Las Noticias de hoy 9 Marzo 2023

Enviado por adminideas el Jue, 09/03/2023 - 12:45

Frases e Imágenes del Día de la Mujer

Ideas Claras

DE INTERES PARA HOY    jueves, 09 de marzo de 2023   

Indice:

ROME REPORTS

Francisco: Servir al Evangelio es buscar nuevas formas de anunciarlo

No hacer nada para evitar la pobreza abre puertas a discursos totalitarios

El Papa: Las mujeres construyen con su corazón una sociedad más humana

DESPRENDIMIENTO : Francisco Fernandez Carbajal

Evangelio del jueves: la vida, tiempo para servir

“Has de convivir, has de comprender” : San Josemaria

¿Por qué buscan los cristianos obedecer a Dios?

Mensaje del Prelado (6 marzo 2023)

La ternura de Dios (VII): Devuélveme la alegría de tu salvación : Carlos Ayxelà

Se abre una nueva ventana al universo : Manuel Ribes

Aplicación de la eutanasia en enfermos con depresión, el rostro siniestro de una práctica inaceptable : Observatorio de Bioética

          La vida y la muerte. : José Luis Velayos   

Un nuevo volcán de corrupción : Jorge Hernández Mollar

Ucrania: Un año de guerra. ¿A quién favorece más el alargamiento del conflicto? : Salvador Sánchez Tapia

Julián Herranz Cardenal: «Martirizan al Papa por querer unir las dos corrientes de la Iglesia» : Javier Martínez Brocal

Una ley ideológica : Juan García. 

Que ninguna mujer se encuentre sola y abandonada : José Morales Martín

 Por el lastre electoral : Domingo Martínez Madrid

Frenar la desigualdad : Pedro García

Para mantener el matrimonio : Jesús Martínez Madrid

La filiación divina, real idad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer I : Fernando Ocariz

 

ROME REPORTS

 

Francisco: Servir al Evangelio es buscar nuevas formas de anunciarlo

En la catequesis de la audiencia general, el Papa se detiene en el documento conciliar "Ad Gentes" y reitera que la evangelización es tarea "eclesial, nunca solitaria" de todo cristiano: "Cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de instrucción en su fe, es sujeto activo de la evangelización".

Amedeo Lomonaco - Ciudad del Vaticano

Que la Cuaresma sea un tiempo propicio para revitalizar el dinamismo misionero y ponerse al servicio del Evangelio y de la humanidad. En la audiencia general en la Plaza de San Pedro, el Papa Francisco continúa el ciclo de catequesis sobre la pasión por evangelizar. Y recuerda que, en el signo de la evangelización, "hay como un puente entre el primer y el último Concilio". Un puente, añade, "cuyo arquitecto es el Espíritu Santo".  La invitación del Pontífice es a ponerse "a la escucha del Concilio Vaticano II, para descubrir que evangelizar es siempre un servicio eclesial, nunca solitario, nunca aislado o individualista" y "sin hacer proselitismo". 

“En efecto, el evangelizador transmite siempre lo que ha recibido. San Pablo lo escribió primero: el Evangelio que él anunciaba y que las comunidades recibían y en el que permanecían firmes es el mismo que el Apóstol mismo había recibido (cf. 1 Co 15,1-3). La fe se recibe y la fe se transmite... Este dinamismo eclesial de transmisión del Mensaje es vinculante y garantiza la autenticidad del anuncio cristiano.”

En la escuela del Concilio Vaticano II

Francisco subraya que la dimensión eclesial de la evangelización constituye "un criterio de verificación del celo apostólico": "la tentación de proceder en solitario está siempre al acecho". Igualmente peligrosa es "la tentación de seguir caminos pseudoeclesiales más fáciles", de adoptar "la lógica mundana de los números y las encuestas, de contar con la fuerza de nuestras ideas, programas, estructuras". Lo esencial es la fuerza que da el Espíritu para anunciar el Evangelio. Lo demás, explica el Papa, es secundario.

“Ahora, hermanos y hermanas, nos situamos más directamente en la escuela del Concilio Vaticano II, releyendo algunos números del Decreto Ad gentes, el documento sobre la actividad misionera de la Iglesia. Estos textos conservan plenamente su valor incluso en nuestro contexto complejo y plural. En primer lugar, este documento Ad gentes nos invita a considerar como fuente el amor de Dios Padre, que 'con su inmensa y misericordiosa benevolencia liberadora nos crea y, además, con la gracia nos llama a participar de su vida y de su gloria'.”

Continuar la misión de Cristo

El amor de Dios "es para todos, sin excepción". El Pontífice, refiriéndose de nuevo a las enseñanzas del Concilio Vaticano II, recuerda que "es tarea de la Iglesia continuar la misión de Cristo" siguiendo "el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio y de la abnegación hasta la muerte". Si permanece fiel a este camino trazado por Jesús, "la misión de la Iglesia es la manifestación, es decir, la epifanía y la realización, del designio divino en el mundo y en la historia". En el pueblo de Dios "peregrino y evangelizador", sigue explicando el Papa, "no hay sujetos activos y pasivos". No hay "quien predica y quien calla":

“Cada bautizado, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de instrucción en su fe, es sujeto activo de la evangelización... En virtud del Bautismo recibido y de la consiguiente incorporación a la Iglesia, todo bautizado participa en la misión de la Iglesia y, en ella, en la misión de Cristo Rey, Sacerdote y Profeta. Esta tarea 'es una e inmutable en todo lugar y en toda situación, aunque según las circunstancias cambiantes no se realice del mismo modo'. Esto nos invita a no esclerotizarnos ni fosilizarnos; el celo misionero del creyente se expresa también como búsqueda creativa de nuevas formas de anunciar y testimoniar, de nuevas maneras de encontrar la humanidad herida que Cristo asumió. En definitiva, de nuevas formas de prestar servicio al Evangelio y a la humanidad.”

La evangelización es un servicio: hay que tener "corazón de servidor" para evangelizar. La exhortación del Papa es a encontrar nuevas formas de evangelizar. Francisco subraya también que "volver al amor fuente del Padre y a las misiones del Hijo y del Espíritu Santo" no significa encerrarse "en espacios de estática tranquilidad personal". Al contrario, lleva a reconocer "la gratuidad del don de la plenitud de la vida". Y a vivir cada vez más plenamente "lo que se ha recibido y compartirlo con los demás, con sentido de responsabilidad y recorriendo juntos los caminos, incluso los tortuosos y difíciles de la historia, en espera vigilante y activa de su cumplimiento".

 

 

No hacer nada para evitar la pobreza abre puertas a discursos totalitarios

En Paraguay se llevó a cabo la tercera cumbre internacional de la COPAJU, Comité Panamericano de Juezas y Jueces por los derechos Sociales y Doctrina Franciscana. Mensaje del Papa Francisco donde pide que no se puede aceptar la pobreza en naciones que gozan de tantos recursos naturales.

 

Patricia Ynestroza - Vatican News

“Ustedes, con su labor, pueden ayudar a hacer realidad la vivienda, la disponibilidad de la tierra y el trabajo de numerosos compatriotas que hoy se encuentran fuera de toda protección social”, expresa el Papa Francisco en un mensaje a los jueces latinoamericanos reunidos en el capítulo Paraguay, en su tercera cumbre internacional. "Si los jueces no hacen nada para evitar que exista la pobreza en un país naturalmente rico, se abren las puertas a nuevos discursos totalitarios", dijo.

Se llevó a cabo la “Tercera Cumbre Internacional de Jueces y Juezas por los Derechos Sociales y Doctrina Franciscana”, Capítulo Paraguay. Entre los participantes se encontraba Raúl Zaffaroni, exmiembro de la Corte Suprema de Argentina y ex juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.  También estaba presente la directiva del Comité Panamericano, encabezada por su presidente, Roberto Andrés Gallardo.

Como programa, en el Capítulo Paraguay, se presentó el mensaje que envió a los participantes el Papa Francisco al Comité Panamericano de Juezas y Jueces por los derechos Sociales y Doctrina Franciscana, COPAJU.

A ellos el Papa expresó su alegría de saber que “en estos tiempos tan críticos y complejos de la humanidad, los Derechos Sociales y la Doctrina Franciscana sean la base inspiradora de esta nueva organización. Tras recordar, los capítulos nacionales que se han realizado en Argentina, Chile, Brasil, Colombia, Perú, México y los Estados Unidos, Francisco ha dicho que se han generado “importantes aportes y actividades que contribuyen para consolidar los derechos de los que sufren el descarte del sistema”.

Nuevo desafío: La creciente pobreza en la región

La pobreza creciente en la región latinoamericana, convoca a los presentes a reflexionar y actuar, dijo el Papa:

“No podemos ni debemos aceptar la pobreza y el hambre en naciones que gozan de todos los generosos aportes de la naturaleza: aguas puras, tierras aptas, aire limpio…  Es muy fácil explicar en una cátedra universitaria que los derechos sociales son programáticos, pero en la vida de las personas el tiempo de realización de esos derechos es la calificación de su propia existencia: la dignidad o indignidad de su vida”.

Al respecto, Bergoglio, dijo que “naturalizar la inobservancia de los derechos sociales bajo el pretexto de la insuficiencia de recursos en países ricos es una grave falta”, que afecta a gobiernos y quienes juzgan. La riqueza se debe distribuir -dijo Francisco- concentrarla, deslegitima el orden económico, político y social de cualquier estado y pone en vilo su propia razón de ser.

La pobreza en un país naturalmente rico

La pobreza que reina en un país naturalmente rico, afirmó, permite que se concretice la injusticia estructural, sobre todo, cuando no hay posibilidad de desarrollo en las comunidades marginales:

“Podrán emerger algunos pocos poderosos, pero en su integridad las comunidades inequitativas están condenadas al fracaso y al estancamiento”.

Y si al respecto, los jueces no hacen nada para evitar este cuadro injusto -agrega- se abren las puertas a nuevos discursos totalitarios que se montan en un diagnóstico realista e indiscutible, pero luego promueven soluciones políticas inhumanas y egoístas, aún peores que este triste presente.

COPAJU: reto para nuevas prácticas comprometidas y sustantivas

El Papa expresó su deseo que COPAJU asuma un reto para nuevas prácticas judiciales comprometidas y sustantivas. Las tres T necesitan de ustedes: son la síntesis de numerosos tratados y convenciones internacionales -dijo- que infelizmente se quedaron en la teoría y deben hacerse realidad.

Por último, los exhortó a que, con su labor, ayuden a hacer realidad la vivienda, la disponibilidad de la tierra y el trabajo de tantos que, dijo, “hoy se encuentran fuera de toda protección social”. Exigió que hagan valer su poder por el bienestar de todos.

“¡No permitan que continúe la expoliación de las riquezas y por favor no miren para el costado cuando la pobreza de muchos se origine en conductas inescrupulosas de unos pocos!”

El Comité Panamericano de Juezas y Jueces por los Derechos Sociales y Doctrina Franciscana se constituyó según Acta Constitutiva dada el 4 de junio de 2019 en la Ciudad del Vaticano, y bajo la inspiración de las palabras de Su Santidad el Papa Francisco, quien suscribió el documento personalmente.  El Comité está dirigido actualmente por una Junta Promotora, cuyos integrantes fueron designados en el Acta Constitutiva de 4 de junio de 2019 y que está conformada por siete miembros de distintos países.

 

 

El Papa: Las mujeres construyen con su corazón una sociedad más humana

En el día internacional dedicado a ellas, el Pontífice en la audiencia general dirige su pensamiento al mundo femenino. Llama también a no olvidar el dolor del pueblo ucraniano martirizado.

 

Michele Raviart - Ciudad del Vaticano

En el Día Internacional de la Mujer, el pensamiento del Papa Francisco, tras la catequesis de la audiencia general, se dirigió a todas las mujeres y en particular a las presentes en la Plaza de San Pedro:

“Les agradezco su compromiso en la construcción de una sociedad más humana, por su capacidad de captar la realidad con mirada creativa y corazón tierno. Este es un privilegio sólo de las mujeres.”

Pensamiento para el pueblo ucraniano

La invitación del Pontífice es a tener siempre "en el corazón y en la oración" al martirizado pueblo ucraniano, cuyo dolor no debemos olvidar. En particular, dirigiéndose a los fieles polacos, cuyas parroquias y comunidades pastorales celebran retiros espirituales con motivo de la Cuaresma, Francisco dijo: "Que puedan ser un momento de reflexión sobre la calidad de su humanidad y de su cristianismo, para dar frutos de bien, también en favor de las personas que acogen en su país, especialmente los ucranianos".

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08/03/2023Francisco: Servir al Evangelio es buscar nuevas formas de anunciarlo

 

Revitalizar el compromiso misionero en Cuaresma

La Cuaresma, subrayó el Papa, "sea un tiempo propicio para revitalizar nuestro dinamismo misionero, para prestar con alegría un servicio al Evangelio y a la humanidad", acogiendo, "la invitación de la Iglesia a la conversión y a la penitencia, para anunciar con alegría el Evangelio al mundo". "Volver al amor del Padre y a la misión del Hijo y del Espíritu Santo -dijo a los peregrinos en árabe- nos lleva a reconocer la gratuidad del don de la plenitud de la vida a la que estamos llamados, don por el que alabamos y damos gracias a Dios

 

DESPRENDIMIENTO

— El desprendimiento de las cosas nos da la necesaria libertad para seguir a Cristo. Los bienes son solo medios.

— Desasimiento y generosidad. Algunos ejemplos.

— Desprendimiento de lo superfluo y de lo necesario, de la salud, de los dones que Dios nos ha dado, de lo que tenemos y usamos...

I. En este tiempo de Cuaresma, la Iglesia nos hace muchas llamadas para que nos soltemos de las cosas de esta tierra, y llenar así de Dios nuestro corazón. En la Primera lectura de la Misa de hoy nos dice el profeta Jeremías: Bendito quien confía en el Señor, y pone en Él su confianza: Será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en el año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto1. El Señor cuida del alma que tiene puesto en Él su corazón.

Quien pone su confianza en las cosas de la tierra, apartando su corazón del Señor, está condenado a la esterilidad y a la ineficacia para aquello que realmente importa: será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará en la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita2.

El Señor desea que nos ocupemos de las cosas de la tierra, y las amemos correctamente: Poseed y dominad la tierra3. Pero una persona que ame «desordenadamente» las cosas de la tierra no deja lugar en su alma para el amor a Dios. Son incompatibles el «apegamiento» a los bienes y querer al Señor: no podéis servir a Dios y a las riquezas4. Las cosas pueden convertirse en una atadura que impida alcanzar a Dios. Y si no llegamos hasta Él, ¿para qué sirve nuestra vida? «Para llegar a Dios, Cristo es el camino; pero Cristo está en la Cruz, y para subir a la Cruz hay que tener el corazón libre, desasido de las cosas de la tierra»5. Él nos dio ejemplo: pasó por los bienes de esta tierra con perfecto señorío y con la más plena libertad. Siendo rico, por nosotros se hizo pobre6. Para seguirle, nos dejó a todos una condición indispensable: cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo7. Esta condición es también imprescindible para quienes le quieran seguir en medio del mundo. Este no renunciar a los bienes llenó de tristeza al joven rico, que tenía muchas posesiones8 y estaba muy apegado a ellas. ¡Cuánto perdió aquel día este hombre joven que tenía «cuatro cosas», que pronto se le escaparían de las manos!

Los bienes materiales son buenos, porque son de Dios. Son medios que Dios ha puesto a disposición del hombre desde su creación, para su desarrollo en la sociedad con los demás. Somos administradores de esos bienes durante un tiempo, por un plazo corto. Todo nos debe servir para amar a Dios –Creador y Padre– y a los demás. Si nos apegamos a las cosas que tenemos y no hacemos actos de desprendimiento efectivo, si los bienes no sirven para hacer el bien, si nos separan del Señor, entonces no son bienes, se convierten en males. Se excluye del reino de los cielos quien pone las riquezas como centro de su vida; idolatría llama San Pablo a la avaricia9. Un ídolo ocupa entonces el lugar que solo Dios debe ocupar.

Se excluye de una verdadera vida interior, de un trato de amor con el Señor, aquel que no rompe las amarras, aunque sean finas, que atan de modo desordenado a las cosas, a las personas, a uno mismo. «Porque poco se me da –dice San Juan de la Cruz– que un ave esté asida a un hilo delgado en vez de a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida estará a él como al grueso, en tanto que no le quebrare para volar. Verdad es que el delgado es más fácil de quebrar; pero, por fácil que es, si no lo rompe, no volará»10.

El desprendimiento aumenta nuestra capacidad de amar a Dios, a las personas y a todas las cosas nobles de este mundo.

II. El Evangelio de la Misa nos presenta a uno que hacía mal uso de los bienes. Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo, y cada día celebraba espléndidos banquetes. En cambio, un pobre llamado Lázaro yacía sentado a su puerta, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del rico11.

Este hombre rico tiene un marcado sentido de la vida, una manera de vivir: «Se banqueteaba». Vive para sí, como si Dios no existiera, como si no lo necesitara. Vive a sus anchas, en la abundancia. No dice la parábola que esté contra Dios ni contra el pobre: únicamente está ciego para ver a Dios y a uno que le necesita. Vive constantemente para sí mismo. Quiere encontrar la felicidad en el egoísmo, no en la generosidad. Y el egoísmo ciega, y degrada a la persona.

¿Su pecado? No tuvo en cuenta a Lázaro, no lo vio. No utilizó los bienes según el querer de Dios. «Porque la pobreza no condujo a Lázaro al Cielo, sino la humildad, y las riquezas no impidieron al rico entrar en el gran descanso, sino su egoísmo e infidelidad»12, dice con gran profundidad San Gregorio Magno.

El egoísmo y el aburguesamiento impiden ver las necesidades ajenas. Entonces, se trata a las personas como cosas (es grave ver a las personas como cosas, que se toman o se dejan según interese), como cosas sin valor. Todos tenemos mucho que dar: afecto, comprensión, cordialidad y aliento, trabajo bien hecho y acabado, limosna a gente necesitada o a obras buenas, la sonrisa cotidiana, un buen consejo, ayudar a nuestros amigos para que se acerquen a los sacramentos...

