verdaderamente comida y mi sangre es verdaderamente bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, conmigo permanece y yo con él ”(Juan 6,56). En cuanto a la verdad de la carne y la sangre, no cabe duda: es verdaderamente carne y verdaderamente sangre, como vemos por la propia declaración del Señor y por nuestra fe en sus palabras. Esta carne, una vez comida, y esta sangre, bebida, nos hacen también uno en Cristo y a Cristo en nosotros. ”(de la Trinidad).

 

 

SAN ATANASIO DE ALEJANDRIA

“Verás a los levitas traer pan y una copa de vino, y colocarlo sobre la mesa. Mientras no se hagan las invocaciones y oraciones, no hay más que pan y vino en el cáliz, sin embargo, después de que se hayan dicho las grandes y admirables oraciones, entonces el pan se convierte en el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo y el vino y se convierte en tu sangre.  (Al recién bautizado pág. 26,325 ).

 

 

SAN CIRILO DE JERUSALÉN

“Por tanto, habiendo pronunciado y dicho sobre el pan: ‘Este es mi Cuerpo’, ¿quién se atreverá a dudar de él a partir de entonces? Y habiendo afirmado y dicho: “Esta es mi Sangre”, ¿quién puede dudar y decir que no es Su Sangre? (…) En otra ocasión, con su señal, convirtió el agua en vino en Caná de Galilea. Entonces, ¿no deberíamos creerlo cuando convierte el vino en sangre? (…)

Así, con total seguridad, participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo. Esto es porque en la figura del pan se te da el Cuerpo, y en la figura del vino se te da la Sangre, para que, habiendo participado del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, seáis corpóreos y consanguíneos a Él.  Nos convertimos así en ‘Cristóforos’, es decir, portadores de Cristo, cuyo Cuerpo y Sangre difunden nuestros miembros.Y luego, como dice San Pedro, “participamos de la naturaleza divina” (2Pd 1,4). En efecto, no lo consideres mero pan y mero vino, porque son el Cuerpo y la Sangre de Cristo, según la fe: cree firmemente, sin ninguna duda, que has sido hecho digno del Cuerpo y la Sangre de Cristo ” (Lecturas catequéticas 4.1-2.6).

 

“Y aunque los sentidos no puedan sugerirlo, la fe debe confirmarlo con confianza.  No juzgues la cosa por el gusto, sino por la fe, llénate de confianza, sin dudar que fuiste juzgado digno del Cuerpo y la Sangre de Cristo ”respectivamente, Cuerpo y Sangre de Cristo, según la afirmación del Señor”(Lecturas catequéticas 4.3.6).

 

“El pan que parece pan no es pan, aunque se ve y sabe a pan, pero es el Cuerpo de Jesús. El vino, aunque parezca vino por su sabor y color, no es vino, sino la Sangre del Señor ”.

 

 

SAN GREGORIO DE NISA 

“Aunque son de poco valor antes de la bendición, después de la santificación que viene del Espíritu, ambas cosas [- el pan y el vino -] funcionan excelentemente” (Del bautismo de Cristo).

 

 

SAN AMBROSIO DE MILÁN 

“Quizás digas: ‘Mi pan es pan común’. Sin embargo, este pan es Pan antes que palabras sacramentales. Tan pronto como tiene lugar la consagración, el pan que es, se convierte en la Carne de Cristo ”(De los Sacramentos 4).

 

“El Señor mandó y se hizo el cielo; el Señor mandó e hizo la tierra; el Señor ordenó y se hicieron los mares; el Señor ordenó y generó todas las criaturas. Vea, por tanto, cuán eficaz es la palabra de Cristo. Si la palabra del Señor Jesús es tan poderosa que, a través de ella, comienza a ser lo que antes no era, cuánto más tendrá que ser para que las cosas que ya eran sean y se conviertan en otra cosa ”( De los sacramentos 4,4,15).

 

“Confirmemos la verdad del misterio de la Eucaristía con el ejemplo de la Encarnación: ¿el nacimiento de Cristo fue precedido por un proceso natural? (…) Es evidente que de la Virgen nació por encima del orden natural. Ahora, el cuerpo que consagramos nació de la Virgen. ¿Por qué buscas ordenar el Cuerpo de Cristo (= Eucaristía) cuando por encima de la naturaleza nació el Señor de la Virgen? La carne de Cristo, crucificado y sepultado, era verdadera; por tanto, este sacramento es verdaderamente de su carne ”.

“Sabes, pues, que lo que recibes es el Cuerpo de Cristo (…) dice [el sacerdote], quien, en vísperas de su pasión, tomó el pan en sus santas manos. Antes de la consagración es pan, pero en cuanto se añaden las palabras de Cristo, es el Cuerpo de Cristo (…) Antes de las palabras de Cristo, el cáliz está lleno de vino y agua; pero mientras actúan las palabras de Cristo, allí se hace la sangre de Cristo que redimió al pueblo ”.

“A pesar de las apariencias de pan y vino, sin embargo, debemos creer que, después de la consagración, no hay nada más en ellos que el Carne y Sangre de Cristo ”.

 

 

SAN JUAN CRISÓSTOMO 

“Te lo suplicamos: envía tu Espíritu Santo sobre nosotros y sobre estas ofertas. Haz de este pan el precioso Cuerpo de tu Cristo, transformándolo con tu Espíritu Santo. Amén. A todos los que lo reciban, sea provechoso para el alma, el perdón de los pecados, la comunión de tu Espíritu Santo, la plenitud del Reino de los Cielos, confíen en Ti y no para el pecado y la condenación ”(Anáfora) .

 

“[El sacerdote] dice: ‘Este es mi Cuerpo’. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas, al igual que esa palabra: ‘Crecer y multiplicarse; llenad la tierra ‘(Gn. 1:28), aunque se dice una sola vez, llena nuestra naturaleza de fuerza para procrear hijos. Así, esta palabra (= ‘Este es mi Cuerpo’), habiendo sido dicha una sola vez, desde ese tiempo hasta hoy y hasta la venida del Señor, obra el sacrificio perfecto en todas las iglesias (…) [Sobre el altar, ] allí yace Cristo inmolado ”(Homilía 1).

 

“Su Cuerpo está ahora ante nosotros [en el altar]” (Homilía sobre Mateo 50, 2).

 

“No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sino el mismo Cristo, quien fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y gracia son de Dios. ‘Este es mi Cuerpo’ – dice. Estas palabras transforman lo ofrecido ”(Prod. Jud. 1.6).

by Gabriel Larrauri – www.primeroscristianos.com

 

El sacramento y la virtud de la penitencia

Explicando San Pablo a los primeros cristianos el simbolismo del Bautismo, les escribe que no deben ya aniquilar en ellos por el pecado la vida divina recibida de Cristo: «No sirvamos más al pecado» (Rm 6,6). El Concilio de Trento dice que «Si nuestro agradecimiento para con Dios, que nos ha hecho hijos suyos por el Bautismo, estuviese a la altura de ese don inefable, guardaríamos intacta e inmaculada la gracia recibida en este primer sacramento»(Sess. XIV, cap.1). Hay almas privilegiadas, verdaderamente benditas, que conservan la vida divina, sin perderla jamás, pero hay otras que se dejan arrastrar por el pecado. Ahora bien, ¿disponen estas últimas de algún medio para recuperar la gracia, para resucitar de nuevo a la vida de Cristo? Sí, el medio existe; Cristo Jesús, el Hombre-Dios, ha establecido un sacramento, el Sacramento de la Penitencia, monumento admirable de la sabiduría y misericordia divinas en el cual Dios ha sabido armonizar las dos cosas: su glorificación y nuestro perdón.

1. Cómo, por el perdón de los pecados, manifiesta Dios su misericordia

Conocéis aquella hermosa oración que la Iglesia, regida por el Espíritu Santo, pone en nuestros labios el décimo Domingo después de Pentecostés: «Oh Dios, que haces resaltar tu omnipotencia sobre todo perdonándonos y teniendo piedad de nosotros: derrama con abundancia esta misericordia sobre nuestras almas».

He aquí una revelación que Dios nos hace por boca de la Iglesia; perdonándonos, parcendo, apiadándose, miserando, Dios manifiesta principalmente, maxime, su poder. En otra oración, dice la Iglesia que «uno de los atributos más exclusivos de Dios es el tener siempre conmiseración y perdonar». (+Oraciones de las Rogativas y Letanías)].

El perdón supone ofensas, deudas que perdonar. La piedad y misericordia sólo pueden existir allí donde hay miserias. ¿Qué es, en efecto, ser misericordioso? Tomar en cierto modo, sobre su propio corazón, la miseria de los demás [+Santo Tomás, I, q.21,a.3]. Ahora bien, Dios es la bondad misma, el amor infinito, «Dios es caridad» (1Jn 4,8); y ante la miseria, la bondad y el amor se convierten en misericordia; por eso decimos a Dios: «¡Tú eres, Dios mío, mi misericordia!» (Sal 58,18). La Iglesia pide a Dios en esta oración que abunde su misericordia. ¿Por qué así? -Porque nuestras miserias son inmensas, y de ellas habría que decir: «el abismo de nuestras miserias, de nuestras faltas, de nuestros pecados, llama al abismo de la misericordia divina». Todos, efectivamente, somos miserables, todos somos pecadores, unos más que otros, en mayor o menor grado, dice el apóstol Santiago (Sant 3,2); y San Juan: «Si nos creemos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y no somos veraces» (1Jn 1,8).

Y es más terminante aún cuando afirma que, hablando de esta suerte, «hacemos a Dios mentiroso» (ib. 1,10). ¿Por qué esto? -Porque Dios nos obliga a todos a decir: «Perdónanos nuestras deudas». Dios no nos obligaría a esta petición si no tuviéramos deudas (debita). Todos somos pecadores, y esto es tan cierto, que el Concilio de Trento ha condenado a aquellos que dicen que se pueden evitar todos los pecados, aun los veniales, sin especial privilegio de Dios, como el que fue concedido a la Santísima Virgen María (Sess. VI, can.22). Esa es precisamente nuestra desgracia. Mas no debe desalentarnos, puesto que Dios la conoce, y, por lo mismo, tiene piedad de nosotros, «cual padre que se compadece de sus hijos» (Sal 102,13). Pues sabe no sólo que fuimos sacados de la nada, sino hechos de barro (ib. 14). «Porque El conoce de qué materia estamos hechos». Conoce este amasijo de carne y sangre, músculos y nervios, miserias y debilidades que constituyen el ser humano y hacen posible el pecado y el retorno a Dios, no una vez, sino setenta veces siete, como dice Nuestro Señor, es decir, un número indefinido de veces (Mt 18,22).

Dios pone toda su gloria en aliviar nuestra miseria y perdonarnos nuestras faltas; Dios quiere verse glorificado al manifestar su misericordia para con nosotros, a causa de las satisfacciones de su Hijo muy amado. En la eternidad cantaremos, dice San Juan, un cántico a Dios y al Cordero. ¿Cuál será ese cántico? ¿Será el Sanctus de los ángeles? Dios no perdonó a una parte de aquellos espíritus puros; desde su primera rebelión les fulminó para siempre, porque no padecían las debilidades ni las miserias que son herencia nuestra. Los ángeles fieles cantan la santidad de Dios, esa santidad que no pudo sufrir ni por un solo instante la deserción de los rebeldes.- ¿Cuál será nuestro cantico? El de la misericordia: «Cantaré para siempre las misericordias del Señor» (Sal 88,2); este versículo del Salmista será como el estribillo del cántico de amor que entonaremos a Dios. ¿Y qué cantaremos al Cordero?: «Nos has rescatado, ¡oh Señor!, con tu sangre preciosa» (Ap 5,9), fue tal la piedad que con nosotros tuviste, que derramaste tu sangre para salvarnos de nuestras miserias, para librarnos de nuestros pecados, como lo repetimos a diario, en nombre tuyo en la santa Misa: «He aquí el cáliz de mi sangre que ha sido derramada para remisión de los pecados». Sí, resulta para Dios una gloria inmensa de esta misericordia que usa con los pecadores que se acogen a las satisfacciones de Su Hijo Jesucristo, y por lo mismo se comprende que una de las mayores afrentas que podemos hacer a Dios es dudar de su misericordia y del perdón que se nos concede en atención a los méritos de Jesucristo. Sin embargo después del Bautismo ese perdón va condicionado a que nosotros hagamos «dignos frutos de penitencia» (Lc 3,8). Existe, dice el Santo Concilio de Trento, una gran diferencia entre el Bautismo y el Sacramento de la Penitencia. Verdad es que, para que un adulto pueda recibir dignamente el Bautismo se requiere que el bautizado sienta aversión al pecado y abrigue un propósito firme de huir a toda costa de él; pero no se le exige ni satisfacción ni reparación especiales. Leed las ceremonias de la administración del Bautismo; no hallaréis mención alguna de obras de penitencia que haya que practicar; es una remisión total y absoluta de la falta y de la pena en que se incurrió por la falta. ¿Por qué esto? Porque este sacramento, que es el primero que recibimos, constituye las primicias de la sangre de Jesús, comunicadas al alma. Pero, continúa el Concilio: si después del Bautismo, una vez unidos con Jesucristo, libres de la esclavitud del pecado y hechos templos del Espíritu Santo, recaemos voluntariamente en el pecado, no podemos recuperar la gracia y la vida sino haciendo penitencia; así lo ha establecido, y no sin Conveniencia, la justicia divina (Sess. XIV, caps. II y III). Ahora bien, la penitencia puede considerarse como sacramento y como virtud que se manifiesta por medio de actos que le son propios. Digamos algunas palabras del uno y de la otra.

2. El sacramento de la penitencia; sus elementos: la contrición, su particular eficacia en el sacramento; la declaración de los pecados constituye un homenaje a la humanidad de Cristo; la satisfacción no tiene valor si no es unida a la expiación de Jesús

Este sacramento, instituido por Jesucristo para la remisión de los pecados y para devolvernos la vida de la gracia, si la hemos perdido después del Bautismo, contiene en sí mismo, en cuantía ilimitada, la gracia que confiere el perdón. Mas para que el sacramento obre en el alma, deberá ésta derribar todo obstáculo que se oponga a su acción. Ahora bien, ¿cuál puede ser aquí el obstáculo? -El pecado y el apego al pecado. El pecador deberá hacer declaración de su pecado, declaración íntegra de las faltas mortales; además deberá destruir el apego al pecado mediante la contrición y aceptación de la satisfacción que le fuere impuesta.

