Las Noticias de hoy 4 Junio 2022

Enviado por adminideas el Sáb, 04/06/2022 - 12:27

17 ideas de Unidad de los Cristianos | citas de la biblia, palabra de vida,  frases religiosas

Ideas Claras

DE INTERES PARA HOY    sábado, 04 de junio de 2022       

Indice:

ROME REPORTS

El Papa: La cruz de Cristo sea la brújula que nos guíe hacia la plena unidad

El Video del Papa: La familia, camino de santidad en la vida cotidiana

Regina Coeli: “Jesús anuncia el don del Espíritu y luego bendice a los discípulos”

EL ESPÍRITU SANTO Y MARÍA : Francisco Fernandez Carbajal

Evangelio del sábado: acudir a Cristo, la fuente inagotable de vida

“Del cristiano se espera heroísmo” : San Josemaria

Sobre la formación profesional (v): El proyecto profesional integrado en la misión

La biografía de “un trabajador esforzado”

El Gran Desconocido

¿Reacciono con violencia? Ser constructores de paz : José Martínez Colín.

Solemnidad de Pentecostés – Venida del Espíritu Santo

Enseñanza del cristianismo y cultivo de la inteligencia : Ramiro Pellitero

Teología de la Resurrección : Edouard Pousset

Sin Dios y sin familia, destrucción y muerte : Felipe Arizmendi

El verdadero progreso : Jesús D Mez Madrid

Todos sufrimos con Ucrania : Pedro García

No existe. Punto : Jesús D Mez Madrid

El segundo país de la UE : Juan García. 

Música Andalusí y  los estruendos actuales : Antonio García Fuentes

 

ROME REPORTS

 

El Papa: La cruz de Cristo sea la brújula que nos guíe hacia la plena unidad

Don, armonía, camino y misión son los cuatro puntos cardinales señalados por Francisco en el camino hacia la unidad de los cristianos al recibir, esta mañana, a sacerdotes y monjes de las Iglesias Ortodoxas Orientales.

 

Alina Tufani Díaz - Ciudad del Vaticano

El Papa Francisco colocó “idealmente en los brazos de la cruz, altar de la unidad”, lo que él mismo calificó como los “cuatro puntos cardinales de la plena comunión” de los cristianos: don, armonía, camino, misión.  Y lo hizo al recibir, esta mañana, a una delegación de sacerdotes y monjes de las Iglesias ortodoxas orientales a quienes saludó con las palabras de San Pablo: "La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con vosotros”. Un punto de partida para abrir un discurso centrado en la esperada plena unidad.

“Queridos hermanos y hermanas, que la cruz de Cristo sea la brújula que nos guíe en nuestro camino hacia la plena unidad. Porque en ese madero es donde Cristo, nuestra paz, nos ha reconciliado, reuniéndonos a todos en un solo pueblo”, dijo el Pontífice, tras haber manifestado su deseo de poder celebrar la eucaristía “juntos el día que el Señor quiera”.

La unidad es una gracia, un regalo.

En víspera de la Solemnidad de Pentecostés, el Papa toma como hilo conductor la acción del Espíritu Santo sobre la anhelada unidad de los cristianos.  “La unidad es un don, un fuego que viene de lo alto”, asegura el Santo Padre y, por ello, no hay que cansarse de rezar, trabajar, dialogar para recibir esa gracia:

“La consecución de la unidad no es principalmente un fruto de la tierra, sino del Cielo; no es principalmente el resultado de nuestro compromiso, de nuestros esfuerzos y de nuestros acuerdos, sino de la acción del Espíritu Santo, al que debemos abrir nuestro corazón con confianza para que nos conduzca por los caminos de la plena comunión. La unidad es una gracia, un regalo”.

El Papa afrima que cuatro puntos cardinales para la unidad de los cristianos son:Don, armonía, camino y misión

La unidad es armonía

Volviendo a la celebración del Pentecostés, Francisco habló de la armonía poniendo en evidencia que la misma delegación formada por diferentes Iglesias Ortodoxas Orientales, a pesar de responder a tradiciones diferentes, se mantienen en comunión de fe y sacramentos.:  

“La unidad no es la uniformidad, ni el fruto de un compromiso o de frágiles equilibrios diplomáticos.  La unidad es la armonía en la diversidad de carismas suscitados por el Espíritu. Porque al Espíritu Santo le gusta suscitar tanto la multiplicidad como la unidad, como en Pentecostés, donde las diferentes lenguas no se redujeron a una, sino que se asimilaron en su pluralidad”.

La unidad es un viaje

El tercer punto cardinal para la unidad a decir del Papa tiene que ver con “un viaje”, pues no se trata de un plan estudiado, escrito, sin movimiento, sino un nuevo dinamismo como el que el Espíritu Santo desde Pentecostés, imparte a los discípulos”, es decir, ir paso a paso dispuestos a “acoger las alegrías y las dificultades del viaje”. Y nuevamente, el Santo Padre recuerda las palabras de San Pablo, esta vez a los Gálatas: “Estamos obligados a caminar según el Espíritu”.

También las palabras de San Ireneo, recientemente proclamado por Francisco “Doctor de la Unidad”, son ejemplo de camino y viaje pues describe la plena comunión como “una caravana de hermanos”: “Aquí, en esta caravana, crece y madura la unidad, que -al estilo de Dios- no llega como un milagro repentino y llamativo, sino en el compartir paciente y perseverante de un viaje hecho juntos”.

La unidad es para la misión

El Santo Padre enfatiza que la unidad no es un fin en sí misma, sino que está vinculada al anuncio del Evangelio y esa es su misión, el mandato de Jesús: "Que todos sean uno... para que el mundo crea". Y añadió:

“Hoy el mundo sigue esperando, incluso sin saberlo, conocer el Evangelio de la caridad, de la libertad y de la paz que estamos llamados a testimoniar unos junto a otros, no unos contra otros o alejados unos de otros”.

En este contexto, el Pontífice agradece el testimonio de las Iglesias orientales y, especialmente, de quienes “han sellado con sangre su fe en Cristo”. “Y son muchos”, comenta el Papa:

“Gracias por todas las semillas de amor y de esperanza esparcidas, en nombre del Crucificado resucitado, en diversas regiones todavía marcadas, por desgracia, por la violencia y los conflictos demasiado a menudo olvidados”, concluye Francisco, agradeciendo la visita y encomendando a todos a Dios y a la Virgen.  Y al final sugirió:

“Si les parece bien, cada uno en su idioma, podemos rezar juntos el Padre Nuestro”.

 

El Video del Papa: La familia, camino de santidad en la vida cotidiana

El Video del Papa con la intención de oración para el mes de junio, difundido hoy por la Red Mundial de Oración del Papa, está dedicado a la familia. Francisco recuerda el próximo Encuentro Mundial de las Familias y anima a las familias cristianas a expresar el amor en gestos concretos, a aprender de los errores y a encontrar la presencia de Dios en todo momento.

 

Cecilia Mutual - Vatican News

“Recemos por las familias cristianas de todo el mundo, por cada una y por todas las familias, para que, con gestos concretos, vivan la gratuidad del amor y la santidad en la vida cotidiana”: es la intención de oración que Francisco confía a toda la Iglesia Católica a través del Video del Papa para este mes junio, difundido hoy por la Red Mundial de Oración del Papa, con la colaboración del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida.

Hacia el Encuentro Mundial de las Familias

La intención de oración de junio se proyecta hacia la celebración del Encuentro Mundial de las Familias que tendrá lugar del 22 al 26 de junio en Roma, evento con el que se cierra un año dedicado a la meditación sobre la familia con motivo del 5º aniversario de la Exhortación Apostólica Amoris laetitia.

Un lugar donde se aprende a convivir

En el Video, el Pontífice explica que la “familia es el lugar donde aprendemos a convivir”, los más jóvenes y con los más mayores. “Y al estar unidos, jóvenes, ancianos, mayores, niños, al estar unidos en las diferencias, evangelizamos con nuestro ejemplo de vida”.