Con el ejercicio que hagamos de la riqueza –mucha o poca– que Dios ha depositado en nosotros nos ganamos la vida eterna. Este es tiempo de merecer. Siendo generosos, tratando a los demás como a hijos de Dios, somos felices aquí en la tierra y más tarde en la otra vida. La caridad, en sus muchas formas, es siempre realización del reino de Dios, y el único bagaje que sobrenadará en este mundo que pasa.

Este desasimiento ha de ser efectivo, con resultados bien determinados que no se consiguen sin sacrificio, y también natural y discreto, como corresponde a los cristianos que viven en medio del mundo y que han de usar los bienes como instrumentos de trabajo o en tareas apostólicas. Se trata de un desprendimiento positivo, porque resultan ridículamente pequeñas, e insuficientes, todas las cosas de la tierra en comparación del bien inmenso e infinito que pretendemos alcanzar; es también interno, que afecta a los deseos; actual, porque requiere examinar con frecuencia en qué tenemos puesto el corazón y tomar determinaciones concretas que aseguren la libertad interior; alegre, porque tenemos los ojos puestos en Cristo, bien incomparable, y porque no es una mera privación, sino riqueza espiritual, dominio de las cosas y plenitud.

III. El desprendimiento nace del amor a Cristo y, a la vez, hace posible que crezca y viva este amor. Dios no habita en un alma llena de baratijas. Por eso es necesaria una firme labor de vigilancia y de limpieza interior. Este tiempo de Cuaresma es muy oportuno para examinar nuestra actitud ante las cosas y ante nosotros mismos: ¿tengo cosas innecesarias o superfluas?, ¿llevo una cuenta o control de los gastos que hago para saber en qué invierto el dinero?, ¿evito todo lo que significa lujo o mero capricho, aunque no lo sea para otro?, ¿practico habitualmente la limosna a personas necesitadas o a obras apostólicas con generosidad, sin cicaterías?, ¿contribuyo al sostenimiento de estas obras y al culto de la Iglesia con una aportación proporcionada a mis ingresos y gastos?, ¿estoy apegado a las cosas o instrumentos que he de utilizar en mi trabajo?, ¿me quejo cuando no dispongo de lo necesario?, ¿llevo una vida sobria, propia de una persona que quiere ser santa?, ¿hago gastos inútiles por precipitación o por no prevenir?

El desprendimiento necesario para seguir de cerca al Señor incluye, además de los bienes materiales, el desprendimiento de nosotros mismos: de la salud, de lo que piensan los demás de nosotros, de las ambiciones nobles, de los triunfos y éxitos profesionales.

«Me refiero también (...) a esas ilusiones limpias, con las que buscamos exclusivamente dar toda la gloria a Dios y alabarle, ajustando nuestra voluntad a esta norma clara y precisa: Señor, quiero esto o aquello solo si a Ti te agrada, porque si no, a mí, ¿para qué me interesa? Asestamos así un golpe mortal al egoísmo y a la vanidad, que serpean en todas las conciencias; de paso que alcanzamos la verdadera paz en nuestras almas, con un desasimiento que acaba en la posesión de Dios, cada vez más íntima y más intensa»13. ¿Estamos desprendidos así de los frutos de nuestra labor?

Los cristianos deben poseer las cosas como si nada poseyesen14. Dice San Gregorio Magno que «posee, pero como si nada poseyera, el que reúne todo lo necesario para su uso, pero prevé cautamente que presto lo ha de dejar. Usa de este mundo como si no usara, el que dispone de lo necesario para vivir, pero no dejando que domine a su corazón, para que todo ello sirva, y nunca desvíe, la buena marcha del alma, que tiende a cosas más altas»15.

Desprendimiento de la salud corporal. «Consideraba lo mucho que importa no mirar nuestra flaca disposición cuando entendemos se sirve al Señor (...). ¿Para qué es la vida y la salud, sino para perderla por tan gran Rey y Señor? Creedme, hermanas, que jamás os irá mal en ir por aquí»16.

Nuestros corazones para Dios, porque para Él han sido hechos, y solo en Él colmarán sus ansias de felicidad y de infinito. «Jesús no se satisface “compartiendo”: lo quiere todo»17. Todos los demás amores limpios y nobles, que constituyen nuestra vida aquí en la tierra, cada uno según la específica vocación recibida, se ordenan y se alimentan en este gran Amor: Jesucristo Señor Nuestro.

«Señor, tú que amas la inocencia y la devuelves a quien la ha perdido, atrae hacia ti nuestros corazones y abrásalos en el fuego de tu Espíritu»18.

Nuestra Madre Santa María nos ayudará a limpiar y ordenar los afectos de nuestro corazón para que solo su Hijo reine en él. Ahora y por toda la eternidad. Corazón dulcísimo de María, guarda nuestro corazón y prepárale un camino seguro.

1 Jer 17, 7-8. — 2 Jer 17, 6. — 3 Cfr. Gen 1, 28. — 4 Mt 6, 24. — 5 San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, X. — 6 Cfr. 2 Cor 8, 9.  7 Lc 14, 33. — 8 Mc 10, 22. — 9 Col 3, 5. — 10 San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, 11, 4. — 11 Lc 16 19-21.  12 San Gregorio Magno, Homilías sobre el Evangelio de San Lucas, 40, 2. — 13 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 114. — 14 1 Cor 7, 30.  15 San Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 36. — 16 Santa Teresa, Fundaciones, 28, 18. — 17 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 155. — 18 Oración colecta de la Misa del día.

 

 

Evangelio del jueves: la vida, tiempo para servir

Comentario del jueves de la 2.ª semana de Cuaresma. "Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo, y todos los días celebraba espléndidos banquetes". Cualquier don recibido es una llamada a ponerlo al servicio de los demás. Dios cuenta con nosotros para salir al encuentro de las necesidades del prójimo con lo que somos y con lo que tenemos.

09/03/2023​

Evangelio (Lc 16,19-31)

«Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo, y todos los días celebraba espléndidos banquetes. En cambio, un pobre llamado Lázaro yacía sentado a su puerta, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros venían a lamerle las llagas. Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán; murió también el rico y fue sepultado. Estando en los infiernos, en medio de los tormentos, levantando sus ojos vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno; y gritando, dijo:

«Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y me refresque la lengua, porque estoy atormentado en estas llamas».

Contestó Abrahán: «Hijo, acuérdate de que tú recibiste bienes durante tu vida y Lázaro, en cambio, males; ahora aquí él es consolado y tú atormentado. Además de todo esto, entre vosotros y nosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieren atravesar de aquí hasta vosotros, no pueden; ni tampoco pueden pasar de ahí hasta nosotros».

Y él dijo: «Te ruego entonces, padre, que le envíes a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les advierta y no vengan también a este lugar de tormentos».

Pero replicó Abrahán: «Tienen a Moisés y a los Profetas. ¡Que los oigan!»

Él dijo: «No, padre Abrahán; pero si alguno de entre los muertos va a ellos, se convertirán».

Y le dijo: «Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, tampoco se convencerán aunque uno resucite de entre los muertos».


Comentario

Todo en esta parábola en una invitación a la conversión. No falta ningún elemento: una persona agraciada y una necesitada; una derrochadora y que parece pensar solo en sí misma, y una que mendiga a su puerta. Muerte y juicio: el tiempo del que aquí disponemos es tiempo para pensar unos en otros. Lo que aquí arraigue en nuestro corazón será con lo que llamemos a las puertas del Reino celestial. Por eso, hemos de demostrar ahora, con nuestra vida, mientras tenemos tiempo, a qué aspiramos: qué es lo que verdaderamente nos importa. ¿Cómo vivimos y para quién vivimos? ¿Quién sabe de cuánto tiempo dispone todavía?

El texto tiene mucha fuerza. Pero esta es aún mayor si tenemos en cuenta lo que en él nos remite al Antiguo Testamento. Abrahán es clave de interpretación: él es el padre en la fe del pueblo de Israel; a él y a los que crean como él se les han prometido las bendiciones; él corresponde con generosidad a la llamada divina y, teniendo muchos bienes, ha quedado como modelo de hospitalario: No olvidéis la hospitalidad, gracias a la cual algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles (Hb 13,2). En Abraham vemos lo que es una fe que ha penetrado y ha llegado al fondo del corazón: una fe viva y que da fruto. Una fe que obra por la caridad.

El rico de la parábola, hombre sin nombre, aunque pudiente, se cree hijo de Abrahán y por tanto heredero de las bendiciones. Pero la muerte, que es un juicio sobre la vida, le revela qué es lo que Dios mira cuando juzga a los hombres: la sinceridad de los corazones. La parábola nos dice que una fe sin obras es una fe muerta. El rico no era un buen judío: no había escuchado a Moisés. Pero, por otro lado, tampoco son las meras obras las que salvan. De Lázaro, que sí tiene nombre, no se narran obras. Los Padres de la Iglesia dicen que lo que se premia es su aceptación paciente no solo de los males sino del desprecio sufrido. Para nosotros, el mensaje es claro: ver cómo poder hospedar al prójimo en nuestros corazones poniendo a su servicio los dones, materiales y espirituales, que tengamos en cada momento.

 

“Has de convivir, has de comprender”

Has de convivir, has de comprender, has de ser hermano de tus hermanos los hombres, has de poner amor –como dice el místico castellano– donde no hay amor, para sacar amor. (Forja, 457)

9 de marzo

Jesucristo, que ha venido a salvar a todas las gentes y desea asociar a los cristianos a su obra redentora, quiso enseñar a sus discípulos -a ti y a mí- una caridad grande, sincera, más noble y valiosa: debemos amarnos mutuamente como Cristo nos ama a cada uno de nosotros. Sólo de esta manera, imitando -dentro de la propia personal tosquedad- los modos divinos, lograremos abrir nuestro corazón a todos los hombres, querer de un modo más alto, enteramente nuevo.

Un escritor del siglo II, Tertuliano, nos ha transmitido el comentario de los paganos, conmovidos al contemplar el porte de los fieles de entonces, tan lleno de atractivo sobrenatural y humano: mirad cómo se aman, repetían.

Si percibes que tú, ahora o en tantos detalles de la jornada, no mereces esa alabanza; que tu corazón no reacciona como debiera ante los requerimientos divinos, piensa también que te ha llegado el tiempo de rectificar.

El principal apostolado que los cristianos hemos de realizar en el mundo, el mejor testimonio de fe, es contribuir a que dentro de la Iglesia se respire el clima de la auténtica caridad. Cuando no nos amamos de verdad, cuando hay ataques, calumnias y rencillas, ¿quién se sentirá atraído por los que sostienen que predican la Buena Nueva del Evangelio? (Amigos de Dios, nn. 225-226)

 

 

¿Por qué buscan los cristianos obedecer a Dios?

«Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Juan 4, 34). Así describe Jesús toda su vida, como una llamada a vivir en libertad, haciéndose servidor de todos, por medio del amor.

09/03/2023​

Sumario

  1. ¿Qué es la obediencia?
  2. ¿Por qué se busca obedecer a Dios?
  3. ¿Hay que obedecer a la Iglesia?
  4. ¿Con qué disposición se obedece a Dios?
  5. ¿Es la obediencia lo opuesto a la libertad?
  6. Textos complementarios que te pueden interesar

1. ¿Qué es la obediencia?

El diccionario define obedecer como “cumplir la voluntad de quien manda”. El verbo que utilizamos, sin embargo, proviene de la combinación latina ob-audire, es decir, “escuchar hacia”, por lo que demuestra la actitud de escucha de quien obedece. De esta escucha nace la posibilidad de conocer la voluntad del otro, entenderla y hacerla propia. De ese modo, uno se esfuerza por cumplir esa voluntad: es lo que llamamos obedecer.

En la relación de los hombres con Dios, se llama “obediencia de la fe” a la respuesta del hombre a Dios, que es el primero en darse a conocer. Ante la realidad de Dios, el hombre somete su inteligencia y voluntad, asintiendo de esta forma con todo su ser a Dios, que ha salido a su encuentro (cfr. Catecismo, n. 143).

“Obedecer en la fe es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma” (Catecismo, n. 144). Cuando Dios se revela y transmite al hombre su plan de salvación, el hombre entiende que puede confiar plenamente en Él, responder libremente a Dios y disponerse para cumplir su voluntad.

En la biblia hay muchos ejemplos de obediencia a Dios: desde Abraham, que obedeció a Dios y así se convirtió en padre del pueblo elegido, hasta María, que con su sí hizo posible la Encarnación del Hijo de Dios. Continuamente encontramos personajes que reciben un mensaje de Dios y se fían de Él, poniendo en práctica lo que el Señor les propone en relación con su propia vida, la historia del pueblo de Israel, etc.

En su carta a los filipenses, san Pablo alaba a Cristo que obedeció hasta la muerte, y muerte de cruz (Filipenses 2, 8). Con su obediencia, que es la cumbre de la historia de la relación de los hombres con Dios, Cristo nos trajo la salvación que habíamos perdido tras la desobediencia de Adán y Eva. A partir de la venida de Cristo, los hombres podemos volver a escuchar la Palabra de Dios y seguirla de una forma nueva.

También los santos son ejemplo de obediencia a Dios: mediante la oración, entienden cuál es el plan de Dios para su vida, y lo llevan a cabo viviendo de forma plena, cumpliendo la misión que Dios tiene para cada uno.

2. ¿Por qué se busca obedecer a Dios?

Entre todas las criaturas, el ser humano fue la única que Dios hizo a su imagen y semejanza, lo que implica que somos capaces de conocerlo y amarlo y de comprender el orden de las cosas por Él establecido.

El hombre mira hacia Dios y encuentra en Él su realización, porque percibe la relación entre criatura y creador como una dependencia de amor: nacemos del amor y al amor somos ordenados. Y así, al asimilar el hecho de que todo el orden de la creación está dirigido a su realización en Dios, cada persona se siente llamada a buscar libremente la bienaventuranza divina mientras va conformándose con el bien por Él establecido.

La obediencia que todo ser humano ha de vivir se concreta en la búsqueda por identificarse con su Creador, en rescatar y hace relucir en su vida aquella identidad y semejanza inicial. Pero la imagen perfecta de Dios es el Verbo, que se encarnó para nuestra salvación y “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre” (Gaudium et Spes, n. 22.1). “En Cristo, redentor y salvador, la imagen divina alterada en el hombre por el primer pecado ha sido restaurada en su belleza original” (Catecismo, n. 1701). En consecuencia, nuestra identificación plena con Dios pasa por la identificación con Jesucristo. Cristo es el camino para unirnos con Dios. Somos Hijos de Dios en Cristo, hijos en el Hijo. Y nuestra conciencia filial nos lleva a tener con relación a la voluntad del Padre la misma disponibilidad que tuvo Cristo. Por la fe se tiene confianza en que Cristo, que es el Señor de todas las cosas, es también Señor nuestro, sabe cuál es nuestro verdadero bien y nos conduce a la grandeza y dignidad humana.

Cristo nos exhorta a cumplir sus mandamientos para comportarnos, como Él, como hijos del Padre y permanecer en su amor:

Si obedecen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, así como yo he obedecido los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que tengan mi alegría y así su alegría sea completa. (Juan 15, 10-11)

Cristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y con su obediencia realizó la redención (cfr. Lumen Gentium, n. 3) La motivación de un cristiano en buscar obedecer a Dios está en el reconocimiento de esta virtud como un camino real para alcanzar la felicidad a la que están llamados los hijos de Dios.

Jesucristo nos presenta el testimonio de una obediencia al Padre que nos lleva al amor entre nosotros, pues Él entregó su vida para la salvación de la humanidad. Con Cristo, la identificación divina a la cual todos somos llamados se hace más tangible, ya que al hacernos cristianos pasamos a ser hijos en el Hijo de Dios. Así, la obediencia a la voluntad divina gana el relieve de una obediencia filial, que puede introducirnos en el plan divino de la Redención, haciéndonos colaborar con Cristo, llevando su mensaje de salvación a la humanidad.

Meditar con san Josemaría

Ahora (...) es una buena ocasión para examinar nuestros deseos de vida cristiana, de santidad; para reaccionar con un acto de fe ante nuestras debilidades, y confiando en el poder de Dios, hacer el propósito de poner amor en las cosas de nuestra jornada. Es Cristo que pasa, 96.

La fe nos lleva a reconocer a Cristo como Dios, a verle como nuestro Salvador, a identificarnos con Él, obrando como Él obró. Es Cristo que pasa, 106.

Dios nos llama a través de las incidencias de la vida de cada día, en el sufrimiento y en la alegría de las personas con las que convivimos, en los afanes humanos de nuestros compañeros, en las menudencias de la vida de familia. Dios nos llama también a través de los grandes problemas, conflictos y tareas que definen cada época histórica, atrayendo esfuerzos e ilusiones de gran parte de la humanidad. Es Cristo que pasa, 110.

Dios exige que, al obedecer, pongamos en ejercicio la fe, pues su voluntad no se manifiesta con bombo y platillo. A veces el Señor sugiere su querer como en voz baja, allá en el fondo de la conciencia: y es necesario escuchar atentos, para distinguir esa voz y serle fieles. Es Cristo que pasa, 17.

3. ¿Hay que obedecer a la Iglesia?

A lo largo de la historia del pueblo de Israel, Dios fue guiándoles hacia una vida en unión con Él. A través de ritos y alianzas, el pueblo hebreo fue aprendiendo a tratar a Dios. Un paso importante fue la recepción de las tablas de la ley, que Dios dio a Moisés: eran leyes que regulaban tanto el trato del hombre con Dios como las relaciones sociales. Los diez mandamientos indican las condiciones de una vida liberada de la esclavitud del pecado. El Decálogo es un camino de vida. (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2057)

Después de la venida de Cristo, la Iglesia es la descendencia del pueblo de Dios en la tierra, y sigue buscando cumplir su voluntad para realizar su plan de redención. Este plan no es abstracto, intangible, sino que, de acuerdo con nuestra naturaleza — cuerpo y alma —, se concreta en acciones que nos ayudan a encontrar a Dios en nuestra vida. Por eso la Iglesia propone a sus hijos el modo de cumplir la voluntad de Dios, según lo que encontramos en la Biblia y lo que los cristianos de todos los tiempos han discernido: aparte de la ley natural, hay normas que impulsan nuestra vida espiritual: ir a misa los domingoshacer penitencia en determinados momentos del año… Son algunas directrices que indican por dónde queremos avanzar los cristianos. Estos mandamientos son pocos, porque la Iglesia cuenta con que cada cristiano busca con iniciativa crecer en su trato con Dios, pero al mismo tiempo, como buena madre, encontramos en la Iglesia enseñanzas que nos guían.

