Las Noticias de hoy 16 Julio 2022

Enviado por adminideas el Sáb, 16/07/2022 - 12:53

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La Fiesta de la Virgen del Carmen en Formentera

Ideas  Claras

DE INTERES PARA HOY    sábado, 16 de julio de 2022       

Indice:

ROME REPORTS

Jesús nos enseña a “tener compasión ante el que sufre, no a pasar de largo”

Papa Francisco: Si renunciara, me quedaría en Roma como obispo emérito

NUESTRA SEÑORA DEL CARMEN* : Francisco Fernandez Carbajal

En la fiesta de la Virgen del Carmen

“Lleva sobre tu pecho el santo escapulario” : San Josemaria

¿Unidad o fragmentación de la etica? Análisis, valoración y prospectiva de algunos modelos éticos actuales : Modesto Santos

Fin de Roe vs. Wade : Mario Arroyo.

Robert Sarah – «La vida, si no es espiritual, no es realmente humana»

¿Sabes lo que es el Escapulario? – Nuestra Señora del Carmen – 16 julio

El día que nuestro hijo nos dijo: «Quiero ser sacerdote» : Maria José Atienza

   Cerebro y alma. :  José Luis Velayos

  Educar en templanza y sobriedad : . De la Vega y J.M. Martín

 ¿Democracia sin valores? Un totalitarismo evidente : Pedro Beteta

‘Mis hijos ya ven pornografía en internet’. ¿Y entonces? : Diego Santos

Comidas familiares: ideas para conservar estos valiosos momentos y evitar que la tecnología también los invada : Cecilia Galatolo

Al servicio de la comunicación de la fe : Domingo Martínez Madrid

Habla alto y claro : Jesús Martínez Madrid

El “estado de la nación”… ¿Y qué? : Antonio García Fuentes

 

 

ROME REPORTS

 

 

Jesús nos enseña a “tener compasión ante el que sufre, no a pasar de largo”

Palabras del santo Padre antes del Ángelus

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Alas 12 del mediodía de hoy, domingo, 10 de julio de 2022, XV Domingo ordinario, el Santo Padre Francisco se asomó a la ventana del estudio en el Palacio Apostólico Vaticano para rezar el Ángelus con los fieles y peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro. “Jesús nos enseña a ‘tener compasión ante el que sufre, no a pasar de largo’”, dijo el Papa Francisco.

 

 

 

 

“Seguir a Jesús nos enseña a tener compasión: a fijarnos en los demás, sobre todo en quien sufre, en el más necesitado, y a intervenir como el samaritano: no pasar de largo, sino detenerse”. Comentó el Papa.

Y añadió, Pidamos al Señor que “nos haga ver y tener compasión. Esta es una gracia, tenemos que pedirla al Señor: ‘Señor, que yo vea, que yo tenga compasión, como Tú me ves a mí y tienes compasión de mí’. Esta es la oración que os sugiero hoy”.

A continuación, siguen las palabras del Papa al introducir la oración mariana, ofrecidas por la Oficina de Prensa de la Santa Sede:

***

Palabras del Papa

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de la Liturgia de hoy narra la parábola del buen samaritano (cfr. Lc 10,25-37); todos la conocemos. Como telón de fondo, el camino que desciende desde Jerusalén hasta Jericó; a un lado, yace un hombre al que los ladrones han golpeado y robado. Un sacerdote que pasa lo ve, pero no se detiene, sigue adelante; lo mismo hace un levita, esto es, un encargado del culto en el templo. “En cambio -dice el Evangelio-, un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y tuvo compasión” (v. 33). No olvidemos estas palabras: “tuvo compasión”; es lo que siente Dios cada vez que nos ve en dificultad, en pecado, en una miseria: “tuvo compasión”. El evangelista desea precisar que el samaritano viajaba. Por tanto, aquel samaritano, a pesar de tener sus propios planes y de dirigirse a una meta lejana, no busca excusas y se deja interpelar por lo que sucede a lo largo del camino. Pensémoslo: ¿el Señor no nos enseña a comportarnos precisamente así? A mirar a lo lejos, a la meta final, poniendo al mismo tiempo mucha atención en los pasos que hay que dar, aquí y ahora, para llegar a ella.

Es significativo que los primeros cristianos fuesen llamados “discípulos del Camino” (cfr. At 9,2). El creyente, en efecto, se parece mucho al samaritano: como él, está de viaje, es un viandante. Sabe que no es una persona “que ha llegado”, y desea aprender todos los días siguiendo al Señor Jesús, que dijo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6). Yo soy el Camino: el discípulo de Cristo camina siguiéndolo a Él, y así se hace “discípulo del Camino”. Va detrás del Señor, que no es sedentario, sino que está siempre en camino: por el camino encuentra a las personas, cura a los enfermos, visita pueblos y ciudades. Así actuó el Señor, siempre en camino.

De este modo, el “discípulo del Camino” -es decir, nosotros los cristianos- ve que su modo de pensar y de obrar cambia gradualmente, haciéndose cada vez más conforme al del Maestro. Caminando sobre las huellas de Cristo, se convierte en viandante y aprende – como el samaritano – a ver y a tener compasión. Ve y siente compasión. Ante todo, ve: abre los ojos a la realidad, no está egoístamente encerrado en el círculo de sus propios pensamientos. En cambio, el sacerdote y el levita ven al desgraciado, pero es como si no lo hubiesen visto, pasan de largo, miran a otro lado. El Evangelio nos educa a ver: guía a cada uno de nosotros a comprender rectamente la realidad, superando día tras día ideas preconcebidas y dogmatismos. Muchos creyentes se refugian en dogmatismos para defenderse de la realidad. Y, además, seguir a Jesús nos enseña a tener compasión: a fijarnos en los demás, sobre todo en quien sufre, en el más necesitado, y a intervenir como el samaritano: no pasar de largo sino detenerse.

Ante esta parábola evangélica puede suceder que culpabilicemos o nos culpabilicemos, que señalemos con el dedo a los demás comparándolos con el sacerdote y el levita: “¡Este y aquel pasan de largo, no se detienen!”; o que nos culpabilicemos a nosotros mismos enumerando nuestras faltas de atención al prójimo. Pero quisiera sugerir otro tipo de ejercicio. Cierto, cuando hemos sido indiferentes y nos hemos justificado, debemos reconocerlo; pero no nos detengamos ahí. Hemos de reconocerlo, es un error, pero pidamos al Señor que nos haga salir de nuestra indiferencia egoísta y que nos ponga en el Camino. Pidámosle que nos haga ver y tener compasión. Esta es una gracia, tenemos que pedirla al Señor: “Señor, que yo vea, que yo tenga compasión, como Tú me ves a mí y tienes compasión de mí”. Esta es la oración que os sugiero hoy: “Señor, que yo vea, que yo tenga compasión, como Tú me ves y tienes compasión de mí”. Que tengamos compasión de quienes encontramos en nuestro recorrido, sobre todo de quien sufre y está necesitado, para acercarnos y hacer lo que podamos para echar una mano.

A menudo, cuando me encuentro con algún cristiano o cristiana que viene a hablar de cosas espirituales, le pregunto si da limosna. “Sí”, me dice. –“Y, dime, ¿tú tocas la mano de la persona a la que das la moneda?” –“No, no, la dejo caer”. – ¿Y tú miras a los ojos a esa persona? –“No, no se me ocurre”. Si tú das limosna sin tocar la realidad, sin mirar a los ojos de la persona necesitada, esa limosna es para ti, no para ella. Piensa en esto: “¿Yo toco las miserias, también esas miserias que ayudo? ¿Miro a los ojos a las personas que sufren, a las personas a las que ayudo?” Os dejo este pensamiento: ver y tener compasión.

Que la Virgen María nos acompañe en esta vía de crecimiento. Que Ella, que nos “muestra el Camino”, esto es, Jesús, nos ayude también a ser cada vez más “discípulos del Camino”.

 

 

 

 

 

 

 

Papa Francisco: Si renunciara, me quedaría en Roma como obispo emérito

Reitera que no tiene ninguna intención de hacerlo por el momento

 

Papa Francisco © Vatican Media

El Papa Francisco ha compartido que si un día tuviera que renunciar, afirma, en ese caso sería “obispo emérito de Roma” y quizás iría a San Juan de Letrán. En una entrevista concedida a las periodistas María Antonieta Collins y Valentina Alazraki para el canal de streaming ViX de Televisa Univision, el Santo Padre responde a cuestiones sobre su salud, su renuncia, la guerra en Ucrania, el aborto y el abuso a menores

Renuncia

“No tengo ninguna intención de renunciar, por el momento no”. Francisco habla especialmente sobre su estado de salud y sobre los rumores que, en las últimas semanas, han especulado sobre su dimisión. “En este momento no siento que el Señor me lo pida. Si sintiera que me lo pide, sí”, expuso. Por ello, calificó de “casualidad” que vaya a L’Aquila, donde está enterrado Celestino V (sucesor de Pedro que renunció a su ministerio), en los días del próximo Consistorio a finales de agosto.

Asimismo, cuestionado sobre la posibilidad de regular la figura del papa emérito, el Pontífice señaló que “la misma historia va a obligar a regularizar más”, “la primera experiencia salió bastante bien”, porque Benedicto XVI “es un hombre santo y discreto“.

Sobre su eventual renuncia, respondió que no iría a Argentina: “Soy el Obispo de Roma, en ese caso sería el obispo emérito de Roma”. Y sobre la posibilidad de que en ese caso se quedara en San Juan de Letrán, respondió que sí, “podría ser” así.

Su rodilla

Sobre el estado de su rodilla, el Papa subrayó que, aunque se siente “limitado”, “está mejorando”. No obstante, aclaró que el viaje al Congo “ciertamente” no podría haberse realizado. “No tenía la fuerza, ahora, veinte días después, hay este progreso”.

De este modo reiteró el “gran ejemplo dado por Benedicto XVI” que lo ayudaría a “tomar una decisión“ si fuera necesario. Habló de su “gran simpatía” por el papa emérito, “un hombre que está sosteniendo a la Iglesia con su bondad y su retiro” de oración. Y confiesa que siente alegría cada vez que lo visita en el monasterio Mater Ecclesiae.

Guerra de Ucrania, Yemen y Siria

Su Santidad ofreció también una reflexión sobre la guerra en Ucrania, destacando que para él es fundamental hablar “del país agredido y no de los agresores”. También confirmó su intención de reunirse con el patriarca ruso Kirill en septiembre, en el evento interreligioso en Kazajistán. Citando el drama de los países asolados por la violencia – como Yemen y Siria – reiteró que lo que estamos viviendo es una “Tercera Guerra Mundial a pedazos” y que las armas nucleares “son inmorales”, incluida su posesión y no sólo su uso.

Aborto

El Sucesor de Pedro insistió en la condena del aborto, pues siempre es totalmente injusto eliminar una vida humana, y esto, matizó, se puede afirmar “sobre la base de datos científicos” que no son negociables. En cuanto a la cuestión en Estados Unidos, tras la decisión del Tribunal Supremo de anular la sentencia sobre el derecho al aborto, el Papa constató la polarización presente en el país, reiterando que los pastores deben cuidar siempre la dimensión pastoral, pues de lo contrario se crea un problema político.  En esta línea, se le preguntó cómo comportarse en el caso de un estadista católico que apoya el aborto: “Lo dejo a su conciencia, que hable con su obispo, con su pastor, con su párroco sobre esta incoherencia”.

El Obispo de Roma también conversó sobre Cuba, expresando su amor por el pueblo cubano y por los obispos del país. También comentó que mantiene una relación humana con el ex presidente Raúl Castro y manifestó satisfacción por el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos durante la presidencia de Obama.

Viaje Apostólico

El Santo Padre, que también habló de las expectativas por el próximo viaje a Canadá bajo la bandera del perdón por el mal generado en el pasado, se detuvo finalmente en el drama de los feminicidios, las nuevas formas de esclavitud y, en particular, sobre la pederastia en la Iglesia. Francisco recordó el impacto que han tenido los escándalos en Estados Unidos, citando en particular el Informe de Pennsylvania. “Se ha destapado la olla, hoy la Iglesia se ha vuelto más consciente” de los abusos sexuales, un crimen monstruoso. La Iglesia, reiteró con firmeza, tiene la “voluntad de avanzar” y de no ser más “cómplice” de estos delitos.

A continuación, un avance de le entrevista:

 

 

NUESTRA SEÑORA DEL CARMEN*

Memoria

— El amor a la Virgen y el escapulario del Carmen.

— Especial ayuda y gracias de Nuestra Madre en el momento de la muerte.

— El escapulario, símbolo del vestido de bodas.

I. El culto y la devoción a la Virgen del Carmen se remonta a los orígenes de la Orden carmelitana, cuya tradición más antigua la relaciona con aquella pequeña nube como la palma de la mano de un hombre, que subía desde el mar1 y que se divisaba desde la cumbre del Monte Carmelo, mientras el profeta Elías suplicaba al Señor que pusiese fin a una larga sequía. La nube cubrió rápidamente el cielo y trajo lluvia abundante a la tierra sedienta durante tanto tiempo. En esta nube cargada de bienes se ha visto una figura de la Virgen María2, quien, dando el Salvador al mundo, fue portadora del agua vivificante de la que estaba sedienta toda la humanidad. Ella nos trae continuamente bienes incontables.

El 16 de julio de 1251 se apareció la Virgen Santísima a San Simón Stock, General de la Orden de los Carmelitas, y prometió unas gracias y bendiciones especiales para aquellos que llevaran el escapulario. Esta devoción «ha hecho correr sobre el mundo un río caudaloso de gracias espirituales y temporales»3. La Iglesia la ha aprobado repetidamente con numerosos privilegios espirituales. Durante siglos, los cristianos se han acogido a esa protección de Nuestra Señora. «Lleva sobre tu pecho el santo escapulario del Carmen. Pocas devociones hay muchas y muy buenas devociones marianas tienen tanto arraigo entre los fieles, y tantas bendiciones de los Pontífices. Además, ¡es tan maternal ese privilegio sabatino!»4.

La Virgen prometió, a quienes viviesen y muriesen con el escapulario o la medalla bendecida con el Sagrado Corazón y la Virgen del Carmen, que hace sus veces la gracia para obtener la perseverancia final5; es decir, una ayuda particular para que, quienes no estén en gracia, se arrepientan en los últimos momentos de su vida. A esta promesa hay que añadir el llamado privilegio sabatino, que consiste en la liberación del Purgatorio al sábado siguiente a la muerte6, y otras muchas gracias e indulgencias. Verdaderamente, «María, con su amor materno, se cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y se hallan en peligros y en ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada...»7. No dejemos de acudir, cada día, muchas veces, a Ella, para que nos ayude y proteja. El mismo escapulario nos puede recordar frecuentemente que pertenecemos a Nuestra Madre del Cielo y que Ella nos pertenece, pues somos sus hijos, que tanto le hemos costado.

II. Expresamos en esta devoción una especial dedicación a Nuestra Señora de nosotros mismos y de todo lo nuestro, pues «en la aparición de la Santísima Virgen entregando el escapulario a San Simón Stock, se manifiesta la Madre de Dios como Señora de la gracia; y también como Madre amantísima, que protege a sus hijos en la vida y en la muerte.

»El pueblo cristiano ha venerado a la Virgen del Carmen particularmente por medio del santo escapulario como a la Madre de Dios y nuestra, que se nos presenta con estas credenciales: “En la vida, protejo; en la muerte, ayudo; y, después de la muerte, salvo”»8. Ella es vida, dulzura y esperanza nuestra, como le hemos repetido tantas veces en el rezo de la Salve.

La devoción al santo escapulario del Carmen manifiesta nuestra seguridad en el auxilio materno de la Virgen. Del mismo modo que se utilizan trofeos y medallas para significar relaciones de amistad, de recuerdo o de triunfo, nosotros damos un sentido entrañable al escapulario para acordarnos muy frecuentemente de nuestro amor a la Virgen y de su bendita protección. Ella nos toma de la mano y, todos los días de nuestra vida aquí en la tierra, nos lleva por un camino seguro, nos ayuda a superar dificultades y tentaciones: jamás nos abandona, «porque es su costumbre favorecer a los que de Ella se quieren amparar»9.

Un día nos llegará la hora de nuestro encuentro definitivo con el Señor. Entonces necesitaremos más que nunca su protección y ayuda. La devoción a la Virgen del Carmen y a su santo escapulario es prenda de esperanza en el Cielo, pues la Virgen Santísima prolonga su maternal protección más allá de la muerte. Esta prerrogativa nos llena de consuelo. «María nos guía hacia ese futuro eterno; nos lo hace ansiar y descubrir; nos da su esperanza, su certeza, su deseo. Animados por tan esplendorosa realidad, con alegría indecible, nuestra humilde y fatigosa peregrinación terrena, iluminada por María, se transforma en camino seguro iter para tutum hacia el Paraíso»10. Allí, con la gracia divina, la veremos a Ella.

Cuando en 1605 fue elegido Papa el Cardenal De Médicis, que tomaría el nombre de León XI, y mientras le revestían con los hábitos papales, le quisieron quitar un gran escapulario del Carmen que llevaba entre la ropa. Entonces, el Papa dijo a quienes le ayudaban a revestirse: «Dejadme a María, para que María no me deje». Tampoco nosotros queremos dejarla, pues es mucho lo que la necesitamos. Por eso, llevamos siempre su escapulario. Y le decimos ahora que cuando llegue ese momento último nos abandonaremos en su brazos. ¡Tantas veces le hemos pedido que ruegue por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte, que Ella no se olvidará!

En su visita a Santiago de Compostela, el Papa Juan Pablo II deseaba a todos: «Que la Virgen del Carmen... os acompañe siempre, Sea Ella la Estrella que os guíe, la que nunca desaparezca de vuestro horizonte. La que os conduzca a Dios, al puerto seguro»11. De su mano llegaremos a presencia de su Hijo. Y si nos quedara algo por purificar, Ella adelantará el momento en que, limpios del todo, podamos ver a Dios.

Antiguamente se representaba a la Virgen del Carmen con un grupo a sus pies formado por almas en llamas en el Purgatorio, para señalar su especial intercesión en este lugar de purificación12. «La Virgen es buena para aquellos que están en el Purgatorio, porque por Ella obtienen alivio»13, predicaba con frecuencia San Vicente Ferrer. Su amor nos ayudará a purificarnos en esta vida para estar con su Hijo inmediatamente después de la muerte.