Ya sabéis que de todos estos elementos esenciales que se refieren al penitente, el más importante es la contrición aun cuando la acusación de las faltas fuese materialmente imposible, persiste la necesidad de la contrición. ¿Por qué? Porque, por el pecado, el alma se ha apartado de Dios para complacerse en la criatura, y si quiere que Dios se comunique de nuevo con ella y le devuelva la vida, deberá desprenderse del apego a la criatura para volver a Dios; ahora bien, tal acto comprende la detestación del pecado y el firme propósito de nunca más cometerlo; de lo contrario, la detestación no es sincera; en esto consiste la contrición [Contritio animi dolor ac detestatio est de peccato commisso, cum proposito non peccandi de cætero. Conc. Trid., Sess. XIV, cap.4]. Esta, como la palabra misma lo indica, es un sentimiento de dolor que quebranta al alma, conocedora de su miserable estado y de la ofensa divina, y la hace volver a Dios.

La contrición es perfecta cuando el alma siente haber ofendido al soberano bien y a la bondad infinita; esta perfección proviene del motivo, que es el más elevado que pueda darse: la majestad infinita. Claro está que dicha contrición, perfecta en su naturaleza, admite, por lo que respecta a su intensidad, toda una serie de escalones, que varían según el grado de fervor de cada alma. Sea cual fuere el grado de intensidad, el acto de contrición perfecta, por razón del sentimiento que lo motiva, borra el pecado mortal en el momento en que el alma lo produce, aunque, en la actual economía, en virtud del precepto positivo establecido por Cristo, la acusación de las faltas mortales continúa siendo obligatoria, mientras sea posible.

La contrición imperfecta es aquella que resulta de la vergüenza experimentada por el pecado, de la consideración del castigo merecido por el pecado, de la pérdida de la bienaventuranza eterna; no produce por sí misma el efecto de borrar el pecado mortal; pero es suficiente si va acompañada de la absolución dada por el sacerdote.

Son verdades que únicamente me limito a recordaros, aunque hay un punto importante sobre el cual deseo quc fijéis vuestra atención. Prescindiendo de la confesión, la contrición pone ya al alma en oposición al pecado; el odio al pecado que le hace concebir, constituye un principio de destrucción del pecado, y tal acto es de suyo agradable a Dios.

En el sacramento de la Penitencia, la contrición, como los demás actos del penitente, acusación de las faltas y satisfacción, reviste un carácter sacramental.- ¿Qué quiere decir esto? -Que en todo sacramento los méritos infinitos que nos ha conseguido Cristo se aplican al alma para producir la gracia especial contenida en el sacramento. La gracia del sacramento de la Penitencia consiste en destruir en el alma el pecado, debilitar los restos del mismo, devolver la vida, o, si no hay más que faltas veniales, remitirlas y aumentar la gracia. En este sacramento, comunícase a nuestra alma, para que se opere la destrucción del pecado, aquella aversión hacia él que Cristo experimentó en su agonía sobre la cruz: «Amaste la justicia y odiaste la iniquidad» (Sal 44,8). La ruina del pecado, operada por Cristo en su Pasión, se reproduce en el penitente. La contrición, aun fuera del sacramento, continúa siendo lo que es: un instrumento de muerte para el pecado; pero en el sacramento, los méritos de Cristo multiplican, por decirlo así, el valor de este instrumento y le confieren una eficacia soberana. En aquel momento lava Cristo nuestras almas en su divina sangre. «Cristo con su sangre nos purificó de nuestros pecados» (Ap 1,5).

No lo olvidéis nunca: cada vez que recibís dignamente y con devoción este sacramento, aun cuando no tuviereis más que faltas veniales, corre en abundancia la sangre de Cristo sobre vuestras almas, para vivificarlas, fortalecerlas contra la tentación, y hacerlas generosas en la lucha contra el apego al pecado, para destruir en ellas las raíces y efectos del mismo; el alma encuentra en este sacramento una gracia especial para desarraigar los vicios, purificarse y recuperar o aumentar en ella la vida divina.

Avivemos, pues, sin cesar, antes de la Confesión, nuestra fe en el valor infinito de la expiación de Jesucristo. El ha soportado el peso de todos nuestros pecados (Is 53,2); se ha ofrecido por cada uno de nosotros: «Me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20; +Ef 5,2), sus satisfacciones son más que sobreabundantes: ha adquirido el derecho de perdonarnos, y no hay pecado que no pueda ser lavado por su divina sangre. Avivemos nuestra fe y confianza en sus inagotables méritos, frutos de su Pasión. Os he dicho que, cuando recorría Palestina, lo primero que exigía a los que se presentaban a El para que les librara de la posesión del demonio era la fe en su divinidad; y sólo si encontraba en ellos esa fe, accedía a sanarlos o a perdonarles sus pecados: «Id, vuestros pecados os son perdonados, vuestra fe os ha salvado». La fe, ante todo y sobre todo, es la que ha de acompañarnos a este tribunal de misericordia; la fe en el carácter sacramental de todos nuestros actos la fe, principalmente, en la sobreabundancia de las satisfacciones que Jesús ha dado por nosotros a su Padre.

Nuestros actos, a saber, la contrición, la confesión y la satisfacción, no producen, es cierto, la gracia del sacramento; pero además de ser previo requisito para que se nos aplique la gracia de este sacramento, puesto que forman como la materia del mismo [«quasi materia», dice el Concilio de Trento. Sess. XIV, cp.3], hay que tener presente que el grado de esta gracia se mide, de hecho, por las disposiciones de nuestra alma. [El Catecismo del Concilio de Trento, c. XXI, § 3, da la explicación siguiente: «Hay que advertir a los fieles que la gran diferencia entre este sacrmento y los demás consiste en que la materia de los otros es siempre una cosa natural o artificial, al paso que los actos del penitente, a saber: contrición, confesión y satisfacción, son como la materia de este sacramento. Y estos actos son necesarios de parte del penitente para la integridad del sacramento y la entera remisión de los pecados. Todo esto es de institución divina. Además, los actos de que venimos hablando se consideran como las partes mismas de la penitencia. Y si el Santo concilio dice sólamente que los actos del penitente son como la materia del sacramento, no quiere decir que no sean la verdadera materia, sino que no es de la misma clase que las materias de los otros sacramentos que se toman de cosas exteriores, como el agua en el Bautismo y el crisma en la Confirmación»].

Por todo ello es práctica utilísima el pedir a Dios la gracia de la contrición, al asistir a la santa Misa el día mismo en que ha de tener lugar nuestra confesión. ¿Por qué esto? -Porque, de sobra lo sabéis, sobre el altar se renueva la inmolación del Calvario.

El Santo Concilio de Trento declara que «aplacado el Señor por esta oblación, concede la gracia y el don de la Penitencia, y por ella remite los crímenes y pecados, por enormes que sean» (Sess. XXII, c. 2). ¿Remite, por ventura, el sacrificio de la Misa directamente los pecados? -No; eso es privativo de la contrición perfecta y del sacramento de la Penitencia; pero cuando asistimos devotamente a este sacrificio, que reproduce la oblación de la cruz, cuando nos unimos a la víctima divina, Dios nos concede, si se lo pedimos con fe, las disposiciones de arrepentimiento, de firme propósito, de humildad, de confianza, que nos conducen a la contrición y nos hacen capaces de recibir con fruto la remisión de nuestros pecados, al sernos aplicados los méritos adquiridos por Jesucristo con el precio de su divina sangre.

A la contrición debe seguir la confesión. El sacramento de la Penitencia ha sido instituido en forma de juicio: «Todo cuanto atareis o desatareis sobre la tierra, será ligado o desligado en el cielo; a aquellos a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados». Pero al culpable le toca acusarse por sí mismo al juez que le ha de sentenciar. Ahora bien, ¿quién es este juez? Sólo a Dios debo hacer la declaración de mis pecados; nadie, ni ángel, ni hombre, ni demonio, tiene derecho a penetrar en el santuario de mi conciencia, en el tabernáculo de mi alma; Dios sólo merece este homenaje y lo reclama en este sacramento, para gloria de su Hijo Jesucristo.

Mas ya os he dicho, hablando de la Iglesia, que después de la Encarnación, Dios quiere, en la economía ordinaria de su providencia, dirigirnos por medio de hombres, que hacen entre nosotros las veces de su Hijo, es como una extensión de la Encarnación y, al propio tiempo, un homenaje rendido a la humanidad sacratísima de Cristo. ¿Que por qué lo ha dispuesto así? -Para rescatarnos del pecado y volvernos a la vida divina, Cristo, el Verbo encarnado, se sumergió en un abismo de humillaciones. En su humanidad sacratísima padeció, murió, expió y, por haberse así rebajado Cristo para salvar al mundo, su Padre le ha ensalzado (Fil 2, 7-9); el Padre quiere glorificar a su Hijo en cuanto hombre: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (Jn 12,28). Y, ¿qué gloria es la que le tiene reservada? -Le hace sentar a su diestra en lo más encumbrado de los cielos; quiere «que toda rodilla se doblegue ante El y que toda lengua proclame que Jesús es el único Salvador» (Fil 2, 10-11), porque el Padre «le ha dado todo poder en el cielo y sobre la tierra» (Mt 28,18). Y entre los atributos de este poder, figura el de juzgar a todas las almas. «El Padre, nos dice el mismo Jesús, ha depositado todo poder judicial en manos de su Hijo, a fin de que todos honren a este Hijo; el cual ha adquirido, sirviéndose de su humanidad, el derecho de ser el Redentor del mundo» (Jn 5,22 y 27). El Padre ha constituido a Cristo juez del cielo y de la tierra; en este mundo, juez misericordioso, pero el último día, como Nuestro Señor mismo lo dijo en el momento de su pasión, «el Hijo del hombre vendrá sobre las nubes en toda la majestad de su gloria» (Mc 13,26) para juzgar a los vivos y a los muertos.

Tal es la gloria que el Padre quiere dar a su Hijo; y la misma gloria quiere que le tributemos nosotros en este sacramento. Figurémonos un hombre que ha cometido un pecado mortal; viene delante de Dios, llora su falta, aflige su cuerpo con maceraciones, se propone aceptar toda clase de expiaciones; Dios le dice: «Está bien, pero quiero que reconozcas el poder de Jesús mi Hijo, sometiéndote a El en la persona de aquel que entre vosotros ocupa su lugar; que le representa, por haber recibido, en el día de su ordenación sacerdotal, comunicación del poder judicial de mi Hijo». Si el pecador no quiere rendir este homenaje a la humanidad sacratísima de Jesús, Dios rehúsa oirle; pero si se somete con fe a esta condición, entonces ya no hay faltas, ni pecados, ni maldades, ni crímenes que Dios no perdone y euyo perdón no renueve euantas veces lo desee el pecador arrepentido y contrito. Esa declaración debe hacerse eon el corazón lleno de arrepentimiento, pues la eonfesión no es un relato, sino una acusación, y por lo mismo, es menester presentarse como un criminal delante del juez. Esta confesión sencilla y humilde puede naufragar en dos escollos: la rutina y el escrúpulo.- La rutina, que es consecuencia de frecuentar la Penitencia por mera costumbre, sin pensar seriamente lo que se realiza, y el mejor medio de destruirla es excitar nuestra fe en la grandeza de este sacramento. Ya os lo he dicho: cada vez que nos confesamos, aun cuando no nos acusemos más que de faltas veniales, se ofrece la sangre de Jesús a su Padre para obtenernos el perdón.- El escrúpulo consiste en tomar lo accidental por lo esencial, en detenerse sin motivo en detalles o circunstancias que no añaden nada sustancial a la falta, caso de que la falta exista. En la confesión hay que tener deseo de declarar todo cuanto uno tiene en su corazón, lo cual cs fácil cuando se tiene la excelente costumbre de examinar cada noehe las acciones del día y si hay duda fundamentada, debemos aceptar, como una parte de la penitencia, la molestia que muy a menudo resulta de esto, y exponer sencillamente lo que sabemos. Dios no quiere que la confesión se eonvierta en tortura para el alma, sino, al contrario, que le comunique la paz. [Sane vero res et effectus huius sacramenti, quantum ad eius vim et efficaciam pertinet, reconciliatio est cum Deo, quam interdum in viris piis et cum devotione hoc sacramentum percipientibus, conscientiæ pax et serenitas, cum vehementi spiritus consolatione consequi solet. Conc.Trid., Sess. XIV, cap.3].

Mirad al hijo pródigo, cuando vuelve a casa de su padre. ¿Se detiene en distingos y pormenores sin fin? -De ninguna manera. Arrójase a los pies de su padre, y le dice: «Soy un pobre desgraciado indigno de dirigiros la palabra, pero os diré cuanto de malo he hecho»; y al instante el padre le levanta, y le estrecha entre sus brazos; lo perdona y lo olvida todo y prepara un festín para celebrar el regreso de su hijo. Así ocurre con el Padre celestial: Dios encuentra sus delicias en perdonar, porque todo perdón se otorga en virtud de las satisfacciones de su Hijo predilecto, Jesucristo. La sangre preciosa de Jesús fue derramada hasta la última gota en remisión de los pecados, la expiación que ofreció Cristo a la justicia, a la santidad, a la majestad de su Padre, es de un valor infinito. Ahora bien, cada vez que Dios nos perdona, cada vez que el sacerdote nos da la absolución, viene a ser como si se ofreciesen de nuevo al Padre todos los padecimientos, todos los méritos, todo el amor, toda la sangre de Jesús, y se aplicasen a nuestras almas para devolverles la vida (o aumentarla cuando no se encuentran más que faltas veniales). «Instituyó (Jesús) el Sacramento de la Penitencia, por el que, después del Bautismo, se aplican los méritos de la muerte de Cristo a los pecadores» (Conc. Trid., Sess. XIV, cap.1). «Que Jesucristo te absuelva, dice el sacerdote, y yo, en virtud de su autoridad, te absuelvo de tus pecados». ¿Puede uno perdonar la ofensa cometida contra otro? -No; sin embargo de ello, dice el sacerdote: yo te absuelvo. ¿Cómo puede decirlo? -Porque es Cristo quien lo dice por su boca.