La Iglesia no quiere “añadir” preceptos, o “inventar” nuevas leyes. Se limita a custodiar lo que ha recibido de Cristo a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres (cfr. Lumen Gentium, n. 8), consciente de que ella misma debe obedecer a Dios para cumplir su misión.

Meditar con san Josemaría

Yo he visto con gozo a muchas almas que se han jugado la vida —como tú, Señor, usque ad mortem—, al cumplir lo que la voluntad de Dios les pedía: han dedicado sus afanes y su trabajo profesional al servicio de la Iglesia, por el bien de todos los hombres. Es Cristo que pasa, 19.

No cabe escudarse en razones aparentemente piadosas, para expoliar a los otros de aquello que les pertenece: si alguno dice: sí, yo amo a Dios, al paso que aborrece a su hermano, es un mentiroso. Pero también se engaña el que regatea al Señor el amor y la reverencia —la adoración— que le son debidos como Creador y Padre Nuestro; y el que se niega a obedecer a sus mandamientos, con la falsa excusa de que alguno resulta incompatible con el servicio a los hombres, pues claramente advierte San Juan que en esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, si amamos a Dios y guardamos sus mandamientos. Porque el amor de Dios consiste en que observemos sus mandatos; y sus mandatos no son pesados. Amigos de Dios, 166.

No concibo que pueda haber obediencia verdaderamente cristiana, si esa obediencia no es voluntaria y responsable. Los hijos de Dios no son piedras o cadáveres: son seres inteligentes y libres, y elevados todos al mismo orden sobrenatural, como la persona que manda. Pero no podrá hacer nunca recto uso de la inteligencia y de la libertad —para obedecer, lo mismo que para opinar— quien carezca de suficiente formación cristiana. (...) Ciertamente, el Espíritu Santo distribuye la abundancia de sus dones entre los miembros del Pueblo de Dios —que son todos corresponsables de la misión de la Iglesia—, pero esto no exime a nadie, sino todo lo contrario, del deber de adquirir esa adecuada formación doctrinal. Conversaciones, 2.

4. ¿Con qué disposición se busca obedecer a Dios?

La obediencia a Dios está profundamente ligada al don sobrenatural de la fe, expresión del reconocimiento del Creador y Padre que ha fundado todo y que nos antecede en el amor. Al considerar esa lógica divina, surge la respuesta del hombre de confianza filial que, como no podría ser de otro modo, está permeada también de amor.

Sería equivocado considerar que la obediencia a Dios es una consecuencia del miedo, como si se estuviera delante de un castigador implacable. Es más coherente con la fe cristiana reconocerlo como un Buen Padre, cuya voluntad es lo mejor para sus hijos.

En la Carta Apostólica Patris Corde del Papa Francisco, la Iglesia asume como ejemplo la actitud de la obediencia de San José, llamándolo Padre en la obediencia. Su disposición es de una fe activa, con una docilidad que no tiene nada que ver con el conformismo y que no se deja arrastrar por los acontecimientos, sino que se basa en una escucha inteligente, a partir de la cual pudo alcanzar un grado de verdadera sabiduría del Señor para obrar conforme a los designios divinos (cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 42).

Por tanto, la obediencia cristiana tampoco es ciega, porque la voluntad de Dios no es arbitraria, sino que se manifiesta en la vida de cada hombre por medio de una vida de oración profunda. La disposición de una fe activa viene acompañada de poner los medios para descubrir la voluntad de Dios, lo que luego ordena activamente el entendimiento y la voluntad para seguirla y aceptar la responsabilidad consiguiente en cada acto de obediencia. Por fin, esa disposición es siempre humilde, porque la obediencia es la humildad de la voluntad. (Camino, n. 259)

Meditar con san Josemaría

Ahora, que te cuesta obedecer, acuérdate de tu Señor, "factus obediens usque ad mortem, mortem autem crucis" —¡obediente hasta la muerte, y muerte de cruz! Camino, 628

¡Oh poder de la obediencia! —El lago de Genesaret negaba sus peces a las redes de Pedro. Toda una noche en vano.

—Ahora, obediente, volvió la red al agua y pescaron "piscium multitudinem copiosam" —una gran cantidad de peces.

—Créeme: el milagro se repite cada día. Camino, 629

No nos oculta el Señor que esa obediencia rendida a la voluntad de Dios exige renuncia y entrega, porque el Amor no pide derechos: quiere servir. Él ha recorrido primero el camino. Jesús, ¿cómo obedeciste tú? Usque ad mortem, mortem autem crucis, hasta la muerte y muerte de la cruz. Hay que salir de uno mismo, complicarse la vida, perderla por amor de Dios y de las almas. Es Cristo que pasa, 19

Obedece sin tantas cavilaciones inútiles... Mostrar tristeza o desgana ante el mandato es falta muy considerable. Pero sentirla nada más, no sólo no es culpa, sino que puede ser la ocasión de un vencimiento grande, de coronar un acto de virtud heroico.

No me lo invento yo. ¿Te acuerdas? Narra el Evangelio que un padre de familia hizo el mismo encargo a sus dos hijos... Y Jesús se goza en el que, a pesar de haber puesto dificultades, ¡cumple!; se goza, porque la disciplina es fruto del Amor. Surco, 378

5. ¿Es la obediencia lo opuesto a la libertad?

El Concilio Vaticano II dice que «la verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección» (Gaudium et spes, n. 17). Por eso, la libertad “alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1731). La libertad tiene como condición la ausencia de coacción externa e interna, pero su ejercicio consiste en el amor, en la autónoma adhesión a lo que se conoce como bien. Se ejercita rectamente la libertad que se adhiere al verdadero bien, al bien ordenado a la bienaventuranza que Dios nos ha preparado, y que solo se dará a quien libremente acoja la acción salvífica de Dios en Cristo. Efectivamente, nuestras elecciones nos acercan o nos alejan de Dios, nos hacen más felices cuando hacemos el bien, o infelices cuando lo rechazamos y elegimos algo desordenado.

Las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia nos muestran dónde está el verdadero bien. Quien ama a Dios se adhiere autónomamente al bien así conocido. Esto no quita la libertad, porque quien hace lo que ama, obra libremente. Lo que está en juego no es el ser más o menos libre, sino el amar los bienes que satisfacen completamente el corazón humano y llevan a la bienaventuranza eterna. Desde esa perspectiva la obediencia es camino para la libertad que lleva a la plenitud humana y cristiana del hombre. La libertad podría emplearse también para destruirse a sí mismo o a los demás, pero esa libertad no es un valor humano ni cristiano. Es solo una triste y trágica posibilidad.

La obediencia filial es siempre libre, incluso en las cosas arduas, pues, además de elegirse porque reconocemos bueno lo que se nos manda, está también movida por el amor a Quien nos ha dado el mandato: “Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos” (Juan 14, 15). Quien ama busca identificarse con el amado: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado” (Juan 4, 34); “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22, 42).

Meditar con san Josemaría

Veritas liberabit vos; la verdad os hará libres. ¿Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad? Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas. Amigos de Dios, 26.

La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres. Amigos de Dios, 27.

Nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad. Amigos de Dios, 30.

Amar es... no albergar más que un solo pensamiento, vivir para la persona amada, no pertenecerse, estar sometido venturosa y libremente, con el alma y el corazón, a una voluntad ajena... y a la vez propia. Surco, 797.

El Reino de Cristo es de libertad: aquí no existen más siervos que los que libremente se encadenan, por Amor a Dios. ¡Bendita esclavitud de amor, que nos hace libres! Sin libertad, no podemos corresponder a la gracia; sin libertad, no podemos entregarnos libremente al Señor, con la razón más sobrenatural: porque nos da la gana. Es Cristo que pasa, 184.

Acto de identificación con la Voluntad de Dios: ¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero! Camino, 762.

 

 

Mensaje del Prelado (6 marzo 2023)

El prelado del Opus Dei invita a seguir rezando por el proyecto de coordinación de las labores apostólicas y por la preparación del Congreso General Extraordinario.

06/03/2023

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Han pasado ya dos años desde que os pedí el apoyo de vuestra oración para el proyecto de impulso y coordinación de las labores apostólicas. A lo largo de este tiempo, os he ido informando de la marcha de esos trabajos. Ahora, deseo poneros al tanto de los pasos dados recientemente.

En los últimos meses, se han erigido tres nuevas regiones en Europa, como resultado de la reorganización territorial en este continente: Europa del Noroeste, en abril de 2022 –que comprende las antiguas regiones de Irlanda, Gran Bretaña, Holanda y Suecia–; Europa Central –de la fusión de las anteriores Austria, Alemania y Suiza– en diciembre de 2022; y la región de Francia y Bélgica, el pasado 14 de febrero. Además, después de meses de estudio, ya se ha anunciado a las circunscripciones interesadas la próxima reestructuración de algunas regiones de Asia.

Sigo contando con vuestra oración por estos trabajos y por los de preparación del Congreso General Extraordinario, ya muy cercano.

Está ya muy próxima la solemnidad de san José: encomendemos todas estas intenciones también a su intercesión ante el Señor.

Con todo cariño, os bendice

Vuestro Padre

Fernando Ocáriz

Roma, 6 de marzo de 2023

 

La ternura de Dios (VII): Devuélveme la alegría de tu salvación

Para poder dar misericordia, necesitamos recibirla de Dios: mostrarle nuestras heridas, dejarnos curar, dejarnos querer. En un mundo «a menudo duro con el pecador e indulgente con el pecado», el salmo miserere –ten misericordia de mí– es la gran oración del perdón que libera el alma, que nos devuelve la alegría de estar en la casa del Padre.

07/10/2016

Miserere mei, Deus, secundum misericordiam tuam –«ten misericordia de mí, Dios mío, según tu bondad» (Sal 51 [50],3). Desde hace tres milenios, el salmo miserere ha alimentado la oración de cada generación del Pueblo de Dios. Las Laudes de la Liturgia de las horas lo recogen semanalmente, los viernes. San Josemaría, y sus sucesores, lo rezan cada noche[1], expresando con el cuerpo el tenor de las palabras que componen este «Magnificat de la misericordia», como lo ha llamado recientemente el Papa: «el Magnificat de un corazón contrito y humillado que, en su pecado, tiene la grandeza de confesar al Dios fiel que es más grande que el pecado»[2].

EN SU PRESENCIA TRANQUILIZAREMOS NUESTRO CORAZÓN, AUNQUE EL CORAZÓN NOS REPROCHE ALGO, PORQUE DIOS ES MÁS GRANDE QUE NUESTRO CORAZÓN Y CONOCE TODO.

El salmo miserere nos sumerge en «la más profunda meditación sobre la culpa y la gracia»[3]. La tradición de Israel lo pone en labios de David, cuando el profeta Natán le reprochó, de parte de Dios, el adulterio con Betsabé y el asesinato de Urías[4]. El profeta no echó directamente en cara al rey su pecado: se sirvió de una parábola[5], para que fuera el mismo David quien llegara a reconocerlo. Peccavi Domino, «pequé contra el Señor» (2 S 12,13): el miserere –ten misericordia, misericórdiame– que sale del corazón de David expresa también su desolación interior, y la conciencia del dolor que ha sembrado a su alrededor. La percepción del alcance de su pecado –Dios, los demás, él mismo– le lleva a buscar su refugio y su curación en el Señor, el único que puede arreglar las cosas: «en su presencia tranquilizaremos nuestro corazón, aunque el corazón nos reproche algo, porque Dios es más grande que nuestro corazón y conoce todo» (1 Jn 3,20).

Porque no saben lo que hacen

Del pecado vemos sobre todo, en un primer momento, la liberación que parece prometer: emanciparse de Dios, para ser verdaderamente nosotros mismos. Pero la aparente liberación –espejismo– se convierte muy poco después en una carga pesada. El hombre fuerte y autónomo, que creía poder silenciar su conciencia, llega tarde o temprano a un momento en que se desarma: el alma no puede más; «no le bastan las explicaciones habituales, no le satisfacen las mentiras de los falsos profetas»[6]. Es el inicio de la conversión, o de una de las «sucesivas conversiones» de nuestra vida, que son «más importantes aún y más difíciles»[7].

El proceso no es siempre tan rápido como en la historia del rey David. La ceguera que precede y acompaña al pecado, y que crece con el pecado mismo, puede prolongarse después; nos engañamos con justificaciones, nos decimos que la cosa no tiene tanta entidad… Es una situación que también nos encontramos con frecuencia a nuestro alrededor, «en un mundo a menudo duro con el pecador e indulgente con el pecado»[8]: duro con el pecador, porque en su conducta se percibe claramente lo corrosivo del pecado; pero indulgente con el pecado, porque reconocerlo como tal significaría prohibirse ciertas «libertades». Todos estamos expuestos a este riesgo: ver lo feo del pecado en los demás, sin condenar el pecado en nosotros mismos. No solo nos falta misericordia entonces: nos hacemos también incapaces de recibirla.

La ofuscación del pecado y de la tibieza tiene algo de autoengaño, de ceguera querida –queremos no ver, hacemos como que no vemos–, y por eso requiere el perdón de Dios. Jesús ve así el pecado cuando dice desde la Cruz: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Perderíamos la profundidad de esta palabra del Señor si la viéramos como una mera disculpa amable, que ocultara el pecado. Cuando nos alejamos de Dios, sabemos y no sabemos lo que hacemos. Nos damos cuenta de que no obramos bien, pero olvidamos que por ahí no vamos a ninguna parte. El Señor se apiada de ambas cosas, y también de la profunda tristeza en la que nos quedamos después. San Pedro sabía y no sabía lo que hacía cuando negaba al Amigo. Después «lloró amargamente» (Mt 26,75), y las lágrimas le dieron una mirada más limpia, y más lúcida.

«La misericordia de Cristo no es una gracia barata; no implica trivializar el mal. Cristo lleva en su cuerpo y en su alma todo el peso del mal, toda su fuerza destructora. Quema y transforma el mal en el sufrimiento, en el fuego de su amor doliente»[9]. Su palabra de perdón desde la Cruz –«no saben lo que hacen»– deja entrever su proyecto misericordioso: que volvamos a la casa del Padre. Por eso también desde la Cruz nos confía a la protección de su Madre.

La nostalgia de la casa del Padre

«La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre»[10]. La conversión, y las conversiones, comienzan y recomienzan con la constatación de que nos hemos quedado de algún modo sin hogar. El hijo pródigo siente la «nostalgia por el pan recién horneado que los empleados de su casa, la casa de su padre, comen para el desayuno. La nostalgia es un sentimiento poderoso. Tiene que ver con la misericordia porque nos ensancha el alma (…). En este horizonte amplio de la nostalgia, este joven –dice el Evangelio– entró en sí y se sintió miserable. Y cada uno de nosotros puede buscar o dejarse llevar a ese punto donde se siente más miserable. Cada uno de nosotros tiene su secreto de miseria dentro... Hace falta pedir la gracia de encontrarlo»[11].

Fuera de la casa del padre –recapacita el hijo pródigo– está en realidad fuera de su misma casa. La redescubre: el lugar que se le antojaba como un obstáculo para su realización personal se revela como el hogar que nunca debió haber abandonado. También quienes están dentro de la casa del padre pueden estar con el corazón fuera. Así sucede con el hermano mayor de la parábola: aunque no se había ido, su corazón estaba lejos. Para él rigen también esas palabras del profeta Isaías, a las que Jesús se referirá en su predicación: «Este pueblo (…) me honra con sus labios pero su corazón está lejos de mí» (Is 29,13)[12]. El hermano mayor «no dice nunca “padre”, no dice nunca “hermano”; piensa sólo en sí mismo, hace alarde de haber permanecido siempre junto al padre y de haberlo servido (…) ¡Pobre padre! Un hijo se había marchado, y el otro nunca había sido verdaderamente cercano. El sufrimiento del padre es como el sufrimiento de Dios, el sufrimiento de Jesús cuando nosotros nos alejamos o porque nos marchamos lejos o porque estamos cerca sin ser cercanos»[13]. Habrá momentos de nuestra vida en que, aunque quizá no nos hayamos alejado como el hijo menor, percibiremos más fuertemente hasta qué punto somos como el hijo mayor. Son momentos en los que Dios nos da más luz: nos quiere más cerca de su corazón. Son momentos de nueva conversión.

CUANDO LA VIDA INTERIOR SE CLAUSURA EN LOS PROPIOS INTERESES, YA NO HAY ESPACIO PARA LOS DEMÁS (…), YA NO SE ESCUCHA LA VOZ DE DIOS.

En la conversación entre el hermano mayor y el padre[14], salta a la vista, frente a la ternura del corazón del padre, la dureza del corazón del hijo: su respuesta amarga deja adivinar cómo había perdido la alegría de estar en la casa de su padre. Por eso mismo había perdido la capacidad de alegrarse con él y con su hermano. Para uno y otro tenía solamente reproches: solo veía sus fallos. «Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás (…), ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente»[15].

El padre se sorprende también ante esa dureza, e intenta ablandar el corazón de aquel hijo que, aunque había permanecido con él, suspiraba –quizá sin ser él mismo muy consciente– por el egoísmo alocado del hermano pequeño; el suyo era un egoísmo más «razonable», más sutil, y quizá más peligroso. El padre intenta darle explicaciones: «había que celebrarlo y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida» (Lc 15,32). Con fortaleza de padre y ternura de madre, le reconviene, como diciéndole: Hijo mío, deberías alegrarte: ¿qué te pasa en el corazón? «También él necesita descubrir la misericordia del padre»[16]: tiene necesidad de descubrir esa nostalgia de la casa del Padre, ese dolor suave que nos hace volver.