III. El escapulario es también imagen del vestido de bodas, la gracia divina, que ha de vestir siempre el alma.

El Papa Juan Pablo II, hablando a jóvenes en una parroquia romana dedicada a la Virgen del Carmen, recordaba en confidencia el especial socorro y amparo que recibió de su devoción a la Virgen del Carmen. «Debo deciros les comentaba que en mi edad juvenil, cuando era como vosotros, Ella me ayudó. No podría decir en qué medida, pero creo que en una medida inmensa. Me ayudó a encontrar la gracia propia de mi edad, de mi vocación». Y añadía: la misión de la Virgen, la que se halla prefigurada y «toma inicio en el Monte Carmelo, en Tierra Santa, está ligada a un vestido. Este vestido se llama santo escapulario. Yo debo mucho, en mis años jóvenes, a este, su escapulario carmelitano. Que la madre sea siempre solícita, se preocupe de los vestidos de sus hijos, de que vayan bien vestidos, es algo hermoso». Pero cuando estos vestidos se rompen, «la madre trata de reparar los vestidos de sus hijos». «La Virgen del Carmen, Madre del santo escapulario, nos habla de este cuidado materno, de esta preocupación suya para vestirnos. Vestirnos en sentido espiritual. Vestirnos con la gracia de Dios, y ayudarnos a mantener siempre blanco este vestido». El Papa hacía mención del vestido blanco que llevaban los catecúmenos de los primeros siglos, símbolo de la gracia santificante que recibían con el Bautismo. Y después de exhortar a conservar siempre limpia el alma, concluía: «Sed también vosotros solícitos colaborando con la Madre buena, que se preocupa de vuestros vestidos, y especialmente del vestido de la gracia, que santifica el alma de sus hijos e hijas»14. Ese vestido con el que un día nos presentaremos al banquete de bodas.

El escapulario del Carmen Puede ser una ayuda grande para querer más a Nuestra Madre del Cielo, un especial recordatorio de que le estamos dedicados y de que en un momento de apuro, en medio de una tentación, contamos con su ayuda. El tenerla tan cerca nos permitirá ser fuertes. Con palabras del Gradual para la fiesta de hoy, pedimos a Nuestra Señora: Recordare Virgo Mater... ut loquaris pro nobis bona. «Acuérdate, Virgen Madre de Dios, cuando estés en la presencia del Señor, de decirle cosas buenas de nosotros»15; también en esos días en que no hayamos sido tan fieles como Dios espera de sus hijos.

1 1 Rey 18, 44 — 2 Cfr. Profesores de Salamanca, Biblia Comentada, BAC, Madrid 1961, in loc., vol. II, p. 450. — 3 Pío XII, Alocución 6-VIII-1950. — 4 San Josemaría Escrivá, Camino, Rialp, 30.ª ed., Madrid 1976, n. 500. — 5 Cfr. Inocencio IV, Bula Ex parte dilectorum. 13-I-1252. — 6 Cfr. Juan XXII, Bula Sacratissimo uti culmine, 3-III-1322. — 7 Conc. Vat. II, Conts. Lumen gentium, 62. — 8 Card. Gomá, María Santísima, R. Casulleras, 2.ª ed., Barcelona 1947. — 9 Santa Teresa, Fundaciones, 23, 4. — 10 Pablo VI, Homilía 15-VIII-1966. — 11 Juan Pablo II, Alocución 9-XI-1982. — 12 Cfr. M. Trens. María. Iconografía de la Virgen en el arte español, Plus Ultra, Madrid 1946, p. 378. — 13 San Vicente Ferrer, Sobre la Natividad. — 14 Juan Pablo II, Alocución 15-I-1989. — 15 Graduale Romanum, in loc, p. 580.

Esta fiesta, instituida en el año 1726, conmemora el día en el que, según las tradiciones carmelitas, San Simón Stock, primer General de la Orden, tuvo una aparición de la Virgen el 16 de julio de 1251. María prometió una bendición especial para todos los que, en el transcurso de los siglos, llevaran su escapulario. La Iglesia ha aprobado solemne y repetidamente esta devoción mariana nacida en Inglaterra, de modo que, a cuantos llevan el escapulario, han concedido los Papas numerosos privilegios espirituales.

La Virgen del Carmen es patrona de los marineros. Ella es el Puerto seguro donde hemos de refugiarnos en medio de todas las tormentas de la vida.

 

 

En la fiesta de la Virgen del Carmen

San Josemaría afirmaba sobre esta advocación de la Virgen María que “pocas devociones marianas tienen tanto arraigo entre los fieles y tantas bendiciones de los Pontífices”.

Cinco recursos para fomentar la devoción a la Virgen del CarmenVirgen del Carmen. Foto: Flickr (archivalladolid CC)

14/07/2022

El escapulario del Carmen es una manifestación de la protección de la Madre de Dios a sus devotos. El 16 de julio de 1251 la Virgen se apareció a San Simón Stock, y le dijo: “El que muera con él no padecerá el fuego eterno”.

Alude a este hecho el Papa Pío XII cuando dice: “No se trata de un asunto de poca importancia, sino de la consecución de la vida eterna en virtud de la promesa hecha, según la tradición, por la Santísima Virgen”.

También reconocida por Pío XII, existe la tradición de que la Virgen, a los que mueran con el Santo Escapulario y expíen en el Purgatorio sus culpas, con su intercesión hará que alcancen la patria celestial lo antes posible, o, a más tardar, el sábado siguiente a su muerte. El escapulario del Carmen es un sacramental.


Homilía del fundador del Opus Dei sobre la Virgen María


Cinco recursos para fomentar la devoción a la Virgen del Carmen

1. El escapulario de la Virgen del Carmen (Rezar con san Josemaría).

2. Comentario al Evangelio en el día de la Virgen del Carmen

3. Oración de San Simón Stock a Nuestra Señora del Carmen.

Oración de San Simón Stock a la Virgen del Carmen

4. Novena a la Virgen del Carmen (Portal Carmelitano).

5. El escapulario del Carmen y el rito de bendición (sitio web de la Orden Carmelita).


Cinco textos de san Josemaría para la fiesta de la Virgen del Carmen

Madre! -Llámala fuerte, fuerte. -Te escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias: y te encontrarás reconfortado para la nueva lucha.

Camino, 516

Lleva sobre tu pecho el santo escapulario del Carmen. —Pocas devociones —hay muchas y muy buenas devociones marianas— tienen tanto arraigo entre los fieles, y tantas bendiciones de los Pontífices. —Además ¡es tan maternal ese privilegio sabatino!

Camino, 500

No estás solo. -Lleva con alegría la tribulación. -No sientes en tu mano, pobre niño, la mano de tu Madre: es verdad. -Pero... ¿has visto a las madres de la tierra, con los brazos extendidos, seguir a sus pequeños, cuando se aventuran, temblorosos, a dar sin ayuda de nadie los primeros pasos? -No estás solo: María está junto a ti.

Camino, 900

Permíteme un consejo, para que lo pongas en práctica a diario. Cuando el corazón te haga notar sus bajas tendencias, reza despacio a la Virgen Inmaculada: ¡mírame con compasión, no me dejes, Madre mía! -Y aconséjalo a otros.

Surco, 849

Nuestra Madre es modelo de correspondencia a la gracia y, al contemplar su vida, el Señor nos dará luz para que sepamos divinizar nuestra existencia ordinaria. A lo largo del año, cuando celebramos las fiestas marianas, y en bastantes momentos de cada jornada corriente, los cristianos pensamos muchas veces en la Virgen. Si aprovechamos esos instantes, imaginando cómo se conduciría Nuestra Madre en las tareas que nosotros hemos de realizar, poco a poco iremos aprendiendo: y acabaremos pareciéndonos a Ella, como los hijos se parecen a su madre.

Imitar, en primer lugar, su amor. La caridad no se queda en sentimientos: ha de estar en las palabras, pero sobre todo en las obras. La Virgen no sólo dijo fiat, sino que cumplió en todo momento esa decisión firme e irrevocable. Así nosotros: cuando nos aguijonee el amor de Dios y conozcamos lo que Él quiere, debemos comprometernos a ser fieles, leales, y a serlo efectivamente. Porque no todo aquel que dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos; sino aquel que hace la voluntad de mi Padre celestial.

Hemos de imitar su natural y sobrenatural elegancia. Ella es una criatura privilegiada de la historia de la salvación: en María, "el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros". Fue testigo delicado, que pasa oculto; no le gustó recibir alabanzas, porque no ambicionó su propia gloria. María asiste a los misterios de la infancia de su Hijo, misterios, si cabe hablar así, normales: a la hora de los grandes milagros y de las aclamaciones de las masas, desaparece. En Jerusalén, cuando Cristo —cabalgando un borriquito— es vitoreado como Rey, no está María. Pero reaparece junto a la Cruz, cuando todos huyen. Este modo de comportarse tiene el sabor, no buscado, de la grandeza, de la profundidad, de la santidad de su alma.

Tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo en la obediencia a Dios, en esa delicada combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: "he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra". ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios.

Es Cristo que pasa, 173

 

“Lleva sobre tu pecho el santo escapulario”

Lleva sobre tu pecho el santo escapulario del Carmen. -Pocas devociones -hay muchas y muy buenas devociones marianas- tienen tanto arraigo entre los fieles, y tantas bendiciones de los Pontífices. -Además ¡es tan maternal ese privilegio sabatino! (Camino, 500)

16 de julio

Cuando te preguntaron qué imagen de la Señora te daba más devoción, y contestaste -como quien lo tiene bien experimentado- que todas, comprendí que eras un buen hijo: por eso te parecen bien -me enamoran, dijiste- todos los retratos de tu Madre. (Camino, 501)

María, Maestra de oración. -Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. -Y cómo logra.

-Aprende (Camino, 502).

Si quieres ser fiel, sé muy mariano.

Nuestra Madre –desde la embajada del Ángel, hasta su agonía al pie de la Cruz– no tuvo más corazón ni más vida que la de Jesús.

Acude a María con tierna devoción de hijo, y Ella te alcanzará esa lealtad y abnegación que deseas. (Via Crucis, Est. XIII, n.4)

 

¿Unidad o fragmentación de la etica? Análisis, valoración y prospectiva de algunos modelos éticos actuales

 

Escrito por Modesto Santos

Publicado: 03 Julio 2022

 

La reflexión ética de nuestros días gira fundamentalmente en torno a la relación entre libertad y verdad de la acción humana. Podría decirse desde esta perspectiva que la articulación o contraposición entre estas dos notas constitutivas de la moralidad del obrar humano dan lugar respectivamente a una concepción unitaria de la ética o a una proliferación de “éticas adjetivadas”, dialécticamente contrapuestas entre sí.

Es esta unidad de la ética la que se resiente en algunas de las actuales conceptualizaciones de la moralidad en las que el valor de la libertad queda absolutizado, hipertrofiado, en detrimento de ese otro valor que es la verdad y sentido objetivo de toda acción auténticamente humana.

La contraposición entre “ ética formal y procedimental y de normas” y “ética material de bienes y de virtudes”; entre “ética privada y ética pública”; entre “ética civil y ética religiosa”; entre “ética de mínimos y ética de máximos”, por citar solo unos cuantos ejemplos, es un claro exponente de esta fragmentación.

El supuesto que tras esta fragmentación se advierte es una visión atomizada de la pluralidad de elementos que integran la unidad vital de la acción humana, con la consiguiente imposibilidad de ofrecer una propuesta ética universal, es decir, dotada de validez para toda persona humana, en cuanto fundada en el reconocimiento de los bienes fundamentales y valores básicos perfectivos de la dignidad común a todos y cada uno de los individuales existentes personales

La recuperación del nexo entre libertad y verdad; entre el ser, la verdad y el bien de toda acción humana, es decir, la visión integradora de los diversos elementos que intervienen en la configuración del ser y sentido de la acción humana, es hoy la tarea prioritaria de la reflexión ética.

Este el desafío que le plantea esta proliferación de éticas adjetivadas constituidas por propuestas parciales, sectoriales, de validez particular para los diversos ámbitos en que se desarrolla el obrar humano y las diversas motivaciones que la inspiran, constituidas como totalidades que se justifican por su respectiva lógica, dialécticamente contrapuestas entre sí como si de otras tantas “éticas” se tratara.

La conciliación entre la unidad y la pluralidad, entre la riqueza entrañada en lo uno y la unidad integradora de lo múltiple, ha sido y continuará siendo un permanente problema filosófico no siempre adecuadamente resuelto. Y que nos vuelve a aparecer en ese aparente conflicto entre una propuesta ética universal –inspirada en la unidad de la acción humana– y las propuestas éticas parciales –inspiradas en la pluralidad de elementos que la integran y de los diversos ámbitos que se ejerce–.

En mi opinión, la recuperación de la unidad de la ética frente a la fragmentación de los múltiples elementos que la integran exige ante todo como principio inspirador el respeto tanto a la libertad como a la verdad: a esos dos radicales de la inteligibilidad de la acción humana.

El respeto tanto a la libertad como a la verdad del obrar del agente humano habrá de ser el alma de los principios inspiradores de esa tarea urgente en nuestros días de devolver a la ética su unidad, fundamentada en ese centro de unidad que es la persona humana.

Ni la verdad ni el bien que el agente humano está llamado a alcanzar pueden ser entendidos desligados de la verdad y el bien de la libertad, como tampoco la libertad puede entenderse como un valor absoluto, desligado de la verdad y el bien que la realiza como auténtica libertad.

Y es justamente el valor de la verdad y su adecuada articulación con la libertad, según comencé diciéndoles a ustedes, la cuestión de fondo entre esos dos modelos éticos fundamentales en que se substancia en definitiva el debate ético actual.

La contraposición dialéctica entre verdad y libertad frente a su armónica articulación respetuosa con uno y otro valor indisolubles de toda auténtica acción humana –con anterioridad e independencia de los diversos ámbitos en que ésta se desarrolle y de las diversas motivaciones que la inspirense hace particularmente notoria en esa peculiar conceptualización, en ese pretendido nuevo marco teórico para la ética que, a juicio de algunos cultivadores de la filosofía práctica –ética, jurídica y política– demanda la actual sociedad pluralista, democrática y secularizada.

Una muestra de esa contraposición dialéctica entre verdad y libertad la ofrece el intento actual de elaborar una “ética civil” –propia de los ciudadanos de esta moderna sociedad–, nítidamente diferenciada, si ya no opuesta, a la “ética religiosa” –propia de los creyentes, de los adeptos a una determinada confesión religiosa–.

Constituye, a mi juicio, una expresión paradigmática de la fragmentación de la unidad de la ética a la que vengo refiriéndome.

Surge esta peculiar conceptualización con el intento de elaborar los principios éticos que deben regular la convivencia ciudadana en la actual sociedad pluralista, democrática y secularizada.

Estos rasgos de la sociedad moderna se consideran hasta tal punto determinantes de esta formulación de la «ética civil» que, privada ésta de su vinculación a este horizonte de la realidad social, carece, a juicio de sus propugnadores, de consistencia real.

Cualquier pretensión de elaborar una ética reguladora de la convivencia social en la que estas notas no tuvieran carácter determinante, queda excluida de esta propuesta.

La «ética civil» –se dice– exige de suyo la no confesionalidad social; es un concepto correlativo al pluralismo moral, y demanda la aceptación del sistema democrático como el único procedimiento adecuado para el establecimiento de las normas reguladoras de la convivencia social.

Semejante conceptualización de la «ética civil» da por sentado que el pluralismo moral, la democracia y el secularismo son de suyo indicadores indiscutiblemente positivos del desarrollo que la libertad y autonomía del ciudadano han alcanzado en la sociedad actual, frente a la imposición que sobre él ha venido ejerciendo una ética dotada de principios universales, pretendidamente fundados en la verdad del ser y el obrar humanos.

O, dicho de otro modo, que son valores morales que han de ser asumidos sin más como ingredientes constitutivos de una auténtica convivencia social.

A partir de la aceptación indiscriminada de este supuesto, esta propuesta de «ética civil» considera necesario establecer una distinción entre «ética pública» y «ética privada», y entre «ética laica», presidida por la racionalidad, y «ética religiosa», inspirada en la confesionalidad.

La «ética privada» vendrá determinada por aquellos contenidos de valor que el individuo decida libremente dar a su propio proyecto de vida, mientras que la «ética pública» habrá de ser una ética formal, sin contenidos; procedimental y de normas, sin otra finalidad que la de hacer posible que cada uno de los individuos pueda llevar a cabo su propia opción moral en la convivencia social.

Huelga advertir que en una sociedad que ha asumido el pluralismo moral como un valor moral indiscutible, carece de sentido exigir o invocar unos criterios racionales que permitan distinguir un proyecto de vida moralmente correcto del que no lo es.

Cualquier proyecto de vida es moralmente correcto por el simple hecho de haber sido libremente elegido; es igualmente aceptable, dado que no existe ninguno que pueda legítimamente alzarse con la pretensión de ser el verdadero y correcto.

Decir lo contrario supondría introducir un factor de dogmatismo, de intolerancia, incompatibles con la libertad y la absoluta autonomía de la que goza el ciudadano en una moderna sociedad civilizada.

Es precisamente este respeto al pluralismo moral el que exige, según este planteamiento, que la ética pública mantenga una absoluta neutralidad ética sobre los contenidos que el ciudadano deba dar a su propio proyecto de vida. Menos aún podrá esta ética pública dictar normas socialmente obligatorias, fundadas en valores morales de carácter substantivo.

Se limitará a establecer unas normas mínimas que la sociedad democrática decida darse a sí misma para que cada ciudadano, como ya se ha indicado, pueda elegir y llevar a cabo en la convivencia social su propia ética privada.

Pero la sociedad actual no es solo una sociedad pluralista y democrática. Es también una sociedad secularizada.

Ante este tercer rasgo –asumido al igual que los otros dos como un valor positivo de una auténtica convivencia social– se hace necesaria una nueva distinción entre «ética laica» y «ética religiosa».

La «ética laica» habrá de tener como principio inspirador la «racionalidad ética», entendida como una racionalidad dotada de una completa autonomía, es decir, independiente de cualquier fundamento natural o transcendente. Una racionalidad autoconstituyente de los principios y leyes que deben regular la praxis humana, individual y social.

Es una exigencia de la dignidad de que goza el sujeto-ciudadano –a diferencia del simple súbdito– el no obedecer otras normas que las que él se da a sí mismo desde ese poder soberano de autoafirmación que le constituye como tal. Y que habrán de ser aprobadas por consenso de la mayoría.

Esta «ética laica» habrá de excluir todo principio procedente de una «ética religiosa» por dos sencillas razones. Porque carece de sentido en una sociedad secularizada invocar o aceptar una instancia transcendente, religiosa, como fuente normativa de los contenidos y principios reguladores de la convivencia social. Y porque semejante pretensión introduciría de nuevo un factor de dogmatismo, de fundamentalismo e intolerancia incompatibles con el valor de la libertad.

«Confesionalidad religiosa» y «ética civil» (laica) son magnitudes que se autoexcluyen. La confesionalidad religiosa –se dice– origina una visión única y totalizante de la realidad. Se impone de un modo no racional. No tolera la justificación racional, por cuanto hace de las «personas», «creyentes» y de las valoraciones, «dogmas».

Ello no quiere decir que el individuo no pueda hacer una opción por esta «ética religiosa». Pero habrá de ser en todo caso una opción privada, que no puede comparecer en el discurso público con la pretensión de presentarse como una propuesta racional.

I.           Valoración

La valoración de semejante conceptualización de la «ética civil», a la luz de los elementos constitutivos de la verdad de la acción humana en su estructura y en su contenido moral específico, puede quedar condensada en los siguientes puntos.

1.         La ética, o da cuenta del ejercicio racional (libre) y razonable (verdadero) de la libertad del agente humano, o no es ética en absoluto: ni pública, ni privada, ni civil, ni religiosa.