Parécenos oir en cada confesión a Jesús que dice a su Padre: «Padre, te ofrezco por esta alma las satisfacciones y méritos de mi Pasión; te ofrezco el cáliz de mi sangre derramada para remisión de los pecados». Entonces, así como Cristo ratifica el juicio y el perdón dados por el sacerdote, el Padre, a su vez, confirma el juicio emitido y el perdón otorgado por su Hijo. El nos dice: «Yo también os perdono», palabras que fijan al alma en la paz. Pensad un poco lo que es recibir de Dios la seguridad del perdón. Si he ofendido a un hombre leal, y éste, alargándome la mano, me dice: «Todo está olvidado», no dudo de su perdón.

En el Sacramento de la Penitencia es Cristo, el Hombre Dios, la Verdad en persona, quien nos dice: «Yo os perdono», y, ¿dudaremos de su perdón? -No, no se puede dudar; este perdón es absoluto y para siempre. Dios nos dice: «Aun cuando vuestros pecados sean llamativos como la púrpura, lavaré vuestras almas de tal suerte que aparecerán resplandecientes como la nieve» (Is 1,18). «He reducido a la nada vuestras iniquidades y vuestras faltas, como hago desvanecer las nubes» (ib. 44,22). El perdón de Dios es digno de El; lo que hace un rey es magnífico; lo que obra un Dios es divino: creamos en su amor, en su palabra, en su perdón.- Este acto de fe y de confianza es sumamente agradable a Dios y a Jesús; es un homenaje tributado al valor infinito de los méritos de Cristo, es proclamar que la plenitud y universalidad del perdón que Dios otorga a los hombres aquí en la tierra es uno de los triunfos de la sangre de Jesús.

A la contrición de corazón, a la confesión de boca debe también ir unida la aceptación humilde de la satisfacción.- Dicha aceptación es un elemento esencial del sacramento. Antiguamente, era considerable la obra de satisfacción que había que cumplir; ahora, la satisfacción que impone el confesor por la pena debida al pecado se reduce a algunas oraciones, a una limosna, a una práctica de mortificación.

Nuestro Señor, ciertamente, satisfizo y con sobreabundancia, por nosotros; pero, como dice el Concilio de Trento (Sess. XIV, cap.8), la equidad y la justicia exigen que, habiendo pecado después del Bautismo, aportemos nuestra parte de expiación, en saldo de la deuda merecida por nuestras faltas.- Siendo sacramental esta satisfacción, Jesucristo, por boca del sacerdote que le representa, la une a sus propias satisfacciones; por eso es de gran eficacia para producir en el alma la «muerte al pecado». Cumpliendo esta satisfacción, por nuestros pecados, dice el Santo Concilio de Trento, nos conformamos con Jesucristo, que ofreció a su Padre una expiación infinita por nuestras faltas. Hace notar el Concilio que «estas obras de satisfacción, aun cuando las ejecutemos con toda fidelidad, carecerán, con todo, de valor si nosotros no estamos unidos a Jesucristo; sin El, en efecto, por nosotros mismos, nada podemos hacer, pero fortalecidos por su gracia, somos capaces de cualquier sacrificio. Y así toda nuestra gloria consiste en pertenecer a Cristo, en quien vivimos, en quien satisfacemos, cuando hacemos, en expiación de nuestros pecados, dignos frutos de penitencia; Es es quien valoriza dichos actos de satisfacción, y por El son ofrecidos al Padre, y debido a El, el Padre los acepta» (Conc. Trid., Sess. XIV, cap.8).

Ya veis qué admirable sacramento han ideado, para nuestra salvación, la sabiduría, poder y bondad de Dios. En él encuentra Dios su gloria y la de su Hijo, pues en virtud de los méritos infinitos de Jesús, por medio de ese sacramento, se nos concede el perdón, se nos restituye o aumenta la vida divina. Unámonos desde ahora al cántico que entonan al Cordero los escogidos: «¡Oh, Cristo Jesús, inmolado por nosotros, tú nos has rescatado con tu sangre preciosa; te sean dados a Ti toda alabanza, todo poder, toda gloria y todo honor por los siglos de los siglos!»

3. La virtud de la penitencia es necesaria para mantener en nosotros los frutos del sacramento; naturaleza de esta virtud

Aun después que Dios nos ha perdonado, quedan en nosotros reliquias del pecado, raíces malas, dispuestas a crecer y producir malos frutos. La concupiscencia no desaparece del todo ni con el Bautismo, ni con el sacramento de la Penitencia, y, por consiguiente, si queremos llegar a un grado elevado de unión con Dios, si queremos que la vida divina adquiera poderoso desarrollo en nuestras almas, es preciso que trabajemos sin descanso por contrarrestar esos resabios y por desarraigar esas raíces del pecado, que desfiguran nuestra alma a los ojos de Dios.

Existe también, fuera de la acción del sacramento de la Penitencia, un medio eficaz para brotar esas cicatrices del pecado, que no dejan a Dios comunicarnos su vida con abundancia; este medio es la virtud de la penitencia. ¿Qué es esta virtud? -Un hábito que, cuando está bien arraigado, nos inclina de continuo a expiar el pecado y destruir sus consecuencias. Esta virtud debe, sin duda, manifestarse, como vamos a verlo, por actos que le son propios; pero es, ante todas las cosas, una disposición habitual del alma, que despierta y excita en nosotros el pesar de haber ofendido a Dios y el deseo de reparar nuestras faltas. Tal es el sentimiento habitual que debe animar nuestros actos de penitencia. Por dichos actos se revuelve el hombre contra sí mismo para vengar los derechos de Dios que pisoteó, cuando por su pecado se levantó contra Dios poniendo en oposición su voluntad con la voluntad santísima divina, y ahora, por estos actos de penitencia, coincide con Dios en el odio al pecado y con su soberana justicia que reclama la expiación.

El alma considera entonces el pecado a través de la fe y desde el punto de vista de Dios: «He pecado, dice, he realizado un acto cuya malicia no puedo calcular, pero que es tan terrible y viola en tal grado los derechos de Dios, de su justicia, de su santidad, de su amor, que sólo la muerte de un Hombre-Dios pudo expiarlo». El alma está entonces conmovida y exclama: «Oh, Dios mío, detesto mi pecado, quiero restablecer vuestros derechos por medio de la penitencia, preferiria morir antes que ofenderos de nuevo». Ved ahí el espíritu de penitencia que excita al alma y la inclina a realizar actos de expiación. Ya comprendéis que esta disposición de alma es necesaria a todos aquellos que no han vivido en perfecta inocencia. Cuando nace del temor al infierno, es buena, como dice el Concilio de Trento (Sess. XIV, cap.4), y agradable a Dios; mas si tiene por motivo el amor, entonces es excelente y perfecta, y cuanto más aumente el amor de Dios, más necesidad experimentaremos también de ofrecer a Dios el sacrificio de eun corazón contrito y humillado» (Sal 50,19) y de repetir con el publicano del Evangelio: «Tened piedad de mí, que soy un pobre pecador» (Lc 18,13). Cuando este sentimiento de compunción es habitual, mantiene al alma en una gran paz; la conserva en la humildad y llega a ser poderoso instrumento de purificación; nos ayuda a mortificar nuestros instintos desordenados, nuestras tendencias perversas, todo aquello, en una palabra, que podría arrastrarnos a nuevas faltas. Cuando uno posee esta virtud, está atento para emplear cuantos medios encuentre de reparar el pecado. (Ver Jesucristo, ideal del monje, cap.VIII). Es esta virtud nuestra mejor garantía de perseverancia en el camino de la perfección, por ser ella, mirándolo bien, una de las formas más puras del amor; ama uno de tal modo a Dios y siente tan profundamente el haberle ofendido, que quiere expiarlo y dar una reparación; es un manantial de generosidad y de olvido de sí mismo. «La santidad, dice el P. Faber, ha perdido el principio de su crecimiento, cuando prescinde del pesar y sentimiento constante de haber pecado, pues la raíz del progreso no es solamente el amor, sino el amor nacido del perdón» (Progreso del alma, cap.XIX). Ciertas almas, aun piadosas, al oir la palabra penitencia o mortificación, que expresan la misma idea, experimentan a veces un sentimiento de repulsión. ¿De dónde proviene? -No debe extrañarnos; tal sentimiento tiene un origen psicológico. Nuestra voluntad busca necesariamente el bien en general la felicidad, o algo que parece serlo. Ahora bien, la mortificación que refrena alguna de las tendencias de nuestros sentidos, algunos de nuestros deseos más naturales, aparece a dichas almas como algo contrario a la felicidad, de ahí, pues esta repugnancia instintiva en presencia de todo cuanto constituye la práctica del renunciamiento de sí mismo. Además, vemos muchas veces en la mortificación un fin, cuando no es más que un medio, medio necesario sin duda, indispensable, pero al fin medio. No minimizamos el Cristianismo, al reducir a papel de medio la renuncia de uno mismo.

El Cristianismo es un misterio de muerte y de vida pero la muerte no tiene otro objeto que el de salvaguardar la vida divina en nosotros: «No es Dios de muertos, sino de vivos». «Cristo, al morir, destruyó la muerte, y al resucitar nos restituyó la vida» (Prefacio de la Misa de Pascua). La obra esencial del Cristianismo, el fin último quel persigue de por sí, es una obra de vida, el Cristianismo es la reproducción de la vida de Cristo en el alma. Ahora bien, como ya os tengo dicho la existencia de Cristo ofrece este doble aspecto: «entregóse a la muerte por nuestros pecados, resucitó a fin de comunicarnos la vida de la gracia» (Rm 4,25). El cristiano muere a todo cuanto es pecado, pero para vivir más intensamente de la vida de Dios; la penitencia, de consiguiente, no es, en principio, sino un medio para conseguir la vida. Ya lo notó muy bien San Pablo cuando dijo: «Llevemos siempre en nuestros cuerpos la mortificacion de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nosotros» (2Cor 4,10). Que la vida de Cristo, que tiene su principio en la gracia y su perfección en el amor, tome incremento en nosotros: ése es el objetivo y no hay otro. Para conseguirlo, es necesaria la mortificación; por eso dice San Pablo: «Los que pertenecen a Cristo, en cuyo número por nuestro bautismo nos contamos nosotros, crucifican su carne con sus vicios y concupiscencias» (Gál 5,24). Y en otro lugar, dice todavía con lenguaje más explícito: «Si vivís según los instintos de la carne, haréis morir en vosotros la vida de la gracia; pero si mortificáis sus malas inclinaciones, viviréis vida divina» (Rm 8,13).

4. Su objeto: restablecer el orden y hacernos semejantes a Jesús crucificado. Principio general y diversas aplicaciones de su ejercicio

Veamos cómo se realiza esto; veamos con más detalle por qué y cómo debemos morir para vivir, por qué y cómo, según dice Nuestro Señor mismo, debemos «perdernos para salvarnos» (Jn 12,25). Dios creó el primer hombre en entera rectitud (Ecli 6,30). En Adán las facultades inferiores de los sentidos estaban enteramente sometidas a la razón, y la razón perfectamente sometida a Dios. Con el pecado desapareció este orden armonioso, rebelóse el apetito inferior y entablóse la lucha de la carne contra el espíritu. «Desgraciado de mí, exclama San Pablo, que no puedo realizar el bien que me propongo cumplir, y en cambio, pongo por obra el mal que no quisiera ejecutar» (Rm 7, 19-20). Es la Concupiscencia, movimiento del apetito inferior, la que nos inclina al desorden y nos incita al pecado. Ahora bien, esta Concupiscencia de los ojos, de la carne y del orgullo (1Jn 2,16) propende a crecer y a dar frutos de pecado y de muerte sobrenatural; luego, para que la vida de la gracia se mantenga en nosotros y se desarrolle, hay que mortificar, es decir, reducir a la impotencia, «dar la muerte», no a nuestra misma naturaleza, sino a aquello que en nuestra naturaleza es origen de desorden y de pecado: instintos desordenados de los sentidos, desvaríos de la imaginación, perversas inclinaciones. Este es el fundamento de la necesidad de la penitencia: restablecer en nosotros el orden, devolver a la razón, sumisa ya a Dios, el imperio sobre las potencias inferiores, que permitan a la voluntad su entrega total a Dios: en esto consiste la vida. No olvidéis que el Cristianismo en principio sólo exige la mortificación para destruir en nosotros todo cuanto se opone a la vida: el cristiano, por el renunciamiento, procura eliminar de su alma todo elemento de muerte espiritual, a fin de permitir a la vida divina desarrollarse dentro de él con toda libertad, con toda facilidad, en toda su plenitud.

Desde este punto de vista, la mortificación es una consecuencia rigurosa del bautismo e iniciación cristiana. San Pablo nos dice que el neófito, sumergido en la sagrada pila, muere para el pecado y comienza a vivir para Dios; esta doble fórmula condensa, como ya hemos visto, toda la conducta cristiana, pues no podemos ser cristianos si primero no reproducimos en nosotros la muerte de Cristo, renunciando al pecado.

¿En qué consiste, me diréis, esta muerte para el pecado?, ¿hasta dónde se extiende, qué aplicación práctica deberemos hacer de la ley del renunciamiento? Esta aplicación, como es natural, puede variar de mil maneras, pues las almas no están todas en el mismo estado, y son muy diversas las situaciones por que atraviesa cada una. San Gregorio Magno (Hom. XX, in Evang., c. 8. Regula pastoralis p. III, c. 29) sienta como principio que cuanto más perturbado haya sido el orden sobrenatural por el predominio del apetito inferior, durante más tiempo hemos de practicar la mortificación. Hay almas que han sido más profundamente afectadas por el pecado; las raíces del mismo son en ellas más profundas, las fuentes del desorden espiritual más activas; esta en ellas más expuesta la vida de la gracia. Para tales almas, la mortificación deberá ser más vigilante, mas vigorosa, más continua. En algunas almas más adelantadas ya en la vida espiritual, las raíces del pecado son más tenues, más débiles, menos vigorosas; la gracia se encuentra con un terreno más generoso, más fecundo; la necesidad de penitencia para tales almas, en cuanto que la penitencia tiene por objeto hacer morir el pecado, será menos imperiosa, y menos perentoria la obligación del renunciamiento. Mas para estas almas fieles, en las cuales abunda la gracia, existe otra razón de la cual trataremos más tarde, que es la de imitar más perfectamente a Cristo, nuestro Jefe, y Cabeza de un cuerpo místico, cuyos miembros son todos solidarios. Es muy grande el acicate que ese motivo ofrece a esas almas generosas.