No existe la familia perfecta

Por supuesto, - acota el Santo Padre - no existe la familia perfecta.  Siempre hay peros”:

“Pero no pasa nada. No hay que tenerle miedo a los errores; hay que aprender de ellos para seguir adelante”

Dios acompaña a la familia

El Papa recuerda que “Dios está con nosotros: en la familia, en el barrio, en la ciudad donde habitamos”, en medio de las dificultades:

“Y él se preocupa por nosotros, permanece con nosotros en todo momento en el vaivén de la barca agitada por el mar: cuando discutimos, cuando sufrimos, cuando estamos alegres, el Señor está ahí y nos acompaña, nos ayuda, nos corrige”

La familia da sentido a la vida de las personas

El Video del Papa de junio es el segundo de una serie de tres meses alrededor del ámbito familiar, realizados por la Red Mundial de Oración del Papa con la colaboración del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida. En el mes de mayo Francisco dedicó su intención de oración a los jóvenes mientras en julio, el Papa rezará por los ancianos.

La familia sigue siendo la principal fuente de sentido para la vida de muchas personas. Así resulta de la encuesta realizada por el Pew Research Center en 2021, en la que respondiendo a qué da significado a la propia existencia, los encuestados mencionaron la familia en primera posición, por delante de la carrera profesional, el bienestar material o la salud.

Perspectivas y retos de las familias

En la familia, momentos ordinarios se vuelven extraordinarios

“No existen las familias perfectas, nos recuerda Amoris laetitia, y no debemos tener miedo de las dificultades. Todas las familias tienen inquietudes, sufrimientos, pero también gozos y esperanzas” afirma por su parte el Cardenal Kevin Farrell, Prefecto del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida. “Las relaciones de amor entre esposos, padres, hijos y abuelos – añade – es lo que les convierte en caminos de santidad, hechos de simples gestos cotidianos, que con poco hacen extraordinarios los momentos ordinarios”.

Encontrar personas diferentes es una riqueza, no una amenaza

A propósito de esta intención, el P. Frédéric Fornos S.J., Director Internacional de la Red Mundial de Oración del Papa, comentó: “Francisco nos recuerda que la familia es el lugar donde aprendemos a convivir con la diferencia, con los más jóvenes y con los más mayores. Encontrar personas diferentes es una riqueza, no una amenaza. En el mundo de hoy parece que la diferencia genera confrontación cuando tendría que abrir caminos nuevos. La familia es el lugar para aprender a amar, a convivir en la diferencia, aprendiendo de los errores, conscientes que el Señor está presente, ayuda y acompaña. Esta experiencia de la presencia de Dios nace de la oración, por eso es importante rezar por esta intención de oración del Papa”.

El amor en el centro de la familia

El Video del Papa

El Video del Papa es una iniciativa oficial de alcance global que tiene como objetivo difundir las intenciones de oración mensuales del Santo Padre. Es desarrollada por la Red Mundial de Oración del Papa (Apostolado de la Oración). Desde el año 2016 El Video del Papa lleva más de 176 millones de visualizaciones en todas las redes sociales vaticanas, es traducido a más de 23 lenguas y tiene una cobertura de prensa en 114 países.

 

Regina Coeli: “Jesús anuncia el don del Espíritu y luego bendice a los discípulos”

Palabras del Santo Padre antes del Regina Coeli

 

Regina Coeli 29 mayo 2022 © Vatican Media

“Jesús antes de subir al cielo, primero anuncia el don del Espíritu y luego bendice a los discípulos”, dice el Papa Francisco en el Regina Coeli de este domingo, 29 de mayo de 2022.

“En el Evangelio de la Liturgia de hoy, según Lucas narra la última aparición del Resucitado a los discípulos La vida terrenal de Jesús culmina precisamente con la Ascensión. ¿Cómo debemos entenderlo? Para responder a esta pregunta, detengámonos en dos acciones que Jesús realiza antes de subir al cielo: primero anuncia el don del Espíritu y luego bendice a los discípulos”, explica el Santo Padre.

“Jesús no abandona a los discípulos. Sube al cielo, pero no nos deja solos. Por el contrario, precisamente al ascender al Padre asegura la efusión de su Espíritu”. añade el Papa. Cristo asegura: ‘Voy al Padre, y serán revestidos de un poder de lo alto: les enviaré mi propio Espíritu, y con su poder continuarán mi obra en el mundo’”. “Por eso, al subir al cielo, Jesús, en lugar de permanecer cerca de unos pocos con su cuerpo, se hace cercano a todos con su Espíritu”.

A continuación, siguen las palabras del Papa al introducir la oración mariana, ofrecidas por la Oficina de Prensa de la Santa Sede:

***

Palabras del Papa

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy en Italia y en muchos países celebramos la Ascensión del Señor, es decir, su regreso al Padre. En la Liturgia, el Evangelio según Lucas narra la última aparición del Resucitado a los discípulos (cf. Luc.24,46-53). La vida terrenal de Jesús culmina precisamente con la Ascensión, que también profesamos en el Credo: “Ha subido al cielo, está sentado a la derecha del Padre”. ¿Qué significa este acontecimiento? ¿Cómo debemos entenderlo? Para responder a esta pregunta, detengámonos en dos acciones que Jesús realiza antes de subir al cielo: primero anuncia el don del Espíritu y luego bendice a los discípulos.

En primer lugar, Jesús dice a sus amigos: “Les envío al que mi Padre ha prometido” (v. 49). Está hablando del Espíritu Santo, el Consolador, el que los acompañará, los guiará, los apoyará en su misión, los defenderá en las batallas espirituales. Entonces comprendemos algo importante: Jesús no abandona a los discípulos. Sube al cielo, pero no nos deja solos. Por el contrario, precisamente al ascender al Padre asegura la efusión de su Espíritu. En otra ocasión había dicho: “Les conviene que me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes” (Jn 16,7). El amor de Jesús por nosotros también se puede ver en esto: la suya es una presencia que no quiere restringir nuestra libertad. Al contrario, nos hace un espacio, porque el verdadero amor siempre genera una cercanía que no aplasta, no es posesivo, es cercano, pero no posesivo. Sino el verdadero amor nos hace protagonistas. Por eso, Cristo asegura: “Voy al Padre, y serán revestidos de un poder de lo alto: les enviaré mi propio Espíritu, y con su poder continuarán mi obra en el mundo” (cf. Lc 24,49). Por eso, al subir al cielo, Jesús, en lugar de permanecer cerca de unos pocos con su cuerpo, se hace cercano a todos con su Espíritu. El Espíritu Santo hace presente a Jesús en nosotros, más allá de las barreras del tiempo y del espacio, para que seamos sus testigos en el mundo.

Inmediatamente después -es la segunda acción- Cristo levanta las manos y bendice a los apóstoles (cf. v. 50). Es un gesto sacerdotal. Dios, desde los tiempos de Aarón, había confiado a los sacerdotes la tarea de bendecir al pueblo (cf. Nm 6,26). El Evangelio quiere decirnos que Jesús es el gran sacerdote de nuestra vida. Jesús sube al Padre para interceder por nosotros, para presentarle nuestra humanidad.

Así, ante los ojos del Padre, están y estarán siempre, con la humanidad de Jesús, nuestras vidas, nuestras esperanzas, nuestras heridas. Así, al hacer su “éxodo” al Cielo, Cristo “nos abre camino”, va a preparar un lugar para nosotros y, desde ahora, intercede por nosotros, para que siempre estemos acompañados y bendecidos por el Padre.

Hermanos y hermanas, pensemos hoy en el don del Espíritu que hemos recibido de Jesús para ser testigos del Evangelio. Preguntémonos si realmente lo somos; y también si somos capaces de amar a los demás, dejándolos libres y dejándoles espacio. Y luego: ¿sabemos hacernos intercesores por los demás, es decir, sabemos rezar por ellos y bendecir sus vidas? ¿O servimos a los demás por nuestros propios intereses? Aprendamos esto: la oración de intercesión, intercediendo por las esperanzas y los sufrimientos del mundo, por la paz. Y bendigamos con la mirada y palabras a quienes encontramos cada día.