Devuélveme el gozo de tu salvación

Tibi, tibi soli peccavi et malum coram te feci, –«contra Ti, contra Ti solo he pecado, y he hecho lo que es malo a tus ojos» (Sal 51 [50],6). El Espíritu Santo, que «convencerá al mundo en lo referente al pecado»[17], es quien nos hace ver que esa nostalgia, ese malestar, no es solo un desequilibrio interior; tiene su origen más profundo en una relación herida: nos hemos alejado de Dios; le hemos dejado solo, y nos hemos dejado solos. «In multa defluximus»[18], escribe San Agustín: cuando nos apartamos de Dios, nos desparramamos en muchas cosas, y nuestra casa se queda desierta[19]. El Espíritu Santo es quien nos mueve a volver a Dios, que es el único que puede perdonar los pecados[20]. Como aleteaba sobre las aguas desde el inicio de la creación[21], así aletea ahora sobre las almas. Él movió a la mujer pecadora a acercarse, sin palabras, a Jesús; y la misericordia de Dios la acogió sin que los comensales entendieran el porqué de las lágrimas, el perfume, los cabellos[22]: Jesús, radiante, dijo de ella que se le había perdonado mucho porque había amado mucho[23].

La nostalgia de la casa del Padre es nostalgia de cercanía, de misericordia divina; necesidad de volver a poner «el corazón en carne viva, humana y divinamente transido por un amor recio, sacrificado, generoso»[24]. Si nos acercamos, como el hijo menor, hasta el regazo del Padre, allí comprendemos que la medicina para nuestras heridas es Él mismo, Dios mismo. Entra entonces en escena un «tercer hijo»: Jesús, que nos lava los pies, Jesús, que se ha hecho siervo por nosotros. Él es «el que «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo» (Fil 2,6-7). ¡Este Hijo-Siervo es Jesús! Es la extensión de los brazos y del corazón del Padre: Él ha acogido al pródigo y ha lavado sus pies sucios; Él ha preparado el banquete para la fiesta del perdón»[25].

Cor mundum crea in me, Deus –«Crea en mí, Dios mío, un corazón puro» (Sal 50 [51],12). El salmo vuelve una y otra vez sobre la pureza del corazón[26]. No es cuestión de narcisismo, ni de escrúpulo, porque «el cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada»[27]. Es cuestión de amor: el pecador arrepentido está dispuesto a hacer lo necesario para curar su corazón, para recuperar la alegría de vivir con Dios. Redde mihi laetitiam salutaris tui –«devuélveme el gozo de tu salvación» (Sal 51 [50],14): cuando se ven así las cosas, la confesión no es una cuestión fría, como una especie de trámite administrativo. «Puede hacernos bien preguntarnos: Después de confesarme, ¿festejo? ¿O paso rápido a otra cosa, como cuando después de ir al médico, uno ve que los análisis no dieron tan mal y los mete en el sobre y pasa a otra cosa?»[28].

Quien festeja, aprecia: agradece el perdón. Y ve entonces la penitencia como algo más que una mera diligencia para restablecer la justicia: la penitencia es una exigencia del corazón, que experimenta la necesidad de respaldar sus palabras –pequé, Señor pequé– con la vida. Por eso, san Josemaría aconsejaba a todos a tener «espíritu de penitencia»[29]. «Un corazón contrito y humillado» (Sal 51 [50],19) comprende que resulta necesario un camino de retorno, de reconciliación, que no se hace de la noche a la mañana. Como es el amor el que tiene que recomponerse, para adquirir una nueva madurez, es él mismo el remedio: «amor con amor se paga»[30]. La penitencia, pues, es el cariño que lleva a querer sufrir –alegres, sin darnos importancia, sin «cosas raras»[31]– por todo lo que hemos hecho sufrir a Dios y a los demás. Ese es el sentido de uno de los modos que el Ritual propone al sacerdote para despedirse del penitente tras la absolución; el confesor nos dice: «que el bien que hagas y el mal que puedas sufrir te sirvan como remedio de tus pecados»[32]. Además, «¡qué poco es una vida para reparar!»[33] La vida entera es alegre contrición: con un dolor confiado –sin angustias, sin escrúpulos– porque cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies (Sal 51 [50],19) –«un corazón contrito y humillado, Dios mío, no lo desprecias».

Texto: Carlos Ayxelà

Fotos: Santiago González Barros


[1] Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, tomo III, Rialp, Madrid 2003, p. 395.

[2] Francisco, 1ª meditación en el Jubileo de los sacerdotes, 2-VI-2016.

[3] San Juan Pablo II, Audiencia, 24-X-2001.

[4] Cfr. 2 S 11, 2 ss.

[5] Cfr. 2 S 12, 2-4.

[6] San Josemaría, Amigos de Dios, 260.

[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 57.

[8] Francisco, Homilía, 24-XII-2015.

[9] Card. Joseph Ratzinger, Homilía, Missa pro eligendo pontifice, 18-IV-2005.

[10] Es Cristo que pasa, 64.

[11] Francisco, 1ª meditación en el Jubileo de los sacerdotes, 2-VI-2016.

[12] Cfr. Mt 15,8.

[13] Francisco, Audiencia, 11-V-2016.

[14] Cfr. Lc 15,28-32.

[15] Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium (24-XI-2013), 2.

[16] Francisco, Audiencia, 11-V-2016.

[17] Cfr. Jn 16,8. Así traduce San Juan Pablo II estas palabras de la oración sacerdotal de Jesús, sobre las que meditó profundamente en la encíclica Dominum et vivificantem (18-V-1986), 27-48.

[18] San Agustín, Confesiones X.29.40.

[19] Cfr. Mt 23,38.

[20] Cfr. Lc 7,48.

[21] Cfr. Gen 1,2.

[22] Cfr. Lc 7,36-50.

[23] Cfr. Lc 7,47.

[24] Amigos de Dios, 232.

[25] Francisco, Angelus, 6-III-2016.

[26] Cfr. Sal 50 (51), 4, 9, 11, 12, 19.

[27] Es Cristo que pasa, 75.

[28] Francisco, Homilía, 24-III-2016.

[29] Cfr. San Josemaría, Forja, 784; Amigos de Dios, 138-140, acerca del espíritu de penitencia, y sus diversas manifestaciones.

[30] Forja, 442.

[31] Forja, 60.

[32] Ritual de la Penitencia, 104.

[33] San Josemaría, Vía Crucis, VII estación.

 

 

Se abre una nueva ventana al universo

Conocer el universo

Cuando miramos al cielo de noche, vemos numerosos puntos de luz que son las estrellas y, si además estamos en un punto alejado de la civilización en un ambiente seco como puede ser un desierto, el espectáculo resulta formidable. Ello a pesar de que nuestros ojos alcanzan un número extraordinariamente bajo en relación a los miles de millones de estrellas que sabemos existen en el universo y cuya luz llega tan tenue que nuestros ojos no son capaces de discernir.

Por ello, puede resultar sorprendente que sea precisamente a través de la luz, tomada en sentido amplio, como hemos podido comprender la mayor parte de lo que conocemos del universo.

La luz nos permite conocer algo más que la forma o el color de las estrellas

La luz visible es la radiación electromagnética que puede ser percibida por el ojo humano, que es sólo una pequeña parte de toda la gama de ondas luminosas que existen. Max Planck abrió el camino para descubrir la naturaleza cuántica de la materia estudiando la energía que emiten todos los cuerpos y determinó que la luz está formada por pequeñas partículas a las que llamamos «fotones». Pero también se determinó que los fotones, como todas las partículas, presentan también una naturaleza ondulatoria. Dependiendo de la energía que contienen los fotones clasificamos la radiación electromagnética, mediante una división arbitraria, como ondas de radio, las de menor energía, seguidas en orden creciente de su contenido energético, por microondas, infrarrojo, luz visible, ultravioleta, rayos X y rayos gamma, las más energéticas.

Hasta el siglo XIX la forma clásica de ejercer la astronomía consistía en utilizar el ojo y anotar en un cuaderno lo que se veía. Por ello, parece lógica la afirmación, en 1835, del filósofo francés Auguste Comte, en el sentido de que nadie sabría nunca de qué estaban hechas las estrellas. «Conocemos la posibilidad de determinar sus formas, sus distancias, sus tamaños y sus movimientos», escribió, «mientras que nunca sabríamos estudiar por ningún medio su composición química, ni su estructura mineralógica, y, más aún, la naturaleza de los seres organizados que pudieran vivir en su superficie.»[1]

Pero en 1859 Gustav Kirchhoff observó el espectro de la luz emitida por el gas de diferentes elementos químicos en estado incandescente y comprobó que cada elemento tiene su propio conjunto de líneas espectrales, lo que se ha dado en llamar la “huella dactilar” de cada elemento. Y concluyó que las líneas oscuras del espectro de la luz procedente del Sol estaban causadas por distintos elementos que absorbían longitudes de onda específicas, lo que puede entenderse como el primer indicio del conocimiento de la naturaleza de las estrellas. Dando un giro total al pensamiento de Comte, Warren de la Rue afirmó en 1861: “Si fuéramos al Sol, y trajéramos algunas porciones de él y las analizáramos en nuestros laboratorios, no podríamos examinarlas con más precisión de la que podemos hacerlo por este nuevo modo de análisis del espectro”[2]. Pero tuvo que transcurrir más de medio siglo hasta una aplicación efectiva de esta técnica, que llegó con la revolucionaria aportación de Cecilia Payne, quien desarrolló un procedimiento para cuantificar la presencia de los diferentes elementos en la luz proveniente de una estrella y pudo deducir que el Sol, a diferencia de la Tierra, está compuesto en su mayor parte de hidrógeno y helio. Reveló sus conclusiones en lo que, muchos años después, el astrónomo Otto Struve describió como «la tesis doctoral más brillante jamás escrita en astronomía»[3].

La luz emitida por todos los objetos del universo durante toda su historia: estrellas, agujeros negros, cuásares, galaxias… forma un difuso mar de fotones que impregna el espacio intergaláctico. El arte de la astronomía consiste en recoger, analizar e interpretar estos fotones a partir de cuatro propiedades: su longitud de onda, la intensidad con que los recibimos en la Tierra y la dirección en el espacio, así como la variación con el tiempo de estas tres magnitudes. Con ello hemos ido descifrando la historia y la evolución del cosmos.

Analizando todo el espectro

A partir de los años cuarenta del pasado siglo se han ido desarrollando herramientas y tecnologías que nos permiten “ver” en longitudes de onda diferentes a la luz visible, lo que ha permitido a la astronomía verificar e incrementar nuestro conocimiento del universo.

Los telescopios infrarrojos captan longitudes de onda un poco más largas que la luz roja y nos han permitido comprobar que planetas como Júpiter o estrellas frías brillan intensamente en el infrarrojo. Dado que la luz infrarroja puede atravesar las nubes de polvo del espacio, los telescopios infrarrojos pueden ver detrás del polvo que oscurece la visión de otros telescopios.

Las ondas un poco más largas que la luz infrarroja las llamamos microondas, que es el tipo de energía con el que funcionan los electrodomésticos que calientan la comida. Con telescopios de microondas hemos podido medir la temperatura de los fotones emitidos en el universo temprano a 3000 K y que, en la actualidad, después de los miles de millones de años transcurridos, se han enfriado hasta los 2,7 K, es decir 270 grados celsius negativos, que es la temperatura que tiene ahora, de forma uniforme, todo el universo. Dentro de esta uniformidad, los astrónomos pueden observar diminutas ondulaciones de estas mediciones de temperatura para determinar cuándo y dónde empezaron a formarse las primeras galaxias.

Precisamente, el descubrimiento de la existencia de estos fotones, de forma casual, en 1968, por dos ingenieros mientras intentaban calibrar una antena, constituyó la consagración definitiva de la teoría del Big Bang. Según este modelo, el universo temprano era caliente y opaco, como el interior de una estrella, ya que los fotones eran constantemente atrapados por los electrones libres. Pero cuando la temperatura descendió hasta los 3000 K los electrones pasaron a formar parte de los átomos y los fotones quedaron liberados. A partir de entonces, la luz pudo viajar libremente y estos fotones que impregnan el cosmos es lo que llamamos fondo cósmico de microondas.

Llamamos «ondas de radio» a los fotones con menos energía. Los instrumentos que empleamos para su detección son los radiotelescopios que aportan conocimientos muy interesantes. Las nubes frías de gas que se encuentran en el espacio interestelar emiten ondas de radio en distintas longitudes de onda. Como el hidrógeno es el elemento más abundante en el Universo y es común en las galaxias, los radioastrónomos utilizan su emisión característica para trazar la estructura de las galaxias. La radioastronomía también ha detectado muchos tipos nuevos de objetos, como los púlsares o los fenómenos en el entorno de los agujeros negros. También nos informan de muchas características de nuestro sistema solar como los gases que se arremolinan alrededor de Urano y Neptuno.

Desde el nacimiento de la radioastronomía existen proyectos de búsqueda de vida inteligente extraterrestre por medio de las ondas de radio, con la idea de que civilizaciones lejanas envíen señales similares utilizando el mismo espectro electromagnético que nosotros.

Los telescopios ultravioleta (UV) se centran en la luz cuyas longitudes de onda son un poco más cortas que la luz violeta del rango visible. Aportan mucho conocimiento sobre estrellas jóvenes que brillan con temperaturas superiores a nuestro sol, lo que nos permite aprender mucho sobre cómo se forman en el interior de las galaxias.

Los rayos X nos resultan familiares debido a su conocida utilización en medicina. Esto puede ayudarnos a interiorizar cómo cada gama de rayos del espectro contribuye a crear una imagen más completa de la realidad, de la misma forma que la observación del paciente mediante rayos X permite al médico completar su visión sobre el estado del enfermo. Los telescopios de rayos X resultan óptimos para la observación de objetos y fenómenos de muy alta energía, como agujeros negros y supernovas o choques de galaxias.

Por último, los rayos gamma son las longitudes de onda de mayor energía que existen. Los emiten las estrellas cuando explotan y de vez en cuando se reciben estallidos de este tipo de rayos procedentes de los lugares más recónditos del universo, fenómenos que todavía hoy son un misterio. El mayor estallido de rayos gamma detectado hasta la fecha tuvo lugar en octubre de 2022, con un brillo 1022 veces el brillo del Sol; se supone que corresponde al nacimiento de un agujero negro a una distancia de 2.400 millones de años luz, por lo que no se trata de un fenómeno que haya ocurrido ahora, sino hace 2.400 millones de años. Todos los telescopios de rayos gamma están en el espacio exterior para evitar el amortiguamiento que supone la atmósfera terrestre.

Se abre una nueva ventana al universo

Hasta hoy los astrónomos han descrito el universo y han podido explicar su historia casi exclusivamente mediante la utilización de telescopios que recogen la luz visible y otras formas de radiación electromagnética. No disponíamos de otros medios de captar la realidad que nos rodea. Pero el 14 de septiembre de 2015 puede marcar un punto de inflexión: aquel día se detectó por primera vez una onda gravitatoria, lo que supone la entrada en escena de una nueva forma de ver determinados objetos o acontecimientos del universo.

La existencia de estas ondas fue predicha por Albert Einstein hace un siglo, como una consecuencia de su teoría general de la relatividad, donde se plantea que el espacio-tiempo es curvo y que objetos con masa muy acelerados cambian la curvatura de ese espacio-tiempo y producen ondas gravitacionales. Son ondas tan débiles que para su detección se necesitan instrumentos de muchísima precisión, razón por la cual el propio Einstein creyó que nunca se podrían llegar a detectar. Pero cien años después la técnica lo ha hecho posible.

Las ondas gravitacionales constituyen otra fuente de información sobre los fenómenos más energéticos del universo. Pese a que se trata de ondas extremadamente débiles, presentan una serie de ventajas en cuanto a la transmisión de información, pues, mientras las ondas electromagnéticas son fácilmente reflejadas y absorbidas por cualquier tipo de materia que se encuentre en su camino e incluso se distorsionan debido a la expansión del universo, este es casi transparente para las ondas gravitacionales: ni la materia ni los campos gravitacionales intervinientes absorben o reflejan este tipo de ondas en grado significativo.

Se abre, pues, una nueva ventana para la observación del universo, que permitirá seguir avanzando en su conocimiento. El avance más inmediato es el de contribuir a explicar fenómenos ya conocidos, y una ventaja importante es que las ondas gravitacionales eliminan el reto de calcular la distancia, ya que la amplitud de la onda codifica exactamente la distancia a la que se encontraba su fuente.

Se trata de una tecnología incipiente que requerirá un desarrollo para lograr todo lo que se espera de ella. Ya existe una larga lista de nuevos campos de investigación, en base a las ondas gravitacionales, que sin duda alguna cambiarán la astronomía. Se pretende responder a grandes interrogantes, como la naturaleza de la energía oscura o la existencia de otras dimensiones distintas a las ya conocidas, tal como predice alguna teoría y la información que se espera que puedan aportar contribuirá a una mejor comprensión de las leyes fundamentales del universo.

Destaca un campo de conocimiento sobre el que se ha creado una natural expectación, el relativo al universo temprano. Y es que las observaciones ópticas no nos han permitido ir más allá de los 400.000 años desde el Big Bang, ya que en ese período los fotones no se podían mover libremente. El universo era opaco y no nos puede llegar ningún tipo de luz de ese primer período. Pero las ondas gravitacionales no tienen esa barrera y permitirán estudiar esta etapa en la historia del universo. Rainer Weiss, que obtuvo el premio Nobel en 2017 por su colaboración en la detección de estas ondas lo ha explicado así: «Hay cálculos que indican que en los primeros instantes del universo, justo después de su nacimiento, se genera una enorme cantidad de radiación de fondo de ondas gravitacionales. Eso sería una de las cosas más fascinantes que el hombre podría [ver], porque le dirá mucho sobre cómo empieza el universo.»[4]

 

Manuel Ribes

Instituto Ciencias de la Vida

 

 

Aplicación de la eutanasia en enfermos con depresión, el rostro siniestro de una práctica inaceptable

Por OBSERVATORIO DE BIOETICA UCV|1 marzo, 2023|BIOÉTICA PRESSEutanasiaNoticias

Al hilo de la noticia que conocimos en el año 2022 sobre la muerte por eutanasia de la joven belga Shanti DeConte, que sobrevivió a los atentados del aeropuerto de Bruselas y entró en una depresión, retomamos nuestra reflexión sobre uno de los rostros más siniestros de esta práctica inaceptable.

Como se sabe, la joven de 23 años recibió la eutanasia el 7 de mayo de 2022 y falleció acompañada por su familia. El hecho de que fuera tan joven y de que no padeciera ninguna enfermedad física generó una gran controversia.

Seis años antes, el 22 de marzo de 2016, ocurrió un suceso que la traumatizó hasta el extremo de terminar solicitando la eutanasia. Se encontraba en el aeropuerto de Bruselas a punto de partir de viaje junto a sus compañeros de colegio cuando sufrió un atentado. Unos terroristas detonaron dos bombas que acabaron con la vida de 16 personas y aunque ella no resultó herida quedó traumatizada para siempre.