Este es un principio general, pero sea cual fuere la medida de su aplicación, hay obras que todo cristiano está obligado a cumplir, como son: la observancia exacta de los mandamientos de Dios, los preceptos de la Iglesia, las prácticas de Cuaresma, las vigilias, las Témporas; la fidelidad continua a los deberes de estado, a la ley del trabajo; la vigilancia para huir constantemente de las múltiples ocasiones de pecar; observancias todas que exigen las más de las veces actos de renuncia y sacrificios costosos a la naturaleza.

Hay que luchar además contra determinados defectos que asfixian o debilitan la vida divina: en un alma, es el amor propio; en otra, la ligereza; en ésta, la envidia o la cólera, en aquélla, la sensualidad o la pereza. Tales defectos, dejados sin combatir, son fuente de mil faltas e infidelidades voluntarias que ponen trabas a la acción de Dios en nosotros. Por insignificantes que nos parezcan tales vicios, nuestro Señor espera de nosotros que nos ocupemos de ellos, que trabajemos generosamente, mediante una vigilancia constante sobre nosotros mismos merced a un cuidadoso examen de las acciones de cada día, mediante la mortificación corporal y la renuncia interior, hasta lograr extirparles, que no descansemos hasta que las raíces queden tan debilitadas, que no puedan ya producir más frutos, pues cuanto más debilitadas queden dichas raíces, más poderosa resultará en nosotros la vida divina, siendo más fácil su desarrollo.

Existen por último ocasiones de renunciamiento que nos salen al paso en el curso ordinario de la vida, dirigido por la providencia, y que debemos aceptar como verdaderos discípulos de Jesucristo; tales son: el padecimiento, la enfermedad, la desaparición de seres queridos, los reveses de fortuna, las adversidades, las contrariedades, los obstáculos que dificultan la realización de nuestros planes, la falta de éxito en nuestras empresas, las decepciones, los momentos de disgusto, las horas de tristeza, el peso del día que tanto abrumaba en algún tiempo a San Pablo (Rm 9,2) hasta el punto de que la misma «existencia constituía para él una pesada carga» (2Cor 1,8); todas esas miserias que, mortificando nuestra naturaleza y poniéndonos en trance de morir un poco todos los días -«todos los días muero» (1Cor 15,31)- nos ayudan a desasirnos de nosotros mismos y de las criaturas.

5. Cómo en Cristo hallamos consuelo y cómo unidos a los suyos, adquieren valor nuestros actos de renunciación

Este es el sentido de esa frase del Apóstol: «todos los días muero»: morir todos los días para vivir un poco más cada día de la vida de Cristo. Y al hablar de sus padecimientos, escribe estas palabras profundísimas aunque a primera vista desconcertantes: «Completo, por medio de los padecimientos en mi carne, lo que falta a los padecimientos de Cristo, y lo completo en favor de la Iglesia, su cuerpo místico» (Col 1,24). ¿Falta algo por ventura a los padecimientos y satisfacciones de Cristo? Ciertamente que no. Como ya os tengo dicho, su valor es infinito; siendo los padecimientos de Cristo, padecimientos de un HombreDios que vino a reemplazarnos, nada falta para la perfección y plenitud de sus padecimientos; éstos han sido más que suficientes para el rescate de todos «El es propiciación por todos los pecados de todo el mundo» (1Jn 2,2). ¿Por qué habla, pues, San Pablo del «complemento» que él mismo aporta a tales padecimientos? San Agustín nos da hermosísima respuesta: El Cristo total se compone de la Iglesia unida a su jefe; de los miembros, que somos nosotros, unidos a la cabeza, que es Cristo. La cabeza de este cuerpo místico, que es Cristo, apuró hasta las heces la copa del sufrimiento; sólo falta que sufra también en su cuerpo y en sus miembros, y vosotros sois ese cuerpo y esos miembros. [Impletæ erant omnes passiones, sed in capite; restabant adhuc Christi passiones in corpore; vos autem corpus et membra. Enarrat. in Sal. LXXXVII, c. 5].

Contemplad a Jesucristo camino del Calvario, cargado con la cruz y cayendo por tierra abrumado por su peso. Su divinidad, si El quisiera, sostendría a su humanidad, pero no lo quiere. ¿Por qué? -Porque quiere, para expiar el pecado, experimentar en su carne inocente los estragos causados por el pecado. Pero los judíos temen que Jesús no llegue con vida al sitio de la crucifixión, y obligan a Simón Cirineo a ayudar a Cristo a llevar su cruz, ayuda que acepta Jesús. Simón, en esta ocasión, representa a todos; cuantos somos miembros del cuerpo místico de Cristo, debemos ayudar a Jesús a llevar su cruz. Podemos estar seguros de que en verdad pertenecemos a Cristo, si, imitando su ejemplo, nos renunciamos a nosotros mismos y cargamos con nuestra cruz. «El que quiera venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Lc 9,23). Aquí está el secreto de esas mortificaciones voluntarias que afligen y desgarran el cuerpo, y de aquellas otras que reprimen los deseos, aun legítimos, del espíritu, y que realizan las almas fuertes, las almas privilegiadas y santas. Estas almas expiaron sin duda sus faltas, pero el amor las impele a expiar por aquellos miembros del cuerpo de Cristo que ofenden a su Cabeza, a fin de que no disminuyan en el cuerpo místico ni la belleza ni el esplendor de la vida divina. Si amamos de veras a Cristo, tomaremos generosamente nuestra parte, conforme al consejo de un prudente director, en aquellas mortificaciones voluntarias, que harán de nosotros discípulos menos indignos de un Dios crucificado. ¿No era, por ventura, esto mismo lo que anhelaba San Pablo, cuando escribía que quería renunciar a todo, «a fin de ser admitido a la comunión de los padecimientos de Cristo y asemejarse a El hasta la muerte?» (Fil 3, 8-10).

Si nuestra naturaleza experimenta alguna repulsión, pidamos al Señor que nos dé fuerza para imitarle y seguirle hasta el Calvario. Según aquel hermoso pensamiento de San Agustín, la hez del cáliz del padecimiento y renuncia, del cual tenemos que gustar algunas gotas, la ha reservado para sí el inocente Jesús, como médico compasivo: «No podrás ser curado a menos que bebas del cáliz amargo; el médico sano bebió primero, para que no dudase en beber el enfermo» (De verbis Domini. Serm XVIII, c. 7 y 8). Cristo sabe lo que es el sacrificio por haberlo experimentado El mismo. «El pontifice que vino a salvarnos, no es de aquellos que son incapaces de tomar parte en nuestros padecimientos; antes bien, para asemejarse a nosotros, hizo experiencia de todos ellos» (Heb 4,15); ya os he dicho hasta qué extremo llevó su compasión Nuestro Señor. Ahora bien, no olvidemos que al tomar parte así en nuestros dolores y en aquellas miserias que eran compatibles con su divinidad, santificó Cristo nuestros padecimientos, nuestras enfermedades, nuestras expiaciones, y mereció a fin de que nosotros pudiéramos sobrellevarlos, y para que fuesen a la vez agradables a su Padre. Mas para eso, es menester unirnos íntimamente a Nuestro Señor por la fe y el amor, y aceptar el llevar la cruz en pos de El.

De esta unión arranca todo el valor de nuestros padecimientos y sacrificios, pues de suyo nada valdrían para el cielo, pero unidos a los de Cristo, llegan a ser sumamente agradables a Dios y saludabilísimos para nuestras almas. [Véase el texto del Concilio de Trento antes citado]. Esta unión de nuestra voluntad a Nuestro Señor en el padecimiento, se convierte para nosotros en un manantial de consuelos. Cuando padecemos, cuando nos hallamos apenados, tristes, abatidos, quebrantados por la adversidad, envueltos en mil dificultades, y nos llegamos a Jesucristo, no nos vemos exonerados de nuestra cruz, toda vez que el servidor no ha de ser de mejor condición que su amo (Lc 6,40), pero sí reconfortados. El mismo Jesucristo nos lo dice: quiere que llevemos su cruz, como condición indispensable para ser sus verdaderos discípulos, pero promete a la vez su ayuda a aquellos que acudan a El en busca de alivio en sus padecimientos. El mismo nos dirige esta invitación: «Venid a Mí todos cuantos padecéis y soportáis el peso de la aflicción, y yo os aliviaré» (Mt 11,28).

Su palabra es infalible; si os dirigís a El con confianza, estad seguros de que se inclinará hacia vosotros, lleno de misericordia, conforme a las palabras del Evangelio: «Movido por la misericordia» (Lc 8,13). ¿Acaso no se hallaba abrumado de pena cuando dijo: «Alejad de mí, Padre mío, este cáliz tan amargo?» Pues bien, dice San Pablo que una de las razones por las cuales quiso Cristo sentir el dolor, fue para adquirir experiencia y poder aliviar a cuantos acudiesen a él (Heb 4,15, y 2, 16-18). El es el buen samaritano que, inclinándose hacia la humanidad enferma, le otorga, juntamente con la salud, el consuelo del Espíritu de amor, pues de El procede todo cuanto puede constituir un verdadero consuelo para nuestras almas. Ya lo dijo San Pablo: «Así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así también por Cristo abunda nuestro consuelo» (2Cor 1,5). Fijaos cómo identifica sus tribulaciones con las de Jesús, ya que es miemhro del cuerpo místico de Cristo y es del mismo Cristo de quien recibe el consuelo.

¡Qué bien se realizaron en él estas palabras! ¡Qué parte tan importante tomó en los dolores de Cristo! ¡Leed aquel cuadro, tan vivo y conmovedor, de las dificultades continuas que asedian al Apóstol durante sus viajes apostólicos: «Más de una vez vi de cerca la muerte; cinco veces fui flagelado, tres veces azotado con varas; una vez fui lapidado, tres veces padecí naufragio, una noche y un día enteros los pasé flotando a merced de las olas. En mis numerosos viajes me he visto muchas veces rodeado de peligros: peligros en los ríos, peligros de ladrones, peligros de parte de los de mi nación, peligros de parte de los infieles; peligros en las ciudades, peligros en los desiertos, en el mar; peligros por parte de los falsos hermanos, en trabajos y fatigas, en muchas vigilias; padecimientos de hambre y sed; multiplicados ayunos, frío, desnudez, y sin hacer mención de tantas otras cosas, ¿recordaré mis preocupaciones de cada día, y la solicitud y cuidado de las Iglesias que he fundado?» (ib. 11, 24-29).

¡Oh, qué cuadro!, ¡qué angustiada debía estar el alma del gran Apóstol agitada por tantas miserias, que se renovaban sin cesar! Con todo, en todas esas tribulaciones estoy «rebosando de gozo» (ib. 7,4). ¿Cuál es el secreto de este gozo? -El amor hacia Cristo que murió por nosotros (ib. 5,14); de Cristo le viene esta abundancia de consuelo (ib. 1,5). Estando unido a Cristo por amor, permanece impertérrito en medio de todas las miserias y privaciones a que se ve reducido. ¿Quién me separará de la caridad de Cristo? ¿Será la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, el peligro, la espada? Según lo que está escrito: Por causa tuya, Señor, estamos día y noche expuestos a la muerte y se nos mira como ovejas destinadas al cuchillo; pero de todas estas pruebas, añade, «hemos salido vencedores gracias a Aquel que nos amó» (ib. 5,15). Tal es el grito del alma que ha comprendido el amor inmenso de Cristo en la Cruz y que desea como verdadero discípulo seguir sus huellas hasta el Calvario, tomando, por amor, su parte en los padecimientos del divino Maestro, pues, como ya os tengo dicho, nuestros sacrificios, nuestros actos de renuncia y de mortificación, reciben de la Pasión de Cristo y de sus padecimientos, todo su valor sobrenatural para destruir el pecado y acrecentar en nosotros la vida divina. Debemos procurar unirlos, por la intención, al Sacramento de la Penitencia, que nos aplica los méritos de los padecimientos de Cristo con el fin de hacernos morir para el pecado. Si así lo hacemos, la eficacia del Sacramento de la Penitencia se extenderá, por decirlo así, a todos los actos de la virtud de penitencia, para aumentar su fecundidad.

6. Conforme al espíritu de la Iglesia es preciso conectar los actos de la virtud de la penitencia con el sacramento

Ese es, por otra parte, el pensamiento de la Iglesia: Ved sino cómo después que el sacerdote, ministro de Cristo, nos ha impuesto la satisfacción necesaria, y por la absolución ha lavado nuestra alma en la sangre divina, recita sobre nosotros las palabras siguientes: «Todos cuantos esfuerzos hicieres para practicar la virtud, todas cuantas molestias padecieres, te sirvan para la remisión de los pecados, aumento de la gracia y premio de vida eterna». Esta oración, aunque no es esencial al sacramento, como es la Iglesia quien la ha fijado, además de la doctrina que en sí contiene, doctrina que, naturalmente, la Iglesia desea ver traducida en obras, tiene valor de sacramental. Por medio de esta oración, el sacerdote comunica a nuestros padecimientos, a nuestros actos de satisfacción, expiación, mortificación, reparación y paciencia, que une y relaciona con el sacramento, tal eficacia, que nuestra fe nos obliga a detenernos en algunas consideraciones sobre este punto, tratando de que os forméis sobre él una idea perfectamente clara.