Ahora recemos a la Virgen, la bendita entre las mujeres, que, llena del Espíritu Santo, siempre reza e intercede por nosotros.

 

EL ESPÍRITU SANTO Y MARÍA

— Esperar la llegada del Paráclito junto a la Virgen Santísima.

— El Espíritu Santo en la vida de María.

— La Virgen María, «corazón de la Iglesia naciente», colabora activamente en la acción del Espíritu Santo en las almas.

I. Mientras dura la espera de la venida del Espíritu Santo prometido, todos perseveraban unánimemente en la oración juntamente con las mujeres y con María, la Madre de Jesús...1. Todos están en un mismo lugar, en el Cenáculo, animados de un mismo amor y de una sola esperanza. En el centro de ellos se encuentra la Madre de Dios. La tradición, al meditar esta escena, ha visto la maternidad espiritual de María sobre toda la Iglesia. «La era de la Iglesia empezó con la “venida”, es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre del Señor»2.

Nuestra Señora vive como un segundo Adviento, una espera, que prepara la comunicación plena del Espíritu Santo y de sus dones a la naciente Iglesia. Este Adviento es a la vez muy semejante y muy diferente al primero, el que preparó el nacimiento de Jesús. Muy parecido porque en ambos se da la oración, el recogimiento, la fe en la promesa, el deseo ardiente de que esta se realice. María, llevando a Jesús oculto en su seno, permanecía en el silencio de su contemplación. Ahora, Nuestra Señora vive profundamente unida a su Hijo glorificado3.

Esta segunda espera es muy diferente a la primera. En el primer Adviento, la Virgen es la única que vive la promesa realizada en su seno; aquí, aguarda en compañía de los Apóstoles y de las santas mujeres. Es esta una espera compartida, la de la Iglesia que está a punto de manifestarse públicamente alrededor de nuestra Señora: «María, que concibió a Cristo por obra del Espíritu Santo, el amor de Dios vivo, preside el nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés, cuando el mismo Espíritu Santo desciende sobre los discípulos y vivifica en la unidad y en la caridad el Cuerpo místico de los cristianos»4.

El propósito de nuestra oración de hoy, víspera de la gran solemnidad de Pentecostés, es esperar la llegada del Paráclito muy unidos a nuestra Madre, «que implora con sus oraciones el don del Espíritu Santo, que en la Anunciación ya la había cubierto a Ella con su sombra»5, convirtiéndola en el nuevo Tabernáculo de Dios. Antes, en los comienzos de la Redención, nos dio a su Hijo; ahora, «por medio de sus eficacísimas súplicas, consiguió que el Espíritu del divino Redentor, otorgado ya en la Cruz, se comunicara con sus prodigiosos dones a la Iglesia, recién nacida el día de Pentecostés»6.

«Quien nos transmite ese dato es San Lucas, el evangelista que ha narrado con más extensión la infancia de Jesús. Parece como si quisiera darnos a entender que, así como María tuvo un papel de primer plano en la Encarnación del Verbo, de una manera análoga estuvo presente también en los orígenes de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo»7.

Para estar bien dispuestos a una mayor intimidad con el Paráclito, para ser más dóciles a sus inspiraciones, el camino es Nuestra Señora. Los Apóstoles lo entendieron así; por eso los vemos junto a María en el Cenáculo.

Examinemos cómo es nuestro trato habitual con Nuestra Señora; concretemos para el día de hoy algún propósito: cuidemos mejor el rezo del Santo Rosario, contemplando sus misterios; ofrezcámosle alguna pequeña mortificación distinta a las que acostumbramos durante la semana; cuidemos mejor el saludarla a través de sus imágenes, que encontraremos en la calle, en la habitación...

II. La Virgen Santísima recibió el Espíritu Santo con una plenitud única el día de Pentecostés, porque su corazón era el más puro, el más desprendido, el que de modo incomparable amaba más a la Trinidad Beatísima. El Paráclito descendió sobre el alma de la Virgen y la inundó de una manera nueva. Es el «dulce Huésped» del alma de María. Nuestro Señor había prometido al que ame a Dios: Vendremos sobre él y en él haremos nuestra morada8. Esta promesa se realiza, ante todo, en Nuestra Señora.

Ella, «la obra maestra de Dios»9, había sido preparada con inmensos cuidados por el Espíritu Santo para ser tabernáculo vivo del Hijo de Dios. Por eso el Ángel la saluda: Salve, llena de gracia10. Y ya poseída por el Espíritu Santo y llena de su gracia, recibió todavía una nueva y singular plenitud de ella: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra11. «Redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a Él con un vínculo estrecho e indisoluble, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo y, por eso, Hija predilecta del Padre y Sagrario del Espíritu Santo; con el don de una gracia tan extraordinaria que aventaja con creces a todas las criaturas, celestiales y terrenas»12.

Durante su vida, Nuestra Señora fue creciendo en amor a Dios Padre, a Dios Hijo (su Hijo Jesús), a Dios Espíritu Santo. Ella correspondió a todas las inspiraciones y mociones del Paráclito, y cada vez que era dócil a estas inspiraciones recibía nuevas gracias. En ningún momento opuso la más pequeña resistencia, nunca negó nada a Dios; el crecimiento en las virtudes sobrenaturales y humanas (que estaban bajo una especial influencia de la gracia) fue continuo.

Los que son movidos por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios13. Ninguna criatura se dejó llevar y guiar por el Espíritu Santo como nuestra Madre Santa María: ninguna vivió la filiación divina como Ella.

El Espíritu Santo, que ha habitado en María desde el misterio de su Concepción Inmaculada, en el día de Pentecostés vino a fijar en Ella su morada, de una manera nueva. Todas las promesas que Jesús había realizado acerca del Paráclito se cumplen plenamente en el alma de la Virgen: Él os recordará todas las cosas14Él os guiará a la verdad completa15.

La Virgen es la Criatura más amada de Dios. Pues si a nosotros, a pesar de tantas ofensas, nos recibe como el padre al hijo pródigo; si a nosotros, siendo pecadores, nos ama con amor infinito y nos llena de bienes cada vez que correspondemos a sus gracias, «si procede así con el que le ha ofendido, ¿qué hará para honrar a su Madre, inmaculada, Virgo fidelis, Virgen Santísima, siempre fiel?

»Si el amor de Dios se muestra tan grande cuando la cabida del corazón humano –traidor, con frecuencia– es tan poca, ¿qué será en el Corazón de María, que nunca puso el más mínimo obstáculo a la Voluntad de Dios?»16.

III. Todo cuanto se ha hecho en la Iglesia desde su nacimiento hasta nuestros días, es obra del Espíritu Santo: la evangelización del mundo, las conversiones, la fortaleza de los mártires, la santidad de sus miembros... «Lo que el alma es al cuerpo del hombre –enseña San Agustín–, eso es el Espíritu Santo en el Cuerpo de Jesucristo que es la Iglesia. El Espíritu Santo hace en la Iglesia lo que el alma hace en los miembros de un cuerpo»17, le da vida, la desarrolla, es su principio de unidad... Por Él vivimos la vida misma de Cristo Nuestro Señor en unión con Santa María, con todos los ángeles y los santos del Cielo, con quienes se preparan en el Purgatorio y los que peregrinan aún en la tierra.

El Espíritu Santo es también el santificador de nuestra alma. Todas las obras buenas, las inspiraciones y deseos que nos impulsan a ser mejores, las ayudas necesarias para llevarlas a cabo... Todo es obra del Paráclito. «Este divino Maestro pone su escuela en el interior de las almas que se lo piden y ardientemente desean tenerle por Maestro»18. «Su actuación en el alma es suave, su experiencia es agradable y placentera, y su yugo es levísimo. Su venida va precedida de los rayos brillantes de su luz y de su ciencia. Viene con la verdad del genuino protector; pues viene a salvar, a curar, a enseñar, a aconsejar, a fortalecer, a consolar, a iluminar, en primer lugar la mente del que lo recibe y después, por las obras de este, la mente de los demás»19.