No era la primera vez que sufría serios problemas psicológicos, ya que con anterioridad había estado ingresada en un centro psiquiátrico, pero el atentado acentuó su frágil salud mental.

Unas semanas después del atentado, Shanti fue internada en un hospital psiquiátrico de Amberes, en el que ya había sido ingresada con anterioridad, y donde en 2018 fue víctima de un intento de agresión sexual por parte de otro paciente. Esto agravó su enfermedad y le llevó a intentar suicidarse.

Según ella misma decía en las redes sociales tomaba hasta 11 antidepresivos cada día: “Con toda la medicación que estoy tomando, me siento como un fantasma que ya no siente nada. Quizás haya otras soluciones además de los medicamentos”.

En el año 2020 volvió a intentar suicidarse. Mientras que su estado empeoraba la medicación que tomaba era cada vez mayor.

Sus cinco mejores amigas, que también estaban en el aeropuerto cuando tuvo lugar el atentado y tuvieron problemas para sobreponerse a la tragedia, participaron en una “Semana terapéutica”. Este proyecto, organizado por Myriam Vermandel, ofrecía atención médica y terapéutica a las víctimas de los atentados de Bruselas.  Aunque sus amigas asistieron, Shanti DeCorte declinó la invitación y se puso en contacto con una asociación que defendía el “derecho a morir con dignidad”.

En abril de 2022 presentó una solicitud de eutanasia por “padecimientos psiquiátricos irrevocables”, que fue aprobada por dos psiquiatras. Y finalmente en mayo de ese mismo año recibió la eutanasia y falleció.

En Bélgica, la eutanasia es legal siempre que la solicitud sea voluntaria, considerada, repetida y por escrito. El paciente debe estar en una situación de sufrimiento mental y físico insuperable, resultado de una enfermedad incurable. En 2021 solo un 1.9% de las peticiones de eutanasia en Bélgica fueron de personas con problemas mentales.

Otros precedentes

Previamente, hemos incidido en el Observatorio de Bioética sobre la tendencia que se constata en los países en los que se legalizan las practicas eutanásicas hacia una mayor tolerancia a la hora de incluir como candidatos a la eutanasia a pacientes no afectados con enfermedades terminales ni incurables, como es el caso de las enfermedades mentales.

La aplicación de eutanasia a pacientes con depresión o aquejados de estrés postraumático, como este caso, pone de manifiesto, una vez más, el rostro siniestro de esta práctica: Lejos de asistir a pacientes psiquiátricos para tratar de revertir su enfermedad, o al menos paliarla, se opta por eliminar al enfermo en lugar de tratar de curarlo. Este tipo de prácticas ponen de manifiesto que la eutanasia no es en realidad un acto médico porque se basa en omitir la atención y el cuidado que el paciente que sufre, terminal o no, demanda.

La extensión de la eutanasia a niños incapaces para admitir un consentimiento informado supone un atentado contra la libertad y la dignidad de la persona injustificable en todo caso.

 

 

La vida y la muerte.

La vida significa automoción, es decir, movimiento procedente del interior, de dentro, interno, no externo: movimiento de los metabolitos, del torrente circulatorio, del fisiologismo encefálico, de las corrientes nerviosas, etc.

La vida empieza en el momento de la fecundación del óvulo por el espermatozoide, instante en que se instaura una “revolución biológica”, un salto cualitativo que hace que la “maquinaria biológica”, en muchos casos, esté en funcionamiento durante una porción de años. Discurre por unas fases sucesivas sin solución de continuidad entre ellas: óvulo fecundado, mórula, blástula, embrión, feto, recién nacido, lactante, primera y segunda infancia, pubertad, adolescencia, adultez, menopausia y andropausia, senescencia, lo que constituye el todo unitario de cada individuo. Esté sana o enferma, es una vida humana, y por tanto absolutamente respetable en cualquiera de sus fases.

Se suele decir que a medida que discurren los años, se nota que el tiempo pasa más deprisa. Un amigo me decía que este hecho tiene explicación: con la edad, la proporción entre el presente y lo que se ha vivido se hace continuamente menor; de ahí provendría la sensación de que “el tiempo vuela”, que cada vez pasa más rápido. Y añadía: “Ante la presencia de Dios, cada uno de nosotros no somos más que un soplo, una mota de polvo, un chasquido de los dedos, casi como una no-existencia, un galope rapidísimo”. La vida es breve.

En España (y en otros países) se promueve y protege el aborto humano; en cambio,  la destrucción de un nido con huevos o pollitos de quebrantahuesos, especie en riesgo de extinción, se puede castigar con cárcel y multa. Parece como si la vida del quebrantahuesos fuese sagrada en todas sus fases, y no se le concede esa consideración a la vida humana. Paradójicamente, hay leyes que favorecen el aborto humano y al mismo tiempo leyes que miran por el bienestar animal. Es bueno el bienestar animal, pero ¿no se ha de proporcionar bienestar a un embrión, a un feto humano, a un discapacitado, a un enfermo mental, a un anciano, a un menesteroso? ¿No tiene más dignidad un hombre que un animal?

La muerte puede ocurrir en cualquier instante de ese discurrir de la vida. Se trata de un ser humano que fallece. Por eso (hay que insistir continuamente), el aborto y la eutanasia constituyen la muerte de un hombre, es la eliminación de la vida de un ser humano.

La defensa de la vida no es un asunto exclusivo de los cristianos, como dicen algunos, pues cristianos, judíos, musulmanes, agnósticos, ateos, sean blancos, negros, amarillos, cobrizos, todos consideran que en el vientre de una mujer embarazada hay un ser vivo humano (o, algunos dicen, un proyecto humano). Por tanto, no se trata de un tema religioso, filosófico, cultural, político o ideológico. No hay un “derecho al aborto”. Es contradictorio defender la vida y al mismo tiempo defender el aborto.

A veces, el partidario del aborto dice que “la Ciencia ha demostrado que el óvulo fecundado no es un ser humano”. Afirmación que no es verdad: claramente, fehacientemente, la Ciencia ha comprobado que las características biológicas del nuevo ser son de tipo humano (en sus cromosomas, en su genética, en su físico-química y en muchos otros aspectos). Por lo tanto, si es un ser y es humano, es siempre un ser humano (aunque parezca una tautología).

Y ese nuevo ser concebido, aun no nacido, aunque sea dependiente (todos somos dependientes), es distinto que la madre (y que el padre), individual, diferente, sexuado, hombre o mujer, con su personal derecho a vivir. Igualmente, el enfermo, el discapacitado, el anciano, el menesteroso, el moribundo tienen también derecho a vivir.

   José Luis Velayos   

 

Un nuevo volcán de corrupción

Es difícil comprender cómo se puede llegar a este grado de depravación moral…

En septiembre de 2021 una erupción volcánica en la isla de La Palma, atrajo la atención durante ochenta días de toda la opinión pública nacional e internacional. La naturaleza se manifestó con todo su esplendor y dramatismo desde las entrañas de la tierra, mientras  las lenguas de lava arrasaban pueblos y plantaciones hasta volcar en el mar todo el río de su fuego abrasador.

Casi año y medio después, la erupción de otro volcán ha vuelto a sacudir las Islas Canarias. En esta ocasión no ha sido la naturaleza sino la mano del hombre que está causando una colada sucia y escabrosa, que  escandaliza a los isleños y a todos los  españoles de bien. España, una vez más, se siente avergonzada y humillada ante las indecentes e inmorales conductas de políticos, funcionarios y empresarios, implicados en una nueva trama de corrupción.

Las perniciosas imágenes de las orgías narcosexuales que recorren los medios de comunicación son como una lava de suciedad que arrasa la dignidad del ser humano como persona. La explotación sexual de la mujer, acompañada del consumo de cocaína, no se compadece con los diputados/as del grupo parlamentario socialista que han votado a favor de la eliminación de la prostitución ni con el fundamentalismo feminista de la izquierda progresista que guarda un vergonzante silencio, precisamente a las puertas de la conmemoración del día de la Mujer el próximo día ocho de marzo.

Ya no se trata de etiquetar la corrupción y la indecencia con uno u otro color  político, se trata de comprender cómo se puede llegar a este grado de depravación moral. Cada día nos parecemos más a las corrompidas costumbres de antiguas civilizaciones como las de Egipto, Grecia o Roma donde el poder y el sexo alcanzaron un grado de descomposición tal que las arrastraron hacia su más ignominiosa desaparición.

Decía Cicerón que “servirse de un cargo público para enriquecimiento personal resulta no ya inmoral, sino criminal y abominable”. ¿Qué diría este gran orador y escritor político desde la tribuna del Congreso de los Diputados si fuera el candidato de un partido político para encabezar una moción de censura al actual presidente de gobierno ? No es difícil imaginar que le responsabilizaría de corromper el poder haciendo uso del mismo para su interés personal  y del pésimo ejemplo que da a sus propios diputados abusando de los servicios, de las personas y de los bienes que se ponen a su disposición para desempeñar las funciones públicas.

Este es precisamente el caldo de cultivo de la corrupción. No parece que las impúdicas imágenes y la criminal conducta de Luis Roldán o las numerosas condenas penales de altos cargos socialistas en Andalucía por el asunto de los ERES hayan hecho mella en el partido socialista. “Quien vota a los corruptos los legitima, los justifica y es tan responsable como ellos”. Sabia reflexión de Julio Anguita para el futuro electoral que se avecina.

Jorge Hernández Mollar

 

 

Ucrania: Un año de guerra. ¿A quién favorece más el alargamiento del conflicto?

Salvador Sánchez Tapia

Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Navarra

La invasión rusa de Ucrania acaba de cumplir un año, haciendo buenos los pronósticos que auguraban un conflicto largo. El rastro de la guerra cruza sus fronteras para extenderse al resto del mundo, en especial a Europa, directamente afectada por el sufrimiento de los miles de refugiados huidos de la guerra y por el daño económico que el conflicto está infligiendo al continente.

Alcanzado el primer aniversario, el final del enfrentamiento se vislumbra lejano; los contendientes no parecen lo suficientemente fuertes -está por ver el alcance real de las ofensivas anunciadas- para romper a su favor el equilibrio en que se halla el frente, y nada hace pensar que puedan, motu proprio, llegar a un entendimiento que, más allá de poner fin a las hostilidades, satisfaga a las dos partes y resulte una paz mejor; Rusia, porque preferirá dejar congelado el conflicto antes que cerrar en falso una cuestión que considera vital; Ucrania porque, con razón o sin ella, considera que puede expulsar a Rusia de todos los territorios ocupados desde 2014.

¿A quién favorece más la prolongación del conflicto? Es una cuestión que no es fácil de determinar. Aunque desgastada, Rusia no ha llegado aún al punto de movilizar todos sus recursos para ponerlos al servicio de sus objetivos de guerra, mientras que Ucrania continúa reforzándose con la ayuda del bloque occidental -que se mantiene unido a pesar de las dificultades- y es capaz de ejecutar operaciones más complejas y de más amplio recorrido. Si se mantiene el apoyo, cabe pensar que, a largo plazo, la capacidad económica e industrial de Estados Unidos y Europa acabará imponiéndose.

El problema, sin embargo, es, precisamente, que nadie puede garantizar que ese apoyo se mantenga ininterrumpido. Y ello, por varias razones: una Ucrania fortalecida tendrá menos incentivos para conformarse con algo que no sea una victoria total, lo que preocupa en algunas capitales occidentales; el refuerzo abocará, probablemente, a una prolongación mayor de la guerra que continuará dañando las economías europeas y obligará a la OTAN a mantener su actual esfuerzo disuasorio; el riesgo de que Ucrania haga un uso de sus cada vez mayores capacidades sobre objetivos en profundidad en el territorio de Rusia y arrastre a sus proveedores a la guerra -con todas sus consecuencias, incluida la nuclear- aumenta a medida que el país se ve más fuerte; por último, y salvo que la industria occidental adopte ritmos de producción cercanos a los de una economía de guerra, el material entregado a Ucrania deberá proceder de los inventarios activos de los suministradores, que verán disminuidas sus capacidades de defensa.

 

El dilema para la comunidad internacional: seguir apoyando a Ucrania o forzarle a aceptar un alto el fuego 

Ante este panorama, los países que sostienen a Ucrania se enfrentan al dilema entre mantener incondicionalmente su apoyo y hacer frente a una larga guerra que puede que no sirva a sus intereses, o forzar a Kiev a aceptar un alto el fuego que congele la guerra sine die, o una solución negociada que deberá pasar por imponer algunas renuncias si es que se aspira a que Rusia se avenga a negociar.

Éticamente considerada, la primera opción, que alargará la guerra, tiene las virtudes de no aceptar componendas con quien ha quebrantado el principio básico del respeto al principio de soberanía, de eliminar toda posibilidad de apaciguamiento, y de deslegitimar cualquier veleidad que otros pudieran tener de promover sus intereses por medio de la agresión. Putin, y otros potenciales agresores, deben aprender la lección.

Dejando de lado que, para Putin, lo ilegítimo fue aprovecharse de la debilidad rusa en los años noventa para hacer avanzar las fronteras de la OTAN, no puede sorprender que a ambos lados del Atlántico surjan voces insinuando -casi nadie lo dice abiertamente- la conveniencia de una salida negociada.

Esta visión, más pragmática -más cínica, si se prefiere- admite la imperfección del mundo en que vivimos, sacrificando la primera solución en el altar de un interés superior que, en este caso, sería el de lograr una Europa estable y no sometida a más presiones de una Rusia que habría visto satisfechas suficientemente sus necesidades de seguridad; nada importa que eso signifique un reconocimiento tácito de la existencia de una esfera de influencia rusa que incluye a Ucrania. Esta opción no goza de predicamento entre los países del Este de Europa.

Nadie más que Ucrania tiene que decidir sobre su futuro, asistida como está por el derecho a recuperar el territorio que perdió por la fuerza. Europa ha de estar incondicionalmente con este atormentado país, pero debe hacer un cuidadoso análisis antes de decidir si acompaña a Ucrania militarmente en ese camino. La cuestión es compleja: Rusia no puede ganar esta guerra, pero el mundo debe guardarse de una victoria que siembre la semilla de la próxima.

 

 

Julián Herranz Cardenal: «Martirizan al Papa por querer unir las dos corrientes de la Iglesia»

 

(Javier Martínez Brocal - ABC) El cardenal, que tiene el récord de ser el que más tiempo lleva en el Vaticano, denuncia los ataques al Pontífice. El español Julián Herranz, de 92 años, tiene el récord de ser el cardenal que lleva más tiempo trabajando en el Vaticano: 63 años. Empezó en 1960, en tiempos de Juan XXIII. Tras terminar por cuenta de Benedicto XVI la investigación del caso Vatileaks, decidió evitar a los medios. Con esta entrevista rompe su silencio y denuncia el intento de contraponer a Francisco con Benedicto XVI y los ataques de «extremistas tanto progresistas como tradicionalistas» contra el Pontífice.
—Apuesto que nunca imaginó que iba a vivir diez años con dos Papas en el Vaticano.
—Creo que Francisco y Benedicto XVI nos han dado una lección magistral sobre el papel del Papa emérito. Han sido años de lealtad recíproca admirable. Han enseñado a los futuros Pontífices cómo actuar si se repite una situación similar, aunque no es probable.
—Con la muerte de Benedicto se ha evidenciado más la oposición a Francisco incluso en el Vaticano. —Imagino que usted se refiere a algunas declaraciones de las últimas semanas. No las juzgo, pero pienso que son excepciones. Soy consciente de que a mi edad es legítimo dudar de la validez de mis opiniones, pero no vivo aislado y conozco el ambiente de la Curia. Por eso me atrevería a negar la evidencia de esa ‘oposición’.
—Pero algunos dicen que el Papa emérito no estaba de acuerdo con decisiones del Papa Francisco. —Benedicto hablaba libremente conmigo, no necesitaba medir sus palabras. Jamás le oí comentarios o juicios negativos sobre Francisco. Fue fiel a la promesa de lealtad y obediencia que hizo con su renuncia.
—¿Qué pensaba Benedicto del Papa? —No habría tolerado que se le usara para atacar a Francisco. He leído que echó del monasterio ‘Mater Ecclesiae’ a uno que fue allí para hablar mal del Papa. A mí, una vez me confió que estaba feliz de ver cuánto cariño y simpatía despertaba Francisco entre la gente. Me dijo: «Eso me alegra y me da paz».
—Son Pontífices muy diferentes… —Los dos han hecho brillar dos facetas del Evangelio. Con Benedicto XVI brilla la fe y la búsqueda de la verdad contra la dictadura del relativismo; con Francisco, la práctica del amor al prójimo, especialmente con los más pobres y necesitados.
—Francisco confesó hace unos días en el avión que consultó a Benedicto cuestiones delicadas.
—No rompo ningún secreto si le cuento que una vez Francisco me dijo que acababa de pedir consejo a Benedicto sobre una cuestión importante. Me aseguró que a veces lo llamaba para conocer su opinión sobre algún problema de gobierno, y que cuando le preguntaba «¿Usted qué haría?», Benedicto, como gesto de lealtad y para que se sintiera libre, le respondía: «Usted es el Papa, es usted el que puede decidir».
—¿Hay guerra entre partidarios de Benedicto y de Francisco en el Vaticano? —Llevo en el Vaticano desde 1960, he trabajado para seis Papas y todos han sido criticados; a veces invocando supuestas razones teológicas o disciplinares; otras por formalismos curiales no respetados; las más por pasiones políticas o intereses económicos no confesados. De los seis Pontífices, quizás el diablo se ha cebado especialmente con dos, Pablo VI y Francisco, siempre para dividir la Iglesia y obstaculizar la sión del Evangelio.
—¿Qué le ocurrió a Pablo VI? —Pablo VI fue artífice del Concilio Vaticano II. Trabajó duro, con inteligencia y delicadeza, para conseguir la armonía y superar la contraposición de extremismos fundamentalistas entre las tendencias ‘progresista’ y ‘tradicionalista’, ya entonces presentes en la Iglesia. Y con esa santa paciencia, que es la virtud de los fuertes, consiguió lo que parecía imposible: que los documentos del concilio se aprobaran prácticamente por unanimidad.
—Le salió bien.
—Pablo VI sufrió un martirio cuando llegó el largo periodo de interpretar y aplicar las decisiones del Concilio Vaticano II. Las franjas más extremistas de ambas tendencias empezaron a ‘apedrearle’ con abusos doctrinales y disciplinares de todo tipo. Fue un mártir. —¿A Francisco también lo martirizan? —Le están haciendo algo muy parecido. Con el Evangelio en mano trata de unir e integrar la variedad de sensibilidades existentes en el Pueblo de Dios, lo que es normal en una Iglesia católica, universal. Siguiendo la línea de sus predecesores, se esfuerza en aplicar la eclesiología de comunión del Vaticano II: igualdad fundamental y corresponsabilidad de todos los bautizados, fieles y pastores, en la común misión evangelizadora. El camino sinodal de la Iglesia no es más que eso, aunque algunos no lo entiendan, les parezca ‘novedad peligrosa’ o se inventen su propio ‘caminito’. No me gusta dramatizar, pero supongo que eso le hará sufrir, sobre todo si el ataque procede de algún hermano en el episcopado o conferencia episcopal –pienso en dos, de diversa tendencia–. difu
“«Benedicto XVI me confió que estaba feliz por el cariño que Francisco despertaba en la gente». 