En remisión de tus pecados.- El Concilio de Trento enseña a este propósito una verdad muy consoladora. Nos dice que Dios usa de tal liberalidad y largueza en su misericordia, que no sólo nos sirven de satisfacción ante el Padre Eterno, mediante los méritos de Jesucristo, las obras de expiación que el sacerdote nos imponga o que nosotros mismos libremente elijamos, sino también todas las penas inherentes a nuestra condición de pobres mortales, todas las adversidades temporales que Dios nos envía o permite, siempre que las sobrellevemos con paciencia. Por eso, nunca os recomendaré bastante una práctica excelente y fecunda, que consiste en aceptar cuando comparecemos ante el sacerdote, o más bien, ante Jesucristo, para acusarnos de nuestras faltas, todas las penas, todas las contrariedades, todas las cosas desagradables que en lo sucesivo puedan sobrevenirnos, a fin de que nos sirvan de reparación por nuestros pecados; más aún, conviene que en aquel momento formemos el propósito de ejecutar, hasta la confesión siguiente, algún acto especial de mortificación, aunque este acto no sea muy penoso. La fidelidad a esta práctica, tan conforme al espíritu de la Iglesia, resulta sumamente fecunda. En primer lugar, descarta el peligro de la rutina. Un alma que por medio de la fe se reconcentra así en la consideración de la grandeza de este sacramento, en el cual se nos aplica la sangre de Jesucristo; un alma que, estimulada por el amor, se ofrece a soportar con paciencia, en unión con Cristo en la cruz, todo cuanto se presente, en el transcurso de su existencia, por duro, difícil, penoso y mortificante que ello sea, puede considerarse inmunizada contra esa especie de embotamiento de la sensibilidad que la práctica de la confesión frecuente engendra en algunas conciencias. Esta práctica constituye, además, un acto de amor sumamente agradable a Nuestro Señor, porque es una señal de que estamos dispuestos a tomar parte en los padecimientos de su Pasión, que es el más santo de sus misterios. En fin, renovada con frecuencia, nos ayuda a adquirir poco a poco ese verdadero espíritu de penitencia, que es tan necesario para hacernos semejantes a Jesús, Nuestro Señor y Maestro.

Añade luego el sacerdote: «Todo cuanto hagas o padezcas, redunde en acrecentamiento de la vida divina en ti». La muerte, ya os lo he dicho, es aquí preludio de vida. «El grano de trigo, dice Nuestro Señor, debe primero morir en tierra antes de germinar y producir la rica mies que el padre de familia cosechará en sus graneros». Y esta vida sera tanto más vigorosa y tanto más abundará la gracia en nosotros, cuanto más hayamos reducido, debilitado, disminuido, por medio de ese espíritu de renuncia, todos los obstáculos que se oponen a su libre desarrollo. Retened, pues, para siempre, esta verdad capital: que nuestra santidad es de un orden esencialmente sobrenatural y que dimana de Dios. Cuanto más se purifique el alma del pecado por la mortificación y el desasimiento, cuanto más se vacíe de sí misma y de la criatura, tanto más poderosa resultará en ella la acción divina. Cristo mismo nos lo dice y también nos asegura que su Padre se sirve del padecimiento para hacer más fecunda la vida en el alma. «Yo soy la vid, mi Padre el viñador y vosotros los sarmientos. Todo ramo que trae fruto,lo poda mi Padre para que produzca en mayor abundancia, pues es gloria de mi Padre que vosotros deis copiosísimos frutos» (Jn 15, 1-8). Cuando el Padre Eterno ve que un alma, unida ya a su Hijo por la gracia, desea resueltamente darse del todo a Cristo, quiere que abunde en ella la vida y aumente su capacidad. Para ello, pone El mismo manos a la obra en este trabajo de renuncia y desasimiento, condición previa de nuestra fecundidad; poda todo cuanto impide que la vida de Cristo produzca todos sus efectos y todo cuanto pueda ser obstáculo a la acción de la savia divina. Nuestra corrompida naturaleza contiene raíces que propenden a producir malos frutos, y Dios, por medio de los múltiples v profundos padecimientos que permite o envía, y por medio de las humillaciones y contradicciones, purifica el alma, la taladra, la castiga, la separa, por decirlo así, de la criatura, la vacía de sí misma, a fin de hacerle producir numerosos frutos de vida y de santidad.

Por fin, termina el sacerdote: «Todo se te convierta en recompensa para la vida eterna». Después de haber restablecido en este mundo el orden que permite el aumento y crecimiento de la vida de Cristo en nosotros, nuestros padecimientos, nuestros actos de expiación, nuestros esfuerzos para obrar el bien, aseguran al alma una participación en la gloria celestial. Recordad la conversación que sostienen los dos discípulos camino de Emmaús al día siguiente de la Pasión. Desconcertados con la muerte del divino Maestro, que parecía poner término a sus esperanzas en un reino mesiánico, ignorantes todavía de la resurrección de Jesús, se comunican mutuamente el profundo desengaño que han experimentado. Júntase a ellos Cristo en figura de peregrino, les pregunta cuál es el tema de su conversación, y después de oír la expresión de su desaliento, Sperabamus. «Esperábamos»: «¡Ah, hombres necios y de corazón lento para creer!, les reprende al instante; ¿acaso no era preciso que Cristo padeciese todas estas cosas antes de entrar en su gloria?» (Lc 24,26) [San Pablo se refería a estas palabras del divino Maestro cuando escribía a los Hebreos (2,9): Videmus Iesum propter passionem mortis gloria et honore coronatum. +Fil 2, 7-9]. Lo mismo ocurre con nosotros; es preciso que participemos de los padecimientos de Cristo si hemos de gozar de su gloria.

Esta gloria y bienaventuranza serán inmensas: «No os desaniméis en medio de vuestras tribulaciones, escribe San Pablo, antes al contrario, porque aunque el hombre exterior, sujeto a decadencia, se va debilitando sin cesar, el hombre interior se renueva de día en día hasta alcanzar el término feliz, y así nuestra ligera y momentánea aflicción prodúcenos un peso eterno de gloria del cual no podemos concebir ni una idea aproximada» (2Cor 4,17). «Así como -escribe en otro lugar- si somos hijos de Dios, somos sus herederos y coherederos de Cristo, siempre que padezcamos con El para ser también glorificados con El»; y añade: «Pues estimo que los padecimientos de este tiempo presente no guardan proporción con la gloria futura que ha de manifestarse en nosotros» (Rm 8, 17-18). Por eso, en la medida misma en que participemos de los padecimientos de Cristo, podemos alegrarnos, pues cuando se manifieste la gloria de Cristo en el último día, estaremos rebosando de contento (1Pe 4,13).

Animo, pues, os repetiré con San Pablo: «Mirad, decía, aludiendo a los juegos públicos de su tiempo, mirad a qué régimen tan severo se someten aquellos que quieren tomar parte en las carreras del circo, para ganar el premio. Y ¡qué premio! Corona de un día; al paso que nosotros, si nos imponemos el renunciamiento (1Cor 9, 24-25) es para obtener una corona inmarcesible; la corona de participar para siempre de la gloria y bienaventuranza de nuestro Rey». «En este mundo pasáis, dice el Señor, por la aflicción; el mundo que no me conoce vive en medio del placer, al paso que vosotros, ejercitándoos con viva fe, lleváis conmigo el peso de la cruz pero volveré a veros el último día, y entonces vuestro corazón rebosará de gozo y nadie os lo podrá arrebatar» (Jn 16, 20-22).

 

El gran descuido de muchos adolescentes

Falta fortaleza espiritual en muchos jóvenes y cuando llegan las crisis, muchos suelen refugiarse en el alcohol, en las drogas, contemplar el suicidio y a atentar contra sí mismos

El papa Francisco ha pedido orar por la fe de los jóvenes. Qué necesario es poner a nuestras familias en oración pero con mayor intensidad la fe de nuestros adolescentes para que no anden sueltos por la vida.

Cuánta preocupación genera el ver cómo los adolescentes descuidan tanto su vida espiritual.

Lamento que haya tantas familias que no hayan podido transmitir la fe a los suyos. Pero incluso aquellas familias que sí lo intentan todos los días, no siempre consiguen tener a todos sus hijos en el camino de Dios.

Un sacerdote decía: “es que Dios no es abuelo, Dios es Padre, y toca a cada generación, elegirlo”.

Lo verdaderamente importante

Entiendo que la adolescencia es una etapa en la que las personas tendemos a vivir grandes emociones, la libertad que se va conquistando, la interacciones con sus pares, el amor, el desamor, la intensidad de todas sus experiencias es a veces abrumadora.

Siempre buscando las alegrías y las aventuras y cuántas veces descuidando lo verdaderamente importante.

Es difícil como padres, poner un alto y apuntar a lo que es importante. Ellos no paran. Están en constante movimiento. Esquivan todo para correr y vivir.

Pero es necesario no dejar de insistir en su fe porque ellos también necesitan aferrarse a algo que sea firme para cuando de golpe les llegue el alto.

Algo que reconozcan y que se les haga familiar, que sepan a dónde acudir y cómo pedir. ¡Es triste que muchos no sepan ni cómo rezar!

Hace unos años escuche la homilía de un sacerdote que hablaba sobre la fortaleza espiritual, una cosa que muchos jóvenes no tienen, decía.

En aquella ocasión, el sacerdote contaba la anécdota sobre un muchacho que no deseaba celebrar el sacramento de su Confirmación.

La madre había insistido tanto que le pidió al sacerdote que hablara con él.

El muchacho escuchó el consejo del sacerdote que le dijo que hoy en día, los adolescentes son muy frágiles, que cuando llegan las crisis, muchos suelen refugiarse en el alcohol, en las drogas, contemplar el suicidio y a atentar contra sí mismos.

Y esto ocurre precisamente porque les falta esta fortaleza espiritual.

La fuerza espiritual de los sacramentos

Los sacramentos nos dan esa fortaleza pues simbolizan, en cada etapa de nuestras vidas, la presencia de Dios en nosotros, y en particular el sacramento de la Confirmación que es la recepción del Espíritu Santo en nosotros.

Es a través de este sacramento, que Jesús y el Padre vienen a nosotros y hacenmorada en nosotros, como dice en el Evangelio de Juan:

“Yo les aseguro, que, si ustedes cumplen mis mandamientos, mi Padre y Yo vendremos y haremos morada en ustedes”.

“Yo les aseguro” dice Jesús. Y así es, ellos vienen y nos habitan, Su presencia no falla.

La importancia de la presencia de Dios

Pero no se trata solo de cumplir con una u otra cosa para pensar que estamos bien.

El pecado también puede alejar la presencia de Dios y quedamos igualmente debilitados y a merced de a donde nos lleve el viento…

La fortaleza que nos da Dios esta asegurada por Su presencia continua, por su cercanía, por su amistad, por la gracia de tenerlo actuando en nuestra vida como un Padre bueno, que provee y que nos guía y alimenta.

Pero hace falta acercarse siempre a participar de la misa, a recordarlo continuamente durante el día y a ofrecerle nuestro tiempo en oración.

Aunque sean unas pocas palabras pero que siempre esté presente en nuestro día. Que se nos haga costumbre, rezar al despertar, al salir de la casa, hacer pausas y agradecer por su compañía,…

La verdadera alegría

Llegará un día en que algunos salgan de esta vida diciéndole a Dios “pero soy yo, tu hijo” y Él dirá “no te conozco” porque no habremos alimentado esa relación con nuestro Dios, nuestro todo.

Y cuánto dolor sentiremos por no haber hecho más por albergar a Dios en nuestro corazón.

Su misericordia, su amor por nosotros, es grande. Más de lo que podemos imaginar. Él quiere ser lo más importante de nuestra vida, lo principal, quiere caminar con nosotros.

Es preciso no despreocuparnos de las cosas de la fe, porque verdaderamente se experimenta una gran dicha caminando de su mano. Más que cualquier otra alegría que podamos disfrutar en este mundo.

¡Pero qué Dios tan bueno tenemos que insiste en caminar junto a sus hijos por esta vida! ¡Qué privilegio el que tenemos, no ser jamás abandonados cuando lo elegimos!

Por Lorena Moscoso 

 

Copaternidad: Cuando el amor no tiene nada que ver con ser padre

“Te ayudamos a cumplir tu deseo de ser padre/madre con una persona afín a ti”. Así rezaba el cartel de una empresa de copaternidad en España.

La copaternidad es una práctica realmente aberrante pero cada vez más extendida en el mundo. Se define como el acto de participar en la paternidad o maternidad de un hijo, desde la concepción hasta el desarrollo, sin que exista vínculo amoroso ni familiar entre los copadres.

Las empresas de este tipo plantean la coopaternidad indicando que se trata de una buena oportunidad para cumplir el deseo de tener un hijo. Reducen por tanto un acto tan generoso como es la paternidad y la maternidad a algo tan insustancial como es el cumplimiento egoístico de un deseo o de un interés.

Las ventajas que promete la copaternidad se basan en el supuesto beneficio que aporta la inexistencia de vínculo amoroso con la “otra parte del contrato”, disociando así totalmente la conyugalidad de la paternidad o maternidad y aniquilando el valor del ambiente familiar.

El contexto en el que se sitúa la doctrina cristiana sobre la paternidad es que Dios ha querido servirse del amor conyugal para otorgar a los esposos la posibilidad de procrear; lo que supone una participación en Su proyecto creador.

Cuando el hijo satisface un deseo

Esta acción en sí misma dota de un alto sentido de dignidad a la persona, pues el anteponer a todo el deseo de un hijo puede llevarnos, aunque sea de forma inconsciente a una connotación de esclavitud, porque los niños ya no son un don que merece ser cuidado, sino un mero objeto para satisfacer el deseo de los padres, o en este caso, de los copadres.

En efecto, el hijo pasa a ser cosificado: creado a partir de un contrato y generado por el empecinamiento humano de querer buscar la satisfacción de los adultos a través de una paternidad y una maternidad desligada de todo.

La vocación al matrimonio cristiano es un don sobrenatural que otorga a la pareja una serie de “superpoderes”, que les hace capaces incluso de vivir la fecundidad conyugal aún en los casos en los que por razones fisiológicas no se puede tener hijos.

Para un cristiano, el matrimonio no es solo una institución social, ni un contrato de convivencia con todos los puntos claros y atados. Los únicos puntos claros son la fidelidad, la apertura a los hijos y el compromiso con la educación cristiana de los eventuales hijos. A partir de allí, es Dios quien construye a la familia.

Estamos hechos para amar: esto es innegable, ya que es algo inherente al ser humano. De hecho, la plenitud de nuestra vida consiste en poder amar y en sabernos amados. Ante esta verdad universal, cerrar totalmente la puerta a lo más grande que tenemos, el amor; es una reducción de la paternidad o maternidad a puro egoísmo. El egoísmo es, en efecto, la antítesis del amor que, en cambio, es desinteresado.

¿Qué nos ha llevado hasta aquí?