Y del mismo modo que el que se hallaba en tinieblas, al salir el sol, recibe su luz en los ojos del cuerpo y contempla con toda claridad lo que antes no veía, así también al que es hallado digno del don del Espíritu Santo se le ilumina el alma y, levantado por encima de su razón natural, ve lo que antes ignoraba.

Después de Pentecostés la Virgen es «como el corazón de la Iglesia naciente»20. El Espíritu Santo, que la había preparado para ser Madre de Dios, ahora, en Pentecostés, la dispone para ser Madre de la Iglesia y de cada uno de nosotros.

El Espíritu Santo no cesa de actuar en la Iglesia, haciendo surgir por todas partes nuevos deseos de santidad, nuevos hijos y a la vez mejores hijos de Dios, que tienen en Jesucristo el Modelo acabado, pues es el primogénito de muchos hermanos. Nuestra Señora, colaborando activamente con el Espíritu Santo en las almas, ejerce su maternidad sobre todos sus hijos. Por eso es proclamada con el título de Madre de la Iglesia, «es decir, Madre de todo el Pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los Pastores, que la llaman Madre amorosa, y queremos –proclamaba Pablo VI– que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título»21.

Santa María, Madre de la Iglesia, ruega por nosotros y ayúdanos a preparar la venida del Paráclito a nuestras almas.

1 Hech 1, 14. — 2 Juan Pablo II, Enc. Dominum et vivificantem, 18-V-1986, 25. — 3 Cfr. M. D. Philippe, Misterio de María, Rialp, Madrid 1986, pp. 348-349. — 4 Pablo VI, Discurso, 25-X-1969. — 5 Conc. Vat. II, Const. Lumen Gentium, 59. — 6 Pío XII, Enc. Mystici Corporis, 29-VI-1943. — 7 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 141. — 8 Jn 14, 23. — 9 Cfr. San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 292. — 10 Lc 1, 28. — 11 Lc 1, 35. — 12 Conc. Vat. II, loc. cit., 53. — 13 Rom 8, 14. — 14 Cfr. Jn 14, 26. — 15 Cfr. Jn 16, 13. — 16 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 178. — 17 San Agustín, Sermón 267. — 18 Francisca Javiera del Valle, Decenario al Espíritu Santo, de la consideración para el día 4º. — 19 San Cirilo de Jerusalén, Catequesis 16, sobre el Espíritu Santo, 1.  20 R. Garrigou-Lagrange, La Madre del Salvador, Rialp, Madrid 1976, p. 144. — 21 Pablo VI, Discurso al Concilio, 2-lX-1964.

 

Evangelio del sábado: acudir a Cristo, la fuente inagotable de vida

Comentario del sábado de la 7.ª semana de Pascua. “Hay además otras muchas cosas que hizo Jesús”. Profundizar en la persona de Jesucristo hasta dejarle que se convierta en el centro de nuestra vida es una tarea gozosa de todo cristiano.

04/06/2022

Evangelio (Jn 21,20-25)

En aquel tiempo, volviéndose Pedro vio que le seguía aquel discípulo a quién Jesús amaba, que además durante la cena se había recostado en su pecho y le había dicho: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?». Viéndole Pedro, dice a Jesús: «Señor, y éste, ¿qué?». Jesús le respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme». Corrió, pues, entre los hermanos la voz de que este discípulo no moriría. Pero Jesús no había dicho a Pedro: «No morirá», sino: «Si quiero que se quede hasta que yo venga».

Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero. Hay además otras muchas cosas que hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni todo el mundo bastaría para contener los libros que se escribieran.


Comentario

Después de considerar ayer la figura de san Pedro y cómo el Señor le confirmó en la misión de apacentar sus ovejas (cfr. Jn 21,17), en continuidad con este mismo pasaje, la Iglesia nos invita a considerar hoy los últimos versículos del Evangelio de san Juan.

Y es que, ante la pregunta de san Pedro sobre qué será de Juan, Jesús le responde de un modo un tanto enigmático (vv. 21-22). Será el propio discípulo y evangelista quién aportará más luz a esas palabras del Señor, explicando su sentido (v. 23).

Sin embargo, hoy ponemos el foco en los dos últimos versículos del evangelio: en cómo se acude al testimonio de su propio autor, "el discípulo al que Jesús amaba (v.20), como garantía de que lo escrito en el evangelio es verdad.

San Juan escribió su evangelio, inspirado por el Espíritu Santo, para fortalecer nuestra fe en Jesucristo, en lo que hizo y en lo que nos enseñó.

Precisamente, esta profundización en la Persona de Jesucristo, hasta dejarle ser el centro de nuestra vida, es a la que nos invitaba Mons. Fernando Ocáriz en su primera carta pastoral[1], tras ser elegido prelado del Opus Dei. Este trato cada vez más profundo con Jesucristo siempre constituirá una fuente inagotable para la vida interior de las personas de todos los tiempos.

Así lo expresaba el beato Pablo VI: «cuando comienza uno a interesarse por Jesucristo ya no le puede dejar. Siempre queda algo que saber, algo que decir; queda lo más importante. San Juan Evangelista termina su Evangelio precisamente así (Jn 21,25). Es tan grande la riqueza de las cosas que se refieren a Cristo, tanta la profundidad que hemos de explorar y tratar de comprender (…), tanta la luz, la fuerza, la alegría, el anhelo que de Él brotan, tan reales son la experiencia y la vida que de Él nos viene, que parece inconveniente, anticientífico, irreverente, dar por terminada la reflexión que su venida al mundo, su presencia en la historia, en la cultura, y en la hipótesis, por no decir la realidad de su relación vital con nuestra propia conciencia, exigen honestamente de nosotros»[2].


[1] Cfr. F. Ocáriz, Carta pastoral 14-II-2017, n. 8.

[2] Beato Pablo VI, Audiencia general, 20-II-1974

 

“Del cristiano se espera heroísmo”

¡Cuántos que se dejarían enclavar en una cruz, ante la mirada atónita de millares de espectadores, no saben sufrir cristianamente los alfilerazos de cada día! –Piensa, entonces, qué es lo más heroico (Camino, 204).

4 de junio

Hoy, como ayer, del cristiano se espera heroísmo. Heroísmo en grandes contiendas, si es preciso. Heroísmo ‑y será lo normal‑ en las pequeñas pendencias de cada jornada. Cuando se pelea de continuo, con Amor y de este modo que parece insignificante, el Señor está siempre al lado de sus hijos, como pastor amoroso: Yo mismo apacentaré mis ovejas. Yo mismo las llevaré a la majada. Buscaré la oveja perdida, traerá la extraviada, vendaré a la que esté herida, curaré a las enfermas... Habitarán en su tierra en seguridad, y sabrán que yo soy Yavé, cuando rompa las coyundas de su yugo y las arranque de las manos de los que las esclavizaron.

Acudo a su misericordia, a su compasión, para que no mire nuestros pecados, sino los méritos de Cristo y los de su Santa Madre, que es también Madre nuestra, los del Patriarca San José que le hizo de Padre, los de los Santos.

El cristiano puede vivir con la seguridad de que, si desea luchar, Dios le cogerá de su mano derecha, como se lee en la Misa de esta fiesta. Jesús, que entra en Jerusalén cabalgando un pobre borrico, Rey de paz, es el que dijo: el reino de los cielos se alcanza a viva fuerza, y los que la hacen son los que lo arrebatan. Esa fuerza no se manifiesta en violencia contra los demás: es fortaleza para combatir las propias debilidades y miserias, valentía para no enmascarar las infidelidades personales, audacia para confesar la fe también cuando el ambiente es contrario. (Es Cristo que pasa, 82)

 

 

Sobre la formación profesional (v): El proyecto profesional integrado en la misión

En el recorrido profesional, la formación nos ayuda a mantener el foco en la meta sobrenatural, a integrar los distintos aspectos de la vida sin que el eje profesional sea el único y a vivir abiertos a cambiar si está en juego un bien mayor.