- Cardenal Julián Herranz: “No veo diferencias de doctrina entre Benedicto y Francisco, sino armonía” (Alfonso Ribó - Omnes)

 

 

Una ley ideológica

La decisión de Tribunal Constitucional de rechazar el recurso contra la Ley del aborto de Zapatero ha supuesto un salto cualitativo en nuestro ordenamiento jurídico, en la medida que consagra el aborto como un derecho de la mujer. En contra de lo que sostenía la jurisprudencia del mismo Tribunal Constitucional, el concebido y no nacido se queda sin la protección jurídica que le es debida. A partir de ahora hay seres humanos, personas, a los que el Estado no reconoce ni protege sus derechos, comenzando por el más básico, la vida.

Esta situación ha hecho que los obispos de la Subcomisión de Familia y Vida de la Conferencia Episcopal hayan emitido una Nota clarificadora en la que afirman que la ley que acaba de avalar el Constitucional es una ley ideológica, acientífica y que crea importantes desigualdades en la sociedad. Una ley que instaura “un darwinismo social al servicio del neocapitalismo más salvaje, en vez de buscar el bien común y la defensa de los más débiles”.

Juan García. 

 

 

Que ninguna mujer se encuentre sola y abandonada

Tras que el Tribunal Constitucional haya desestimado contra la Ley del aborto, de ahora en adelante, la salvaguarda del no nacido dependerá solo de la iniciativa y la decisión consciente y libre de personas, familias, asociaciones civiles y comunidades religiosas, a quienes corresponderá dar testimonio firme de su opción incondicional por la vida. Y esto pasa no solo por un discurso coherente, razonado y razonable, sino por la inversión de recursos que de manera efectiva ayuden a quien contempla extraviadamente al aborto como solución.

La defensa y la protección de la vida del no nacido no son causas perdidas. Desgraciadamente las leyes no responden a la necesidad de proteger la vida de forma incondicional, como sería razonable esperar, pero está en nuestra mano trabajar con tenacidad y paciencia para que cambie la mentalidad de esta sociedad y para que ninguna mujer se encuentre sola y abandonada ante la trágica posibilidad del aborto.

José Morales Martín

 

Por el lastre electoral

El Gobierno parece decidido, finalmente, a impulsar una modificación de la conocida como “Ley del sí es sí”. Lo hace después del escándalo público que está provocando la revisión a la baja de las condenas por delitos sexuales. El cambio tiene más que ver con el daño electoral de estas revisiones que con un intento de corregir los errores de técnica legislativa, algo, por lo demás, imposible. Y es que la corrección solo se aplicará a los que sean condenados a partir del momento en el que entre en vigor.

El Consejo Fiscal, el Consejo General del Poder Judicial, el Consejo de Estado y el Ministerio de Justicia advirtieron de los serios defectos que tenía el proyecto de ley y de sus posibles consecuencias. Pero el Gobierno no quiso hacer caso a los avisos de los órganos consultivos. Fue advertido no solo de los problemas de las penas, también de la regulación sobre el consentimiento. Se invertía la carga de la prueba. En la redacción y en la tramitación de la ley imperaron, sobre todo, criterios ideológicos.

Domingo Martínez Madrid

 

 

Frenar la desigualdad

La campaña de Manos Unidas para este año 2023 está en marcha. El lema se centra en el desafío de la desigualdad. Su magnitud hace que en muchas ocasiones la desigualdad se haya convertido en algo inamovible, contra lo que parece imposible luchar. Manos Unidas se ha propuesto no solo redoblar esfuerzos económicos, materiales y personales, sino invertir en sensibilización con el objetivo de provocar un cambio de mentalidad.

Frenar la desigualdad y corregirla puede ser el fruto de un trabajo conjunto y cooperativo en el que todas las partes implicadas asuman la parte que les corresponda. Sin negar la dimensión institucional y estructural de este grave problema, He leído que Manos Unidas ha querido poner el foco de atención en lo aparentemente pequeño. La sociedad, en su conjunto y cada una de las personas que la constituyen, son portadoras de competencias, habilidades y recursos que, debidamente empleados, podrían ayudar a corregir las desigualdades nacionales e internacionales.

Pedro García

 

Para mantener el matrimonio

Ante la situación que estamos viendo y, algunos sufriendo, en muchas situaciones matrimoniales y afecta a las familias y a la sociedad, creo importante contestase a la pregunta ¿Cómo se consigue no romper el matrimonio? Con el diálogo. Y solo hay diálogo cuando los esposos están dispuestos a amar. Y amar supone entrega, generosidad, pensar en el otro, espíritu de servicio, adelantarse en posibles necesidades. Con ese fondo es fácil que haya diálogo. Hay que hablar, dedicar tiempos de tranquilidad, de sosiego, sin prisas, para contar, para escuchar, para proponer. Por lo tanto cada cónyuge debe considerar, en un examen de conciencia sincero, si su vida es para el otro. Si hay verdadero empeño de entrega.

“Como lo que une a las personas es el amor, los esposos deben proponerse todos los días conservar el amor que los llevó a decidir formar una familia. El amor se dirige siempre a algo o a alguien que es bueno, pues no se puede querer lo malo. Por esta razón, las personas se quieren cuando descubren el bien que posee el otro. Y se quieren más cuando el amor es correspondido. Las personas que saben querer a los demás con generosidad y lealtad no son egoístas, narcisistas o ególatras, lo que les hace ser buenas y dignas de ser queridas”.

Desde ese presupuesto se puede dialogar. Hay que dar más importancia a los ratos de diálogo que a las series o a los caprichos personales. Hay que buscar los momentos adecuados para que sean frecuentes.

Jesús Martínez Madrid

 

La filiación divina, real idad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer I : Fernando Ocariz

 

Escrito por Fernando Ocariz

Publicado: 29 Enero 2023

 

Introducción

Desde el 26 de junio de 1975, innumerables personas de países y condiciones diversas han venido expresando la profunda e indeleble huella que ha dejado en sus almas la vida y la enseñanza de san Josemaría Escrivá de Balaguer. Entre estas personas, están también quienes se dedican al cultivo de la ciencia teológica, testimoniando que las aportaciones del Padre —como le llamamos muchos miles de personas en todo el mundo— a la Teología,  en  su sentido  más pleno, hacen de sus enseñanzas un punto de referencia de primera magnitud para el quehacer teológico.

Con palabras de quien mejor puede orientarnos en la tarea de estudiar, bajo cualquier aspecto, la obra de san Josemaría Escrivá de Balaguer —su sucesor como Presidente General del Opus Dei, el beato Álvaro del Portillo—, entre las características de la predicación del Padre hay que destacar, «en primer lugar, la profundidad teológica. Las homilías no constituyen un tratado teológico, en el  sentido corriente de la expresión. No han sido concebidas como un estudio o una investigación sobre temas concretos; están pronunciadas a viva voz, ante personas de las más diversas condiciones culturales y sociales, con ese don de lenguas que las hace asequibles a todos. Pero esos pensamientos y consideraciones están tejidos en el conocimiento asiduo, amoroso de la Palabra divina.

«Nótese, por ejemplo, cómo el autor comenta el Evangelio. No es nunca un texto para la erudición, ni un lugar común para la cita. Cada versículo ha sido meditado muchas veces y, en esa contemplación, se han descubierto luces nuevas, aspectos que durante siglos habían permanecido velados» [1].

Sin duda,  una  de esas luces  nuevas, de esos aspectos  que habían permanecido velados durante siglos, es el sentido de la filiación divina, entendida no como una simple verdad teórica entre otras muchas, sino contemplada y vívida como capital punto de apoyo, como fundamento, de toda la existencia cristiana.

Un eco del impacto vital de la novedad de esta enseñanza del Padre —vieja como el Evangelio y como el Evangelio nueva, diría—, lo encontramos, por ejemplo, en aquel punto de Camino: «"Padre —me decía aquel muchachote (¿qué habrá sido de él?), buen estudiante de la Central—, pensaba en lo que usted me dijo... ¡que soy hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle, 'engallado' el cuerpo y soberbio por dentro... ¡hijo de Dios!"

»Le aconsejé, con segura conciencia, fomentar la 'soberbia'» [2].

Somos hijos de Dios: una luz nueva que, con ímpetu divino y altura contemplativa, san Josemaría Escrivá de Balaguer hizo —antes que doctrina teológica, y no sin particular providencia de Dios—alma de su misma alma.

«Por motivos que no son del  caso  —pero que bien  conoce Jesús, que nos preside desde el Sagrario—, la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre, para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a todos, a base del amor suyo  y  de la humillación mía.

«Por eso, ahora deseo insistir en la necesidad de que vosotros y yo nos rehagamos, nos despertemos de ese sueño de debilidad que tan fácilmente nos amodorra, y volvamos a percibir, de una manera más honda y a la vez más inmediata, nuestra condición de hijos de Dios.

El ejemplo de Jesús, todo el paso de Cristo por aquellos lugares de oriente, nos ayudan a penetrarnos de esa verdad. Si admitimos el testimonio de los hombres —leemos en la Epístola—, de mayor autoridad  es  el testimonio de Dios (1Jn 5, 9). Y, ¿en qué consiste el testimonio de Dios? De nuevo habla San Juan: mirad qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos... Carísimos, nosotros somos ya ahora hijos de Dios (1Jn 3, 1-2)» [3].

Ese vivir como hijo de Dios siempre, ha informado también todo su hablar de Dios, de manera que en su enseñanza «el nervio central es el sentido de la filiación divina, constante en la predicación del Fundador el Opus Dei. El autor se hace continuamente eco de la enseñanza de San Pablo: "Los que se rigen por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Porque no habéis recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! Porque el mismo Espíritu está dando testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y siendo hijos, somos también herederos; herederos de Dios, y coherederos con Jesucristo, con tal de que padezcamos con El, a fin de que seamos con El glorificados" (Rm 8, 14-17).

«En ese texto trinitario —la Trinidad Beatísima es otro de los temas frecuentes en estas Homilías—, se nos indica el camino que lleva, en el Espíritu Santo, al Padre. El Camino es Jesucristo, que es Hermano, amigo —el Amigo—, Señor, Rey, Maestro. La vida cristiana estriba entonces en tratar continuamente a Cristo; y ese trato tiene lugar en la vida diaria, sin apartar a nadie de su sitio» [4].

La existencia cristiana tiene así una característica radical, que la cualifica en todos sus aspectos: es la vida de los hijos de Dios. «La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo» [5].

Precisamente, afirma el beato Álvaro del Portillo, «ésta es la idea central del mensaje de Monseñor Escrivá de Balaguer: que la santidad —la plenitud de la vida cristiana— es accesible para todo hombre, cualquiera que sea su estado y condición, y que la vida ordinaria, en todas sus situaciones, ofrece la ocasión para una entrega sin límites al amor de Dios, y para un ejercicio activo del apostolado en todos los  ambientes» [6]. Y la Obra que Dios encomendó al Padre —el Opus Dei— puede resumirse como «camino de santificación en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano» [7], es decir, en medio del mundo. Pero, en cualquier circunstancia, «la santidad, tanto en el  sacerdote  como  en el laico —escribía san Josemaría Escrivá de Balaguer en 1945—, no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana, que la plenitud de la filiación divina» [8].

Se entiende, pues, que desde el principio el Padre  haya afirmado que «la filiación divina es el fundamento del espíritu del Opus Dei» [9]. Un fundamento que, siendo el mismo que el de la vida cristiana en toda su riqueza, confiere a ese espíritu una universalidad por la que en él pueden encontrar su camino —y de hecho lo han encontrado—  multitudes de personas de toda raza y condición.

Este espíritu, que tiende a manifestarse primariamente en la vida interior de cada uno, informa consecuentemente la misma organización de los apostolados que el Opus Dei lleva a cabo corporativamente. En una de las entrevistas de prensa, recogidas en el volumen Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, el Padre señalaba, entre las características fundamentales de los apostolados del Opus Dei, «la primacía que en la organización de nuestras labores concedemos a la persona, a la acción del Espíritu en las almas, al respeto de la dignidad y de la libertad que provienen de la filiación divina del cristiano» [10].

En estas páginas, se ofrece un primer esbozo de análisis y sistematización, que ayude a la comprensión de la riqueza teológica —verdaderamente impresionante— que contienen  las  enseñanzas  del  Fundador del Opus Dei sobre la filiación divina. Semejante  tarea es a la vez fácil y difícil. Fácil, porque los textos del Padre, junto a su profundidad, poseen una extraordinaria claridad y fuerza de  penetración  espiritual: no es necesario interpretarlos, y menos aún someterlos a vivisecciones que quizá les privarían de vida. Difícil, en cambio, porque de hecho la filiación divina lo informa todo en su espíritu y en su palabra, y no está circunscrita a unos cuantos pasajes de sus escritos, por numerosos que fuesen. En este sentido, no basta buscar y estudiar los párrafos o páginas en que figura la expresión filiación divina, o sus equivalentes y derivados. Si el Padre habla o escribe sobre la fe, se trata  de la fe de los hijos de Dios, así como  al predicar sobre fortaleza trata de la fortaleza de los hijos de Dios, y al contemplar la realidad de la conversión y la penitencia, su palabra versa sobre la conversión de los hijos de Dios... Toda virtud, todo aspecto del existir cristiano —y aun humano en general— está caracterizado desde dentro, en su vida, en su voz y en su pluma, por ser de los hijos de Dios. Además, toda esta doctrina en sí misma —y  más cuando  se expresa  como fruto de  una  alta contemplación, y no de una simple especulación— escapa a cualquier sistematización entendida al modo racionalista.

No es éste el lugar  y momento  de intentar  siquiera  una aproximación a lo que podríamos llamar biografía espiritual de san Josemaría Escrivá  de Balaguer. Ciertamente seria una luz más poderosa que el simple análisis teológico objetivo, más académico, que nos ocupa en estas páginas. Sin embargo, la  excepcional  riqueza  —humana  y sobrenatural— de su alma enamorada de Dios, se  trasluce  constantemente en  todas sus palabras.

En cualquier caso, para disponernos a contemplar el misterio de nuestra filiación divina sobrenatural, guiados por san Josemaría Escrivá de Balaguer, sí parece muy conveniente narrar, aunque sea muy brevemente, un episodio concreto de su vida, de aquello que podríamos llamar su biografía espiritual.

El Padre desde el principio, desde niño, había vivido su trato con Dios con la confianza de quien ve en Él a un Padre amoroso y omnipotente. Pero fue en 1931 —en Madrid, mientras viajaba en un tranvía— cuando Dios quiso grabar a fuego en su alma y con una nueva luz, el conocimiento y el sentimiento de la filiación divina. Hacía apenas tres años desde que el Señor le había confiado la fundación del Opus Dei; una labor universal, de tal envergadura y novedad que las dificultades y la incomprensión formaban una barrera humanamente insuperable. Muchos años después, comentaría: «Cuando el Señor me daba aquellos golpes, allá por el año treinta y uno, yo no lo entendía. Y de pronto, en medio de aquella amargura tan grande, esas palabras: Tú eres mi hijo (Sal II, 7), tú eres Cristo. Y yo sólo sabía repetir: Abba, Pater!; Abba, Pater!, Abba!, Abba!, Abba! Y ahora lo veo con una luz nueva, como un nuevo descubrimiento: como se ve, al pasar los años, la mano del Señor, de la Sabiduría divina, del Todopoderoso. Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón —lo veo con más claridad que nunca— es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios».

Todas las páginas que seguirán son, en el fondo, un comentario —hecho en su mayor parte con palabras del mismo san Josemaría Escrivá de Balaguer— de este texto impresionante, en el que ya se adivina una inigualable riqueza no sólo ascética y mística, sino también teológico­ dogmática, a la vez que no puede dejarse de vislumbrar el don de Dios a un alma singularmente privilegiada y fidelísima en su correspondencia al Amor.

l.          Ser hijos de Dios

1.       El designio divino

Si buscamos una comprensión honda, radical y realista, de nuestra vida, antes que nada hemos de levantar nuestra vista hacia el Cielo, porque sólo en Dios, en su designio global sobre la historia nuestra, podemos encontrar el porqué y el para qué de la existencia. No sólo porque somos criaturas, sino que, además, «hemos sido establecidos en la Tierra para entrar en comunión con Dios mismo» [11].

La naturaleza humana posee, en sí misma, una consistencia y una dignidad creatural. Sin embargo, el último porqué de su efectiva creación por parte de Dios está más allá de ella misma: Dios nos ha creado, porque ha querido, para darnos gratuitamente una dignidad superior, estrictamente sobrenatural: ser hijos suyos, alcanzar la felicidad de ser domestici Dei, de su familia [12].

Es decir, «no estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer  y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres.

«Esa es la gran osadía de la fe cristiana —nos enseña san Josemaría Escrivá de Balaguer—: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo» [13].

Creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios..., para penetrar en la intimidad divina: he aquí la conexión inmediata en que se nos revela el designio de Dios sobre los hombres con el misterio supremo de la Santísima Trinidad. Por su infinita Bondad, Dios ha creado todas las cosas, y entre ellas algunas —las espirituales— las ha hecho de tal modo que pudieran ser introducidas en su intimidad familiar, en la Vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, sin destruir, sin forzar, su propia naturaleza de criaturas. El modo de esa introducción, de esa adopción, es la filiación divina: entramos en comunión con Dios por la vía de la filiación, que en Dios es el mismo Hijo Unigénito del Padre.

Sabemos que, en los inicios mismos de la historia, «Adán no quiso ser un buen hijo de Dios, y se rebeló. Pero se oye también, continuamente, el eco de ese felix culpa —culpa feliz, dichosa— que la Iglesia entera cantará, llena de alegría, en la vigilia del Domingo de Resurrección (Pregón Pascual).

«Dios Padre, llegada la plenitud de los tiempos, envió al  mundo a su Hijo Unigénito, para que restableciera la  paz; para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem flliorum reciperemus (Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, liberados del yugo del pecado, hechos capaces de participar en la intimidad divina de la Trinidad.  Y así se. ha hecho posible a este hombre nuevo, a este nuevo injerto de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar a la creación entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 5-10), que los ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1,20)» [14].

Esta es la historia real: por designio divino, nuestro ser hijos de Dios, o es efectivo  y actual  por la gracia, o  es rechazo —abandono  de la casa del Padre— por el pecado [15]. Un abandono de la intimidad familiar divina que supone una trágica desnaturalización —¡hijos desnaturalizados! —, porque la naturaleza del hijo de Dios es la naturaleza humana sanada y elevada por la gracia, que nos hace divinae consortes naturae [16].

Desde esa desnaturalización, en la que todos nacemos por el pecado original, sólo podemos ser regenerados, volver a ser aptos para participar en la intimidad divina de la Trinidad, si somos injertados en Cristo, que «nos ha elevado a su nivel, al nivel de los hijos de Dios, bajando a nuestro terreno: al terreno de los hijos de los hombres» [17].

2.       Hijos de Dios, partícipes de la Vida divina de la Santísima Trinidad

El modo en que Dios nos constituye miembros de su familia [18], es pues uno concreto: la filiación. Esta familiaridad divina no es, en nosotros, una simple cuestión moral, un simple comportamiento, sino que se fundamenta en una real transformación —elevación, adopción—, pues «la fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado» [19], es decir metido verdaderamente en Dios, introducido a participar de la vida divina; de esa Vida que son las Procesiones eternas de la Santísima Trinidad: ésta es la esencia y la radical novedad de la nueva creación, del orden sobrenatural.

Al conocer —y, de algún modo, experimentar— esta realidad divina de nuestro endiosamiento, destaca siempre con fuerza su carácter de don gratuito, que se edifica sobre nuestra debilidad. Ser familiares de Dios no es una conquista nuestra, no es un humano progreso, de tal modo que «la conciencia de la magnitud de la dignidad humana —de modo eminente, inefable, al ser constituidos por la gracia en hijos de Dios— junto con la humildad, forma en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino. Es ésta una verdad que no puede olvidarse nunca, porque entonces el endiosamiento se pervertirla y se convertirla en presunción, en soberbia y, más pronto o más tarde, en derrumbamiento espiritual ante la experiencia de la propia flaqueza y miseria» [20].

Por tanto, «aun en los momentos en los que percibamos más profundamente nuestra limitación, podemos y debemos mirar a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, sabiéndonos participes de la vida divina» [21].

Este participar, este tomar parte, posee el dinamismo eterno de las divinas Procesiones intra-trinitarias, al realizarse el prodigio sobrenatural de «la acción de un mismo Espíritu, que haciéndonos hermanos de Cristo nos conduce hacia Dios Padre» [22]; es la maravilla inefable de nuestra filiación divina, que se nos manifiesta como nuestro modo de «participar en esa corriente de amor, que es el misterio del Dios Uno y Trino» [23]. Esta es la sustancia del orden sobrenatural: el misterio Trinitario proyectado en nosotros o, mejor aún, nosotros adoptados, introducidos, a vivir en El, a través de la Filiación, a través del Hijo. «Hemos sido constituidos hijos de Dios. Con esta libre decisión divina —escribía san Josemaría Escrivá de Balaguer en 1967—, la dignidad natural del hombre se ha elevado incomparablemente: y si el pecado destruyó ese prodigio, la Redención lo reconstruyó de modo aún más admirable, llevándonos a participar todavía más estrechamente de la filiación divina del Verbo».

No sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos; no sólo Dios, en un derroche de bondad, quiere que le tratemos como a un padre, sino que en un derroche incomparablemente mayor de su amor, nos adopta como hijos suyos en sentido estricto, aunque limitado, parcial; por participación de la Única  Filiación  divina en sentido estricto: la que constituye la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo Unigénito del Padre: «ved qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos en efecto (1Jn 3, 1). Hijos de Dios, hermanos del Verbo hecho carne, de Aquel de quien fue dicho: en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres (Jn 1, 4). Hijos de la luz, hermanos de la luz: eso somos» [24].

Hermanos del Verbo hecho carne, de Cristo Señor Nuestro, no sólo porque El haya querido participar de nuestra humanidad, sino —sobre todo— porque, por don inefable de Dios, hemos sido hechos partícipes de su Filiación, de El mismo.

Aquí la razón no llega, no puede llegar, porque en fe caminamos y no en visión [25]. La teología necesita —especialmente en estas alturas del misterio— ser vida teologal, contemplación, y en su discurso racional iluminado por esa fe y esa contemplación, el  camino  de  la  analogía con el orden natural puede también ayudarnos.

Participar de la Filiación de quien es Unigénito —Hijo Único del Padre— nos habla de poseer parcialmente, limitadamente, lo que en El subsiste en Totalidad e infinitud, de modo que esa participación no multiplica ni menoscaba esa Unidad-Totalidad. Nos situamos así ante una donación  de Dios a nosotros análoga semejante y desemejante a la donación  del ser en que consiste la creación. Dios Es; El es el  Ser, en Totalidad intensiva y Unicidad. Nosotros somos por participación: tenemos ser, pero no somos el Ser; y la multiplicidad  de las criaturas  no multiplica ni menoscaba la Unidad-Totalidad de la Plenitud de Ser divina. Esta realidad de la creación comporta —lo conocemos por  la razón y nos lo confirma la fe— una íntima presencia divina en todas las cosas, un ser en Dios: in ipso enim vivimus, et movemur et sumus [26]. Análogamente, ser hijos de Dios en sentido estricto, pero parcial —es decir, participar de la Filiación del Verbo—, nos descubre que somos hijos de Dios en el Hijo, porque sin dejar de ser Unigénito es Primogénito entre muchos hermanos, pues Dios quos praescivit, et praedestinavit conformes fleri imaginis Filii sui, ut sit ipse primogenitus in multis fratribus [27].

Al intentar avanzar en esta contemplación teológica, no podemos nunca olvidar que «tratando a cualquiera  de las tres Personas,  tratamos a un solo Dios; y tratando a las tres, a la Trinidad, tratamos igual­ mente a un solo Dios único y verdadero» [28].  Este misterio  de nuestro ser hijos de Dios, se ilumina todavía más al considerar la realidad cristiana fundamental: el cristiano es, debe ser cada vez más, no sólo imitador de Cristo, sino, de modo misterioso pero real, el mismo Cristo: ipse Christus.

3.       Hijos de Dios en Cristo: ser «ipse Christus»

«Yo he sido por El constituido Rey sobre Sión, su monte  santo, para predicar su Ley. A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy (Sal 2, 6-7). La misericordia de Dios Padre nos ha dado  como Rey a su Hijo. Cuando amenaza, se enternece; anuncia su ira y nos entrega su amor. Tú eres mi hijo: se dirige a Cristo y  se dirige a ti y a mí, si  nos decidimos  a  ser  alter Christus, ipse Christus» [29]. La filiación divina es única: el Verbo, el Unigénito del Padre; y participando en Ella somos nosotros constituidos hijos de Dios. Misterio ciertamente insondable, meta inasequible y aun incomprensible para nuestra capacidad humana. Pero Dios, en su providencia amorosa, nos ha dado a Cristo —el Verbo encarnado— como  «el Camino, el Mediador; en El, todo; fuera de Él, nada» [30]. Toda la intimidad divina se nos abre en El, y sin El ninguna participación en la Filiación nos es dada, porque El, Cristo  —Dios  y Hombre—, es esa  Filiación  en cuanto  Dios y la  posee plenamente  —por la unión  in Persona— en cuanto Hombre.

Cristo es el Unigénito del Padre, y nosotros somos hijos de Dios en la medida en que somos el mismo Cristo, ipse Christus. Nunca podremos alcanzar una completa comprensión de esta realidad. Sin embargo, saber que «el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo» [31], como ha enseñado constantemente san Josemaría Escrivá de Balaguer, orienta decisivamente  nuestra  vida, nuestro modo de corresponder a la acción divina, que es la única capaz de hacemos más y más el mismo Cristo, y en  El, más  y más  hijos de Dios.

«Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con El, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con El nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de  Nuestro Señor Jesucristo» [32].

El camino de nuestra entrada en la intimidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es seguir a Cristo, pero de tal modo que no sólo le imitemos, sino que lleguemos a identificarnos con Él. Sólo así Nuestro Señor es Primogénito entre muchos hermanos sin dejar de ser el Unigénito del Padre: nosotros no somos hijos del Padre cada uno por  su cuenta —por decirlo de algún modo—, sino que somos hijos del Padre porque somos Cristo, sin dejar de ser nosotros mismos.

Por la gracia y la filiación divina, «la vida de Cristo es vida nuestra, según lo que prometiera a sus Apóstoles, el día de la Ultima Cena: Cualquiera que me ama, observará mis mandamientos, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él (Jn 14, 23). El cristiano debe —por tanto— vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus (Ga 2, 20), no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí» [33].

Ser ipse Christus, teniendo los mismos sentimientos de Cristo. Esto nos habla de nuestro esfuerzo por imitar a Jesús, pero no como la consecución de un simple parecido exterior, sino como la consecuencia de que sea Él el que vive en nosotros, en su unidad-distinción con el Padre, como Hijo Unigénito. Y en esa espiritual unión de nosotros con El, por la que participamos de su Filiación, somos en El hijos del Padre.

Toda esta realidad es primaria y esencialmente don gratuito de Dios, pero que requiere nuestra cooperación, nuestra correspondencia: nuestro amor, nuestro cumplimiento de su Voluntad, de sus mandamientos.

La  acción  divina salvadora  pasa por la  Humanidad  Santísima de Jesús, se proyecta en nosotros desde la Cruz de Cristo. Podemos quizá entender mejor ahora a san Josemaría Escrivá de Balaguer, cuando nos comunicaba aquella luz de Dios: «tener la  Cruz es identificarse con Cristo,  es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios». Seguir al Señor para identificarnos con El, es en primer lugar acudir a la Cruz, que se hace presente en misterio, pero en eficacia, por los sacramentos, de modo  particular en el Bautismo, en la Eucaristía y en la Penitencia. Precisamente, «en el Bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo  y nos ha  enviado  el Espíritu  Santo» [34].   Y,  sobre  todo,  la  Eucaristía,  que es  la  renovación  del mismo Sacrificio de la Cruz, «introduce en los hijos de Dios la novedad divina, y debemos responder in novitate sensus (Rm 12, 2), con una renovación de todo nuestro sentir y de todo nuestro obrar. Se nos ha dado un principio nuevo de energía, una raíz poderosa, injertada en el Señor» [35]. Ser cristiano es ser ipse Christus, hijo de Dios, y esta identificación  nos viene de la fuerza salvadora de la Cruz; se entiende entonces que la Santa Misa —renovación sacramental de la Cruz— sea «el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano» [36].

Todo nuestro crecimiento en la identificación con Cristo —en nuestro ser hijos de Dios— supone el encuentro con la Humanidad de Cristo en la Cruz, y a este encuentro se dirige otra realidad —por designio divino, esencial— de la vida del cristiano: el ejemplo y la mediación de la Madre de Cristo, Madre de Dios y Madre Nuestra. «María, a quienes se acercan a Ella y contemplan su vida —nos confía san Josemaría Escrivá de Balaguer—, les hace siempre el inmenso favor de llevarlos a la Cruz, de ponerlos frente a frente al ejemplo del Hijo de Dios. Y en ese enfrentamiento, donde se decide la vida cristiana, María intercede para que nuestra conducta culmine con una reconciliación del hermano menor —tú y yo— con el Hijo primogénito del Padre» [37].  Reconciliación que lleva a la identificación.

«En este esfuerzo por identificarse con Cristo, he distinguido como cuatro escalones: buscarle, encontrarle, tratarle, amarle. Quizá comprendéis que estáis como en la primera etapa. Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que  ya lo habéis  encontrado,  y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo, y a tener vuestra conversación en los cielos (cfr. Flp 3, 20)» [38].

Es, pues, el amor a Cristo —que presupone la fe: omnes enim filii Dei estis per fidem, quae est in Christo Iesu [39]— lo que va formando en nosotros a Jesús mismo, lo que nos conforma con Cristo. Pero es un amor —caridad sobrenatural— que Dios mismo pone en nosotros; es nuestra participación en el Amor, en el Espíritu Santo, quia caritas Dei diffusa est in cordibus nostris per Spiritum Sanctum, qui datus est nobis [40].

Podemos concluir estas consideraciones, afirmando que  somos hijos de Dios en Cristo, en el Hijo, y por tanto hijos del Padre. Sin embargo, el misterio sobrenatural presenta ulteriores riquezas y facetas, que —y es bien lógico— nos conducen a contemplar la función del Espíritu Santo en nuestra adopción sobrenatural; lógico, porque la filiación es nuestro modo de entrar a participar de la infinita plenitud de la vida trinitaria; participación que alcanzamos por la misión del Espíritu Santo —el Amor, el primer Don—, que el Padre y el Hijo  nos envían.

4.       Hijos de Dios por el Espíritu Santo

El primer fruto, el Don por excelencia, que nos proviene de la Cruz, Resurrección y Ascensión de Jesucristo, es el Espíritu Santo. Por eso, «cuando participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús (Catecheses, 22, 3).

«La efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios. El Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida; y consummati in unum (Jn 17, 23), hechos una sola cosa con Cristo, podemos ser entre los hombres lo que San Agustín afirma de la Eucaristía: signo de unidad, vínculo del Amor (In Ioannis Evangelium tractatus, Jn 26, 13; Sal 35, 16-13)» [41].

Hechos una sola cosa con Cristo por la caridad —cristificados— es ser hijos del Padre. Pero esa caridad es consecuencia de la efusión del Espíritu Santo. «Al actuar el Paráclito en nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios; que no hemos recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! (Rm  8, 15)» [42].

El Espíritu Santo nos hace hijos de Dios —del Padre en el Hijo— al cristificarnos, al hacemos ipse Christus. Y, además, el Paráclito nos enseña esta realidad, haciendo que reconozcamos a Jesús  como Hijo  de Dios y que, al estar identificados con El, también nos reconozcamos a nosotros mismos, no como extraños, sino como hijos. El mismo Espíritu Paráclito nos reafirma, nos consolida en esa gozosa certeza, por medio  del  don  de  piedad [43].

Pero si hemos de afirmar que «el Espíritu Santo es el Espíritu enviado por Cristo, para obrar en nosotros la santificación que El nos mereció en la tierra» [44], a la vez sabemos que toda acción divina en nosotros —por ser ad extra— es común a las tres Personas divinas, a ese «Dios Uno y Trino: tres Personas divinas en la unidad de su substancia, de su amor, de su acción eficazmente santificadora» [45].

En consecuencia, si contemplamos el misterio desde el punto de vista de la causalidad eficiente, hemos de asegurar sin ninguna duda que es todo Dios —Padre, Hijo y Espíritu Santo— quien nos constituye en hijos suyos. Podremos atribuir o apropiar a alguna de las Personas divinas esa eficiencia, como —por ejemplo— se atribuye al Padre la acción eficiente creadora. Concretamente, «la santificación, que imploramos, es atribuida al Paráclito, que el Padre y el Hijo nos envían» [46]. Pero, con estas breves palabras, san Josemaría Escrivá de Balaguer nos conduce a ver que esta apropiación o atribución de la eficiencia es precisamente el recurso que tenemos —por nuestra limitación, y que la misma Sagrada Escritura utiliza—, para expresar una realidad misteriosa: la de las misiones de las Personas divinas; atribuimos la santificación al Paráclito, que el Padre y el Hijo nos envían...

Además de las misiones visibles del Hijo —Encarnación— y del Espíritu Santo —Pentecostés—, la gracia lleva consigo las misiones invisibles del Hijo y del Espíritu Santo a las almas. Estas misiones invisibles son la participación real —no  simples apropiaciones o atribuciones— de la criatura espiritual en las Procesiones eternas del Hijo y del Espíritu Santo [47].

A la luz de esta verdad de nuestro endiosamiento —nuestra participación en el Hijo y en el Espíritu Santo— por las misiones invisibles, llegamos a contemplar el hondo realismo sobrenatural de nuestro ser ipse Christus —por tanto, hijos del Padre— por el Espíritu Santo.

Podemos, pues, afirmar que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en la Unidad de su acción ad extra, nos santifican, nos adoptan como hijos de Dios. Pero el término —por tanto, en nosotros— de esa única acción divina eficiente es precisamente nuestro endiosamiento, nuestra verdadera introducción en la Vida divina, nuestra unión con el Espíritu Santo y con el Hijo —enviados a nuestra alma, por tanto en cuanto Personas realmente distintas— en lo que son. El Espíritu Santo, Amor, nexo común del Padre y el Hijo, por la caridad —nuestra participación en Él— nos identifica con el Hijo, nos hace ipse Christus, y en Cristo, en el Verbo, nos constituye hijos del Padre. Porque, «hemos sido hechos hijos (...) de ese Padre que no dudó en entregarnos a su Hijo muy amado» [48].

Qué luminosa certeza sobrenatural, saber que, «por Cristo y en el Espíritu Santo, el cristiano tiene acceso a la intimidad de Dios Padre, y recorre su camino buscando ese reino, que no es de este mundo, pero que en este mundo se incoa y prepara» [49].

Hijos, pues, del Padre, por el Hijo y en el Espíritu Santo. O bien: hijos del Padre, en el Hijo —siendo  ipse Christus— por el Espíritu San­to. Con las dos expresiones se indica lo mismo: las palabras humanas resultan irremediablemente pobres.