Como decía Fabrice Hadjadj ”Lo dado esencial o natural no es susceptible de deconstrucción. La única manera de deconstruirlo es destruirlo por completo. Pero ya que junto con la familia habría que destruir al hombre, la mayoría de las veces basta con deformarla o parodiarla.”

La copaternidad hace del hijo una simple fabricación dentro de un proyecto u ambición que uno quiere cumplir siendo el fruto de una pura realización en laboratorio. Sin una unión hombre y mujer, nos saltamos de un batacazo la prueba más reveladora e inherente al ser humano: la aventura de nuestra humanidad.

Si hablamos de la trascendencia de una vida humana, siempre nos enfrentaremos a algo que nos supera. Actualmente, con este tipo de “técnicas de reproducción”, se nos invita a no enfrentarnos a lo que nos supera; viviendo las circunstancias de una manera simplemente funcional pero no existencial. ¡Qué peligroso puede ser esto! ¡Ponernos una venda en los ojos!

En la familia, empieza la aventura del ser. Es ahí donde ejercitamos lo más grande que tenemos: el amor. Como hemos dicho, la familia no se funda sobre un “contrato perfecto” y con todas las letras pequeñas atadas: no siempre funcionarán bien las cosas.

Pero, qué maravilloso es que todos nuestros límites no puedan ser superados simplemente con la firma de un acuerdo o a través de soluciones técnicas. Porque sólo así, enfrentándonos a nuestros problemas y nuestras miserias, dejaremos paso a la Misericordia; y saldremos victoriosos a una vida más plena y más elevada que nuestros éxitos o nuestros planes.

Por Miriam Esteban Benito

 

Libertad para decir lo que uno piensa

 

Escrito por Jaime Nubiola

Publicado: 07 Abril 2022

 

Libertad para decir lo que uno piensa. Esta actitud hoy en día requiere valentía, pues a muchos les paraliza el miedo a no ser “políticamente correctos”, a disentir de la “mayoría”

Hace unos días me llamó la atención el editorial del New York Times del pasado 18 de marzo en defensa de la libertad de expresión. Llevaba por título «America Has a Free Speech Problem» y en él se abordaba la creciente dificultad que sienten muchos norteamericanos para expresar sus opiniones en público cuando no coinciden con las de la mayoría, cuando no están de moda, cuando no son las que defienden los medios de comunicación. «La libertad de expresión −afirmaba solemnemente el consejo editorial− es la base del autogobierno democrático». Y añadían unas líneas más abajo: «La libertad de expresión exige una gran disposición para interesarse por las ideas que no nos gusten y una gran moderación frente a las palabras que nos desafíen e incluso nos molesten». Aportaban una encuesta que mostraba el cambio en el espacio público norteamericano en esta materia en las últimas décadas, sobre todo, porque «en el curso de su lucha por la tolerancia, muchos progresistas −añadían− se han vuelto intolerantes con quienes no están de acuerdo con ellos o expresan opiniones diferentes y han asumido una especie de fariseísmo y censura».

Traigo esto a colación porque en una clase reciente en la que había cierto debate sobre una cuestión controvertida, advertí en el rostro de una valiosa alumna que no estaba de acuerdo con lo que decían varios de sus compañeros. Le invité a hablar, pero respondió que no tenía nada que decir. Por la noche me envió un mensaje del que copio lo esencial: «Le escribo para comentarle que la clase de hoy me ha dejado bastante en shock. Soy consciente de que se ha dado cuenta de las caras que estaba poniendo (soy muy expresiva, no lo puedo evitar). Tenía ganas de participar porque no estaba de acuerdo con la mayoría de cosas que se han dicho, pero me ha dado la sensación de que se me iba a echar todo el mundo encima y tampoco quería ofender a nadie… La próxima vez intentaré armarme de valor y participar, porque ahora a posteriori me arrepiento de no haber expuesto lo que pensaba». Le agradecí el mensaje y me dejó pensando que el problema que detecta el New York Times en la sociedad americana viene a ser el mismo que encontramos en nuestras aulas. Muchos alumnos no se atreven a decir lo que piensan por miedo a ser rechazados por los demás.

La semana siguiente planteé a todo el curso esta cuestión para determinar si consideraban que en el aula habíamos logrado crear el espacio de libertad al que cabe aspirar en un curso de «Claves del pensamiento actual». Se trata de un grupo de cincuenta estudiantes de últimos cursos de Comunicación y de Derecho y me resultaron de gran interés sus intervenciones. Anoté en la pizarra tres de sus comentarios. El primero decía que realmente no les gusta discutir, porque lo pasan mal llevando la contraria a alguien. Otro explicaba que los jóvenes de hecho solo hablan con los que piensan como uno y, por tanto, ni siquiera escuchan las opiniones de quienes piensan de forma diferente en una determinada materia. Finalmente, un tercero añadía que muchas veces los jóvenes se callan para no tener que admitir que están equivocados o que son ignorantes, ya que sus opiniones no están suficientemente fundamentadas.

Subí a Facebook un breve post sobre esta materia y ha suscitado una veintena de comentarios; mejor dicho, de testimonios por parte de personas que en su lugar de trabajo, con el grupo de sus amigos o incluso en el ámbito de su familia no se sienten con libertad para expresar sus opiniones por miedo a llevarse un disgusto o a ser rechazados. Escribe Rafael Luis P. desde Argentina: «Se ha perdido la tolerancia en las discusiones, tal vez porque las ideas no están lo suficientemente fundadas, y nadie se escucha, todos hablan a la vez y todo termina mal. Claro ejemplo se ve en las conversaciones o discusiones de los paneles de la televisión, donde los mismos periodistas no son capaces de respetar a sus colegas y los interrumpen, por no hablar de los políticos. Tienes la formidable oportunidad de enseñar a los universitarios a saber escuchar a los demás, a no interrumpir y, sobre todo, a saber fundamentar sus ideas».

A su vez Mario R., desde Kansas: «Soy docente en una universidad pública en los Estados Unidos desde hace veinticinco años. No solamente el «free speech» está amenazado, sino que la autocensura académica es muy grave: autocensura en clase, sobre todo, porque puede perderse el trabajo. En los últimos cinco años esta crisis se ha agudizado».

Los testimonios podrían multiplicarse, pero basta con asomarse a los comentarios casi siempre agresivos y llenos de insultos personales que se publican en las páginas web de los periódicos españoles en su formato digital. Su lectura es del todo desagradable, pues apenas están corregidos o filtrados, ya que eso requiere personas dedicadas a esa tarea. En contraste, los abundantes comentarios a los artículos del New York Times −siempre muy bien escritos− son a menudo tan interesantes como el artículo que comentan porque aportan testimonios u opiniones discrepantes: la experiencia humana es siempre plural.

Libertad para decir lo que uno piensa. Esta actitud hoy en día requiere valentía, pues −como diagnostica Sagrario Z. desde Pamplona− a muchos les paraliza el miedo a no ser “políticamente correctos”, a disentir de la “mayoría”. Como herederos de Sócrates, es misión de quienes nos dedicamos a la filosofía recordar a todos que no debemos renunciar a expresarnos con libertad. Y, por supuesto, hemos de aprender también todos a expresarnos con amabilidad, pues la expresión educada de la propia opinión anima a los demás a responder con la misma libertad e inteligencia.

Jaime Nubiola

 

 

Ética y medios de comunicación

 

Escrito por Ana Azurmendi

Publicado: 13 Junio 2022

1.    Introducción

Una de las primeras cuestiones que se plantean al hablar de Ética y medios de comunicación es la dificultad de determinar de qué se quiere tratar exactamente. Cuál va a ser el objeto de reflexión o de debate. Porque, a partir de tan amplia expresión, cabe hablar tanto del sufrimiento que provocan los medios, como de los problemas más específicos de especialidades como el fotoperiodismo, o de la utilización de los medios de comunicación para fines ajenos a su utilidad cutural-social, e incluso del fenómeno de la aparente incompatibilidad entre ética y periodismo.

La experiencia en las aulas confirma que no es tan sólo un problema de enfoque de una conferencia o de un artículo determinados, sino que ciertamente existe un desconcierto generalizado sobre la cuestión de la ética periodística. Si se realiza una encuesta a alumnos de últimos cursos de las facultades de comunicación –que en principio estarán más sensibilizados hacia estas cuestiones y menos presionados por la carga de escepticismo que suele afectar a los profesionales– sobre qué piensan acerca de la ética en la Comunicación, con toda seguridad se obtendrán respuestas del tipo [1]:

la teórica ética del comunicador se contiene en los códigos éticos profesionales; son criterios de sentido común basados la proporcionalidad, el respeto a la verdad y a las personas

la existencia de los códigos por sí misma no garantiza la ética profesional; la experiencia histórica parece demostrar que estas declaraciones de principios institucionalizadas sirven sobre todo para mantener un “sello”, una identidad empresarial en la forma de hacer la comunicación

–    a la vez, en la práctica profesional son muy frecuentes las situaciones en las que lo que se llama eticidad o no eticidad de una conducta depende de las circunstancias y consecuencias de dicha acción; algo que de alguna forma queda fuera del alcance de los códigos deontológicos

–la dinámica laboral parece excluir de su ámbito de preocupaciones el de la ética

2.    ¿De qué hablamos cuando hablamos de ética de los medios de comunicación?

¿De qué hablamos cuando hablamos de ética de los medios de comunicación? Analizando la multitud de artículos y libros publicados sobre el tema se observa una variedad enorme de aspectos que más o menos suelen identificarse con la deontología comunicacional: humanidad, condiciones laborales, situarse en el lugar del otro, conciencia, bien y mal, sentido común, criterios que aparecen en cuanto nos paramos a pensar, servicio a la sociedad, interés informativo... Son tantas las cuestiones tratadas que al final queda la duda de si la ética de la comunicación tiene que ver básicamente con la capacitación profesional, o si por el contrario es pura y simplemente una herramienta moral. Ya desde otro ángulo de perplejidades, siempre permanece el clásico dilema de si la ética es una cuestión de límites o, por el contrario, de garantías de excelencia profesional.

Todos nos damos cuenta del enorme poder que tienen los medios de comunicación. Forman parte de nuestra vida cotidiana y nos determinan en unos niveles de los que no siempre somos conscientes: en las películas de cine o los espectáculos a los que se asiste, por ejemplo, hay un alto componente de decisión promovida por la información-publicidad-marketing realizado por los medios; y en un plano aparentemente trivial –pero de clara incidencia en la propia personalidad– ¿en el lenguaje, en los argumentos y en la forma individual de afrontar las cosas diarias no hay algo que es reflejo de lo que presentan el cine y la televisión?

La información, la comunicación pública es un elemento básico de la vida económica, política y social –siempre se ha comprendido así– pero lo es también de la vida personal. No en vano ha sido reconocido como objeto de un derecho humano que tiene una particular posición, dentro del catálogo de derechos humanos de la Declaración Universal de Naciones Unidas [2]: es un derecho bisagra entre los derechos humanos de una especial incidencia en el individuo y de aquellos otros que están referidos más directamente a la vida social [3].

Que ¿de qué hablamos cuando hablamos de ética y medios de comunicación?: de la responsabilidad social de todos los agentes que intervienen en las diversísimas actividades que constituyen la comunicación pública: cine, radio, publicidad, televisión, periódicos, ficción, entretenimiento, relaciones públicas, agencias, programación, producción, gabinetes, comunicación comercial. Es una responsabilidad del buen hacer, que como en todas las profesiones, sirve para marcar los estándares de calidad de los servicios y productos comunicativos; aunque, en momentos puntuales, tal requerimiento de diligencia profesional se traduzca en una demanda ante los tribunales o en una queja expresa de las asociaciones de consumidores y usuarios.

La misión de los periodistas –y cabe extenderla a todos los que trabajan en comunicación–, tal y como la definió Paul Ricoeur, Decano de la Facultad de Periodismo de Nanterre, durante la revolución del 68, es “interpretar la realidad, porque sin interpretación no hay realidad, ni mundo, ni otro. Ni información, ni comunicación. Y una información auténtica debe ser cultura para la libertad”.

3.    Entre la interpretación de la realidad y los porcentajes de audiencia

Lo que ocurre es que la realidad parece desmentir tan buenas intenciones. Un repaso al tratamiento de la actualidad en televisión, radio y prensa de los últimos meses es suficiente para quebrar toda confianza en cualquier alta pretensión de la comunicación social. Las estadísticas no hacen más que confirmar esta percepción: en el verano de 1999, los programas de televisión de mayor éxito han sido los siguientes [4]:

–  la película Jumanji (TVE 1)

–  “El informal” (Tele 5)

–  el tiempo del Telediario 1 (TVE 1)

–  “Gran Prix del verano” (TVE 1)

La pregunta es ineludible: ¿esto es cultura para la libertad? ¿esto también forma parte del derecho a la información?

Hablar de éxito de programas es hablar de audiencias; y lógicamente también de la responsabilidad del público, porque parece tenerla: ¿quién pone en peligro el honor, la intimidad, la imagen de las personas, o los derechos a la información y a la cultura?: ¿los periodistas y profesionales de la comunicación?; ¿cuántos programas desaparecen por falta de audiencia?; ¿cuántos permanecen –a pesar de que se reconoce su falta de calidad– porque están abarrotados de audiencia?

No se trata de restar protagonismo a las empresas de comunicación y a sus profesionales. Ellos son los comunicadores públicos, y en el orden de lo fáctico, ellos son lo que deciden los contenidos de los medios de comunicación. Pero en cómo se desea satisfacer el propio derecho a la información y a la cultura todos los ciudadanos tienen algo que decir, eso está claro.

En una tertulia televisiva de hace ya unos cuantos años [5], justo en el momento en el que las cadenas privadas habían comenzado su andadura, se discutía sobre qué cambios se estaban dando en la televisión precisamente por su comercialización. Uno de los participantes, a propósito de la carrera que día a día protagonizan los medios para obtener mayor porcentaje de audiencia, decía:

“Imaginemos un programa que fuera la ruleta rusa, es decir, voluntarios para dispararse con un revolver que tiene una sola bala y no se sabe... y si gana, le dan muchos millones de pesetas... todo en directo. Tendrán el 100% de la audiencia, seguro. Habría cola para dirigir ese programa, seguro. Y habría cola también para participar porque, si se gana, se aparecería inmediatamente en portada de todas las revistas, se le harían entrevistas para la radio, tv., etc. Pues bien, nos da la impresión de que nos estamos acercando a esa hipotética situación”.