04/06/2022

La vida de todo ser humano, incluida la vida profesional, es un camino, hecho de etapas, encrucijadas, curvas, subidas y bajadas, metas, victorias y frustraciones. También la vida de Cristo fue un caminar: pasó por las etapas de crecimiento de la infancia a la madurez, recorrió físicamente Tierra Santa, y desde el momento de su Encarnación en Nazaret empezó un largo camino de subida a Jerusalén para la Pascua.

En nuestro día a día, Jesús camina a nuestro lado de forma misteriosa, como lo hizo con los discípulos de Emaús[1].Nos acompaña en nuestro trabajo e intentamos descubrirlo en las personas con quienes nos relacionamos por nuestra profesión. La formación espiritual, doctrinal, humana, apostólica y profesional que recibimos nos ayuda a mantener vivo este deseo de encuentro con Él, y a realizarlo. Y cuando laboralmente no sabemos por dónde seguir o qué decisión tomar, nos vemos como Tomás apelando a Cristo: “«Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» Le dice Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»”[2].

Las encrucijadas profesionales

Recorrer el camino de la propia existencia como cristianos significa saber que lo que integra todas nuestras elecciones, nuestras rutas y nuestros proyectos es la meta: participar de la intimidad divina y acompañar a otros a que la descubran, y “el camino justo es Jesús”[3], explica el papa Francisco. Él nos llama, guía, sostiene y acompaña a través de la aparente dispersión de nuestras actividades y responsabilidades diarias.

A pesar del deseo de vivir con fidelidad nuestra llamada a santificar las realidades terrenas, no siempre tenemos una visión clara de cuál es la decisión profesional que mejor lo facilita, especialmente cuando afecta a otros aspectos igualmente importantes en nuestra vida. ¿Conviene aceptar un traslado a otro país, o es perjudicial para mis hijos? ¿Conviene empezar un negocio juntos marido y mujer, o será negativo para nuestra relación? ¿Conviene seguir estudiando para tener más opciones laborales, o es mejor casarnos jóvenes? ¿Conviene reducir mi jornada de trabajo o trasladarme de ciudad por una necesidad apostólica, o en este momento puedo poner en riesgo mi futuro profesional? ¿Conviene que acepte este nuevo puesto de trabajo, que permite un radio de acción más amplio, o en el fondo me mueve una ambición vanidosa o el deseo de evadirme de otras responsabilidades? Y en cada pregunta late un “Señor, ¿qué quieres de mí? ¿Cuál es el camino mejor? ¿Cómo integro mejor matrimonio y trabajo, paternidad y trabajo, apostolado y trabajo, disponibilidad y trabajo...? ¿Dónde me esperas?”.

La respuesta concreta dependerá de las circunstancias, pero siempre hay algunos principios claros que iluminan la elección: la prioridad de las personas sobre las cosas, de la realidad sobre la idea, del conjunto sobre la parte, del bien espiritual sobre el material. Dialogar con los afectados y aconsejarnos con quien conoce la situación familiar, el entorno profesional o nuestras características personales, y quiere el bien de todas las partes, también nos puede ayudar. Y, en todo caso, volver los ojos a Jesús, “el camino justo”, en la oración, pues “en ese silencio es posible discernir, a la luz del Espíritu, los caminos de santidad que el Señor nos propone”[4].

Un camino en compañía

En el camino profesional nunca andamos solos. Siempre lo recorremos con quien tenemos relaciones y vínculos: la familia, los amigos, los colegas. Especialmente caminamos junto a aquellos con quienes hemos comprometido nuestro futuro: el esposo o esposa, los hijos y, en quienes tienen vocación al Opus Dei, las otras personas de esa familia que es la Obra y aquellos a quienes se orienta su acción evangelizadora. Ellos han pasado a ser parte de la propia identidad y de la propia misión.

“Cualquier persona que trabaja y tiene familia ha de esforzarse en equilibrar esas dos esferas, tanto hombres como mujeres, y contar con la ayuda de Dios para santificar sus circunstancias ordinarias”[5]. En algunas profesiones, la presencia en el hogar es quizá más inestable –pensemos en un camionero, una azafata de vuelo o un pescador de altura- y hace falta un compromiso especialmente creativo y compartido.

Otras veces en el camino es preciso ralentizar el paso o recalcular el recorrido, cuando lo necesitan quienes nos acompañan. Quizás suponga una renuncia dolorosa. La sabiduría popular ya señala que quien camina solo llega antes, pero quien camina acompañado llega más lejos. En el contexto actual, en el que la proyección profesional parece en ocasiones la única brújula para orientarse, el único eje alrededor del cual tomar decisiones, para rehacer cuando sea necesario el mapa de la propia existencia necesitamos actualizar con frecuencia el sentido de la misión, recordar el valor de los vínculos, poner el corazón en los otros tesoros vitales que tenemos, arriesgar confiando en Dios y en los demás y no solamente en la seguridad de tener todo bajo control. “Todo puede ser aceptado e integrado como parte de la propia existencia en este mundo, y se incorpora en el camino de santificación”[6], señala el papa Francisco.

En otras ocasiones, en la trayectoria profesional surgen obstáculos, o bien atajos, o posibilidades nuevas no previstas. La metáfora del trayecto, del camino, nos habla de tiempo, paciencia, esfuerzos, paradas, y recorrerlo requiere un sentido y una intencionalidad que implican la libertad personal y la iniciativa, el riesgo. Pero también es bueno recordar que Dios se hace el encontradizo, como en Emaús, a través de esas novedades, y que su providencia nos guía y sostiene.

El proyecto profesional, como el camino, es siempre un recorrido abierto, porque no es individualista, está enraizado en la realidad y se abre a las sorpresas de Dios. Todos hemos experimentado que lo que parecía una pérdida con frecuencia abre la puerta a una ganancia mayor. A la vez, es importante que nuestro proyecto sea ambicioso, porque la meta es alta: poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas[7]. Por eso mirar y escuchar a Jesús es imprescindible: quizás en algún momento nos anima a dar media vuelta y regresar, como a los dos discípulos, mientras que en otras ocasiones nos envía a remar mar adentro, como a los Apóstoles.

Levantar la mirada en el camino

Vocación y misión son inseparables en nosotros, como lo son en Jesucristo. Nuestra misión es parte de nuestra identidad y nos define. Somos para Dios y para las almas; nuestra vida es servicio. Podemos decir, como Él, “yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo”[8].

Necesitamos un corazón abierto, disponible, grande, para realizar lo que el Prelado del Opus Dei sintetiza así: “Estamos llamados a contribuir, con iniciativa y espontaneidad, a mejorar el mundo y la cultura de nuestro tiempo, de modo que se abran a los planes de Dios para la humanidad: (…) los proyectos de su corazón, que se mantienen de generación en generación”[9].San Josemaría lo explica del siguiente modo: “Que entreguemos plenamente nuestras vidas al Señor Dios Nuestro, trabajando con perfección, cada uno en su tarea profesional y en su estado, sin olvidar que debemos tener una sola aspiración, en todas nuestras obras: poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades de los hombres[10].

Esta misión impregna todos los ámbitos de la vida humana: familia, trabajo, amistades, descanso, enfermedad, etc. Y se extiende también a todos los momentos de la propia biografía y a las elecciones que se hacen. Poner a Cristo en el centro de la propia vida y de todas las actividades implica también ponerle en el centro del proyecto profesional: es la luz que permite orientarse en ese camino, hacer las elecciones adecuadas en cada momento.

Así lo explicaba Benedicto XVI en una vigilia de Pascua: “Cristo separa la luz de las tinieblas. En Él reconocemos lo verdadero y lo falso, lo que es la luminosidad y lo que es la oscuridad. Con Él surge en nosotros la luz de la verdad y empezamos a entender. Una vez, cuando Cristo vio a la gente que había venido para escucharlo y esperaba de Él una orientación, sintió lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor (cf. Mc 6, 34). Entre las corrientes contrastantes de su tiempo, no sabían dónde ir. Cuánta compasión debe sentir Cristo también en nuestro tiempo por tantas grandilocuencias, tras las cuales se esconde en realidad una gran desorientación. ¿Dónde hemos de ir? ¿Cuáles son los valores sobre los cuales regularnos? ¿Los valores en que podemos educar a los jóvenes, sin darles normas que tal vez no aguantan o exigirles algo que quizás no se les debe imponer? Él es la Luz”[11].