Pero, a la vez, por la unidad de la acción divina que nos adopta como hijos de Dios, que nos hace domestici Dei [50] , podemos y debemos considerarnos —bajo este otro aspecto— hijos de la Trinidad: del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Así, por ejemplo,  san Josemaría  Escrivá de Balaguer nos anima a tratar a Jesucristo, nuestro Hermano, como hijos suyos [51]. Porque en su Humanidad es el Mediador, desde su Corazón de Hombre —perfectus Deus, perfectus Horno— nos alcanza a nosotros la efusión del Amor Subsistente —del Espíritu Santo— que nos hace alter Christus, ipse Christus.

No debemos pretender eliminar racionalmente  —sería  falsamente, en este caso— ninguno de los aspectos aparentemente paradójicos con que, por nuestra limitación, se nos manifiesta el misterio de lo sobrenatural, contemplado en su realidad más honda y luminosa: nuestra filiación divina.

«No es posible hablar de estas realidades centrales de nuestra fe, sin advertir la limitación de nuestra inteligencia y las grandezas de la Revelación. Pero, aunque no podamos abarcar esas verdades —nos dice también el Padre—, aunque nuestra razón se pasme ante ellas, humilde y firmemente las creemos: sabemos, apoyados en el testimonio de Cristo, que son así. Que el Amor, en el seno de la Trinidad, se derrama sobre todos los hombres por el Amor del Corazón de Jesús» [52].

5.       Hijos  de  Dios, hijos  de Santa  María  (y  de San José)

«Una gran señal apareció en el cielo: una mujer con  corona  de doce estrellas sobre su cabeza —Vestido de sol—. La luna a sus pies (Ap 12, 1). María, Virgen sin mancilla, reparó la caída de Eva: y ha pisado, con su planta inmaculada, la cabeza del dragón  infernal. Hija  de Dios, Madre de Dios, Esposa de Dios» [53].

Bastaría considerar la función de Santa María en nuestra Redención, y su inigualable endiosamiento, para procurar aprender de Ella a corresponder a la acción divina que nos constituye también a nosotros en domestici Dei, en familiares del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Pero aún san Josemaría Escrivá de Balaguer nos enseña más: «Nuestra Señora, Santa María, hará que seas alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, ¡el mismo Cristo!» [54]. La Virgen Santísima nos consigue ser hijos de Dios, porque es siendo ipse Christus como lo somos. Santa María es, pues, verdaderamente Nuestra Madre precisamente en cuanto que somos hijos de Dios, hermanos de Cristo: nuestra filiación divina es a la vez filiación a Nuestra Señora. Y esto es así porque Dios lo ha querido: «Cristo, su Hijo santísimo, nuestro hermano, nos la dio por Madre en el Calvario, cuando dijo a San Juan: he aquí a tu Madre (Jn 19, 27)» [55], de modo que «así como María tuvo un papel de primer plano en la Encarnación del Verbo, de una manera análoga estuvo presente también en los orígenes de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo» [56].

Dios es la única causa de nuestra gracia y de nuestra adopción sobrenatural, pero ha querido disponer que ninguna gracia nos venga si no es a través de María. De Ella recibimos —como Medianera, en íntima unión con su Hijo, único Mediador— el ser hijos de Dios; verdaderamente de Ella nacemos místicamente como hijos de Dios. Ser hijo de Dios es ser ipse Christus; ser ipse Christus es ser hijo de María.

Pero «no basta saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, hablar así de Ella. Es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces.

»Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás enseguida todo el amor de Cristo: y te verás metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo» [57].

Y, junto a María, está —también por querer  de  Dios—  San  José, pues «la vida interior no es otra cosa que el trato asiduo e íntimo con Cristo, para identificarnos con Él. Y José sabrá decimos muchas cosas sobre Jesús. Por eso, nos aconseja el Padre, no dejéis nunca su devoción, ite ad Ioseph, como ha dicho la tradición cristiana con una frase tomada del Antiguo Testamento (Gn 41, 55)» [58].

Por su peculiar intercesión, San José —que hizo las veces de Padre de Jesús— hace también de Padre para los que quieren identificarse con Cristo, para los hijos de Dios. Por tanto, «San José es realmente Padre y Señor, que protege y acompaña en su camino terreno a quienes le veneran, como protegió y acompañó a Jesús mientras crecía y se hacía hombre. Tratándole se descubre que el Santo Patriarca es, además, Maestro de vida interior: porque nos enseña a conocer a Jesús, a convivir con El, a sabemos parte de la familia de Dios» [59].

El trato filial con María y José nos conduce a Jesús, a vivir su vida, a identificarnos con El. Y en Jesús —Hijo Unigénito del  Padre— tenemos acceso a la intimidad divina de la Santísima Trinidad. Es el camino que san Josemaría Escrivá de Balaguer denominaba de la «trinidad» de la tierra, a  la  Trinidad  del Cielo. «Así irán transcurriendo nuestros  años —días de trabajo y de oración—, en la presencia del Padre. Si flaqueamos, acudiremos al amor de Santa María, Maestra de oración; y a San José, Padre y Señor Nuestro, a quien  veneramos  tanto, que es quien más íntimamente  ha  tratado  en este mundo a la Madre de Dios y —después de Santa María— a su Hijo Divino. Y ellos presentarán nuestra debilidad a Jesús, para que El la convierta en fortaleza» [60].

6.       Hijos de Dios, hijos de la Iglesia (y del Romano Pontífice)

San Cipriano había declarado brevemente: «no puede tener a Dios como Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre»  (De catholicae Ecclesiae unitate, 6: PL 4,502)» [61].

A la Iglesia, en efecto, confesamos como Santa Madre Iglesia. «Tú eres Santa, Iglesia, Madre mía —exclamaba san Josemaría Escrivá de Balaguer—, porque te fundó el Hijo de  Dios,  Santo; eres Santa,  porque  así lo dispuso el Padre, fuente de toda santidad; eres Santa, porque te asiste el Espíritu Santo, que mora en el alma dé los fieles, para ir reuniendo a los hijos del Padre, que habitarán en la Iglesia del Cielo, la Jerusalén eterna» [62].

Y de esa santidad se deriva la maternidad de la Iglesia respecto a todos los cristianos. De Ella y en Ella nacemos a  la vida de la gracia, por el Bautismo, y nuestra vida sobrenatural crece siempre in Ecclesia. Por eso, nuestro nacer como hijos de Dios es ex Deo, pero también ex Ecclesia. Así, somos hijos de Dios en cuanto que somos hijos de la Iglesia, y viceversa: una cosa supone y lleva consigo la otra. La maternidad de la Iglesia es, en cierto modo, una expresión o manifestación de la paternidad divina respecto a sus hijos adoptivos.

Esta filiación nuestra hacia la Iglesia tiene —también por designio divino— una continuación o manifestación  en la necesaria filiación de los cristianos con el Romano Pontífice. «San Ambrosio escribió unas palabras breves, que componen como un canto de gozo: donde está Pedro, allí está la Iglesia, y donde está la Iglesia no reina la muerte, sino la vida eterna (In XII Ps Enarratio, 40,30). Porque donde están Pedro y la Iglesia está Cristo: y El es la salvación, el único camino» [63]. Podemos y debemos decir, pues, que el Romano Pontífice es verdaderamente padre y maestro de todos los cristianos [64].

7.       Hijos de Dios, hermanos de todos los hombres

«Consumada la Redención, ya no hay judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra —no existe discriminación de ningún tipo—, porque todos sois uno en Cristo Jesús (Ga 3, 28)» [65].

La común filiación de muchos a un mismo Padre establece necesariamente una correspondiente fraternidad. Si somos hijos de Dios, somos hermanos entre nosotros; y el realismo de esa filiación comporta un paralelo realismo para esa fraternidad, que entonces «ni se reduce a un tópico, ni resulta un ideal ilusorio» [66].

Nuestro ser hijos de Dios en Cristo confiere a la fraternidad cristiana unas características sobrenaturales precisas. Esa fraternidad es unidad: todos somos uno en Cristo. A la luz del misterio de ser ipse Christus, de la realidad de la Comunión de los Santos, del Cuerpo Místico, la fraternidad entre los cristianos se manifiesta, no como una horizontalidad, sino como una verticalidad en Cristo. Nuestro real ser hermanos de todos los cristianos es, por tanto, algo mucho más estrecho, una ligazón mucho más fuerte que la simple hermandad derivada de la posesión de una misma naturaleza específica; supera incomparablemente a esa genérica fraternidad humana universal. De alguna manera —mística, pero real: con contenido metafísico—, los cristianos más que ser muchos hermanos, somos uno: ipse Christus.

Y así como el amor, la caridad que el Espíritu Santo difunde en nuestras almas, es lo que nos constituye en ipse Christus, «la característica que distinguirá a los apóstoles, a los cristianos auténticos  de todos los tiempos, la hemos oído: en esto —precisamente en esto— conocerán todos que sois mis discípulos, en que os tenéis amor unos a otros  (Jn  13, 35)» [67].

Las manifestaciones que esta fraternidad —unidad  en  Cristo  y amor— debe tener en la  vida ordinaria, son innumerables.  Pero la  raíz de la que nacen no es otra que la filiación divina. «Piensa en los demás —antes que nada, en los que están a tu lado— como en lo que son: hijos de Dios, con toda la dignidad de ese título maravilloso.

«Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: el nuestro ha de ser un amor sacrificado, diario, hecho de mil detalles de comprensión, de sacrificio silencioso, de entrega que no se nota. Este es el bonus odor Christi, el que hacía decir a los que vivían entre nuestros primeros hermanos en la fe: ¡Mirad cómo se aman! (Tertuliano, Apologeticum, 39: PL 1, 471)» [68].

Portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: impresionante resumen, que nos da san Josemaría Escrivá de Balaguer, de las exigencias de la caridad fraterna, radicada en la filiación divina. Este fundamento sobrenatural confiere a las manifestaciones de la fraternidad entre los cristianos unas exigencias también de respeto —que no es frialdad, ni oficiosidad—, que le han de dar un tono de delicadeza humana: amor y respeto a los demás, que sea amor y respeto a la imagen de Cristo, a Cristo mismo, en ellos. Entendemos así el profundo contenido sobrenatural de aquel consejo del Padre: «Tú, hijo predilecto de Dios, siente y vive la fraternidad, pero sin familiaridades» [69].

Pero además, no sólo a los hombres que de modo actual están en gracia de Dios, sino a todos los hombres se extiende la fraternidad, por­ que todos en cierto modo son hijos de Dios —criaturas suyas— y, también todos, están llamados a la intimidad de la casa del Padre. De ahí que «hombres todos, y todos hijos de Dios, no podemos concebir nuestra vida como la afanosa preparación de un brillante  curriculum, de una lucida carrera. Todos hemos de sentimos solidarios» [70]. Y, en sentido inverso, «el hambre de justicia debe conducimos a la fuente originaria de la concordia entre los hombres: el ser y saberse  hijos  del Padre, hermanos» [71].

Por encima de cualquier distinción, los cristianos debemos tener siempre presente que «Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres. No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres. No sólo a los sabios, ni sólo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros» [72].

8. Un «enemigo imponente»

Hijos de Dios; hijos de Santa María y de San José; hijos de la Iglesia y del Romano Pontífice; hermanos de todos los cristianos; hermanos de todos los hombres... La vida cristiana ha de desarrollarse en un clima preciso: el de la filiación y la fraternidad. La fe debe llevamos a sentimos siempre en familia, a pesar de que desgraciadamente el ambiente humano esté tantas veces lejos de ser informado por la caridad de Cristo.

La paternidad de Dios —de quien procede toda paternidad en los cielos y en la tierra [73]— se difunde y manifiesta en la Maternidad de Santa María, de la Iglesia, en la paternidad del Papa, y en la de todos aquellos que, de un modo u otro, pueden decir con San Pablo: in Christo Iesu per Evangelium vos genui [74]. No sin emoción viene al pensamiento, en este instante con más fuerza, la fecundísima paternidad espiritual  de  san Josemaría  Escrivá  de Balaguer,  a  quien  bien  se  pueden  aplicar aquellas palabras dedicadas a los Patriarcas: genuit filios et filias [75]. Todos los niveles de la existencia cristiana, individual y social, de  una manera o de otra, crecen y se desarrollan en familia. Por eso, en el fondo, «en tu empresa de apostolado no temas a los enemigos de fuera, por grande que sea su poder. Este es el enemigo imponente: tu falta de "filiación" y tu falta de "fraternidad"» [76].

Es indudable que las dificultades para que en el mundo impere la concordia, más aún la caridad auténtica, son grandes: «paz, verdad, unidad, justicia. ¡Qué difícil parece a veces la tarea de superar las barreras, que impiden la convivencia humana! Y, sin embargo, los cristianos estamos llamados a realizar ese gran milagro de la fraternidad: conseguir, con la gracia de Dios, que los hombres se traten cristianamente, llevando los unos las cargas de los otros (Ga 6, 2), viviendo el mandamiento del Amor, que es vínculo de la perfección y resumen  de la ley (cfr. Col 3, 14 y Rm 13, 10)» [77].

Fernando Ocariz, en unav.edu

Notas:

1.    Álvaro DEL PORTILLO, Presentación a Es Cristo que pasa, Ed. Rialp, Madrid, 12.ª ed. 1976, pp. 10-11. Salvo los textos de la Sagrada Escritura, todas las citas en que no se mencione el autor son de san Josemaría Escrivá de Balaguer.

2.    Camino, Ed. Rialp, Madrid, 25.ª ed. 1965, n. 274.

3.    El trato con Dios (Homilía pronunciada el 5-IV-1964), Madrid  1976,  pp. 13-14.

4.    A. DEL PORTILLO, Presentación a Es Cristo que pasa,  p. 13.

5.    Es Cristo que pasa, n. 65.

6.    A. DEL PORTILLO, Monseñor Escrivá de Balaguer, instrumento de Dios, discurso en la Universidad de Navarra, 12-VI-1976, recogido en el volumen «En memoria de san Josemaría Escrivá de Balaguer», Eunsa, Pamplona 1976, p. 45.

7.    Del texto de la oración para la devoción privada a san Josemaría Escrivá de Balaguer.

8.    Citado en A. DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, testigo del amor a la Iglesia, en «Palabra» n.0 130, junio 1976, p. 9.

9.    Es Cristo que pasa, n. 64.

10.     Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Ed. Rialp, Madrid, 11.ª ed. 1976, n. 22.

11.     Es Cristo que pasa, n. 100.

12.     Ef 2, 19.

13.     Es Cristo que pasa, n. 133.

14.     Ibídem, n. 65.

15.     Cfr. Ibídem, n. 64.

16.     2P 1 ,4.

17.     Es Cristo que pasa, n. 21.

18.     Ibídem, n. 48.

19.     Ibídem, n. 103. Cfr. Humildad (Hornilla pronunciada el 6-IV-1965), Madrid 1973, p. 9.

20.     Es Cristo que pasa, n. 133.

21.     Ibídem, n. 160.

22.     Conversaciones, n. 67.

23.     Vida de oración (Homilía pronunciada el 4-IV-1955), Madrid 1973, p. 38.

24.     Es Cristo que pasa, n. 66.

25.     2Co 5, 7.

26.     Hch 17, 28.

27.     Rm 8, 29.

28.     Es Cristo que pasa, n. 91.

29.     Ibídem, n. 185.

30.     Ibídem, n. 91.

31.     Ibídem, n. 96. Cfr. Conversaciones, n. 58; Sacerdote para la eternidad (Homilía pronunciada el 13-IV-1973), Madrid 1973, p. 10.

32.     Hacia la santidad (Homilía pronunciada el 26-XI-1967), Madrid, 3.ª  ed.  1973, p. 18.

33.     Es Cristo que pasa, n. 103.

34.     Ibídem,  n. 128.

35.     Ibídem, n. 155.

36.     Ibídem, n. 87.

37.     ibídem, n. 149.

38.     Hacia la santidad, pp. 18-19.

39.     Ga 3, 26.

40.     Rm 5, 5.

41.     Es Cristo que pasa, n. 87.

42.     Ibídem, n. 118.

43.     Cfr. Virtudes humanas (Homilía pronunciada el 6-IX-1941), Madrid, 3.ª ed. 1974, p. 34.

44.     Es Cristo que pasa, n. 130.

45.     Ibídem,  n. 86.

46.     Ibídem,  n. 85.

47.     Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 43.

48.     Con la fuerza del amor (Homilía pronunciada el 6-IV-1967), Madrid 1976, p. 22.

49.     Es Cristo que pasa, n. 116. Cfr. El fin sobrenatural de la Iglesia (Homilía pronunciada el 28-V-1972), Madrid 1973, p. 24.

50.     Ef 2, 19.

51.     Es Cristo que pasa, n. 165. Cfr. Para que todos se salven (Homilía pronunciada el 16-IV-1954), Madrid 1973, p. 30.

52.     Es Cristo que pasa, n. 169.

53.     Santo Rosario, Ed. Rialp, Madrid, 11.ª ed. 1971, p. 140.

54.     Es Cristo que pasa, n. 11.

55.     Ibídem, n. 171.

56.     Ibídem, n. 141.

57.     Madre de Dios, Madre nuestra (Homilía pronunciada el l l-X-1964), Madrid 1973, p. 39.

58.     Es Cristo que pasa, n. 56.

59.     Ibídem, n. 39. Cfr. Camino, n. 559.

60.     Vida de oración, pp. 44-45.

61.     El fin sobrenatural de la Iglesia, p. 20.

62.     Lealtad a la Iglesia  (Homilía  pronunciada  el 4-VI-1972),  Madrid  1973, p. 29.

63.     Ibídem, p. 33.

64.     Ibídem, p. 35.

65.     Es Cristo que pasa, n. 38.

66.     Con la fuerza del amor, p. 31.

67.     Ibídem, p. 16.

68.     Es Cristo que pasa, n. 36.

69.     Camino, n. 948.

70.     Virtudes humanas, p. 22.

71.     Es Cristo que pasa, n. 157.

72.     Ibídem, n. 106.

73.     Ef 3, 15-16.

74.     1Co 4, 15.

75.     Gn 5, 4 ss.

76.     Camino, n. 955.

77.     Es Cristo que pasa, n. 157.