2.         Este ejercicio racional y razonable de la libertad humana exige tanto el respeto a la libertad como el respeto a la verdad.

3.         La persona humana es principio y dueño de sus actos. Esa soberanía, ese señorío sobre sus actos, pertenece al haber natural de la persona humana. Nadie –ninguna instancia, ni civil ni religiosa– puede arrogarse el derecho de suprimirla mediante cualquier tipo de coacción aún en nombre de una presunta verdad, sin atentar eo ipso a la verdad real de la dignidad de la persona humana.

La persona ha de buscar la verdad y el bien que la perfeccionan, a través del libre ejercicio de su entendimiento y de su voluntad. Es decir, ha de tender, mediante un querer que tiene en el sujeto humano su principio, a un bien que es juzgado y comprendido como tal por el sujeto mismo. Determinarse al bien ejerciendo su capacidad de autodeterminación en que se expresa la condición racional y libre del obrar humano. La libertad no es solo condición sine qua non de la moralidad del obrar humano: es un imperativo ético. Pretender que el hombre obre el bien moral coaccionadamente es una contradicción en los términos. Obrar moralmente –perdónese la insistencia– no es sólo realizar el bien moral, sino realizarlo libremente mediante un conocimiento racionalmente fundado y libremente reconocido del bien en cuestión.

Este respeto a la libertad ha de ser, en consecuencia, el primer principio que debe presidir una auténtica convivencia social.

La conciencia particularmente intensa de los hombres de nuestro tiempo de la dignidad de la persona y de la libertad, del respeto a la conciencia en su itinerario en busca de la verdad –sentido cada vez más como fundamento de los derechos de la persona–, es ciertamente una adquisición positiva de la cultura moderna [1].

Que la ética civil ha de respetar la libertad, como principio primero que ha de presidir e informar la convivencia ciudadana, es una afirmación positiva en el haber de la propuesta de «ética civil» que vengo examinando. Allí donde no hay libertad, no hay moralidad.

4.         La libertad es una nota constitutiva de la moralidad, pero igualmente constitutiva de ésta es la verdad. La libertad es verdad y se abre a la verdad. De ahí que la moral requiera igualmente respeto a la verdad.

Siempre he entendido la moral como la lógica, el logos, la verdad de la libertad.

La ética –la reflexión sobre la verdad de la libertad– es un todo armónico que se constituye como tal en la medida en que en sus principios y razonamientos respeta el imperativo de la libertad que atraviesa y corona el mundo de la moralidad.

Un imperativo que entiendo ante todo como dejar ser a la libertad lo que es. Respetarla en su ser. No violentarla, distorsionarla, manipularla ideológicamente. «Liberar la libertad» de las falsificaciones a que –por defecto o por exceso– viene siendo sometida en amplios sectores de la cultura actual es hoy una de las tareas más urgentes del pensamiento humano.

Y es en este punto donde esta propuesta de «ética civil» presenta su flanco más débil. El concepto de libertad que en ella se esgrime no responde a la verdad del ser de la libertad.

Entiende, en efecto, la libertad como una idea exenta de toda referencia a la verdad del ser humano en la que tiene su origen y de la que recibe su sentido. Propugna una idea de libertad «utópica», sin lugar, sin punto de partida ni meta; una libertad «subsistente», inspirada en un concepto de razón absolutamente autónoma, autoconstituyente y creadora de los bienes, valores y normas que deben presidir la praxis humana, individual y social.

Ese concepto de libertad no es la libertad real humana. Es una libertad meramente pensada, ilusoria, que lejos de hacer posible la autonomía del obrar humano desemboca en la más alienante de las heteronomías.

Entender al agente humano como creador y artífice de la verdad o falsedad de la realidad, del bien y del mal de su obrar, es desconocer la verdadera identidad del hombre. Perdida la identidad del hombre, la libertad queda desarraigada de su lugar originario e inicia con ello el camino de su propia disolución.

Dejada de lado la apertura natural a la verdad y al bien de la inteligencia y la voluntad en las que tiene su sede la libertad, ésta pasa a convertirse en puro poder arbitrario, erigido en árbitro supremo de todo comportamiento individual y colectivo.

A una sociedad entendida como una comunidad presidida por un diálogo racional y libre en busca de ese bien común que es la verdad, sucede una sociedad regida por unas relaciones de dominio del más fuerte sobre el más débil.

Una libertad desarraigada de la verdad queda privada de una referencia fija, estable, que le permita al hombre discernir objetivamente el bien del mal. Sólo le queda medir lo bueno y lo malo en función de sus intereses subjetivos: el dinero, el poder, o lo que en definitiva le asegure un bienestar egoísta e insolidario.

Verdad y libertad se reclaman mútuamente. La verdad no es un añadido extrínseco que se impone a la libertad presuntamente constituida como libertad con independencia absoluta de la verdad. La verdad es una dimensión constituyente y constitutiva de la libertad. Una libertad falsa –aun a riesgo de que parezca una tautología– es una falsa libertad, una libertad vacía de existencia real.

La libertad real –no la meramente pensada– es una potencia de la que el hombre dispone en su itinerario hacia su propio logro, hacia su propio perfeccionamiento personal. De ahí que necesite abrirse al verdadero bien que la actualiza y que no tiene dado de antemano, sino que ha de ser libremente conquistado.

Un bien que la razón le propone, no le impone coactivamente a la libertad. Un requerimiento que la razón le hace a la libertad, a la que lejos de destruir, la supone. Se trata, en definitiva, de una propuesta que incluye en sí misma –como propuesta racional, y no necesidad física–, una libre respuesta a esa exigencia objetiva en que consiste la obligación moral, a diferencia de la violencia a la libertad que la coacción entraña.

Pienso que es una deficiente comprensión tanto de la verdad como de la libertad la que explica la vinculación que en esta conceptualización de la «ética civil» se establece entre escepticismo y libertad como requisito indispensable para la tolerancia, y la que igualmente se propugna entre afirmación de la existencia de la verdad y dogmatismo e intolerancia.

La libertad, la autonomía y la tolerancia –es lo que en definitiva viene a decirse– son incompatibles con la afirmación de que existen unas verdades y unos valores dotados de objetividad real. Este planteamiento dialéctico entre verdad y libertad, como si de dos realidades antagónicas se tratara, es la que ha llevado a decir que “no es la verdad la que nos hace libres, sino que es la libertad la que nos hace verdaderos”.

Una tal interpretación de las relaciones entre verdad y libertad tiene tras de sí el miedo y desconfianza a la verdad, que tienen tal vez como trasfondo el temor a la «verdad sangrienta». A los atropellos que contra la libertad se han cometido a lo largo de la historia, y también en el presente, en nombre del pretendido derecho a imponer el “bien” de la verdad.

Tal imposición de la verdad es ciertamente un atropello a la libertad. A la libertad fundada en la dignidad de la persona humana, y de la que ésta no decae aun en el caso de que, dada la condición limitada y falible de su ser y de su obrar, incurra en el error y en el mal.

Pero el escepticismo gnoseológico y axiológico no es la respuesta adecuada a las agresiones a la libertad cometidas por el fanatismo, el fundamentalismo, o cualquier otra expresión contraria al modo apropiado a la dignidad de la persona de buscar y adherirse a la verdad: libremente, no mediante ningún tipo de coacción.

Negar, en nombre de la libertad, la existencia de la verdad y la capacidad que el hombre tiene de alcanzarla es una falta de respeto al ser humano: a ese formidable poder de su inteligencia y de su razón de que todo hombre goza por el simple hecho de serlo. Y la vía más directa para disolver la libertad en puro poder.

El escéptico hace alarde de una racionalidad menguada, reducida, y pretende imponerla a los demás. Si estos no le obedecen, no duda en calificarlos de fanáticos y dogmatistas intolerantes.

La aparente neutralidad ética profesada por el escéptico en nombre del valor de la libertad es, por otra parte, contradictoria en los términos.

Al afirmar que todas las creencias y estilos de vida son igualmente valiosos, por cuanto ninguno de ellos puede alzarse legítimamente con la pretensión de ser el verdadero y correcto, y que, por lo mismo, el pluralismo moral es un bien moral indiscutible que debe ser respetado por una sociedad civilizada, moderna, expresiva de una auténtica convivencia ciudadana, introduce subrepticiamente un criterio de valor que choca abiertamente con la neutralidad ética que, en nombre de la tolerancia, el escéptico dice profesar.

5.         Esta realidad de la libertad, este dominio que el hombre tiene sobre sus actos, tiene su fundamento en el modo racional propio del agente humano de tender al bien.

El agente tiende al bien mediante juicios de la razón. Y la razón no está determinada a ningún bien particular. No ve el bien desde un solo punto de vista, sino desde muchos. Son múltiples las concepciones que la razón puede tener del bien. De ahí que la pluralidad de opciones que el agente humano tiene ante sí es algo que emana de la propia condición racional del agente humano.

La pluralidad es, pues, una nota del obrar humano libre, por racional. “La raíz de la libertad –dice Tomás de Aquino– es la voluntad como sujeto, pero como causa, es la razón. La voluntad puede tender libremente a diversos objetos porque la razón puede formar diversas concepciones del bien. De ahí que los filósofos definen el libre albedrío diciendo que es «el libre juicio de la razón» como para indicar que la razón es la causa de la libertad” [2].

La pluralidad es, por ello, un valor expresivo de la riqueza de aspectos que el bien humano presenta. Una pluralidad de aspectos que reclama y potencia el diálogo racional y libre propio de una sociedad auténticamente humana.

Pretender sofocar esta pluralidad consecuente a la condición libre del hombre constituiría un atentado a la condición moral del obrar humano. Allí donde no hay libertad, no hay moralidad.

Claro es que en virtud de esta libertad de opción de que el hombre goza, éste puede configurar su propio proyecto de vida desde diferentes modos de entender la moralidad. Es decir, puede adoptar diversas concepciones sobre lo que constituye su verdadero bien, el bien específicamente moral. La multiplicidad de concepciones morales sostenidas por los hombres es un hecho histórico indiscutible. La historia no es sino el escenario de la libertad y de sus diversas expresiones correctas e incorrectas.

La afirmación de que un rasgo característico de la sociedad moderna es el pluralismo moral no se sostiene ni histórica ni conceptualmente. El pluralismo moral es –repito– una constante histórica del obrar humano.

Lo único que cabe decir en todo caso es que este pluralismo moral puede expresarse más libremente en una sociedad como la nuestra, en la que ciertamente hay un mayor reconocimiento de la libertad del hombre para vivir y expresar la opción que a su juicio le parezca buena, aunque realmente no lo sea.

Pero si este pluralismo moral se entiende, no como un concepto descriptivo de una realidad existente, sino axiológico y prescriptivo, es decir, si se afirma que todas estas múltiples concepciones morales son igualmente correctas, y por lo mismo todas deben ser asumidas como moralmente verdaderas, por el simple hecho de haber sido libremente elegidas, la reflexión ética resulta superflua.

¿Qué sentido tiene, en efecto, la pregunta por unos criterios encaminados a justificar racionalmente un comportamiento moralmente correcto del que no lo es, si todos ellos lo son por el hecho de ser libremente elegidos?

Si la pluralidad de opciones es un signo de la libertad sin la que no cabría calificar de moral el obrar humano, la aceptación del pluralismo moral como una tesis moralmente correcta deja privada de sentido la pregunta sobre la especificidad –la condición buena o mala– de este mismo obrar humano.

La aceptación axiológica del pluralismo moral entra en contradicción con la existencia misma de esa rama del saber humano que es la ética: un saber reflexivo encaminado a dar razón de los principios y normas que permitan discernir un comportamiento moralmente correcto del que no lo es.

Un saber reflexivo que tiene como supuesto de su propia existencia como tal la experiencia moral de todo agente humano sobre la posibilidad que su libertad de opción comporta de actualizarse de un modo moralmente positivo o negativo.

Semejante aceptación del pluralismo moral constituye una opción exponente del más neto conformismo social que entraña una pretensión neutralizadora de la función crítica, dinamizadora del progreso moral de los pueblos, que la reflexión ética ha venido desempeñando, y que le corresponde seguir haciendo, mediante el discernimiento adecuado de los valores morales positivos y negativos presentes en la sociedad.

No es congruente con la naturaleza de la ética ajustar sus principios a los «valores» vigentes de hecho en una situación determinada de la sociedad. La tolerancia, entendida como aceptación plena de cualquier tipo de creencia, conducta o estilo de vida, y que se inspira en el escepticismo, es paralizante, sofocadora del dinamismo impulsor de todo auténtico progreso humano.

Con esta actitud de resignada atenencia a una situación moral de hecho, el agente humano dejaría de ser sujeto, protagonista de la sociedad en la que vive, para ser objeto pasivo. Dejaría de hacer la historia para limitarse a sufrirla. Una actitud contraria a la vigorización de la moral de la convivencia social que esta propuesta de «ética civil» pretende promover.

Aspirar a una sociedad en la que todos los ciudadanos asuman libremente aquellos verdaderos valores morales propios de una auténtica convivencia digna del hombre, es una tarea siempre abierta a la reflexión ética y al quehacer libre de todos y cada uno de los ciudadanos que la integran.

No sería por ello una sociedad menos libre que una sociedad que aceptara pasivamente el pluralismo moral como expresión ligada conceptualmente a una sociedad auténticamente libre. Sociedad libre y pluralismo moral no son conceptos equivalentes.

Y ciertamente, una sociedad en la que hipotéticamente todos sus miembros aceptaran libremente los verdaderos valores dignificadores del hombre, lejos de sofocar el diálogo y la pluralidad de opciones dentro del respeto a estos valores fundamentales de la persona humana, los potenciaría en sumo grado.

La aceptación del pluralismo moral, del «politeísmo axiológico», conduce lógicamente al solipsismo, a la incomunicación. No hay modo de establecer un auténtico diálogo racional si no existe un mundo de valores comunes compartidos por los interlocutores, por cuanto cada uno de ellos se cerrará en su propio coto privado.

Invocar frente a este mundo común de valores, el derecho a la «diferencia», a reconocer al «otro» encierra una contradicción.

“En sentido estricto, el objeto del reconocimiento solo puede ser lo común, no lo diferente. Reconocer significa volver a conocer: volver a conocer en el otro lo ya conocido antes de conocer al otro, es decir, lo conocido en uno mismo. Significa, por tanto conocer al otro como igual, como otro yo: reconocer en él lo común.

La diferencia puede ser objeto de reconocimiento en la medida en que sea como una forma diferente de lo común, como una manera distinta de ser lo mismo.

Conocer la diferencia en cuanto que diferencia no es reconocer, sino desconocer, conocer al otro como un absolutamente otro. Tomado en cuanto otro, es precisamente como resulta imposible saber lo que le corresponde al otro. Reconocer su derecho a alguien exige previamente reconocer a ese alguien como uno de nosotros.

No es posible conocer lo que le corresponde al diferente en cuanto que diferente, sino solo en cuanto igual, en cuanto su diferencia se da en lo común. Para que sea posible el reconocimiento de las diferencias es decir, para que se posible conocer las diferencias como diferentes modos de lo común –y saber qué diferencias son ésas– es necesario en primer lugar definir y constituir lo que somos en común...” [3].

La aceptación del pluralismo moral como valor social supremo, lejos de ser un signo enriquecedor de la pluralidad, del legítimo pluralismo, contribuye al empobrecimiento de la convivencia social y política. Lejos de fomentar la vigorización moral de la sociedad civil, la debilita al reducirla a un colectivo social de intereses individuales.

6.         La democracia como ordenamiento que se propone asegurar y garantizar la participación de los ciudadanos en la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de modo pacífico, es ciertamente un positivo valor moral, a saber, el de la defensa de la libertad [4].

Pero el sistema democrático no es fuente de moralidad. No le corresponde decidir sobre lo que está bien o está mal moralmente. Ello supondría la aceptación de la libertad exenta de toda referencia a la verdad a la que vengo refiriéndome reiteradamente. No es necesario insistir más en este punto.

Me limitaré a incluir aquí algunos textos que, a mi juicio, sintetizan muy bien lo hasta ahora dicho.

En la cultura democrática de nuestro tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría misma reconoce y vive como moral.

Si además se considera incluso que una verdad común y objetiva es inaccesible de hecho, el respeto de la libertad de los ciudadanos –que en un régimen democrático son considerados como los verdaderos soberanos– exigiría que a nivel legislativo se reconozca la autonomía de cada conciencia individual y que, por tanto, al establecer las normas que en cada caso son necesarias para la convivencia social, éstas se adecúen exclusivamente a la voluntad de la mayoría, cualquiera que sea. De este modo, todo político, en su actividad, debería distinguir netamente entre el ámbito de la conciencia privada y el del comportamiento público.

(...) La raíz común de estas tendencias es el relativismo ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea. No falta quien considera este relativismo como una condición de la democracia, ya que solo él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y la intolerancia” [5].

Y la respuesta a semejante concepción de la democracia no puede ser más certera: “La democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un substitutivo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente es un «ordenamiento». Y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter «moral» no es automático, sino que depende de la conformidad con la ley moral, a la que como cualquier comportamiento humano debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de los que se sirve. (...) El valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna o promueve: fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el «bien común» como fin y criterio regulador de la vida política” [6].

“Si el criterio último y único fuera la capacidad autónoma de elección de los individuos o de los grupos ¿qué impediría que se llegase a decidir, según ese criterio, eliminar el mismo respeto a la libertad y a las conciencias? ¿No demuestra la historia que algunos sistemas totalitarios de nuestro siglo se han puesto en marcha sobre la base de decisiones avaladas por los votos? Si realmente todo fuera pactable, ¿por qué no lo iba a ser también –como por desgracia está sucediendo con lacerante «normalidad»– la vulneración de los derechos fundamentales de los hombres?” [7].

Carece de sentido la pretendida identificación entre sociedad democrática y ética civil. Una sociedad democrática no deja de ser, por democrática, una sociedad humana.

Y, en cuanto que humana, tendrá como principio inspirador de su configuración práctica-moral la defensa y promoción del verdadero bien de todos y cada uno de sus miembros y de los derechos fundamentales objetivos inherentes a la verdadera dignidad personal de cada uno de ellos.

7.         El agente racional y libre que es la persona humana es un ser constitutivamente moral por el simple hecho de ser persona. Se trata de una dimensión real que le es anterior a su adhesión a una concreta confesión religiosa o a su condición de ciudadano de una determinada sociedad. Ni el creyente deja de ser persona por el hecho de ser creyente, como tampoco deja de serlo el no creyente por no creer.

Toda norma moral, en cuanto que moral, está fundada en principios universalmente comprensibles y comunicables, es decir, susceptibles de fundamentación racional. La racionalidad es una nota interna a toda moral.

Una «moral religiosa» privada de racionalidad, no es ni «religiosa» ni «moral». Es sencillamente una contradicción ética y moral. Una acción humana privada de racionalidad es un constructo ininteligible incapaz de soportar una calificación moral.

Las exigencias éticas no se imponen a la voluntad como una obligación sino en virtud del reconocimiento previo de la razón humana y, en concreto, de la conciencia personal [8].