Integrar para avanzar

La vida profesional comporta hoy un gran dinamismo. Necesitamos detectar y comprender continuamente las necesidades del entorno, no sólo para hacer frente a las exigencias cambiantes del mundo laboral, sino también para servir mejor desde la propia profesión.

Conviene tener en cuenta que el amor, que vivifica y anima el trabajo, es también dinámico: siempre crece, se desarrolla, mejora, empuja en un movimiento ascendente a la persona misma, mucho más allá de sus conocimientos teóricos o técnicos. Ese dinamismo del amor da serenidad a la hora de afrontar desgastes y dificultades. Y ayuda a encontrar la unidad más allá de los conflictos, porque la mirada del amor es integradora y busca el bien.

Una dedicación profesional animada por la caridad no es mero curriculum. La formación que adquirimos a través de la misma experiencia profesional santificada repercute en nosotros. Nos enriquece como personas, nos hace crecer en conocimientos y capacidades, nos da experiencia de humanidad, nos habilita para ocuparnos de cosas muy distintas con flexibilidad, nos hace más reflexivos y decisivos. Y esto a su vez nos ayuda a ocuparnos mejor de la familia, nos permite ampliar el círculo de amistades, nos facilita hacer una tarea evangelizadora más profunda, nos amplía el corazón y la mirada para identificarlos con Cristo. La dedicación exigente y entusiasta a la profesión, vivida con la pasión del servicio y de la misión, no está reñida con una actitud de disponibilidad, de apertura a otras necesidades, sino que facilita que esa disponibilidad sea más completa. Como señala el Prelado del Opus Dei, la disponibilidad “se manifiesta en su plenitud cuando pensamos qué talentos hemos recibido de Dios para ponerlos a disposición de la misión apostólica; nos adelantamos, nos ofrecemos, con iniciativa. Por eso, la disponibilidad no es inmovilidad sino, al contrario, el deseo habitual de moverse al paso de Dios”[12].

La realización personal no se reduce a la realización profesional ni depende sólo de ella; la profesión (una determinada) es parte de esa realización, pero no la agota, porque tantas veces cambiamos de ocupación, de profesión. Quien estudia una formación profesional al cabo de los años quizá vuelve a la universidad; quien pierde el empleo se reorienta hacia otro sector; quien se cansa de un trabajo que se ha vuelto monótono convierte una afición en su nuevo modo de ganarse la vida; quien deja de ejercer su profesión unos años por motivos familiares o apostólicos, con el tiempo regresa desde un ángulo nuevo.

Lo que siempre está presente es el sentido profesional, la profesionalidad, en el desempeño de la tarea que nos ocupa en cada momento. Algunas características de esta actitud son, por ejemplo, “cuidado de los detalles sin perder la visión de conjunto, teniendo presente el modo en que nuestro trabajo condiciona el de los demás, cultivo de las relaciones que se entablan a propósito del trabajo, disposición y generosidad para formar a otros, que puedan progresar más allá de nosotros, contribuir a solucionar los problemas comunes, poniendo las últimas piedras”[13].

La vocación profesional, pues, se integra en un proyecto vital más amplio, en la vocación recibida de Dios por cada persona, que es luz para ver y fuerza para querer[14] ante las situaciones cotidianas. Esta luz y esta fuerza, alimentadas por la oración y la formación, nos ayudan a colocar la tarea profesional en su lugar, a discernir, desear y elegir lo mejor. Así procuramos evitar la mediocridad y el conformismo que puede generar la comodidad de un sueldo asegurado; o la excesiva dedicación que convierte el trabajo en lugar de evasión, en el que no entran las realidades del propio hogar, donde no importa alargar la hora de regresar a casa; o la reducción de la profesión a un proyecto individualista donde desarrollar la propia personalidad al margen de los demás.

Los caminos de Dios

Es común en la vida de muchas personas que, por motivos personales, familiares o sociales, se deje la propia profesión para dedicarse a otras tareas: en otras palabras, es la vida la que nos guía en la determinación de la propia profesión, y no tanto los estudios que se han realizado o la capacitación alcanzada. En estos casos la preparación profesional adquirida se pone al servicio de la nueva tarea profesional, donde se desarrolla la propia misión: como hicieron los apóstoles llamados a orillas del mar de Galilea, a quien Cristo les dice “Yo os haré pescadores de hombres”[15].

Así lo explicaba san Josemaría: “La vocación profesional es algo que se va concretando a lo largo de la vida: no pocas veces el que empezó unos estudios, descubre luego que está mejor dotado para otras tareas, y se dedica a ellas; o acaba especializándose en un campo distinto del que previó al principio; o encuentra, ya en pleno ejercicio de la profesión que eligió, un nuevo trabajo que le permite mejorar la posición social de los suyos, o contribuir más eficazmente al bien de la colectividad; o se ve obligado, por razones de salud, a cambiar de ambiente y de ocupación”[16].

No es la materialidad de lo que hacemos lo que imprime sentido y valor a nuestra labor, sino su relación con el bien humano y espiritual de la persona que trabaja y de aquellas otras con las que entretanto se relaciona[17]. Esto nos hace entender que es la caridad lo que da la medida justa del sentido y el valor de la dedicación al trabajo. “Es preciso entender y vivir la plena disponibilidad como libertad, en el sentido de no tener más atadura que el amor (es decir, no estar atados necesariamente a un trabajo, a un lugar de residencia, etc., sin dejar por eso de estar bien arraigados donde estemos). Lo que nos hace libres no son las circunstancias externas, sino el amor que llevamos en el corazón”[18].

Esa misión apostólica que el Señor nos ha confiado, de hacer divinos todos los caminos de la tierra, nos hace luz para los demás, especialmente en y desde nuestro trabajo. “Ojalá puedas reconocer cuál es esa palabra, ese mensaje de Jesús que Dios quiere decir al mundo con tu vida. Déjate transformar, déjate renovar por el Espíritu, para que eso sea posible, y así tu preciosa misión no se malogrará. El Señor la cumplirá también en medio de tus errores y malos momentos, con tal que no abandones el camino del amor y estés siempre abierto a su acción sobrenatural que purifica e ilumina”[19].


[1] Cfr. Lucas 24,13-35.

[2] Juan 14,5-6.

[3] Francisco, “Haciendo camino”, homilía en Santa Marta, 3 de mayo de 2016.

[4] Francisco,Gaudete et exsultate, n. 150.

[5] Paula Hermida, Cristianos en la sociedad del siglo XXI. Entrevista a Fernando Ocáriz, Cristiandad, Madrid 2020, pp. 47-48.

[6] Francisco,Gaudete et exultate, n. 26.

[7] Cfr. San Josemaría, Carta n. 6, n. 12c.

[8] Cfr. Juan 18,37.

[9] Fernando Ocáriz, Carta Pastoral 14 febrero 2017, n. 8.

[10] San Josemaría, Carta 15-X-1948, n. 41, en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, I, Rialp, Madrid 2010, p. 428. Cfr. Forja, n. 678.

[11] Benedicto XVI, Homilía en la Vigilia Pascual, 11-IV-2009.

[12] Fernando Ocáriz, Carta pastoral 28 octubre 2020, n. 11.

[13] Ana Marta González, “Mundo y condición humana en san Josemaría Escrivá. Claves cristianas para una filosofía de las ciencias sociales”, en Romana nº 65, julio-diciembre 2017.

[14] Cfr. Fernando Ocáriz, Carta 28 octubre 2020, n. 2.

[15] Marcos 1,17.

[16] Cfr. san Josemaría, Carta 15-X-1948, n. 33; recogido en BURKHART-LÓPEZ, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, III, Rialp, Madrid 2010, p.180.

[17] Cfr. san Josemaría, Carta 29-VII-1965, n. 13.