Siguiendo con este ejemplo, a pesar de la expectación que levantaría el programa ¿sería legítimo difundirlo?

Es un ejemplo extremo pero válido para mostrar que el hecho de que un numeroso porcentaje de audiencia reciba bien un tipo de contenidos no puede ser el único argumento que justifique su difusión.

O, desde otro punto de vista, es mayor la responsabilidad del periodista y de la empresa de comunicación al ofrecer un programa, espacios publicitarios, películas, informativos, etc. que la del público al recibir y aceptarlos. Pero el público tiene también aquí su responsabilidad.

4.    ¿Necesidad de cambio en el estilo de la gestión de los medios?

En definitiva: el profesional no tiene por qué dar a la audiencia todo lo que ésta le pide, cuando su demanda apunta hacia lo que habitualmente se llama morbo, escabrosidad, pornografía y frivolidad. Y si esos contenidos se dan ¿no tendrá que hacer algo el público?

Aunque de entrada parezca un ámbito algo lejano, los estudios de estrategia empresarial ofrecen algunas perspectivas útiles para esta reflexión acerca de los medios. Cuenta Kotter [6], en un estudio realizado hace más de 15 años pero que todavía mantiene su actualidad, que básicamente hay dos tipos de directivos y a ellos se corresponden dos tipos de resultados característicos:

a)   uno de ellos, el directivo tradicional, que aboca a la mediocridad en la empresa;

b)   el otro, el caótico, no tradicional, o como se quiera llamar, quien mal que bien consigue coordinar intereses, mantener la buena salud mental de todos, y alcanzar una mejora de resultados.

Lo curioso es que el tipo de directivo a) es:

–    un gran estudioso de informes;

–    un gran estudioso de estadísticas;

–    un gran estudioso del mercado;

–    un gran controlador de personal.

Consecuentemente las decisiones que adopta son las correctas, pero se descubre que a medio y largo plazo quizá no fueron las adecuadas.

El tipo de directivo b), de entrada –si lo viera un inversor– suscitaría desconfianza. Kotter describió así el modo de trabajar de estos directivos exitosos:

–    pasan más del 75% de su tiempo conversando con otros;

–    sus interlocutores son de una gama muy variada; en cuanto a la organización no se atienen con frecuencia a la línea jerárquica;

–    no hablan de planificación, coordinación, organización o control, sino de todo tipo de temas;

–    hacen muchas preguntas en las conversaciones;

–    las conversaciones contienen numerosas bromas y referencias a asuntos extra-trabajo;

–    con frecuencia reaccionan a iniciativas de otros. Gran parte de su día típico no está planificado, o a la gran planificación inicial se suma la dedicación de gran cantidad de tiempo a temas no incluidos en la agenda oficial;

–    trabajan largas jornadas.

En resumen, lo que hacen tiene poco que ver con el modelo tradicional. Más bien parece un comportamiento “atolondrado”. Sin embargo ¿por qué son eficaces?

La investigación evidenció que, con su particular estilo, estos ejecutivos hacen bien dos series de labores cruciales para el éxito gerencial. En primer lugar, consiguen armar adecuadamente la agenda de decisiones. En el maremágnum de problemas y de información, logran llevar a cabo un buen trabajo de identificación tanto de las cuestiones realmente estratégicas para la organización, como la de los dilemas reales. Su fuente principal son estos contactos “cara a cara”, con un público amplio, donde hacen numerosas preguntas en un clima no burocrático.

En segundo lugar, parten de la idea de que deben lograr que se hagan las cosas mediante un grupo grande y diverso de personas en cada caso, sobre las que en definitiva ejercen escaso control. Gracias a los contactos personales crean una red de relaciones sobre las que se apoya su capacidad real de ejecución. Luego, dedican considerable tiempo a hacer uso de “su red” para lograr que las cosas se hagan.

Es decir su fórmula de gestión consiste en:

–apertura a la realidad y a sus cambios, flexibilidad para hacerse con los intereses, deseos, expectativas, motivaciones de una variadísima gama de personas; en definitiva, se trata de un directivo dotado de una gran dosis de respeto hacia los demás;

–    y profesionalidad, llegar al producto de calidad, a poder ser con el contento de todos.

Lógicamente la aplicación de estos esquemas a los medios de comunicación tiene sus limitaciones, pero aún con ellas ¿será que los equipos directivos de las empresas de comunicación son ejecutivos del corto plazo?, ¿ejecutivos del tipo a)?, ¿gestores que se mueven exclusivamente en las coordenadas de los ratings de audiencia propios y los de los demás?

5.    Las audiencias se activan: los consumidores y usuarios de comunicación

Nuestra sociedad está muy sensibilizada ante los problemas de la publicidad engañosa de servicios y productos de consumo; se exigen unos controles de calidad que garanticen los derechos de consumidor y pongan el mercado un poco más al servicio del ciudadano. Cuando los controles de calidad no estaban generalizados, e incluso cuando no existían ¿el mercado estaba al servicio del consumidor? Sí lo estaba, es evidente. Pero ¿no es cierto que hoy el consumidor se encuentra mejor servido? ¿Por qué no generalizar entonces los controles de calidad y exigirlos también en los demás ámbitos de la comunicación?

Hoy existen fórmulas –muchas, además– en las que éxito y calidad van de la mano (algunos ejemplos de la televisión española: la serie Médico de familia /Tele 5/ desde 1993; el programa de actualidad Informe Semanal /TVE 1/desde hace 26 años, entre otros). ¿Cuántos periodistas, programadores, guionistas, presentan, dirigen y crean productos populares y, al mismo tiempo, con una carga implícita de respeto al público a quien llegan?, ¿dónde está la clave para conseguirlo? Probablemente en un punto: en su competencia profesional. Sólo con profesionalidad, sólo con los resortes intelectuales, morales y prácticos de las profesiones de la comunicación, un periodista, un guionista, un productor, etc., es capaz de despejar de su trabajo las salidas falsas; falsas porque no tienen el mínimo de calidad exigible o falsas porque no tienen garra, que los dos elementos son imprescindibles en un buen producto comunicativo.

Por lo tanto las soluciones para los desequilibrios del mercado de la comunicación pasan por:

–    apoyar la profesionalización de los informadores y comunicadores, defender su formación y su reconocimiento social;

–    considerar que el público tiene unas responsabilidades que hoy y ahora aún no ha estrenado: al público le corresponde ejercer la presión jurídica y social para que los medios de comunicación satisfagan adecuadamente sus derechos informativos;

–    presionar a las empresas de comunicación para que se autorregulen con eficacia, y conforme a unos mínimos de calidad.

Estos días se ha suscitado cierto debate –sobre todo en la prensa escrita– a partir de dos anuncios de televisión. En uno de ellos, dos energúmenos tiran a un tipo por la ventana para quedarse con sus pantalones; y en el otro, un joven se ensaña a correazos con la tumba de su padre para demostrar que los pantalones en litigio se llevan sin cinturón. Ha comentado Andrés Aberasturi [7] que es “pura publicidad basura, que ni siquiera resulta polémica”.

Es de justicia reconocer que quienes primero hicieron una llamada de atención sobre esta historia mediática han sido algunas asociaciones de telespectadores.

El ubi del público en estas tareas de ejercitar presión sobre los medios ha solido situarse en los espacios llamados de “tribuna libre”, cartas al director, etc. que suelen suponer una cierta ruptura en la configuración de las identidades institucionales. Si se analiza lo que los mismos medios de comunicación opinan sobre este tipo de espacios se observa cómo hay una mayoría de profesionales que los consideran exclusivamente desde su significado informativo (transcribo las respuestas a una encuesta realizada en 1998 a profesionales españoles).

–    “No son constructivos ya que se suelen utilizar como forma crítica exclusivamente”.

–    “Las cartas al director presenta la dificultad de que a veces resulta problemático decidir qué se publica y cuándo se publica”.

–    “Muchas personas sin cultura de lector tienen como sección preferida las cartas al director ya que casi siempre tienen cierto morbo”.

–    “En nuestro periódico, se le da una enorme importancia, tanto a las cartas al director como a cualquier otra fórmula en la que el lector exprese su opinión”.

–    “Son un instrumento para que las empresas puedan llegar a evaluar la calidad y aceptación que tienen”.

–    “Es una válvula de escape para el periódico, aún sabiendo que se puede correr el riesgo de dar una información errónea, estos espacios enriquecen, ofrecen variedad y dan una imagen mucho más real”.

–    “Contribuyen a la ‘libre expresión’ y a la libertad de los ciudadanos de expresar sus idas de manera que puedan ser conocidas por muchas más personas”.

Otros profesionales solamente se fijan en los riesgos de la apertura de este tipo de páginas:

–    “En los medios impresos el riesgo no es muy grande ya que la persona que escribe la carta tiene nombre y apellidos y por lo general no son tan críticas. El riesgo se presenta cuando el anonimato está presente”.

–    “Son muy manipulables, peligrosas, son interesantes pero muy difíciles de controlar”.

–    “Lo habitual es que no generen problemas, en general se detectan las irregularidades y los casos no son tan extremos”.

–    “En los medios audiovisuales, en ocasiones el dañado es el propio medio ya que al ser en directo pueden atacar directamente al presentador”.

–    “Podrían ser utilizados (los espacios abiertos) con una finalidad poco ética como, por ejemplo, para desacreditar a una empresa (poniéndose de acuerdo varios) o como medio de promoción de su propia empresa, aunque no son usuales estas prácticas.”

–    “Pueden constituir una trampa, pues, muchas veces, quien lo emite emplea el seudónimo”.

–    “Hay que tener mucho cuidado con las llamadas en directo a las emisoras de radio pues pueden perjudicar mucho a una empresa o persona” [8].

Estas valoraciones de los profesionales hacia el papel que puede desempeñar el público en los medios confirman la necesidad de que, junto con las vías individuales –que no hay por qué abandonar–, se busquen formas de organización que canalicen las respuestas de los ciudadanos y que las doten de una mayor fuerza y eficacia (a pesar de las posibles susceptibilidades que tales iniciativas de organización civil provoquen en empresas y partidos políticos –¿por qué los comunicadores llevan tan mal que alguna vez se les critique?; ¿por qué un partido político va a constituir la única representación válida de los ciudadanos?). En prácticamente todos los países occidentales han surgido una variedad de movimientos incipientes, apolíticos y aconfesionales que manifiestan una cierta concienciación de las audiencias y que tiene unos objetivos prioritarios sobre los que actúa con determinación (Televisión y Menores).

Pero, mirándolo desde la otra orilla del río: ¿cómo se encajan las pretensiones de estos representantes de los usuarios con los derechos de los medios, de sus editores, de sus propietarios?

Quizás la sociedad está habituada a que las vías de presencia del ciudadano o consumidor –lector, radioyente, telespectador– consistan en unas intervenciones esporádicas y casi ineficaces, manifestando queja y protesta. Algo, que si es tenido en cuenta por parte de los responsables del medio, se interpreta como una especie de condescendencia con el público y como una buena manera de elevar las cotas de imagen de la propia empresa de comunicación.

Pero no es éste el carácter de las actuales exigencias de las asociaciones de usuarios. Se trata de reivindicaciones de derechos propios, derechos reconocidos por las instituciones internacionales y las constituciones de la mayoría de países democráticos.

Es una evidencia que se ha pasado de la idea de comunicación como libertad de expresión, idea en la que el papel que restaba a los ciudadanos era el de autoprotegerse frente a los contenidos inexactos, de mal gusto, o –en general– de mala calidad que las empresas de televisión o de prensa pudieran difundir; a la de comunicación como derecho a la información, idea que confiere al público un papel protagonista.

Y claro, entre protestar por las manifestaciones del ejercicio de la libertad de expresión de otros –porque a su destinatario le molestan o, simplemente, no le agradan– y exigir lo que legítimamente corresponde como un derecho, va una gran distancia. Sin duda supone un cambio radical en la percepción de las actividades de comunicación.

6.    El poder de los media critic

Una de las secciones habituales de la revista U. S. News abre así su cabecera News you can use, noticias útiles, noticias que a usted le pueden servir, noticias de las que usted puede sacar algún provecho. Y con cierta frecuencia suele dedicar esas páginas –dos o tres a lo sumo– para hablar de algunos programas audiovisuales, de las comedias dirigidas a jóvenes y a niños, y de otras cuestiones referidas a los espacios que esa semana ofrece la televisión.

Noticias que a usted le pueden ser útiles ¡todo un hallazgo de cabecera!, y más cuando lo que ahí se contiene es una información sobre los contenidos de los medios. Porque, al pensar en los derechos informativo–comunicativos del público se suele tener la sensación de que son prerrogativas universalmente reconocidas pero también universalmente vacías de contenido, o, al menos, con demasiado contenido etéreo.

¿Quién no comparte, por ejemplo, la idea de que los padres deben seleccionar los programas de televisión que se ven en casa, o de que deben transmitir capacidad crítica a los menores y jóvenes de la familia, o que deben velar para que los mensajes informativos y de ficción no atenten contra los valores que están intentando inculcarles? Pero esto ¿cómo se hace? Los padres, situados en el lugar más alto del ranking de responsabilidad mediática, suelen optar por las soluciones de limitar los tiempos, los programas, o colocar el televisor en determinadas zonas de la casa. Normalmente intensifican estos recursos ante situaciones de emergencia como el bajo rendimiento escolar o las noticias alarmantes sobre conductas violentas de menores adictos a la televisión, a los videojuegos y a páginas no demasiado recomendables de Internet. Quizá la pregunta que uno se hace es si todo esto es eficaz. Si estas medidas contribuyen a transmitir capacidad crítica o si enseñan a seleccionar la información, si se puede hacer algo para hacer menos vulnerables a los menores y jóvenes.

Noticias que usted puede usar: un avance en este terreno son precisamente los Media critics (páginas, secciones sobre los medios de comunicación y sus ofertas). La información y valoración que ofrecen los periódicos y revistas en secciones especializadas sobre películas, programas y documentales es uno de los contenidos a los que cada vez se le dedica más espacio; la información sobre comunicación interesa ¿no es acaso frecuente que de la portada del periódico se pase directamente a las páginas de crítica y de noticias de televisión?, ¿no constituye este campo un punto clave para facilitar al público el conocimiento de las características de lo que le ofrecen los medios?, ¿no lo es también para ayudarle a adquirir capacidad crítica?