Atribuir al creyente una adhesión irracional a los principios y normas que le presenta su moral «religiosa» es una afirmación gratuita contraria al respeto a la dignidad de la persona humana y a las notas de inteligencia, razón y libertad que, en cuanto constitutivas de su obrar, han de presidir la adhesión del creyente a la moral religiosa. Decir lo contrario equivaldría a afirmar que el creyente se ve obligado para ser creyente a renunciar a su condición de persona, de agente racional, libre y razonable.

La contraposición entre ética «laica», propia de una sociedad secularizada, fundada en la «racionalidad ética», y «ética religiosa», inspirada en la confesionalidad, privada de justificación racional por cuanto hace de las personas «creyentes» y de las valoraciones «dogmas», carece de mínima base racional.

8.         Lo que a mi juicio subyace en esta peculiar forma de entender la «ética civil» es la profunda crisis que la racionalidad humana directiva de la praxis individual, social y política viene sufriendo en nuestros días.

La fragmentación de que vienen siendo objeto en un amplio sector de la literatura ética contemporánea los conceptos constitutivos de la verdad de la acción humana –en su estructura y en su contenido– es una muestra inequívoca de esta crisis.

Y tiene su expresión más nítida en esta proliferación de éticas «adjetivadas» dialécticamente contrapuestas entre sí: «ética privada / ética pública», «ética civil / ética religiosa», «ética material, de bienes y virtudes / ética formal y de normas», «ética de mínimos / ética de máximos».

Ciertamente la acción humana, cuya verdad y sentido moral específico se propone la ética esclarecer, fundamentar y justificar racionalmente, presenta múltiples aspectos. En la configuración inteligible del obrar humano entran aspectos materiales y formales, substantivos y procedimentales, así como los conceptos de bien, norma y virtud.

Es obvia, por otra parte, la pluralidad de ámbitos en que el agente humano desarrolla su obrar y cuya autonomía específica dentro del obrar humano habrá de ser cuidadosamente respetada.

Pero esta pluralidad de aspectos y ámbitos del obrar humano no justifica la «pluralidad de éticas» en las que la atención prestada al adjetivo se hace en detrimento, si no ya en olvido, de la «substantividad» de la ética: es decir, de la respuesta que ante todo la ética en cuanto tal ha de dar a esta verdad del obrar moral, en cuanto que radical obrar humano.

II.         Prospectiva

Frente a esta proliferación de éticas «adjetivadas» urge recuperar la unidad de la ética, de la ética sin adjetivos, que tiene como tarea la de dar cuenta y razón de la condición intrínsecamente moral de la acción humana y de su especificidad moral positiva o negativa.

Y ello requiere recuperar el nexo perdido entre ser, verdad y bien; entre verdad y libertad; entre bien, norma y virtud, en cuanto elementos constitutivos y mutuamente solidarios de la inteligibilidad de la acción humana en su estructura y contenido, frente a la atomización y dispersión de que son objeto en estas «éticas adjetivadas».

Una tarea semejante va más allá ciertamente del ámbito estricto de la ética.

Porque la crisis generalizada de la ética –tan reiteradamente denunciada en nuestros días– por la que atraviesa la cultura actual, es, antes que una crisis ética, simple corolario de la crisis del saber sobre el hombre: una crisis gnoseológica y antropológica.

El contenido genérico y específico de la moralidad del obrar humano es relativo a la verdad y al bien de la persona humana. Es por relación a esta verdad integral del ser y del obrar de la persona humana, y a las exigencias objetivas que de esta verdad dimanan, por lo que se determina de modo inmediato el comportamiento humano moralmente positivo o negativo.

El conocimiento de esta verdad y de estas exigencias objetivas es accesible a la razón de todo ser humano, y es la que debe inspirar ese diálogo, tan necesario y urgente entre todos los que compartimos la condición humana, en la tarea de elaborar una ética válida para todos las personas humanas –por el simple hecho de serlo–, en orden a configurar y consolidar una convivencia social y política respetuosa tanto de la verdad como de la libertad de quienes la integran.

Es esta verdad la que permite establecer los principios que deben presidir el obrar humano, individual y social.

La tarea más urgente que la cultura actual tiene ante sí es la de abrirse a la sabiduría: a la verdad integral del ser y del obrar humano, mediante la recuperación y fortalecimiento del poder de la inteligencia humana frente al escepticismo, «el cansancio de la razón», la «razón perezosa» que tanto se hace sentir en nuestro tiempo.

Desde esta libre apertura de la inteligencia y de la voluntad del hombre a la verdad, la belleza, y al bien que lo constituyen y perfeccionan, estará éste en condiciones de dar sentido a los contenidos morales inmediatos de su obrar, como de abrirse racional y libremente a Dios, fundamento último y garante absoluto de la verdad, libertad y bien que deben informar una auténtica convivencia social y política. Una sociedad auténticamente humana en la que los ciudadanos puedan desarrollar libremente, sin antagonismos innecesarios, su quehacer privado o público, civil o religioso.

Desde esta potenciación del dinamismo natural de la inteligencia y de la voluntad humanas hacia la verdad, la belleza y el bien, racional y libremente reconocidos y aceptados, tanto la llamada ética civil como la religiosa alcanzarán su interna dimensión moral: una expresión racional y razonable del obrar del agente racional y libre que es toda persona humana.

El debate civil, político y jurídico entre «ética» y «religión» tal como viene siendo planteado en nuestros días es una muestra fehaciente de que aun queda mucho camino por recorrer para el logro de esa vigorización de una auténtica sociedad civil a la que ciertamente, en nombre de la verdad y libertad que constituyen y perfeccionan la dignidad real del ser humano, debemos aspirar todas las personas-ciudadanos, por el simple hecho de serlo.

La consecución de este objetivo es uno de los retos prioritarios que el pensamiento humano tiene ante sí en los albores del siglo XXI.

Modesto Santos, en dadun.unav.edu/

Notas:

1   Cfr. Juan Pablo II, Veritatis Splendor, nº 31.

2   Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 17, a. 1, ad 2.

Cruz, A., “¿Es posible la política del reconocimiento? “Una respuesta desde el republicanismo”, ponencia pronunciada en el Simposio Internacional de Filosofía y Ciencias Sociales, Universidad de Navarra, Pamplona, 8-10 de noviembre de 1996.

4   Cfr. J. Pablo II, CA, n. 46a.

5   J. Pablo II, Evangelium vitae, AAS 86 (1994) nº 69, 70.

6   Ibidem, nº 71.

7   C. E. Española, Moral y sociedad democrática, (1996), nº 26.

8   Cfr. Juan Pablo II, Veritatis Splendor, AAS 85 (1993), 1133-1228, nº 36.

 

 

Fin de Roe vs. Wade

Escrito por Mario Arroyo.

Lo que más necesita la Iglesia, para ser de verdad “luz de las naciones”, es que haya muchos laicos competentes y coherentes con su fe. 

El fin de Roe vs. Wade es el resultado, en gran medida, de un puñado de católicos competentes y coherentes: Samuel Anthony Alito, Brett Kavanaugh, Amy Coney Barrett, Clarence Thomas, y John Roberts quienes, basados en un profundo conocimiento jurídico, pudieron mostrar los vicios de fondo de la sentencia que ha enviado a la tumba a millones de niños norteamericanos. Sencillamente reconocen que eso –el aborto- no está en la constitución y le devuelven a cada estado en derecho de legislar al respecto. Se calcula que 26 de los 50 estados de la Unión Americana prohibirán el aborto o le pondrán severos candados a su práctica. Sin lugar a dudas una victoria histórica del movimiento pro-vida.

Mucho se ha escrito con ocasión de la histórica sentencia Dobbs vs. Jackson Women´s Health Organization, aquí sólo quisiera poner el lente de aumento en el hecho de que la mayoría de los jueces que aprobaron la sentencia son católicos –sólo había uno protestante Neil Gorsuch- y, a diferencia de los otros “católicos prominentes norteamericanos” (Nancy Pelosi, Melinda Ann French y Joe Biden), ellos sí son coherentes con sus principios religiosos.

Ahora bien, no se piense que impusieron su sentencia por sus principios religiosos, obviamente en la motivación de la sentencia no se enuncian ningún género de argumentación religiosa. Todo es puramente jurídico; no están imponiendo su particular visión del mundo “católica”, sino que están enmendando un abuso jurídico de casi 50 años, basado en un falso testimonio. Como es sabido Norma McCorvey escribió su libro “I´m Roe” (Yo soy Roe) contando como mintió en el famoso juicio de 1971, cuya sentencia se emitió el 22 de enero de 1973, y cómo fue utilizada por los grupos pro-aborto de aquella época. Lo importante es señalar que la argumentación de la sentencia es puramente jurídica; están defendiendo la Constitución Norteamericana y la autodeterminación del pueblo estadounidense en este importante extremo.

En síntesis, no basta ser católico coherente, sino que es necesario ser competente, capaz. Esos cinco jueces católicos de la Suprema Corte de Justicia Estadounidense no llegaron ahí por ser católicos, sino por ser peritos en derecho. Y como tales, quisieron remediar el barbarismo jurídico que suponía Roe vs. Wade, y lo consiguieron. Es decir, lo que más necesita la Iglesia, para ser de verdad “luz de las naciones”, es que haya muchos laicos como ellos: competentes y coherentes con su fe.

La verdad estábamos cansados de tantos católicos incoherentes que han llegado a los puestos de influencia más importantes del mundo: Joe Biden, presidente de los Estados Unidos, acérrimo defensor del aborto, lo mismo que Nancy Pelosi, Presidenta de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. Es devastador el efecto negativo que puede tener para la sociedad la difusión de este tipo de catolicismo light, sin fuerza frente a las modas ideológicas del momento. Y es impresionante, el caso contrario, lo que pueden hacer un pequeño grupo de católicos bien formados, consistentes con su fe, en las mismas posiciones neurálgicas de la sociedad.

¿Qué corolario podemos sacar de tan feliz noticia? Primero, no caer en fáciles triunfalismos. Es una gran noticia, pero no podemos olvidar que hoy por hoy, los Estados Unidos difunden a nivel mundial el aborto como política pública. No podemos olvidar que los jueces cambian, y si hoy hay mayoría republicana, mañana puede ser demócrata, es decir, en política nunca una victoria es definitiva. Pero claro que podemos alegrarnos con este paso histórico, que se antojaba imposible, sobre todo porque el aborto parece avanzar impunemente en nuestro mundo, siendo esta la primera vez que retrocede en forma consistente.

Pero, sobre todo, podemos sacar un corolario personal: tener ilusión profesional, deseos de ser los mejores en nuestro campo de trabajo, para, desde ahí, servir al Reino de Cristo. En síntesis, formarnos muy bien tanto en el ámbito profesional como en el religioso, con la idea de hacer un mundo más acorde con el Corazón de Cristo, más respetuoso de la dignidad humana, más humano por más cristiano.

 

Robert Sarah – «La vida, si no es espiritual, no es realmente humana»

 

Occidente no puede mantenerse en pie porque ya no sabe arrodillarse

Inquieto por la despreocupación que la modernidad muestra por las almas, el cardenal Robert Sarah acaba de publicar un Catecismo de la vida espiritual sobre el cual le ha entrevistado Charlotte d’Ornellas en Valeurs Actuelles:

 

Usted ha escrito un nuevo libro que lleva el título de Catecismo. No de la Iglesia, sino de nuestra vida espiritual… ¿Por qué ha sentido la necesidad de escribir sobre este tema?

-La vida espiritual es lo más íntimo, lo más precioso que tenemos. Sin ella, somos animales infelices. Quería subrayar este punto: la espiritualidad no es un conjunto de teorías intelectuales sobre el mundo. La espiritualidad es una vida, la vida de nuestra alma.

»Llevo años viajando por el mundo, conociendo a gente de todas las culturas y condiciones sociales. Pero puedo afirmar una constante: la vida, si no es espiritual, no es realmente humana. Se convierte en una triste y agónica espera de la muerte o en una huida hacia el consumo materialista. ¿Sabía que durante el confinamiento, una de las palabras más buscadas en Google fue la palabra “oración”?

»Nos hemos ocupado de la economía, de los salarios, de la sanidad, ¡esto está bien! Pero ¿quién se ha ocupado de su alma?

»Quería responder a esta expectativa inscrita en el corazón de todos. Por eso he elegido este título, Catecismo de la vida espiritual. Un catecismo es una colección de verdades fundamentales. Tiene una finalidad práctica: ser un punto de referencia incuestionable más allá del flujo de opiniones. Como cardenal de la Iglesia católica, he querido dar a todos un punto de referencia para los fundamentos de la vida del alma, de la relación del hombre con Dios.

 

Usted ya había escrito un libro sobre La fuerza del silencio. En este libro, usted sigue insistiendo mucho en la necesidad vital de encontrar el silencio. ¿Qué podemos encontrar tan importante en el silencio?

-Permítame que le dé la vuelta a la pregunta: ¿qué podemos encontrar sin el silencio? El ruido está en todas partes. No solo en las bulliciosas ciudades envueltas por el estruendo de los motores; incluso en el campo es raro no ser perseguido por un fondo musical intrusivo. Incluso la soledad está colonizada por las vibraciones del teléfono móvil.

»Por consiguiente, sin el silencio, todo lo que hacemos es superficial. Porque en el silencio podemos volver a lo más profundo de nosotros mismos. La experiencia puede ser aterradora. Algunas personas ya no pueden soportar este momento de verdad en el que lo que somos ya no está enmascarado por ningún disfraz.

En el silencio, ya no hay forma de escapar a la verdad del corazón. Entonces se revela nuestro interior: la culpa, el miedo, la insatisfacción, los sentimientos de carencia y el vacío. Pero este pasaje es necesario para escuchar a Aquel que habla a nuestro corazón: Dios. Él es “más íntimo a mí mismo que yo”, dice San Agustín.

»Se revela dentro del alma. Es ahí donde comienza la vida espiritual, en esa escucha y diálogo con el otro, el Totalmente Otro, en lo más profundo de mí. Sin esta experiencia fundacional del silencio y de Dios que habita en el silencio, nos quedamos en la superficie de nuestro ser, de nuestra persona.

¡Qué pérdida de tiempo! Cuando me encuentro con un monje o una monja ancianos, desgastados por años de silencio diario, me sorprende ver la profundidad y la radiante estabilidad de su humanidad. El hombre solo es verdaderamente él mismo cuando ha encontrado a Dios, no como una idea, sino como la fuente de su propia vida. El silencio es el primer paso en esta vida verdaderamente humana, en esta vida del hombre con Dios.

 

El cardenal Sarah insiste en la necesidad del silencio y del espíritu de adoración para facilitar el encuentro con Dios. Foto: captura diócesis de Nancy y Toul.

Entendemos que encontrar el silencio es bastante original para nuestro tiempos. Es más, usted nos recuerda que debemos obligarnos a encontrarlo… en una época de comodidad, bienestar y rechazo casi sistemático del esfuerzo. ¿Es necesario romper con los tiempos para ser un buen cristiano?

-Tiene usted razón al señalar esto. ¡No animo a ir con el viento! Una ambición de hoja muerta, como dijo Gustave Thibon. Vivir, vivir plenamente, requiere un compromiso, un esfuerzo y a veces una ruptura con la ideología del momento. En un mundo donde el materialismo consumista dicta el comportamiento, la vida espiritual nos compromete a una forma de disidencia. No se trata de una actitud política, sino de una resistencia interior a los dictados de la cultura mediática.

»No, la comodidad, el poder y el dinero no son los fines últimos. Nada bello se construye sin esfuerzo. Esto es cierto en todas las vidas humanas. Es aún más cierto en el plano espiritual. El Evangelio no nos promete una “superación personal sin esfuerzo” como muchas de las pseudoespiritualidades baratas que abarrotan las estanterías de las librerías.

Nos promete la salvación, la vida con Dios. Vivir la vida misma de Dios implica una ruptura con el mundo. Esto es lo que el Evangelio llama conversión. Es un giro de todo nuestro ser. Una inversión de nuestras prioridades y nuestras urgencias. Significa a veces ir a contracorriente. Pero cuando todo el mundo corre hacia la muerte y la nada, ¡ir a contracorriente es ir hacia la vida!

 

El mundo ve a la Iglesia como una institución milenaria, pero a menudo plagada de los mismos males que el resto de la sociedad. El tema de la pedofilia es un ejemplo… ¿Cómo deben entender los cristianos (y quizás explicar) lo que es la Iglesia en sus vidas?

-La Iglesia está formada por hombres y mujeres que tienen las mismas faltas, los mismos defectos, los mismos pecados que sus contemporáneos. Pero estos pecados, cuando son cometidos por hombres de la Iglesia, escandalizan profundamente a creyentes y no creyentes. Todo el mundo sabe intuitivamente que la Iglesia nos da los medios de la santidad, todo el mundo sabe que el fruto más hermoso de la Iglesia son los santos. San Juan Pablo IISanta Madre TeresaSan Carlos de Foucauld son el verdadero rostro de la Iglesia.

»Sin embargo, la Iglesia es también una madre que carga con los hijos recalcitrantes que somos. Nadie sobra en la Iglesia de Dios: los pecadores, los que flaquean en su fe, los que se quedan en el umbral sin querer entrar en la nave. Todos son hijos de la Iglesia. La Iglesia es nuestra madre porque puede darnos sus dos tesoros.

Ella puede alimentarnos con la doctrina de la fe que recibió de Jesús y que transmite de siglo en siglo. Ella puede curarnos a través de los sacramentos que nos transmiten la vida espiritual, la vida con Dios, lo que se llama la gracia.

»La Iglesia es, pues, una madre para nosotros porque nos da la vida. A menudo nuestra madre nos molesta porque nos dice lo que no queremos oír. Pero en el fondo la queremos con gratitud. Sin ella, sabemos que no seríamos nada. Lo mismo ocurre con la Iglesia, nuestra madre. Sus palabras son a veces difíciles de escuchar. Pero seguimos volviendo a ella, porque solo ella puede darnos la vida que viene de Dios.

»La Iglesia es el rostro humano de Dios. Es veraz, justa y misericordiosa, pero a menudo desfigurada por los pecados de los hombres que la componen.

 

Los que no se declaran católicos aman a la Iglesia cuando se transforma en una ONG global, a la escucha de los más pobres, de las minorías, de los perseguidos, de los diferentes… Y es una tentación que a veces parece impulsarla. ¿En qué es más que una súper ONG con sucursales en todos los países del mundo?

-Los que no se identifican como creyentes no esperan que la Iglesia sea una ONG internacional, una sucursal de la bienpensante ONU. Lo que describe usted es más bien el caso de cristianos acomplejados que quisieran ser aceptables para el mundo, populares según los criterios de la ideología dominante.

 

 

»Por el contrario, los incrédulos esperan que hablemos de fe, que hablemos claro. Esto me recuerda lo que viví en Japón cuando me encargué de llevar la ayuda humanitaria de la Santa Sede tras el tsunami. Frente a estas personas que lo habían perdido todo, comprendí que no solo debía dar dinero. Comprendí que necesitaban algo más. 

Una ternura que solo viene de Dios. Así que recé durante mucho tiempo en silencio frente al mar por todas las víctimas y los supervivientes. Unos meses después, recibí una carta de un budista japonés que me decía que cuando había decidido suicidarse por desesperación, esta oración le había devuelto el sentido de la dignidad y el valor de la vida. Había experimentado a Dios en ese momento de silencio. ¡Esto es lo que el mundo espera de la Iglesia!