[18] Fernando Ocáriz, Carta pastoral 28-X-2020, n. 11.

[19] Francisco,Gaudete et exultate, n. 24.

 

La biografía de “un trabajador esforzado”

Esta semana se ha presentado la biografía de Isidoro Zorzano en la parroquia de san Alberto Magno, donde reposan sus restos. El autor, Enrique Muñiz, estuvo acompañado por el postulador de la causa de canonización, José Carlos Martín de la Hoz.

28/05/2022

Europa Press El libro 'Isidoro 100%' repasa la vida de Isidoro Zorzano, un ingeniero industrial en proceso de canonización


El libro 'Isidoro 100%' repasa la vida de Isidoro Zorzano, un ingeniero industrial nacido en Buenos Aires que formó parte del Opus Dei tras reencontrar en Madrid a su compañero de estudios en Logroño san Josemaría Escrivá, y que se encuentra en proceso de canonización.

El libro fue presentado esta semana en la parroquia de San Alberto Magno, en Vallecas, donde reposan sus restos.

Enrique Muñiz, autor de la semblanza, ha definido a Zorzano como “un trabajador esforzado y constante ante muchas dificultades, muy servicial, valiente, que vivió su vocación cristiana con radicalidad”. 

Muñiz ha destacado el trabajo evangelizador del siervo de Dios y su preocupación por los demás, a lo largo de su trabajo en Matagorda (Cádiz), en la Compañía de los Ferrocarriles Andaluces en Málaga y en la Compañía Nacional de Ferrocarriles del Oeste, en Madrid.

Obras asistenciales de Isidoro Zorzano

Entre otras obras asistenciales, dio clases a niños pobres en algunas escuelas llevadas por las religiosas Adoratrices y por el padre José Manuel Aicardo, de la Compañía de Jesús. Muñiz explica tras su investigación que “era cercano, amable, educado, superservicialsuperingeniero, sencillo, humilde, y en su enfermedad mostró el valiente heroísmo con el que vivió toda su vida”. En 1942, le diagnosticaron una linfogranulomatosis maligna.

Por su parte, el director de la oficina de las Causas de los Santos de la prelatura del Opus Dei, José Carlos Martín de la Hoz, ha destacado “su sentido de justicia y su cercanía con los obreros que trabajaban bajo su dirección”. 

Además, ha señalado que “durante la guerra civil socorrió a muchas personas no solo espiritualmente, sino también procurándoles provisiones y alimentos que conseguía con gran sacrificio, renunciando en buena parte a lo suyo”.

En 2009 sus restos fueron trasladados a la parroquia de San Alberto Magno de Madrid, donde reposan actualmente. 

El 21 de diciembre de 2016, el Papa Francisco, con el voto favorable de la Congregación de las Causas de los Santos, autorizó que se publicase el decreto por el que se declaraba "venerable" a Isidoro Zorzano.

 

El Gran Desconocido

Homilía pronunciada por el fundador del Opus Dei, el 25 de mayo de 1969, fiesta de Pentecostés. Publicada en Es Cristo que pasa.

25/05/2022

Los Hechos de los Apóstoles, al narrarnos los acontecimientos de aquel día de Pentecostés en el que el Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego sobre los discípulos de Nuestro Señor, nos hacen asistir a la gran manifestación del poder de Dios, con el que la Iglesia inició su camino entre las naciones. La victoria que Cristo –con su obediencia, con su inmolación en la Cruz y con su Resurrección– había obtenido sobre la muerte y sobre el pecado, se reveló entonces en toda su divina claridad.

Los discípulos, que ya eran testigos de la gloria del Resucitado, experimentaron en sí la fuerza del Espíritu Santo: sus inteligencias y sus corazones se abrieron a una luz nueva. Habían seguido a Cristo y acogido con fe sus enseñanzas, pero no acertaban siempre a penetrar del todo su sentido: era necesario que llegara el Espíritu de verdad, que les hiciera comprender todas las cosas (Cfr. Ioh XVI, 12–13.). Sabían que sólo en Jesús podían encontrar palabras de vida eterna, y estaban dispuestos a seguirle y a dar la vida por Él, pero eran débiles y, cuando llegó la hora de la prueba, huyeron, lo dejaron solo. El día de Pentecostés todo eso ha pasado: el Espíritu Santo, que es espíritu de fortaleza, los ha hecho firmes, seguros, audaces. La palabra de los Apóstoles resuena recia y vibrante por las calles y plazas de Jerusalén.

Los hombres y las mujeres que, venidos de las más diversas regiones, pueblan en aquellos días la ciudad, escuchan asombrados. Partos, medos y elamitas, los moradores de Mesopotamia, de Judea y de Capadocia, del Ponto y del Asia, los de Frigia, de Pamfilia y de Egipto, los de Libia, confinante con Cirene, y los que han venido de Roma, tanto judíos como prosélitos, los cretenses y los árabes, oímos hablar las maravillas de Dios en nuestras propias lenguas (Act II, 9–11.). Estos prodigios, que se obran ante sus ojos, les llevan a prestar atención a la predicación apostólica. El mismo Espíritu Santo, que actuaba en los discípulos del Señor, tocó también sus corazones y los condujo hacia la fe.

Nos cuenta San Lucas que, después de haber hablado San Pedro proclamando la Resurrección de Cristo, muchos de los que le rodeaban se acercaron preguntando: ¿qué es lo que debemos hacer, hermanos? El Apóstol les respondió: Haced penitencia, y sea bautizado cada uno de vosotros en nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Aquel día se incorporaron a la Iglesia, termina diciéndonos el texto sagrado, cerca de tres mil personas (Cfr. Act II, 37–41.).

La venida solemne del Espíritu en el día de Pentecostés no fue un suceso aislado. Apenas hay una página de los Hechos de los Apóstoles en la que no se nos hable de Él y de la acción por la que guía, dirige y anima la vida y las obras de la primitiva comunidad cristiana: Él es quien inspira la predicación de San Pedro (Cfr. Act IV, 8.), quien confirma en su fe a los discípulos (Cfr. Act IV, 31.)quien sella con su presencia la llamada dirigida a los gentiles (Cfr. Act X, 44–47.), quien envía a Saulo y a Bernabé hacia tierras lejanas para abrir nuevos caminos a la enseñanza de Jesús (Cfr. Act XIII, 2–4.). En una palabra, su presencia y su actuación lo dominan todo.

Actualidad de la Pentecostés

Esa realidad profunda que nos da a conocer el texto de la Escritura Santa, no es un recuerdo del pasado, una edad de oro de la Iglesia que quedó atrás en la historia. Es, por encima de las miserias y de los pecados de cada uno de nosotros, la realidad también de la Iglesia de hoy y de la Iglesia de todos los tiempos. Yo rogaré al Padre –anunció el Señor a sus discípulos– y os dará otro Consolador para que esté con vosotros eternamente (Ioh XIV, 16.). Jesús ha mantenido sus promesas: ha resucitado, ha subido a los cielos y, en unión con el Eterno Padre, nos envía el Espíritu Santo para que nos santifique y nos dé la vida.

La fuerza y el poder de Dios iluminan la faz de la tierra. El Espíritu Santo continúa asistiendo a la Iglesia de Cristo, para que sea –siempre y en todo– signo levantado ante las naciones, que anuncia a la humanidad la benevolencia y el amor de Dios (Cfr. Is XI, 12.). Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y nos libra de nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y de esa paz que Dios nos depara.

También nosotros, como aquellos primeros que se acercaron a San Pedro en el día de Pentecostés, hemos sido bautizados. En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo. El Señor, nos dice la Escritura Santa, nos ha salvado haciéndonos renacer por el bautismo, renovándonos por el Espíritu Santo, que Él derramó copiosamente sobre nosotros por Jesucristo Salvador nuestro, para que, justificados por la gracia, vengamos a ser herederos de la vida eterna conforme a la esperanza que tenemos (Tit III, 5–7.).