El periodista tiene que vencer la tentación de convertir la crítica de cine y de televisión en publicidad, debe actuar conforme al papel de analista especializado, consciente de que su interés –y el del público– va más allá de lo anecdótico –de si ha habido más o menos audiencia, o de los chismes de entre bastidores– y de que el público y los mismos medios son los beneficiarios de su crítica.

Llega el momento de las conclusiones. Existe una responsabilidad esencial de los medios de comunicación sobre los contenidos que ofertan, es verdad, pero las audiencias tienen también la suya: exigir, seleccionar, funcionar con la capacidad crítica correspondiente a la cultura personal, educar en esta responsabilidad a menores y jóvenes.

Es probable que haya ciudadanos que al percibir siquiera un poco el esfuerzo que le pueden suponer estas líneas de acción, piensen: “es excesivo”, “culturalmente no estamos mentalizados para esto”. Quizás sea cuestión de conciencia ciudadana. Y llegar a esa conciencia puede que tenga mucho que ver con la adquisición de una mayor capacidad de indignarse, de poseer y expresar el sentimiento de la propia dignidad como espectador, lector, audiencia. Es, sin duda, una tarea que va mucho más allá del poder de los medios.

Ana Azurmendiunav.edu/

  Resultado de encuesta –en la modalidad “caso práctico”– realizada en el curso 98-99 a 200 alumnos de la facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra (licenciaturas de Periodismo y de Comunicación Audiovisual)

2    Declaración Universal de Derechos Humanos, art. 19: “Nadie podrá ser molestado a causa de sus opiniones. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión; este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir información e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito, o por cualquier procedimiento de su elección”.

  En el texto de la Declaración de Derechos Humanos, el reconocimiento de la dignidad personal y del derecho a la vida constituyen el arranque de los derechos de sesgo individual, siendo el derecho al establecimiento de un orden social respetuoso con las libertades (artículo 28) uno de los últimos reconocidos en la Declaración.

4   Ranking Sofres de programas de Televisión. Semana del 12 al 18 de julio de 1999, en “Anuncios” 844, 26 julio-5 setiembre 1999, 30.

5   Magazin La noche de Hermida, de la Cadena Antena 3, emitido en la segunda semana del mes de abril de 1993.

6   Recogido en Estrategia empresarial ante el caos, Empresa y humanismo, Rialp, Madrid, 1993.

7   “El Semanal TV” 21-27 de agosto, 1999, Columna “El ojo vago”, 7.

  Encuesta a profesionales de los medios recogida en “¿Qué opina sobre los denominados espacios abiertos. Cartas al director, llamada del oyente, etc?”, en Relaciones entre la Empresa y los Medios de Comunicación. Actas de las II Jornadas. Valladolid, Ed. Iberdrola y Junta de Castilla y León, Valladolid, 1998, 57-59.

 

 

Origen de la devoción universal al Sagrado Corazón

El mes de junio es el del Sagrado Corazón. Esta devoción se extendió por Europa en el siglo XVII, con las APARICIONES a Santa Margarita María de Alacoque. En el siglo XVIII se conoció y extendió por España y las tierras del Nuevo Mundo (América y Filipinas) gracias al joven jesuita vallisoletanoBeato F. Bernardo de Hoyos. Pero fue en el siglo XIX, con el Papa León XIII, cuando el Culto al Sagrado Corazón se hizo universal en la Iglesia. Este Papa escribió la Encíclica “Sobre la Consagración del Género Humano al Sagrado Corazón de Jesús” (1899). El culto ya estaba, como se desprende de estas palabras al principio de la Encíclica: “La aprobadísima devoción acerca del culto del Sacratísimo Corazón de Jesús, hemos procurado defenderla y colocarla en grande esplendor más de una vez, a ejemplo de Nuestros antecesores Inocencio XlI, Benedicto XIII, Clemente XIII, Pío VI, VII y IX, y esto hicimos muy particularmente, en decreto dado el 28 de Junio de 1879”.

El Reinado de Jesucristo es de derecho divino. En la Encíclica antedicha, el Papa recordó la respuesta de Jesucristo a Pilatos cuando le preguntó si era Rey:  «Tú lo dices que yo soy Rey», y estas palabras a los Apóstoles: «Me ha sido dada toda la potestad en el cielo y en la tierra». Por ello, advierte: “su imperio ha de ser sumo, absoluto (…)”. En 1689, Jesús encargó, a Santa Margarita, pedirle a Luis XIV la consagración de Francia a su Corazón. Aunque fue a la Corte a transmitírselo personalmente, el Rey lo pasó por alto (algunos historiadores observan que, justo a los cien años, se inició la sangrienta revolución francesa). Si el Rey Sol hubiera hecho caso, los asuntos sociales, políticos y religiosos en la nación francesa, ¿no habrían sido  muy diferentes? El Corazón de Jesús prometió por medio de Santa Margarita,  estas gracias a sus devotos: “A las almas consagradas a mi Corazón, les daré las gracias necesarias para su estado, daré la paz a las familias, las consolaré en todas sus aflicciones, derramaré bendiciones abundantes sobre sus empresa, bendeciré las casas en que la imagen de mi Sagrado Corazón esté expuesta y honrada, las personas que propaguen esta devoción tendrán escrito su nombre en mi Corazón y jamás será borrado de él (…), a todos los que comulguen nueve primeros viernes de mes continuos, el amor omnipotente de mi Corazón les concederá la gracia de la perseverancia final”.

Josefa Romo Garlito

 

El paro es una realidad

Algunas cifras sobre el paro revelan lo que vivimos: en España hay, en números redondos, 3 millones de parados (el 13,65%) y sólo Grecia tiene una tasa más elevada, siendo la media en la Unión Europea del 6,2%; la provincia con más paro es Cádiz (26,30%). Muchos menores de 30 años no saben todavía lo que es trabajar, y siguen cursando estudios o másters, viajando, asistiendo a conciertos veraniegos y viviendo con sus padres: honradamente, preocupa ese panorama juvenil, que a mí me parece trágico especialmente. Si a eso sumamos que hay un abandono escolar que solo Malta supera, hay que mirar a familias, profesores y jóvenes: casi nada es casual, y sí hay unas causas, que casi nadie quiere ni mencionar, entre ellas la actitud de los jóvenes.

Los milagros existen, pero en el ámbito de la vida ordinaria lo que saca adelante a una persona y a una familia es el trabajo diario, el esfuerzo, el sacrificio. Y también a una sociedad: por tanto, no se entiende que el Gobierno actual siga aumentando el gasto público y aumentando los impuestos, pues es seguir caminando hacia el hoyo.

No hay recetas mágicas, el problema es complejo. El simplismo es muy peligroso, y en esta materia abundan los ‘gurús’, los teóricos que se presentan con las soluciones debajo del brazo, cuando en su currículum se comprueba que esos teóricos tienen poca garantía por su itinerario profesional gaseoso.

Por tanto, pienso que es muy útil escuchar a personas que, con su trabajo, son un ejemplo de crear y mantener puestos de trabajo, de ejemplo concreto de hablar con claridad con una experiencia contrastada, guste o no guste a los oídos de los políticos, de los ciudadanos, de las familias y de los jóvenes.

Pedro García

 

Pero sí podrán abortar

Si la nueva ley del aborto sale adelante tal como está redactada en el anteproyecto de la ministra de Igualdad, Irene Montero, las menores de 16 años podrán abortan sin el consentimiento paterno. No podrán comprar alcohol ni entrar en una plaza de toros para ver una corrida sin el permiso de sus padres. No podrán conducir, ni votar, pero sí podrán abortar.

La ministra Montero quiere también limitar el derecho de los médicos a la objeción de conciencia. El Tribunal Constitucional se pronunció en 1985 sobre este derecho. El Constitucional dijo entonces que la objeción de conciencia forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa. Muchos de los médicos de la Sanidad Pública no realizan abortos. De hecho, solo un 15 por ciento de los abortos que se llevan a cabo en España se realizan en clínicas y hospitales de las Comunidades Autónomas. Durante el año 2020 no se realizó ningún aborto en los hospitales públicos de cuatro comunidades: Madrid, Castilla-La Mancha, Murcia y Extremadura.

JD Mez Madrid

 

Hasta que la muerte nos separe

Qué bonito e idílico suena y hasta qué punto irreal en los tiempos que corren. Parece mentira que lo que hasta hace no mucho era la ilusión de los jóvenes cuando encontraban una persona con quien compartir su vida, después de un noviazgo prudente, se haya convertido prácticamente en una frase un tanto cursi, algo teórico e increíble. Ocurre, desgraciadamente, con demasiada frecuencia.

Es la dificultad que surge cuando interiormente, casi sin darse cuenta, él o ella piensan que “ya si eso…”. Si  las cosas no van bien… lo dejamos. Desde el momento en que al casarse se admite una posibilidad de fracaso, ya las cosas no serán nunca las mismas. Una persona está dispuesta a desvivirse por quien es su esposa o esposo para siempre, sin lugar a dudas. Uno de los problemas más graves que tiene nuestra sociedad es la admisión, como lo más natural, del divorcio. El daño que hace una legislación divorcista es irreparable, lo estamos viendo y viviendo con demasiada frecuencia.

Puede decirse que fuera del matrimonio estrictamente católico es muy difícil encontrar fidelidad hasta la muerte. Esa fidelidad supone un amor muy grande, y para que haya un amor muy grande, debe estar en continuo crecimiento. Lo que no crece disminuye. No nos engañemos, las relaciones no se mantienen en una estabilidad fría sin más. También pueden fallar los matrimonios católicos, pero es porque son no pocos quienes se casan por la Iglesia por el ornato y la imagen.

El problema que nos rodea es la mentalidad extendida y difundida por todos los medios de comunicación de que el divorcio es algo normalísimo. Se habla de ciertos personajes públicos enumerando las parejas sucesivas en su vida. Como lo más natural. Así las cosas en cualquier matrimonio, en la medida en que surge una dificultad, se adivina en el horizonte la opción de ruptura, ruptura que la sufren los dos cada uno según su situación y los hijos si los hay.

Jesús Martínez Madrid

 

¡Hay de los vencidos!

 

                                Es la realidad en este perro mundo; es lo que imperó siempre y es lo que va a seguir imperando, cuando cada cual de los canallas que llegan a grados de poder, imponen la tiranía sin escrúpulo alguno, caiga quién caiga, muera quién muera hasta que al propio canalla, le llega su hora y caerá igualmente por efectos de lo que provocara creyéndose impune y fuera de todo peligro.

                                El grito se produce hace miles de años y ante las puertas aún republicanas, de la República de Roma, asaltada y saqueada por Breno, el que tras llevarse todo el oro de la misma, se mofa del resto riéndose ante aquellos indefensos, a los que con toda “mala leche”, aún les dice que “les deja la vida”, que no se quejen, puesto que de querer, los hubiese podido degollar a todos. (1)

                                Hoy se nos muestra otro bárbaro y canalla sin escrúpulos cuyo nombre es Wladimir Putin, el que también acaudilla una “invencible” horda de nuevos bárbaros del norte; y el que con el poder que tiene, se ha propuesto imponer una especie de “nuevo orden mundial”, en el que nos quiere meter a todos los habitantes de la Tierra, puesto que el exceso de precio y pagos que estamos soportando, a raid del capricho del nuevo bárbaro, se deben sólo a ese control que posee de las materias primas que estamos obligados a consumir.

                                Pero pensemos fríamente y analicemos que si bien, es el, el principal canalla de las nuevas circunstancias, no sólo él participa en la complicidad y beneficios de la fabulosa jugada de robar bienes propios a quienes nada tenemos que ver y menos que responder a tan perversas acciones.

                                Por ello adjudiquemos la parte de canallas cómplices, a todos aquellos que de hecho se están beneficiando de las acciones del principal canalla, puesto que el que tiene gas, petróleo, trigo, maíz y las materias que sean y que las tiene que vender a quienes imprescindiblemente las necesitan, lo está haciendo o lo va a hacer sin escrúpulo alguno y bajo el “manto” o amparo de la situación creada, cobrando sus excedentes al máximo precio que marque “el mercado” y caiga quién caiga, muera el que muera, y al negocio que es lo que interesa; el resto se oculta o calla y la vida sigue, hasta que ocurra algo similar que imponga la actualidad que todos estamos soportando, por culpa de innumerables canallas que dicen gobernarnos, cuando la realidad es que somos explotados, como en los peores tiempos de las colonias tan denostadas por los hechos que allí se hicieron.

                                Así es que al menos, sepamos razonar y señalar a todo aquel que culpable en el latrocinio, se quiera tapar bajo esas reuniones internacionales, que nada defienden de lo verdaderamente social y económico, que debiera ya existir en este desgraciado planeta que habitamos.

 

NOTAS:

(1) la terrible frase, del “bárbaro Breno”, cuando vencida llegó a punto de saqueó; aquella Roma, que aún era republicana; y para no arrasarla, exigió una cantidad de oro, que tuvieron que aceptar aquellos romanos. Se pesaba el oro supongo que en una “romana” (aunque la historia habla de una balanza) y al observar, “los notables de aquel senado”, que el pesado de cada fracción, el pesador ponía, “lo que nuestras madres y abuelas pedían al pescadero o al tendero, o sea, “el chorreón”; protestó ante el caudillo que también estaba allí presente; y éste con toda la soberbia que se pueda imaginar, les gritó… ¡Ay de los vencidos! Y acto seguido, añadió al peso de “aquella balanza”, el peso de su espada, ordenando al pesador, que siguiera pesando con aquella nueva carga impositiva. A ello, aquellos consternados romanos, o alguno de ellos, le increpó, al bárbaro… ¿¡Entonces que nos dejas!? Y aquel “bestia”, supongo que sonriendo como tal bestia humana; les replicó… ¡Os dejo la vida! Puesto que efectivamente, pudo pasar “a cuchillo” a toda la ciudad.

 

 

Antonio García Fuentes

(Escritor y filósofo)

www.jaen-ciudad.es (Aquí mucho más)