 

Usted insiste mucho en la oración. ¿Cómo podemos rezar cuando tenemos la impresión de repetir lo mismo una y otra vez, de ser más o menos escuchados…? ¿Qué debemos buscar realmente en la oración?

-Esta es una cuestión fundamental. La oración no consiste en una letanía de peticiones. Y la eficacia de la oración no se mide por si se responde más o menos. De hecho, es muy sencillo. ¡Rezar es hablar con Dios! No necesitamos fórmulas extravagantes para ello, aunque a veces puedan ayudarnos. ¿Qué tenemos que decir a Dios?

En primer lugar, que lo adoramos, que reconocemos su grandeza, su belleza, su poder, tan lejos de nuestra pequeñez, de nuestro pecado, de nuestra impotencia. Adorar es la actividad más noble del hombre. Occidente ya no puede mantenerse en pie porque ya no sabe arrodillarse. No hay nada humillante en ello. Arrodillarse es ocupar un lugar ante Dios.

»Rezar es también decirle a Dios nuestro amor. Con nuestras palabras, le agradecemos su amor gratuito por nosotros, por la salvación eterna que nos ofrece. Rezar es decirle nuestra confianza, pedirle que apoye nuestra fe. Rezar es, finalmente, callar ante Él, hacerle un hueco.

»¿Me pregunta qué hay que buscar en la oración? Le respondo que no busque nada. Busque a alguien: a Dios mismo, que se revela con el rostro de Cristo.

 

Un catecismo escrito por un cardenal se dirige necesariamente a los cristianos… ¿Los que no tienen fe y que nos leen hoy también forman parte de su reflexión? ¿Los que no creen que Dios existe necesitan el mismo silencio?

-¡Por supuesto! Me dirijo a todos. El silencio no está reservado a los monjes, ni a los cristianos. El silencio es un signo de humanidad. Me gustaría invitar a todas las personas de buena voluntad, creyentes o no, a experimentar este silencio. ¡Atrévanse a parar! Atrévanse a callar. Atrévanse a dirigirse a un Dios que quizás no conozcan, en el que ni siquiera crean.

»Benedicto XVI repite a menudo una frase que leyó en Pascal, el filósofo francés: “¡Haz lo que hacen los cristianos y verás que es verdad!”. Me atrevo a decir a todos: atrévanse a experimentar la oración, aunque no crean, y verán. No se trata de revelaciones extraordinarias, visiones o éxtasis. Pero Dios habla al corazón en silencio. El que tiene el valor del silencio acaba encontrándose con Dios.

»Charles de Foucauld es el mejor ejemplo de ello. No creía, había rechazado la fe de su infancia y no llevaba una vida cristiana, por no decir otra cosa. Sin embargo, tras experimentar el silencio en el desierto, su corazón se abrió al deseo de Dios. Dejó que surgiera en su vida.

 

Usted también habla de la práctica de los sacramentos para alimentar el alma. ¿Puede explicar lo que son realmente, ya que reprocha que a veces se malinterpreta su significado?

-Los sacramentos son contactos reales con Dios a través de signos sensibles. Nuestra época tiende a reducirlas a ceremonias simbólicas, ocasiones rituales para reunirse, para tener una celebración familiar. Son mucho más profundos que eso. Mediante el signo sensible del agua derramada en la frente de un niño en el bautismo, Dios lava realmente el alma de este niño y viene a habitarla. No se trata de una metáfora poética. ¡Es una realidad! A través de los sacramentos, Dios nos toca, nos lava, nos cura, nos alimenta.

»Tal vez a veces nos sintamos un poco celosos de los apóstoles y de los que conocieron a Cristo. Lo tocaron, lo besaron, lo abrazaron. Él los bendijo, los consoló y los fortaleció. Y nosotros… tantos años nos separan de Él. Pero tenemos los sacramentos. A través de ellos, estamos físicamente en contacto con Jesús. Su gracia viene a nosotros.

No se trata de un símbolo bonito que solo es tan bueno como nuestro fervor. No. Los sacramentos son efectivos. Pero debemos dejar que produzcan su fruto en nosotros, preparando nuestras almas mediante la oración y el silencio. Entonces, de verdad, si me confieso, es el mismo Jesús quien me perdona. Si participo en la misa, estoy participando realmente en el sacrificio de la cruz. Si comulgo, es realmente Él, Cristo, Jesús, quien entra en mí para alimentarme. Los sacramentos son los pilares de la vida espiritual.

 

Los sacramentos también van acompañados de una liturgia… ¿No es necesario también un acompañamiento para que todos puedan tomar conciencia del valor real de estos signos?

-Es cierto. ¡Hay una inmensa necesidad de catecismo! Con demasiada frecuencia, las enseñanzas de los sacerdotes se desvían y se convierten en comentarios sobre la actualidad o en discursos filosóficos. Creo que la gente espera de nosotros un catecismo claro y sencillo que explique el sentido de la vida cristiana y los ritos que la acompañan.

Sería bueno que las homilías explicaran el significado de los gestos de la misa. ¡Eso sería fructífero! Pero también creo que la liturgia habla por sí misma. Habla al corazón. El canto gregoriano no necesita traducción porque evoca la grandeza y la bondad de Dios. Cuando el sacerdote se dirige a la cruz, todo el mundo entiende que nos señala la dirección de nuestra vida, la fuente de luz. La liturgia es un catecismo del corazón.

 

 

¿Sabes lo que es el Escapulario? – Nuestra Señora del Carmen – 16 julio

Devoción popular. Escapulario del Carmen

La devoción del Escapulario no debe propagarse sólo por razón de los así llamados “Privilegios”, ya que ésta sería una devoción falsa o imperfecta. La razón de los privilegios no es sino para fomentar el amor de caridad a Jesús y a María.

 

El valor principal de la devoción del Carmen no está en los prodigios a que hemos aludido ni en los privilegios que veremos, sino en su profundo valor espiritual o ascético en orden a nuestra santificación.

Es decir, el Escapulario debe ayudarnos a vivir nuestra total consagración a Jesús por María en su servicio y en su presencia, en su unión e imitación.

 

¿Sabes lo que es el Escapulario? – Nuestra Señora del Carmen

La devoción al Escapulario de unos años para acá ha decaído un tanto porque algunos, fijándose casi exclusivamente en sus privilegios, desconocen su importancia, significación y valor en la vida cristiana, de la que es su más elocuente manifestación.

De hecho la Iglesia la ha hecho suya para consagrar oficialmente a todo hombre a María desde el principio de su vida.

Aun así continúa siendo la devoción característica y propia de las familias cristianas. ¿Y por qué? Porque su poderoso valimiento llega a los momentos más difíciles de la vida, a la hora cumbre de la muerte, y, traspasando los umbrales de acá, no se da descanso hasta el mismo purgatorio, de donde saca a las almas que le fueron devotas y vistieron en vida el Santo Escapulario.

Estas son sus credenciales: “En la vida protejo, en la muerte ayudo y después de la muerte salvo”. Se halla tan extendida esta devoción entre el pueblo cristiano, que un ilustre historiador B. Zimmerman podía escribir a principios del siglo: “La Cofradía del Escapulario es la más numerosa asociación del mundo después de la Iglesia católica”.

 

 

Verdad histórica que coincide con lo que escribía en su obra póstuma María Santísima nuestro cardenal Gomá: “Nadie ignora lo extendida que está por todo el pueblo cristiano, en todas partes, y con qué profundo arraigo, la devoción a la Santísima Virgen del Carmen, de tal forma que a esta devoción podemos llamarla por antonomasia “devoción cristiana”, o mejor, “católica”.

Los más importantes y trascendentales privilegios del Santo Escapulario son éstos: Vivir la misma vida de María, vestir su mismo vestido, disfrutar de un amparo especial por estar a Ella consagrados… Por esto la devoción del Santo Escapulario del Carmen, “la primera entre las devociones marianas” la llamaba Su Santidad Pío XII el 11 de febrero de 1950; además de ser muy grata a María es sumamente ventajosa al que la practica.

Pocas devociones, de hecho, tienen prometidas tantas y tan señaladas gracias. He aquí las principales:
Morir en gracia de Dios. Es la gran promesa que ya hemos visto hizo la Santísima Virgen al entregar el Santo Escapulario a Simón Stock en 1251. Salir del purgatorio a lo más tardar el sábado después de la muerte. Así lo dijo la Santísima Virgen al papa Juan XXII, en 1322. Es el llamado privilegio sabatino.

Para hacerse acreedor a estos privilegios son necesarias algunas condiciones: Estar inscrito en la Cofradía, vestirlo noche y día, guardar castidad según su estado, rezar el oficio parvo y guardar abstinencia, aunque pueden ser conmutados por otras obras buenas y sobre todo vestir el Escapulario cual conviene viviendo la vida cristiana en toda su integridad.

El 8 de julio de 1916 Su Santidad Benedicto XV, con deseos de que se siguiese usando el Escapulario de tela, concedió quinientos días de indulgencias cuantas veces se besara. Quien viste el Escapulario del Carmen se hace acreedor de todas las indulgencias, gracias y privilegios que los Sumos Pontífices a través de los siglos han otorgado a la Orden del Carmen.

Participa asimismo de las oraciones y penitencias que se hacen en todo el Carmelo. La imposición del Santo Escapulario constituye el acto más elocuente y real de nuestra consagración a la Santísima Virgen. Por el Escapulario se vive íntima y continuamente consagrado a María tal cual nos exige nuestra condición de hijos y hermanos suyos.

Por él pertenecemos a María, ya que vestimos su mismo ropaje. Por ello debemos vivir su misma vida.
Para que los efectos de consagración duren noche y día, hoy y mañana y hasta el fin de nuestra existencia sobre la tierra, ¿puede darse un medio más apropiado y eficaz que el Santo Escapulario del Carmen?

Así lo decía Su Santidad Pío XII en el magnífico documento que sobre el Santo Escapulario regalaba al mundo el 11 de febrero de 1950:

“Todos los carmelitas, por tanto, así los que militan en los claustros de la primera y segunda Orden como los afiliados a la Tercera Orden Regular o Secular y los asociados a las Cofradías que forman, por un especial vínculo de amor, una misma familia de la Santísima Madre, reconozcan en este memorial de la Virgen un espejo de humildad y castidad;

vean en la forma sencilla de su hechura un compendio de modestia y candor; vean, sobre todo, en esta librea que visten día y noche, significada con simbolismo elocuente, la oración con la cual invocan el auxilio divino.

Reconozcan, por fin, en ella su consagración al Corazón sacratísimo de la Virgen Inmaculada, por Nos recientemente recomendada”.

 

 

El día que nuestro hijo nos dijo: «Quiero ser sacerdote»

En 2020 (últimos datos que ofrece la CEE) en España se ordenaron 125 sacerdotes. 125 historias de chicos que se entregan a Dios para siempre… y 125 familias en las que padres, madres, hermanos, amigos, son también parte del camino. ¿Cómo viven las familias la llamada de un hijo? ¿Qué temen? ¿Cómo aceptan la voluntad de Dios?

Maria José Atienza·11 de julio de 2022·Tiempo de lectura: 6 minutos

La familia Navarro Carmona el día de la ordenación de Juan Carlos

María Luisa, Manuel, María José, Antonio, Julia… son esas madres y esos padres que han visto cómo Dios se hacía cuerpo y sangre por las palabras pronunciadas por sus hijos en la Consagración de la Santa Misa. Familias normales y diversas, de zonas rurales y urbanas, con historias muy diferentes, con más o menos hijos, con mayor o menor vida eclesial… Pero unidas por la llamada a la que sus hijos han respondido y de la que ellos participan.

Unidos en el altar

Manuel y María José tienen dos hijos, uno de ellos, Antonio Jesús, es sacerdote en la diócesis de Cádiz y Ceuta. En su caso, hay una peculiaridad: Manuel es diácono permanente, comparte con su hijo parte del ministerio, algo que él vive con gran alegría.

Su historia de vocación va unida a una fecha: aquel 24 de junio en el que “después de la Eucaristía a la que asistimos toda la familia, fuimos presentados por nuestro párroco al que era nuestro obispo, Mons. Ceballos, para pedir el ingreso en el seminario para Antonio Jesús y la admisión para iniciar el camino al diaconado para mí”. 

Manuel y Antonio Jesús se encuentran como padre e hijo físicos, pero también espirituales, especialmente en aquellas celebraciones en las que el diácono permanente ayuda al sacerdote.

«El día de su Primera Misa», recuerda Manuel, “fue un momento lleno de significado y sentimientos. Como diácono, le pedí la bendición antes de leer el Evangelio, como establecen las normas litúrgicas: ‘Padre, bendígame’, a mi hijo. Un momento que nunca olvidaré y que cada vez que celebramos la Eucaristía se repite y adquiere el mismo valor”.

Cuando Dios pide el 100% de los hijos

La familia Navarro Carmona, cordobesa, tiene dos hijos, y los dos son sacerdotes diocesanos. La entrada en el seminario de Antonio, el mayor, no les pilló por sorpresa: “veíamos su proceso y le veíamos ansioso por avanzar en su camino; y eso que el camino no era fácil, diríamos que muy duro. Sin embargo, él veía la parte positiva, se reafirmaba y crecía su vocación ante los contratiempos”.

La decisión de Juan Carlos, sin embargo, costó un poco más: “pensamos que ya podía dedicarse a otra cosa. Le ofrecimos múltiples opciones. Recuerdo”, apunta su madre, Julia, “que mencionamos la vocación de un médico, curando, salvando vidas… cuando terminamos nosotros de hablar él nos dijo: ‘¿queréis que haga esa carrera? La hago. Después seguiré con la que me gusta: Yo quiero dedicarme a curar almas y salvarlas’.

Emocionados le respondimos: tu vocación es fuerte, adelante”. Su marido, Antonio, subraya que la llamada de su segundo hijo le pareció, de hecho, “demasiado para nuestra familia”. 

A pesar de todo, no se opusieron violentamente a la llamada de sus hijos: “Creemos en la libertad y el derecho de elección de la vida de los hijos. No estamos de acuerdo en ninguna imposición los padres no tenemos derecho a negar la decisión de Dios”.

Quizás por esa apuesta por la libertad y la responsabilidad personal de los jóvenes, ante la pregunta de qué decir a quienes se oponen a que sus hijos entren en el seminario, Antonio y Julia son claros: “Nuestro consejo es que escuchen a sus hijos”.

Con un prometedor futuro como arquitecto, la entrada de Antonio Jesús en el seminario vino acompañada de no pocas incomprensiones. Como recuerda su padre “en la familia hubo ciertos comentarios, nos preguntaban por qué le dejábamos estar en el seminario con lo que él valía…después siendo sacerdote, la mayor parte de la familia está feliz. En su centro de estudios, un compañero, profesor suyo, me decía que se lamentaba que lo dejásemos ir al seminario con la valía académica que tenía”.

Reacciones normales en quienes no comparten o no entienden la trascendencia de la llamada, y a los que estos padres respondían con una analogía clara: “Cuantos padres, aun estando en desacuerdo con la opción que toman sus hijos, los defienden diciendo, ‘si él es feliz, eso es lo importante’. Pues de la misma manera se puede responder: No sólo es que él es feliz, sino que, con su entrega y testimonio, puede hacer feliz a muchas personas”.

También hay incomprensiones más tiernas, recuerda el matrimonio afincado en Cádiz, como la reacción de la señora que lo cuidaba desde pequeño mientras sus padres trabajaban. Cuando le comunicó su decisión de entrar en el Seminario porque sentía la llamada, le preguntaba “Antonio, bonito mío, pero dime, ¿quién es ése que te llama?”. 

Un ejército de oraciones

En una carta dirigida a las madres de los sacerdotes cuando era Prefecto de la Congregación para el Clero, el Cardenal Mauro Picenza, señalaba que “Cada madre de un sacerdote es misteriosamente «hija de su hijo». Hacia él podrá ejercer también una nueva «maternidad», en la discreta, pero eficacísima e inestimablemente valiosa, cercanía de la oración y en la ofrenda de la propia existencia por el ministerio del hijo. Son un verdadero «ejército» que, desde la tierra eleva al Cielo oraciones y ofrendas y que, todavía más numeroso, desde el Cielo intercede para que cada gracia sea derramada sobre la vida de los sacros pastores”. Palabras que bien podrían aplicarse al grupo de madres de sacerdotes que, cada mes en Madrid, se reúnen para orar por las vocaciones sacerdotales.

Una iniciativa de Maria Luisa Bermejo, que nació a raíz de la ordenación su hijo Yago, de la Prelatura del Opus Dei. Por entonces, María Luisa entró en contacto con otras madres de sacerdotes e iniciaron un grupo de oración por las vocaciones sacerdotales: “Hablé con una amiga mía que tiene un hijo sacerdote diocesano. Juntas pensamos que podíamos hacer ‘algo más’ por los sacerdotes y surgió la idea de reunirnos algún día para rezar el Rosario por las vocaciones sacerdotales. Compartimos esta idea con algunos seminaristas diocesanos que nos pusieron en contacto con sus madres y empezó la cosa”, Cuando los encuentros se fueron llenando de nuevas incorporaciones.

“Hablamos con un sacerdote que nos sugirió reunirnos en una iglesia para poder rezar mejor. Entonces, el rector de la iglesia del Espíritu Santo de Madrid, D. Javier Cremades, nos facilitó todo lo que estaba en su mano. No sólo permitió que fuéramos una vez al mes a rezar el Rosario, sino que, además, comenzó a decirnos una Misa y a dirigirnos un rato de oración”.

Aquel pequeño grupo de madres de sacerdotes iba creciendo poco a poco: “Llegamos a ser casi 70 personas”, recuerda María Luisa, que apunta que “ahora somos algunas menos, pero continuamos con este encuentro. Cada mes viene un hijo de alguna de las a decirnos la Misa y nos dirige un rato de oración. No sólo rezamos por los sacerdotes, sino que, además, entre nosotras hemos creado una red de amistad impresionante”.

Estas madres de sacerdotes decidieron poner nombre a sus oraciones: “se nos ocurrió hacer una  especie de ‘amigo invisible de oración’”, cuenta María Luisa “en unas papeletas apuntamos el nombre de los sacerdotes y de su madre, cada una cogió una o dos papeletas – no podía ser su hijo- y se comprometía a rezar cada día por esos sacerdotes. Yo tengo dos, majísimos” concluye.

hijo sacerdote Manuel, asiste como diácono a su hijo Antonio Jesús en la Santa Misa

Estos padres y madres rezan por sus hijos, con “la gratitud de que su oración litúrgica es oración a ‘“dos voces’” como apunta Manuel, pero elevan sus oraciones también por quienes encuentran dificultades en su entorno para responder a la llamada de Dios, por su fidelidad, por su perseverancia.

Miedos y alegrías

En una sociedad en la que la figura del sacerdote se encuentra, más que nunca, en el centro de la diana, estos padres y madres comparten los miedos de quien tiene un hijo con un cargo público. Como apunta Julia “están en el candelero siempre: sus decisiones, actos y hechos son analizados con lupa” y cabe siempre el temor a una mala interpretación, o incluso a un juicio público injusto… pero “las alegrías son inmensas y a raudales ya que estos hijos se disfrutan muchísimo. Sabemos que están ahí en todo momento apoyándonos con su oración y su presencia”.

De manera muy similar se expresan Maria José y Manuel cuando apuntan que “en la sociedad actual, con sólo manifestar que eres creyente, tienes asegurada la crítica, el desprecio…. Cuanto más cuando tu hijo no solo manifiesta que es creyente, sino que con su vida y forma de vestir proclama que es sacerdote. No es extraño observar miradas y comentarios a su paso, pero también hay que decirlo, que observas que otras personas se acercan y le piden confesión, consejo, bendición…”.

Pero esa misma manifestación trae consigo muchas anécdotas de “encuentros casuales” con la Iglesia, como aquella vez que “en uno de sus viajes desde Madrid -donde estaba estudiando Teología Moral- a Cádiz, el tren se paró en medio del campo y algunos pasajeros acudían a él pidiendo “padre, rece usted para que salgamos de esta situación”.

 

              

Cerebro y alma.

 

¿Es lo mismo alma que cerebro? ¿Es el alma una emergencia del cerebro? ¿Existe realmente el alma o es una entelequia? Si existe, ¿es mortal o inmortal? ¿Desaparece con la falta de funcionamiento del cerebro? ¿Qué ocurre en el sueño, en la anestesia profunda, en el coma, en las enfermedades mentales? ¿Tienen alma los animales y las plantas? ¿Tendrá alma un ordenador del futuro, de la máxima potencia?

 

El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Por tanto, es libre e inmortal como El, inmortalidad que comienza con la fecundación, en la que se instaura una vida individual. Y es en ese instante cuando Dios insufla el aliento vital, tal como se describe en las Escrituras con la creación del primer hombre; realidad atemporal, como todo lo que hace referencia al Ser Supremo. Por eso, lo que se describe en el Génesis es algo a-histórico, actual, permanente, sin tiempo. El hombre está hecho de barro y aliento.

Puede definirse el alma como el aliento vital, el “soplo” que anima al cuerpo.

Para Aristóteles y para los tomistas y neotomistas, el hombre es una unidad hilemórfica de materia y forma. En cambio, Descartes separa radicalmente la res cogitans de la res extensa. Las definiciones del ser humano van desde las pesimistas, considerándole como un mero animal o una mera máquina, o bien una pasión inútil, como decía Sartre, o bien, un ser sin libertad, corrompido en su naturaleza. Hasta definiciones optimistas: para Zubiri, el hombre es el animal  de realidades, es decir, que se da cuenta de la realidad tal como es. Pico della Mirandola, uno de los primeros humanistas renacentistas, definía al hombre como el animal feliz.

La visión aristotélico-tomista parece la más acorde con lo que las ciencias observan: el ser humano es un todo único; es un cuerpo espiritualizado o un alma encarnada; pero ese hombre (varón, mujer) es siempre el mismo, aunque no sea lo mismo en el curso de su vida, ya que los materiales fisicoquímicos que componen su cuerpo se van renovando.

 

Las Neurociencias demuestran que el cerebro del hombre es distinto que el de los demás animales. Es lógico que sea así, pues es necesario que el cerebro tenga características biológicas humanas. Pero las Neurociencias no pueden demostrar la existencia del alma, pues los datos que aportan estas ciencias, aunque valiosos, aproximan a la comprensión del asunto, pero no dan una solución definitiva. Por eso, hay que plantear  una argumentación filosófica, para intentar desentrañar el problema.

 

Es obvio que la estructura del cerebro humano constituye la condición necesaria para pensar y decidir; pero también es obvio que el cerebro no es el que piensa, sino que es el instrumento del que nos servimos para pensar. Es la persona la que piensa, no el cerebro.

Una de las diferencias entre el cerebro humano y el animal estriba en el gran desarrollo de la zona más anterior de los lóbulos frontales, la corteza prefrontal, grandemente implicada en los procesos de razonamiento y memoria. Zona que, como dice Fuster en su libro “Cerebro y libertad”, constituye el sustrato físico de la libertad. Esta corteza tiene mucho que ver con la toma de decisiones, con la planificación de la conducta. Esto no quiere decir que el alma tenga su exclusivo asiento en la corteza prefrontal. Funcione o no correctamente esta corteza, el alma sigue siendo el “soplo vital” del organismo y por tanto del cerebro.

Los animales se comunican, pero una diferencia, esencial, entre el hombre y el animal es el lenguaje, y especialmente el lenguaje simbólico. Para el lenguaje se constituyen áreas especializadas del cerebro: las áreas de Broca y de Wernicke, aunque también intervienen otras áreas, ampliamente distribuidas en el cerebro. Y el buen funcionamiento de la corteza prefrontal es esencial para el lenguaje humano.

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El volumen del cerebro del hombre moderno viene a ser igual que el del Neanderthal, de hace unos 400.00 años; y el tamaño del orificio para el nervio hipogloso, en la base del cráneo, nervio que impulsa la musculatura de la lengua, es igual que la del hombre primitivo, por lo que se puede deducir que el hombre prehistórico estaba capacitado para hablar; era plenamente de la especie humana. Además, el hueso hioides (situado en el cuello), que da inserción a numerosos músculos de la lengua, era prácticamente igual que en el hombre moderno.

 

Una zona muy importante para la vida es el tallo cerebral, donde se sitúan los centros cardiocirculatorios y respiratorios. Es la zona donde el torero clava la puntilla al toro, provocando rápidamente la muerte. Si el tallo cerebral funciona (es el caso, entre otros, del coma, del estado vegetativo persistente, de la anencefalia, de la intoxicación barbitúrica, etc.) ahí está presente una vida humana y por lo tanto, de la máxima calidad, totalmente respetable.

 

 José Luis Velayos

 

Educar en templanza y sobriedad

 

Escrito por J. De la Vega y J.M. Martín

Publicado: 13 Julio 2022

 

"Tened valor para educar en la austeridad -decía san Josemaría a un grupo de familias-; si no, no haréis nada". Sobre esta virtud se centra este nuevo texto editorial de la serie dedicada a la familia.

En la labor de educación, cuando los padres niegan a sus hijos algún deseo, es fácil que éstos pregunten por qué no pueden seguir la moda, o comer algo que no les gusta, o qué les impide pasar horas navegando por internet, o jugando en el ordenador. La respuesta que viene espontánea puede ser, simplemente, “porque no nos podemos permitir ese gasto” o “porque debes terminar tus tareas” o, en el mejor de los casos, “porque acabarás siendo un caprichoso”.

Son respuestas hasta cierto punto válidas, al menos para salir de un momentáneo atolladero, pero que sin pretenderlo pueden ocultar la belleza de la virtud de la templanza, haciendo que aparezca ante los hijos como una simple negación de lo que atrae.

Por el contrario, como cualquier virtud, la templanza es fundamentalmente afirmativa. Capacita a la persona para hacerse dueña de sí misma, pone orden en la sensibilidad y la afectividad, en los gustos y deseos, en las tendencias más íntimas del yo: en definitiva, nos procura el equilibrio en el uso de los bienes materiales, y nos ayuda a aspirar al bien mejor [1]. De modo que, de acuerdo con Santo Tomás, la templanza podría situarse en la raíz misma de la vida sensible y espiritual [2]. No en balde, si se leen con atención las bienaventuranzas se observa que, de un modo u otro, casi todas están relacionadas con esta virtud. Sin ella no se puede ver a Dios, ni ser consolados, ni heredar la tierra y el cielo, ni soportar con paciencia la injusticia [3]: la templanza encauza las energías humanas para mover el molino de todas las virtudes.

Señorío

El cristianismo no se limita a decir que el placer es algo “permitido”. Lo considera, más bien, como algo positivamente bueno, pues Dios mismo lo ha puesto en la naturaleza de las cosas, como resultado de la satisfacción de nuestras tendencias. Pero esto es compatible con la conciencia de que el pecado original existe, y ha desordenado las pasiones. Todos comprendemos bien por qué San Pablo dice hago el mal que no quiero [4]; es como si el mal y el pecado hubiesen sido injertados en el corazón humano que, después de la caída original, se halla en la tesitura de tener que defenderse de sí mismo. Ahí se revela la función de la templanza, que protege y orienta el orden interior de las personas.

Uno de los primeros puntos de Camino puede servir para encuadrar el lugar de la templanza en la vida de las mujeres y de los hombres: Acostúmbrate a decir que no [5]. San Josemaría explicaba a su confesor el sentido de este punto, señalando quees más sencillo decir que sí: a la ambición, a los sentidos… [6]. En una tertulia, comentaba que cuando decimos que sí, todo son facilidades; pero cuando hemos de decir que no, viene la lucha, y a veces no viene la victoria en la lucha, sino la derrota. Por lo tanto, nos hemos de acostumbrar a decir que no para vencer en esa lucha. Porque de esta victoria interna sale la paz para nuestro corazón, y la paz que llevamos a nuestros hogares –cada uno, al vuestro–, y la paz que llevamos a la sociedad y al mundo entero [7].

Decir que no, en muchas ocasiones, conlleva una victoria interna que es fuente de paz. Es negarse a lo que aleja de Dios –a las ambiciones del yo, a las pasiones desordenadas–; es la vía imprescindible para afirmar la propia libertad; es un modo de colocarse en el mundo y frente al mundo.

Cuando alguien dice que sí a todos y a todo lo que le rodea o le apetece, cae en el anonimato; de alguna forma se despersonaliza; es como un muñeco movido por la voluntad de otros. Tal vez hayamos conocido a alguna persona que es así, incapaz de decir que no a los impulsos del ambiente o a los deseos de quienes le rodean. Son personas aduladoras en las que el aparente afán de servicio revela falta de carácter o, incluso, hipocresía; son personas incapaces de complicarse la vida con un “no”.

Porque quien dice que sí a todo, en el fondo, demuestra que, aparte de sí mismo, poco le importa. Quien, en cambio, sabe que guarda un tesoro en su corazón [8], lucha contra lo que se le opone. Por eso, “decir que no” a algunas cosas es, sobre todo, comprometerse con otras, situarse en el mundo, declarar ante los demás la propia escala de valores, su forma de ser y de comportarse. Supone –cuanto menos– querer forjar el carácter, comprometerse con lo que realmente se estima, y darlo a conocer con las propias acciones.

La expresión de algo o alguien “bien templado” produce una idea de solidez, de consistencia: Templanza es señorío. Señorío que se logra cuando se es consciente de queno todo lo que experimentamos en el cuerpo y en el alma ha de resolverse a rienda suelta. No todo lo que se puede hacer se debe hacer. Resulta más cómodo dejarse arrastrar por los impulsos que llaman naturales; pero al final de ese camino se encuentra la tristeza, el aislamiento en la propia miseria [9].

El hombre acaba dependiendo de las sensaciones que el ambiente despierta en él, y buscando la felicidad en sensaciones fugaces, falsas, que –precisamente por ser pasajeras– nunca satisfacen. El destemplado no puede encontrar la paz, va dando bandazos de una parte a otra, y acaba por empeñarse en una búsqueda sin fin, que se convierte en una auténtica fuga de sí mismo. Es un eterno insatisfecho, que vive como si no pudiera conformarse con su situación, como si fuera necesario buscar siempre una nueva sensación.

En pocos vicios se ve mejor que en la destemplanza la servidumbre del pecado. Como dice el Apóstol, en su desesperación se entregaron al desvarío [10]. El destemplado parece haber perdido el control de sí mismo, volcado como está en buscar sensaciones. Por el contrario, la templanza cuenta entre sus frutos con la serenidad y el reposo. No acalla ni niega los deseos y pasiones, pero hace al hombre verdaderamente dueño, señor. La paz es «tranquilidad en el orden» [11], sólo se encuentra en un corazón seguro de sí mismo, y dispuesto a darse.

Templanza y sobriedad

¿Cómo se puede enseñar la virtud de la templanza? En numerosas ocasiones, San Josemaría ha abordado la cuestión, haciendo hincapié en dos ideas fundamentales: para educar son necesarias la fortaleza y el ejemplo, y promover la libertad. Así, comentaba que los padres deben enseñar a sus hijosa vivir con sobriedad, a llevar una vida un poco espartana, es decir, cristiana. Es difícil, pero hay que ser valientes: tened valor para educar en la austeridad; si no, no haréis nada [12].

De lo dicho anteriormente, resulta que es indudable la importancia de esta virtud; pero puede parecer sorprendente que San Josemaría considere que una vida espartana sea sinónimo de algo cristiano, o al revés, que lo cristiano se explique por lo espartano. Parece que la solución de la paradoja está en relacionar la vida espartana con la importancia que tiene la valentía –parte de la virtud de la fortaleza– para educar la templanza.

Además, aquí se han de distinguir dos sentidos de valentía: en primer lugar, es preciso ser valiente para asumir personalmente ese modo de vida espartano –es decir, cristiano–. Nadie da lo que no tiene, y más si se considera que para enseñar la virtud de la templanza es capital el ejemplo y la experiencia propia. Precisamente por tratarse de una virtud cuyas acciones se dirigen al desprendimiento, resulta fundamental que los educandos vean ante sí sus efectos.

Si quienes son sobrios transmiten alegría y paz de ánimo, los hijos tendrán un incentivo para imitar a sus padres. El modo más sencillo y natural de transmitir esta virtud es el ambiente familiar, sobre todo cuando los niños son pequeños. Si ven que los padres renuncian con elegancia a lo que a ellos les parece un capricho, o sacrifican su propio descanso por atender a la familia –por ejemplo, por ayudarles con las tareas del Colegio, o a bañar o dar de comer a los pequeños o a jugar con ellos–, asimilarán el sentido de esas acciones y las relacionarán con la atmósfera que se respira en el hogar.

En segundo lugar, también hace falta valentía para proponer la virtud de la templanza, como un estilo de vida bueno y deseable. Es cierto que cuando los padres viven de un modo sobrio, será más fácil sugerirla a través de comportamientos concretos. Pero a veces, les puede venir la duda de hasta qué punto no están interfiriendo en la legítima libertad de los hijos, o imponiéndoles, sin derecho, el propio modo de vivir. Incluso cabe que se planteen si es eficaz imponer o mandar algo que no parece que los hijos puedan o no quieran asumir. Si se les niega un antojo, ¿no permanece el deseo, máxime cuando sus amigos tienen eso? ¿No se fomenta así que se sienta “discriminado” en sus relaciones sociales? O, aún peor, ¿no es una ocasión para que se distancie de sus padres, y que sea insincero?

En el fondo, si somos realistas, nos damos cuenta de que ninguno de estos motivos es suficientemente convincente. Cuando uno se comporta con sobriedad, descubre que la templanza es un bien, y que no se trata de cargar absurdamente a los hijos con un fardo insoportable, sino de prepararles para la vida. La sobriedad no es simplemente un modelo de conducta que uno “elige” y que no se puede imponer a nadie, sino que es una virtud necesaria para poner un poco de orden en el caos que el pecado original ha introducido en la naturaleza humana.

Se trata de ser conscientes de que toda persona, por tanto, ha de luchar por adquirirla, si quiere ser dueño y señor de sí mismo. Es preciso convencerse de que no basta el buen ejemplo para educar. Hay que saber explicar, saber fomentar situaciones en las que puedan ejercer la virtud y, llegado el caso, saber oponerse –y pedir al Señor la fuerza para hacerlo– a los caprichos que el ambiente y los apetitos del niño –ciertamente naturales, pero mediados ya por una incipiente concupiscencia– reclaman.

Libertad y templanza

Por lo demás, se trata de educar en templanza y libertad al mismo tiempo: son dos ámbitos que se pueden distinguir, pero no separar; sobre todo, porque la libertad “atraviesa” todo el ser de la persona y está en la base de la educación misma. La educación se dirige a que cada cual se capacite para tomar libremente las decisiones acertadas que configurarán su vida.

No se educa con una actitud protectora en la que, de hecho, los padres acaban suplantando la voluntad del niño y controlando cada uno de sus movimientos. Ni tampoco con una acción tan excesivamente autoritaria que no deja espacio al crecimiento de la personalidad y del propio criterio. En ambos casos, el resultado final se parecerá más a un sucedáneo de nosotros mismos o a un caricatura de persona sin carácter.

Lo acertado es ir dejando que el hijo vaya tomando sus decisiones de modo acorde con su edad; y que aprenda a elegir haciéndole ver las consecuencias de sus actos, a la vez que percibe el apoyo de sus padres –y de quienes intervienen en su educación– para acertar en lo que elige o, eventualmente, para rectificar una decisión errada.

Un sucedido que San Josemaría contó en diversas ocasiones sobre su infancia resulta ilustrativo: sus padres no transigían con sus caprichos; y ante una comida que no le gustaba, su madre –en vez de prepararle otra cosa– señalaba que ya comería del segundo plato… Así, hasta que un día el niño lanzó la comida contra la pared… y sus padres la dejaron manchada varios meses, de modo que tuviese bien presentes las consecuencias de su acción [13].

La actitud de los padres de San Josemaría refleja cómo se puede conjuntar el respeto por la libertad del hijo con la necesaria fortaleza para no transigir a lo que son meros caprichos. Lógicamente, el modo de afrontar cada situación será diverso. En educación, no hay recetas generales; lo que cuenta es buscar lo mejor para el educando y tener claras –por haberlas experimentado– cuáles son las cosas buenas que hay que enseñarle a querer, y cuáles son las cosas que le pueden resultar dañinas. En todo caso, conviene mantener y promover el principio del respeto a la libertad: es preferible equivocarse en algunas situaciones que imponer siempre el propio juicio; más aún si los hijos lo perciben como algo poco razonable o incluso arbitrario.

Esa pequeña anécdota del “plato roto” nos proporciona, además, la ocasión para reparar en uno de los primeros campos en los que cabe educar la virtud de la templanza: el de las comidas. Todo lo que se haga por fomentar las buenas maneras, la moderación y la sobriedad ayuda a adquirir esta virtud.

Ciertamente, cada edad presenta circunstancias específicas que hacen que la formación deba afrontarse de modos diversos. La adolescencia requerirá más la mesura en las relaciones sociales que la infancia, a la vez que permitirá racionalizar mejor los motivos que llevan a vivir de un modo u otro, pero la templanza en las comidas puede desarrollarse desde niños con relativa facilidad, dotándole de unos recursos –fortaleza en la voluntad y autodominio– que le serán de indudable utilidad cuando llegue el momento de luchar con templanza en la adolescencia.

Así, por ejemplo, preparar menús variados, saber cortar caprichos o rarezas, animar a terminar la comida que no gusta, a no dejar nada de lo que se han servido en el plato, enseñar a usar los cubiertos o a esperar que se sirvan todos antes de empezar a comer, son modos concretos de fortalecer la voluntad del niño. Además, durante la infancia, el clima familiar de sobriedad que tratan de vivir los padres –¡valientemente sobrios!– se transmite como por ósmosis, sin que se tenga que hacer nada especial.

Si la comida que sobra no se tira, sino que se utiliza para completar otros platos; si los padres no comen entre horas, o dejan que los demás repitan primero del postre que tanto éxito ha tenido, los chicos crecen considerando natural tal modo de proceder. En el momento adecuado, se darán las explicaciones del porqué se actúa así, de forma que puedan entenderlas: relacionándolo con el bien de la propia salud, o para ser generosos y demostrar el cariño que se tiene al hermano, o como un modo de ofrecer un pequeño sacrificio a Jesús… motivos que muchas veces los niños entienden mejor de lo que los adultos pensamos.

"Quien es señor de sí mismo posee maravillosas posibilidades para entregarse al servicio del prójimo y de Dios, y alcanzar así la máxima felicidad". Segundo editorial sobre cómo educar a los adolescentes en la templanza.

La adolescencia ofrece nuevas posibilidades para educar en la templanza, pues el joven tiene una mayor madurez, y esto facilita la adquisición de virtudes, que requieren interiorizar hábitos de comportamiento y motivos. Si bien el niño puede acostumbrarse a hacer cosas buenas, sólo cuando llega a una cierta madurez afectiva e intelectual puede profundizar en el sentido de las propias acciones, y valorar sus consecuencias.

En la adolescencia es importante explicar el porqué de algunos comportamientos, percibidos quizá por el joven como formalismos; o de algunos límites que conviene poner a la conducta, y que tal vez vean como meras prohibiciones. En definitiva, hemos de aprender a dar razones válidas por las que merece la pena ser templados. Por ejemplo, en la mayoría de los casos, no será argumento suficiente hablar de la necesidad de moderarse (sobre todo en el campo de las diversiones, contraponiéndolo al estudio) para lograr un futuro profesional seguro y brillante; pues, aunque se trate de un razonamiento legítimo, de suyo hace hincapié en una realidad lejana y sin interés para muchos jóvenes.

Es más eficaz mostrar cómo la virtud es atractiva ya ahora, haciendo presentes los ideales magnánimos que llenan sus corazones, los motivos que les mueven, sus grandes amores: la generosidad con los necesitados, la lealtad hacia sus amigos, etc. Nunca se debería dejar de señalar que la persona templada y sobria es quien mejor puede ayudar a los demás. Quien es señor de sí mismo posee maravillosas posibilidades para entregarse al servicio del prójimo y de Dios, y alcanzar así la máxima felicidad y paz que se puede lograr en esta tierra.

Además, la adolescencia presenta circunstancias nuevas en las que ser sobrio y templado. La curiosidad natural de quien progresivamente ha ido aprendiendo a estrenarse en la vida y a caminar por el mundo, se junta con una nueva sensación de dominio sobre el propio futuro. Aparece así un afán de probar y experimentar todo, que fácilmente se identifica con la libertad. Quieren sentirse, de algún modo, libres de coacción, de modo que comentarios o referencias a horario, orden, estudio, gastos quizá son percibidos como “injustas imposiciones”.

Por otra parte, esta visión tan generalizada en el ambiente actual está promovida y potenciada, en muchos casos, por una multitud de intereses comerciales que tratan de convertir esos afanes juveniles en un gran negocio.

Es el momento para que los padres no se dejen sobreponer por las circunstancias, piensen en positivo, busquen soluciones creativas, razonen junto a los hijos, les acompañen en la búsqueda de la verdadera libertad interior, ejerciten la paciencia, y recen por ellos.

Una clave de felicidad

Buena parte de la publicidad en las sociedades occidentales se dirige a los jóvenes, que han aumentado en los últimos años notablemente su capacidad adquisitiva. Las distintas marcas difunden sus modas proponiendo estilos de vida con los que algunos se identifican, al tiempo que otros se diferencian.

La “posesión” de objetos de una determinada marca sirve, de algún modo, como englobante social; uno es aceptado en el grupo, se siente integrado, aunque no sea tanto por lo que se es sino por lo que tiene y representa ante los demás. El consumo en los adolescentes, con frecuencia, no está determinado tanto por el deseo de tener (como en los niños), como por un modo de expresar la personalidad o de manifestar mejor su posición en el mundo, a través de los amigos.

Junto a estos motivos, la sociedad de consumo incita a que las personas no se conformen con lo que tienen, a que prueben lo último que se les ofrece. Se diría que están obligadas a cambiar de ordenador o de automóvil cada año, a adquirir el último teléfono móvil –o una determinada prenda de vestir que después casi no se usa–, a acumular, por la mera satisfacción que da poseer, música, películas, o programas informáticos del más diverso tipo. Son personas guiadas por la emoción que produce comprar, consumir; han perdido el dominio sobre sus propias pasiones.

Evidentemente, no toda la culpa es de la publicidad o del ambiente. Quizá los educadores no han sido suficientemente incisivos. Por eso, conviene que los padres, y en general quienes de un modo u otro se dedican a la formación, se pregunten con frecuencia cómo hacer mejor esta labor, que es la más importante de todas, pues de ella depende la felicidad de las generaciones futuras, y la justicia y la paz en la sociedad.

Los padres deben ser conscientes de que el tren de vida y de gastos se refleja en el clima familiar. Como en todo, se requiere ejemplaridad, de forma que los hijos perciban, desde pequeños, que vivir conforme a la propia posición social no conlleva caer en el consumismo o en el derroche. Por ejemplo, antes en algunos países se decía que “el pan es de Dios, y por eso no se tira”. Es un modo concreto de hacer entender que hay que comer con el estómago y no con los ojos, y que se debe terminar todo lo que se sirve, con agradecimiento, porque hay muchas personas que pasan necesidad; e, implícitamente, que todo lo que recibimos y poseemos –el pan nuestro de cada día– es don que hemos de utilizar y administrar como tal.

Es comprensible el afán de evitar que los hijos carezcan de lo que tienen otros, o de que dispongan de lo que a nosotros nos faltó cuando éramos pequeños; pero no es lógico darles todo. Así se fomentan las comparaciones, un deseo malo de emulación, que, si no se modera, puede degenerar en una mentalidad materialista.

La sociedad en la que vivimos está repleta de grados, de categorías y estadísticas que más o menos conscientemente nos incitan a competir. Dios nuestro Señor no hace comparaciones. Nos dice, hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo [14] ; para Él todos somos predilectos, igualmente apreciados, queridos y valorados. Quizá ésta sea una de las claves de la educación a la felicidad: darnos cuenta nosotros, y ayudar a que los hijos comprendan, que siempre hay lugar para ellos en la casa del padre, que cada uno es querido porque sí, que se trata con el mismo amor, y de modo desigual, a los hijos desiguales [15].

Por lo demás, la formación en la sobriedad no se reduce a pura negación: hay que enseñarla en positivo, haciendo entender a los hijos cómo conservar y usar mejor lo que se tiene, la ropa, los juguetes. Darles responsabilidad, de acuerdo con la edad de cada uno: el orden en la habitación, el cuidado de los hermanos más pequeños, los encargos materiales en la casa (preparar el desayuno, comprar el pan, tirar la basura, poner la mesa...). Hacerles ver, con el ejemplo, que las eventuales carencias se llevan sin lamentarse, con alegría; estimulando su generosidad con los necesitados.

San Josemaría recordaba con gozo que su padre fue siempre, incluso después del revés económico sufrido, muy limosnero. Son aspectos del día a día que crean una atmósfera familiar en la que se nota que lo verdaderamente importante son las personas.

Poseer el mundo

Tú sé sobrio en todo [16] : la breve instrucción de San Pablo a Timoteo vale en todos los tiempos y lugares. No es un criterio exclusivo para algunos llamados a una entrega particular, ni sólo algo que han de vivir los padres, pero que no se puede “imponer” a los hijos. Más bien se trata de que padres y educadores descubran y apliquen su significado a cada edad, a cada tipo de persona, y a cada circunstancia.

Requiere actuar con prudencia –poniendo los medios habituales de pensar las cosas, pedir consejo, etc.–, para saber acertar en las decisiones. Y si, a pesar de todo, las chicas o los chicos no comprendieran a la primera la conveniencia de alguna medida, y protestaran, después sabrán apreciarlo y lo agradecerán. Por eso, es necesario armarse de paciencia y fortaleza, pues en pocos terrenos como en éste es preciso ir contra corriente.

A este respecto, todos hemos de tener presente que no es criterio válido para hacer algo el hecho de que esté muy generalizado: No os amoldéis a este mundo, sino, por el contrario, transformaos con una renovación de la mente, para que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, agradable y perfecto [17] .

En este mismo sentido, conviene poner medida a lo que se da a los hijos; pues se aprende a ser sobrio sabiendo administrar lo que se tiene. Refiriéndose en concreto al dinero, San Josemaría advertía a los padres: El exceso de cariño hace que los aburgueséis bastante. Cuando no es papá, es mamá. Y cuando no, la abuelita. Y a veces, los tres, cada uno por su lado, y os guardáis el secreto. Y el chico, con los tres secretos, puede perder el alma. Poneos de acuerdo. No seáis tacaños con los hijos, pero tened en cuenta la capacidad de cada uno, la serenidad de cada uno, la posibilidad de autogobernarse: y que no tengan nunca abundancia, hasta que la ganen ellos [18] . Hay que enseñar a administrar el dinero, a comprar bien, a utilizar instrumentos –como el teléfono– cuyas facturas se pagan a final de mes, a reconocer cuándo se está gastando por el placer de gastar ...

De todas formas, el dinero es sólo un aspecto de la cuestión. Algo análogo sucede con el uso del tiempo. Una medida sobria en los espacios dedicados al entretenimiento a las aficiones o al deporte forma parte de una vida templada. La templanza en este campo permite liberar el corazón para dedicarse a cosas que nos ayudan a salir de nosotros mismos y nos permiten enriquecernos cultivando la vida de familia o las amistades. Por ejemplo, el estudio o el dedicar tiempo y dinero a los más necesitados, algo que conviene fomentar en los chicos ya desde pequeños.

Templar la curiosidad, fomentar el pudor

La templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia [19]. Con estas palabras, San Josemaría sintetiza los frutos de la templanza y los asocia a una virtud muy particular: el recato, que podríamos entender como una modalidad del pudor y de la modestia.

“Modestia” y “pudor” son partes integrantes de la virtud de la templanza [20] , pues otro de los campos de esta virtud es, precisamente, la moderación del impulso sexual. «El pudor protege el misterio de las personas y de su amor. Invita a la paciencia y a la moderación en la relación amorosa; exige que se cumplan las condiciones del don y del compromiso definitivo del hombre y de la mujer entre sí. El pudor es modestia, inspira la elección del vestido. Mantiene el silencio o la reserva donde se adivina el riesgo de una curiosidad malsana; se convierte en discreción» [21] .

Sin duda, si el adolescente ha ido formando su voluntad durante la infancia, cuando llega el momento, posee ese natural recato que facilita encuadrar la sexualidad de un modo verdaderamente humano. Pero resulta importante que el padre –con los hijos– y la madre –con las hijas– hayan sabido ganarse su confianza, para explicarles la belleza del amor humano cuando puedan comprenderlo.

Como aconsejaba San Josemaría, el papá tiene que hacerse amigo de los hijos. No tiene más remedio que esforzarse en esto, porque llega un momento en que los niños, si papá no les ha hablado, van con curiosidad –de una parte razonable y de otra malsana– a preguntar cuáles son los orígenes de la vida. Se lo preguntan a un amigote sinvergüenza, y entonces miran con asco a sus padres.

En cambio, si tú –porque lo has seguido desde niño y ves que es el momento– le dices noblemente, después de invocar al Señor, cuál es el origen de la vida, el niño irá a abrazar a mamá porque ha sido tan buena, y a ti te dará unos besos con toda su alma y dirá: ¡qué bueno es Dios!, que se ha servido de mis padres, dejándoles una participación en su poder creador. No lo dirá así la criatura, porque no sabe; pero lo sentirá. Y pensará que vuestro amor no es una cosa torpe, sino una cosa santa [22]. Esto resultará más fácil si no eludimos las preguntas que con naturalidad van planteando los niños, y las respondemos conforme a su capacidad.

También, como sucedía cuando nos referíamos a educar la templanza en las comidas, el ejemplo resulta fundamental. No basta explicar; hay que mostrar con obras que «no conviene mirar lo que no es lícito desear» [23] , velando por que todo en el hogar posea el tono que se respiraba en la casa de Nazaret.

En este sentido, la trivialización que en muchas sociedades actuales se hace de la sexualidad, requiere prestar atención a medios como la televisión, internet, los libros o videojuegos. No se trata de fomentar una especie de “temor reverencial” hacia esas realidades, sino de aprovecharlas como oportunidades educativas, enseñando a usarlas con sentido positivo y crítico, sin miedo a desechar lo que hace daño al alma, o transmite una visión deformada de la persona. Se debe tomar nota de lo evidente: Desde el primer momento, los hijos son testigos inexorables de la vida de sus padres. No os dais cuenta, pero lo juzgan todo, y a veces os juzgan mal. De manera que las cosas que suceden en el hogar influyen para bien o para mal en vuestras criaturas [24] .

Si los hijos ven a sus padres cambiar de canal de televisión cuando aparece una noticia escabrosa, un anuncio de bajo tono o una escena inconveniente en una película. Si aprecian que se informan sobre los contenidos morales de un espectáculo o un libro antes de verlo o leerlo, se les está transmitiendo el valor de la pureza. Si se dan cuenta, cuando van por la calle, que sus padres –o educadores– no prestan atención a determinadas publicidades –o incluso les enseñan a no curiosear y a desagraviar–, los hijos asimilan que la pureza del corazón es algo que vale la pena, que merece ser protegido, y que de algún modo forma parte del ambiente familiar en el que viven. «Educar en el pudor a niños y adolescentes es despertar en ellos el respeto de la persona humana» [25] .

Sin embargo, velar por el ambiente no es –propiamente– educar en la templanza. Es una condición indispensable para la vida cristiana, pero la virtud no se educa sólo “evitando el mal” –aspecto inseparable de la vida de la gracia en general–, sino moderando los placeres, que en principio son en sí mismos buenos. Por eso, aún más importante es enseñar a usar las cosas y los instrumentos que se tienen a disposición, por muy buenos que sean sus contenidos.

Es evidente que ver indiscriminadamente la televisión, aunque sea en familia, acaba por disolver el ambiente del hogar. Peor aún cuando cada habitación tiene su propio aparato, y cada uno “se encierra” para ver sus programas favoritos. Algo análogo podría decirse del uso indiscriminado (a veces, compulsivo) de teléfonos celulares u ordenadores.

Como en todo, un empleo sobrio de estos instrumentos por parte de padres y educadores enseña a los chicos a hacer lo mismo. Con el agravante de que, en el caso de los padres, pasar horas ante el televisor “para ver qué hay”, no sólo acaba siendo un mal ejemplo, sino que redunda en una falta de atención a los hijos, que ven a sus padres más atentos –al menos, eso les parece– a unas personas extrañas que a ellos mismos.

Si la templanza es señorío, conviene recordar que ¡no hay mejor señorío que saberse en servicio: en servicio voluntario a todas las almas! –Así es como se ganan los grandes honores: los de la tierra y los del Cielo [26] .

La templanza permite emplear el corazón y las capacidades de la persona en servir al prójimo, en amar, clave única de la verdadera felicidad. San Agustín, que tuvo mucho que luchar contra los reclamos de la destemplanza, lo explicaba así: «Pongamos nuestra atención en la templanza, cuyas promesas son la pureza e incorruptibilidad del amor, que nos une a Dios. Su función es reprimir y pacificar las pasiones que ansían lo que nos desvía de las leyes de Dios y de su bondad, o lo que es lo mismo, de la bienaventuranza. Aquí, en efecto, tiene su asiento la Verdad, cuya contemplación, goce e íntima unión nos hace dichosos; por el contrario, los que de ella se apartan se ven atrapados en las redes de los mayores errores y aflicciones» [27] .

J. De la Vega y J.M. Martín, en opusdei.org/es-es/

Notas:

[1] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1809.

[2] Cfr. Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 141, aa. 4, 6, y S. Th. I, q. 76, a. 5.

[3] Cfr. Mt 5, 3-11.

[4] Rm 7, 19.

[5] San Josemaría, Camino, n. 5.

[6] San Josemaría, Autógrafo, en P. Rodríguez (ed.), Camino. Edición crítico-histórica, Rialp, Madrid 20043, p. 221.

[7] San Josemaría, Tertulia, 28-X-1972, en P. Rodríguez (ed.), Camino. Edición crítico-histórica, Rialp, Madrid 20043, p. 221.

[8] Cfr. Mt 6, 21.

[9] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 84.

[10] Ef 4, 19.

[11] San Agustín, De civitate Dei, 19, 13.

[12] San Josemaría, Tertulia en el Colegio Castelldaura (Barcelona), 28-XI-1972.

[13] Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (I), Rialp, Madrid 1997, p. 33.

[14] Lc 15, 31.

[15] San Josemaría, Surco , n. 601.

[16] 2Tm 4, 4.

[17] Rm 12, 2.

[18] San Josemaría, Tertulia en el IESE (Barcelona), 27-XI-1972. Vid. Https://www.es.josemariaescriva.info/articulo/la-educacion-de-los-hijos.

[19] San Josemaría, Amigos de Dios , n. 84.

[20] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica , n. 2521.

[21] Catecismo de la Iglesia Católica , n. 2522.

[22] San Josemaría, Tertulia en el Colegio Enxomil (Oporto), 31-X-1972.

[23] San Gregorio Magno, Moralia , 21.

[24] San Josemaría, Tertulia en Pozoalbero (Jerez de la Frontera), 12-XI-1972.

[25] Catecismo de la Iglesia Católica , n. 2524.

[26] San Josemaría, Forja , n. 1045.

[27] San Agustín, Las costumbres de la Iglesia Católica , cap. 19.

 

 

¿Democracia sin valores? Un totalitarismo evidente

 

Con la dictadura que hoy sufren tantos países del viejo Continente, pretenden poner una mordaza al ciudadano y conseguir así callar también la boca a los cristianos. La verdad y la libertad no se pueden encerrar porque trasciende el mundo material, el único que conocen algunos gobiernos. Desean, como en el holocausto judío, poner un brazalete de ciudadano de segunda categoría al católico y encerrarlo en un gueto. El concepto de estado laico nada tiene que ver con la verdadera independencia que debe existir entre Iglesia y Estado en la que se respetan sus autónomas competencias. El viaje de su Santidad al país más demócrata ha respetado siempre estas dos esferas. Aquí todavía no sabemos amar la libertad ni descubrir la verdad.

 

“Ante el creciente laicismo, que pretende reducir la vida religiosa de los ciudadanos a la esfera privada, sin ninguna manifestación social y pública, la Iglesia sabe muy bien que el mensaje cristiano refuerza e ilumina los principios básicos de toda convivencia, como el don sagrado de la vida, la dignidad de la persona junto con la igualdad e inviolabilidad de sus derechos, el valor irrenunciable del matrimonio y de la familia, que no se puede equiparar ni confundir con otras formas de uniones humanas”[1].

No es en absoluto nociva una legítima y sana laicidad del Estado, “en virtud de la cual las realidades temporales se rigen según sus normas propias, pero sin excluir las referencias éticas que tienen su fundamento último en la religión”[2]. Cada cosa en su sitio es lo propio del orden y cuando no es así el desorden o “caos” levanta una nube de polvo que ciega, asfixia, ensucia, etc.

 

Ante la actuación del gobierno actual, y diría lo mismo si otro de distinta enseña hiciera igual: ¿tiene sentido arreglar todos los problemas a base de subvenciones, y peor todavía, indiscriminadas? ¿Es que es igual ayudar a una ONG que atiende enfermos de Parkinson que subvencionar un colectivo que prostituye a la infancia con libros que informan sobre cómo ser homosexuales? ¿O es que acaso las familias de nuestros gobernantes enseñan eso a sus hijos? Recuerdo un programa de televisión en que varios contertulios defendían briosamente la “libertad” de la prostitución como una profesión más y uno de los presente, silencioso, sólo hizo esta pregunta: ¿Qué le parece a usted si ahora cuando llegue a sus casa le dijera su hija emocionada: “papá, he decidido dejar Derecho y ser prostituta? Se quedó helado.

 

Hace varios siglos, cuando comenzó hacer estragos el racionalismo a ultranza de la Ilustración, la población –católicos o no– aunque no compartiesen la misma fe, pensaban que debían conservar los valores morales comunes, aceptando vivir como si Dios no existiese. Era como un modo de salvaguardar una ética mínima de valores para convivir pensando en otras muchas cosas de modo diverso y hasta opuesto. Hoy nos encontramos en una situación opuesta; se ha invertido la situación. Y todo porque justamente “la autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía con las exigencias superiores y complejas que derivan de una visión integral del hombre y de su destino eterno”[3]. Pero la sociedad se ha empobrecido al hilo de la corrupción y ya no resultan evidentes los valores morales. No son evidentes porque si se pierde el sentido de Dios se pierde el sentido del pecado, situación en la que estamos. ¿Cómo salvaguardar los valores que hagan posible una convivencia sin desmanes: abortos, eutanasia, comercio de los cuerpos, corrupción, rapiña y todo ese espectro de desmanes que asolan al país? Actuando al revés que antes, no como si Dios no existiera sino: piensa por un momento que Dios existe, ¿cómo lo ves? “Y, a mi parecer –dice Benedicto XVI– este sería un primer paso para acercarse a la fe. En muchos contactos veo que, gracias a Dios, aumenta el diálogo al menos con parte del laicismo”[4].

 

En un Estado laico, donde la normalidad es su bandera, son los propios ciudadanos quienes al ejercitar su libertad, dan un determinado sentido religioso a la vida social.  “Un Estado democrático laico es aquel que protege la práctica de religiosa de sus ciudadanos, sin preferencias ni rechazos” [5]. Por su parte, la Iglesia entiende bien que en las sociedades modernas y democráticas, puede y debe haber plena libertad religiosa. Además, un Estado moderno ha de servir y proteger la libertad de los ciudadanos y también la práctica religiosa que ellos elijan, sin ningún tipo de restricción o coacción. No se trata de un derecho de la Iglesia como institución, se trata de un derecho de cada persona, de cada pueblo y de cada nación.

 

En la encíclica Centesimus annus Juan Pablo II advertía que “una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia”, puesto que, sin una verdad última que guíe y oriente la acción política, “las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder”. En el Discurso al Cuerpo Diplomático, el 12 de mayo de 2005 el Papa expuso con claridad que “la Iglesia proclama y defiende sin cesar los derechos fundamentales, por desgracia violados aún en diferentes partes de la tierra, y se esfuerza por lograr que se reconozcan los derechos de toda persona humana a la vida desde su concepción, a la alimentación, a una casa, al trabajo, a la asistencia sanitaria, a la protección de la familia y a la promoción del desarrollo social, en el pleno respeto de la dignidad del hombre y de la mujer, creados a imagen de Dios”.

Asustan los gobernantes, que habiendo recibido el encargo de proteger y difundir estos mismos derechos, los ignoran y no sólo no se esfuerzan por superar las dificultades que supone superarlas sino que añaden con su ideología más escollos en contra de la dignidad de las personas que forman su nación.

Pedro Beteta

Doctor en Teología y escritor

 


[1] Benedicto XVI, Alocución, 23-IX-2005

[2] Benedicto XVI, Discurso al Presidente de Italia, 24-VI-2005

[3] Ibídem.

[4] Discurso a los sacerdotes de la diócesis de Aosta, 25-VII-2005.

[5] Alocución, 23-IX-2005

 

 

‘Mis hijos ya ven pornografía en internet’. ¿Y entonces?

Por Diego Santos / ElTiempo.com - 06.07.2022


foto: freepik

Hace unos años, la periodista y columnista Paola Ochoa comentaba en Blu Radio que le preocupaba la pornografía que estaban consumiendo los adolescentes en internet.

Si mal no recuerdo, mencionó a sus hijos, pero no estoy seguro. País de mojigatos como somos, la válida preocupación terminó difuminándose entre chistes. Y es una lástima, porque lo manifestado por Ochoa debería estar como prioridad en la agenda educativa de papás y colegios.

Según un estudio reciente de la Universidad de Indiana (Estados Unidos), el 80 por ciento de los adolescentes de ese país consumen pornografía por internet. Además, señalan los investigadores, muchos de esos niños ya habían consumido ese tipo de contenido antes de cumplir los 10 años. En Colombia no hay estudios al respecto, pero las cifras seguramente son altas entre quienes tienen internet.

No hace falta ser muy cuerdo, ni alarmista, para deducir que el contenido pornográfico en menores de edad puede llegar a ser muy nocivo para ellos, ya que aún se encuentran en una importante fase de desarrollo físico y mental. Estudios muestran que el cerebro de un niño, o de una niña, es más proclive a caer en una adicción de placer que un adulto, ya que la liberación de la dopamina, el neurotransmisor de sensaciones placenteras y de relajación, alcanza picos más altos entre estos.

El desmedido consumo de pornografía en un menor puede generarle un daño considerable en sus futuras relaciones de pareja; se puede generar una conducta sexual problemática, con expectativas irreales, con comportamientos violentos y agresivos e inclusive una distorsión de los roles de género y cosificación de la mujer.

Los menores adictos –señalan expertos– ven afectado su desarrollo neuropsicológico, su funcionamiento sexual, y esto puede desencadenar trastornos complejos de salud mental. ‘The Wall Street Journal’ publicó este fin de semana un detallado artículo sobre el efecto de la pornografía en el cerebro de los menores y da cuenta de cómo abordar el tema con los hijos. Y no, no es macartizándolos o prohibiéndoles la entrada a páginas que ofrecen ese material. El tema es disuadirlos, o que si lo van a hacer, lo hagan de manera responsable.

Es importante que los papás le perdamos el pudor a hablar con nuestros hijos. Para empezar, debemos saber que muy seguramente ya han visto pornografía, sobre todo los que tienen celular. Volver el asunto un tabú es una irresponsabilidad. Una vez superado ese incómodo obstáculo, y digo incómodo porque realmente lo es, no debemos avergonzarlos. En la medida en que podamos sostener discusiones adultas con ellos, captarán mejor los riesgos.

No prohibirles el consumo de porno no quiere decir que no utilicemos las herramientas que la tecnología nos ofrece para bloquearles el acceso, sobre todo entre los menores de 15. Los papás podemos instalar ‘routers’ en la casa que no permitan la entrada a páginas porno. Existen aplicaciones como Canopy o Bark, que cumplen funciones similares. En la configuración de dispositivos móviles también se pueden habilitar restricciones que solo se pueden cambiar con una contraseña.

Mientras escribo esta columna, leo en ‘El Espectador’ un especial que habla sobre el sexo en los colegios, “un tabú que plantea un reto más allá de la educación”. Conversar de sexo con nuestros hijos es precisamente eso, un tabú, y ese pudor se extrapola al colegio.

Es hora de empezar a tener debates incómodos entre nosotros. Nadie quiere que sus hijos consuman porno. Pero lo consumen. ¿Entonces qué es mejor, mirar hacia otro lado y seguir haciendo chistes para no alterar nuestra comodidad o empezar a documentarnos y a estudiar este asunto para brindarles herramientas a nuestros hijos que les permitan cuidar de manera más adecuada su desarrollo mental?

DIEGO SANTOS

 

 

Comidas familiares: ideas para conservar estos valiosos momentos y evitar que la tecnología también los invada

Por Cecilia Galatolo / FamilyandMedia - 08.11.2021


foto: freepik

Pensemos en esta escena (de la vida real) en un restaurante tipo viernes en la noche:

A la derecha un niño come pasta frente a un smartphone apoyado en la panera, a la izquierda una pareja consume su porción de pescado con la cabeza gacha, mientras que su hija adolescente come pizza y teléfono móvil todo el tiempo; detrás, tres niños están reunidos en torno a una tablet, inmersos, secuestrados, como si el mundo exterior ya no existiera; y delante está mi marido, a quien discretamente señalo lo que observo -no quiero entrometerme en la mesa de otras personas, es sólo deformación profesional, visto que trabajo en temas de comunicación y familia: "¡Por favor, prométeme que nunca terminaremos así! En la mesa se está todos juntos..."

De ahí la idea de reflexionar con ustedes sobre la importancia de la convivencia en la mesa y cómo revivirla, para evitar que las comidas se reduzcan a un mero consumo de alimentos y tecnología.

A continuación, ofrezco algunas ideas, algunos consejos prácticos para asegurar que nuestros almuerzos o cenas sigan siendo momentos preciosos, oportunidades para estar juntos.

1. Trata de apartar todo aquello que te aleja del otro

Sé que puede sonar increíble, pero parece que el ser humano es capaz de comer incluso sin tener un teléfono móvil en la mano. Piensen que podrían hacerlo incluso con el televisor apagado y alejados de una tablet. ¿No pueden creerlo? Bueno, entonces inténtenlo.

Si desde hace tiempo les sucede que, durante las comidas, cada uno se encuentra solo consigo mismo, traten de alejar cualquier aparato que pueda distraerlos de la gente que está a su lado, gente de carne y hueso. Traten de concentrarse en quién está sentado a su lado: el esposo, la esposa, el hijo o la hija. Darse cuenta de que están "juntos" es el primer paso para "estar juntos".

2. Interésate por los demás

Una vez apagados sus dispositivos electrónicos, probablemente se darán cuenta de que el mundo sigue existiendo.

Si están en la mesa con su esposo, esposa o hijos, pueden empezara hablar, a preguntar y decir entre ustedes cómo están, qué hicieron esa mañana o esa tarde, si tienen algún problema, si están contentos o preocupados por algo.

Cuente anécdotas, comparta lo que le sucede a usted con los miembros de su familia.

La hora de la mesa es una hora única del día , en la que paramos un rato a realizar nuestras actividades y nos encontramos con miembros de la familia. Usemos este tiempo libre para desconectarnos de todo y conectarnos con nuestros seres queridos. Simplemente "hablar" frente a un plato caliente es una gran manera de mantener nuestras relaciones vivas.

3. Mírense a los ojos

El afecto no sólo pasa a través de las palabras. Se comunica de muchas maneras, con gestos, con abrazos. A veces sólo tienes que mirarte a los ojos. No siempre tendremos "algo que decir" y entonces no tendremos que huir necesariamente del silencio, lo que importa es que detrás del silencio no haya indiferencia oculta. El silencio nos puede alejar, o se puede disfrutar juntos. Incluso en la mesa, no nos cansemos de mirar a los ojos de los que amamos, sencillamente para compartir el mismo momento.

4. Estimular el compartir de los niños

La vitalidad y la imaginación de los niños deberían ser consideradas "Patrimonio de la Humanidad". Una de las cosas más tristes que se pueden ver son niños aburridos, "sedados" por los dibujos animados o simplemente dejados de lado por adultos que no quieren involucrarlos, que no quieren entrar en su mundo. Deje que sus comidas sean invadidas por la vitalidad de los niños : déjelos expresarse, hacer preguntas, mostrar interés en lo que piensan. Descubrirán que una mesa donde los niños pueden hablar, contar, reír, hace que el aire sea más alegre, que los problemas sean más sostenibles y, sobre todo, que crezcan adultos empáticos, capaces de convivir seriamente con los demás.

5. Busque su propia manera de sentirse bien en la mesa

Cada familia tiene su propio "carácter", sus propias peculiaridades que la convierten en un universo único e irrepetible. Encuentren sus juegos, sus actividades relacionadas con la mesa (cocinar juntos o por turnos la comida favorita de cada uno, contar cada uno una cosa divertida que le pasó durante el día, encontrar cada uno una razón para decir "gracias" en ese día, etc.).

Lo que importa es que los momentos de las comidas reflejen el alma de tu familia . He aquí nuestro último consejo: ¡Diviértanse!

 

Al servicio de la comunicación de la fe

La historia de las relaciones entre la Iglesia, la cultura y la comunicación, en la España reciente, no se entendería sin la persona de monseñor Antonio Montero Moreno, que falleció a los 93 años, hace aproximadamente un mes, motivo suficiente para hacer un ligero recordatorio. Sacerdote y periodista de raza, obispo auxiliar de Sevilla y primer arzobispo de Mérida-Badajoz, don Antonio Montero perteneció a una generación de sacerdotes que dieron forma pública al Vaticano II en España a través de sus crónicas del Concilio y de su incansable labor de difusión de los textos conciliares. Hombre de profunda fe y de amor a la Iglesia, de sensible finura cultural, prestó también un impagabale servicio a la clarificaicón de nuestra historia con su trabajo sobre la persecución religiosa en España durante la Segunda República y la Guerra Civil. Una obra que marcó un antes y un después en la historografía sobre esa materia.

Domingo Martínez Madrid

 

Habla alto y claro

En un encuentro en el Vaticano con los miembros de la Federación de Asociaciones Familiares Católicas de Europa, el Papa les recordaba que tener hijos nunca debe considerarse una falta de responsabilidad hacia la creación o sus recursos naturales, tal y como se hace en ocasiones aplicando de forma falaz la llamada "huella ecológica"; fue muy crítico con la práctica de los vientres de alquiler, que atenta contra la dignidad de la mujer y trata a los niños como mercancía; denunció la lacra de la pornografía, tan accesible hoy para todos y en todo lugar, como un verdadero problema de salud pública; y acababa pidiendo a los Estados que apoyen y reconozcan que la familia es un bien común que debe ser recompensado.

Este, quizás para algunos, sea un Papa que no conocen demasiado porque no aparece en los medios por los que se informan, pero, como puede observarse, no es, en ningún caso, porque el Papa Francisco no hable alto, claro y de forma frecuente sobre estas cuestiones esenciales.

Jesús Martínez Madrid

 

El “estado de la nación”… ¿Y qué?

 

                                Cuando esto escribo, se está “celebrando” en España, esta especie de “discusiones bizantinas, peleas de gallos de corral, representación falsa de realidades que ni se atreven a nombrar, o menestra política de cortinas de humo, para que los que viven del dinero público, sigan viviendo a lo grande, mientras el resto, entre los que contamos usted o yo, nos han empobrecido de tal manera, nos han dejado tan indefensos de todo cuanto “tuvimos” o podríamos tener, que ya sólo nos han dejado la indiferencia total a que ha llegado el real estado de impotencia en que nos han sumido; de ahí ese ¿y qué? Que arriba figura, que sintetiza todo ello y mucho más que cualquier inteligente puede añadir, pues hay, “infinidad de tela por cortar”.

                                Puesto que la realidad la dejó señalada para la historia el insigne Gandhi antes de ser asesinado, con estas contundentes palabras: “Hay suficiente en el mundo para cubrir las necesidades de todos los hombres, pero no para satisfacer su codicia”. Añadamos hoy, el que, esa codicia, se ha condensado en unas minorías, señaladas incluso con cifras en las publicaciones que con orgullo, se publican; y por ellas se demuestra el gravísimo problema de “la nación o de todas las naciones”; o sea y más claro; que cada vez hay más ricos-ricos y paralelamente; cada vez hay más masas de pobres-pobres, o ya indigentes a los que llega a faltar, hasta, “el pan y el agua para calmar su sed o poderse mantener limpio y aseado.

                                ¡Ese es el Estado de la nación española y del resto de naciones de este perro mundo, donde la avaricia es la que gobierna y domina; y el resto, tenemos que soportarla con la indefensión notable en que lo hacemos, puesto que no quieren solucionarlo los que pueden; y los que no podemos, ni pensar ya se puede en “revoluciones”, que históricamente se ha demostrado que para lo único que han servido ha sido siempre, para; “un quítate tú que me ponga yo”, que al final haré más o menos lo que hacían los que hemos logrado derrocar, para situarnos nosotros y disfrutar con toda libertad y abusos, de, “los bienes nacionales”. Y esa es la historia, que se repite desde que se escribe y sabemos por ello, y se continua, si analizamos lo que ocurre hoy cotidianamente; todo lo demás es mentira y “cortinas de humo”  para tapar la realidad de los hechos.

                                Así es que, reuniones en “esos gallineros dicen que parlamentarios, otras de mayor rango, dicen que internacionales, partidos “a,b,c,d, etc.”; todo son discursos de “listos para tontos”, puesto que la intención de los que dicen dirigir y gobernar, es “situarse ellos mismos en el mejor de los lugares”, tratar de eternizarse en los mismos, asegurándose retiros principescos, y “a vivir que la vida son cuatro días y hay que asegurar la panza y el bolsillo”, para toda esa vida, para “los míos” y además, que luego en la historia que se escriba, cuenten, “lo bueno que yo fui y lo que dejé en mi legado”, pues ya lo afirmó Napoleón… “¡La historia la escriben los vencedores”.

                                El resto no contamos para nada; y se nos nombra, con el ya “manido, sobado y pisoteado nombre de pueblo, res pública, masa, plebe o cosas así, que sólo servimos para producir bienes; que otros son los que los van a disfrutar largamente y sin haber puesto en el trabajo, nada positivo.

                 Y no; “la cosa no viene de ahora ni de ayer”; ya hace milenios que los verdaderos sabios lo anunciaban, pero todos ellos, o fueron asesinados, u olvidadas sus enseñanzas, puesto que a los de siempre (los ambiciosos y egoístas) no les interesaban nada más, que sus mentiras y el “pan y circo” que ya perfeccionaron los romanos y que hoy, súper perfeccionado con los adelantos que posee “el poder”, se va eternizando en una, “inmensa mentira global, que en realidad acabará con lo que de civilización haya podido tener, el mono humano”.

                                Pero recordemos algo de lo que el maestro de maestros, Pitágoras ya aconsejaba a los gobernantes y dirigentes de aquellas sociedades de su tiempo: “Procurad que vuestros gobernados no sean ni ricos ni pobres; ricos, se llenarán de soberbia y pobres se envilecerán”; Ese es el sentido de la frase, de que, “en el término medio está la virtud”; y la situación social, en que “si las clases medias son muy abundantes”, las sociedades donde estas moran, serán mucho más prosperas en todos los sentidos, que si se establecen, las diferencias, hoy “abisales” en que nos han sumido, con la ayuda de una tecnología, que en realidad se ha empleado y emplea, sólo en dominar y enriquecer a esas minorías, que yo califiqué hace tiempo, en… “los asquerosamente ricos”.

 

Antonio García Fuentes

                                                       (Escritor y filósofo)                 

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