La experiencia de nuestra debilidad y de nuestros fallos, la desedificación que puede producir el espectáculo doloroso de la pequeñez o incluso de la mezquindad de algunos que se llaman cristianos, el aparente fracaso o la desorientación de algunas empresas apostólicas, todo eso –el comprobar la realidad del pecado y de las limitaciones humanas– puede sin embargo constituir una prueba para nuestra fe, y hacer que se insinúen la tentación y la duda: ¿dónde están la fuerza y el poder de Dios? Es el momento de reaccionar, de practicar de manera más pura y más recia nuestra esperanza y, por tanto, de procurar que sea más firme nuestra fidelidad.

Permitidme narrar un suceso de mi vida personal, ocurrido hace ya muchos años. Un día un amigo de buen corazón, pero que no tenía fe, me dijo, mientras señalaba un mapamundi: mire, de norte a sur, y de este o oeste. ¿Qué quieres que mire?, le pregunté. Su respuesta fue: el fracaso de Cristo. Tantos siglos, procurando meter en la vida de los hombres su doctrina, y vea los resultados. Me llené, en un primer momento, de tristeza: es un gran dolor, en efecto, considerar que son muchos los que aún no conocen al Señor y que, entre los que le conocen, son muchos también los que viven como si no lo conocieran.

Pero esa sensación duró sólo un instante, para dejar paso al amor y al agradecimiento, porque Jesús ha querido hacer a cada hombre cooperador libre de su obra redentora. No ha fracasado: su doctrina y su vida están fecundando continuamente el mundo. La redención, por Él realizada, es suficiente y sobreabundante.

Dios no quiere esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad. La salvación continúa y nosotros participamos en ella: es voluntad de Cristo que –según las palabras fuertes de San Pablo– cumplamos en nuestra carne, en nuestra vida, aquello que falta a su pasión, pro Corpore eius, quod est Ecclesia, en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia (Cfr. Col I, 24.).

Vale la pena jugarse la vida, entregarse por entero, para corresponder al amor y a la confianza que Dios deposita en nosotros. Vale la pena, ante todo, que nos decidamos a tomar en serio nuestra fe cristiana. Al recitar el Credo, profesamos creer en Dios Padre todopoderoso, en su Hijo Jesucristo que murió y fue resucitado, en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida. Confesamos que la Iglesia, una santa, católica y apostólica, es el cuerpo de Cristo, animado por el Espíritu Santo. Nos alegramos ante la remisión de los pecados, y ante la esperanza de la resurrección futura. Pero, esas verdades ¿penetran hasta lo hondo del corazón o se quedan quizá en los labios? El mensaje divino de victoria, de alegría y de paz de la Pentecostés debe ser el fundamento inquebrantable en el modo de pensar, de reaccionar y de vivir de todo cristiano.

Tratar al Espíritu Santo

Vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su medida. Una vida cristiana madura, honda y recia, es algo que no se improvisa, porque es el fruto del crecimiento en nosotros de la gracia de Dios. En los Hechos de los Apóstoles, se describe la situación de la primitiva comunidad cristiana con una frase breve, pero llena de sentido: perseveraban todos en las instrucciones de los Apóstoles, en la comunicación de la fracción del pan y en la oración (Act II, 42.).

Fue así como vivieron aquellos primeros, y como debemos vivir nosotros: la meditación de la doctrina de la fe hasta hacerla propia, el encuentro con Cristo en la Eucaristía, el diálogo personal –la oración sin anonimato– cara a cara con Dios, han de constituir como la substancia última de nuestra conducta. Si eso falta, habrá tal vez reflexión erudita, actividad más o menos intensa, devociones y prácticas. Pero no habrá auténtica existencia cristiana, porque faltará la compenetración con Cristo, la participación real y vivida en la obra divina de la salvación.

Es doctrina que se aplica a cualquier cristiano, porque todos estamos igualmente llamados a la santidad. No hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio: todos hemos recibido el mismo Bautismo y, si bien existe una amplia diversidad de carismas y de situaciones humanas, uno mismo es el Espíritu que distribuye los dones divinos, una misma la fe, una misma la esperanza, una la caridad (Cfr. 1 Cor XII, 4–6 y XIII, 1–13.).

Podemos, por tanto, tomar como dirigida a nosotros la pregunta que formula el Apóstol: ¿no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo mora en vosotros? (1 Cor III, 16.), y recibirla como una invitación a un trato más personal y directo con Dios. Por desgracia el Paráclito es, para algunos cristianos, el Gran Desconocido: un nombre que se pronuncia, pero que no es Alguno –una de las tres Personas del único Dios–, con quien se habla y de quien se vive.

Hace falta –en cambio– que lo tratemos con asidua sencillez y con confianza, como nos enseña a hacerlo la Iglesia a través de la liturgia. Entonces conoceremos más a Nuestro Señor y, al mismo tiempo, nos daremos cuenta más plena del inmenso don que supone llamarse cristianos: advertiremos toda la grandeza y toda la verdad de ese endiosamiento, de esa participación en la vida divina, a la que ya antes me refería.

Porque el Espíritu Santo no es un artista que dibuja en nosotros la divina substancia, como si Él fuera ajeno a ella, no es de esa forma como nos conduce a la semejanza divina; sino que Él mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios (S. Cirilo de Alejandría, Thesaurus de sancta et consubstantiali Trinitate, 34 (PG 75, 609).).

Para concretar, aunque sea de una manera muy general, un estilo de vida que nos impulse a tratar al Espíritu Santo –y, con Él, al Padre y al Hijo– y a tener familiaridad con el Paráclito, podemos fijarnos en tres realidades fundamentales: docilidad –repito–, vida de oración, unión con la Cruz.

Docilidad, en primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios (Rom VIII, 14.).

Si nos dejamos guiar por ese principio de vida presente en nosotros, que es el Espíritu Santo, nuestra vitalidad espiritual irá creciendo y nos abandonaremos en las manos de nuestro Padre Dios, con la misma espontaneidad y confianza con que un niño se arroja en los brazos de su padre. Si no os hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos, ha dicho el Señor (Mt XVIII, 3.). Viejo camino interior de infancia, siempre actual, que no es blandenguería, ni falta de sazón humana: es madurez sobrenatural, que nos hace profundizar en las maravillas del amor divino, reconocer nuestra pequeñez e identificar plenamente nuestra voluntad con la de Dios.

Vida de oración, en segundo lugar, porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del cristiano nacen del amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la conversación, a la amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo. ¿Quién sabe las cosas del hombre, sino solamente el espíritu del hombre, que está dentro de él? Así las cosas de Dios nadie las ha conocido sino el Espíritu de Dios (1 Cor II, 11.). Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro (Cfr. Gal IV, 6; Rom VIII, 15.).

Acostumbrémos a frecuentar al Espíritu Santo, que es quien nos ha de santificar: a confiar en Él, a pedir su ayuda, a sentirlo cerca de nosotros. Así se irá agrandando nuestro pobre corazón, tendremos más ansias de amar a Dios y, por Él, a todas las criaturas. Y se reproducirá en nuestras vidas esa visión final del Apocalipsis: el espíritu y la esposa, el Espíritu Santo y la Iglesia –y cada cristiano– que se dirigen a Jesús, a Cristo, y le piden que venga, que esté con nosotros para siempre (Cfr. Apoc XXII, 17.).

Unión con la Cruz, finalmente, porque en la vida de Cristo el Calvario precedió a la Resurrección y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada cristiano: somos –nos dice San Pablo– coherederos con Jesucristo, con tal que padezcamos con Él, a fin de que seamos con Él glorificados (Rom VIII, 17.). El Espíritu Santo es fruto de la cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos.

Sólo cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de su alma la Cruz, negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente desprendido del egoísmo y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive verdaderamente de fe, es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego, la gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo.

Es entonces también cuando vienen al alma esa paz y esa libertad que Cristo nos ha ganado (Cfr. Gal IV, 31.), que se nos comunican con la gracia del Espíritu Santo. Los frutos del Espíritu son caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad (Gal V, 22–23.): y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad (2 Cor III, 17.).

En medio de las limitaciones inseparables de nuestra situación presente, porque el pecado habita todavía de algún modo en nosotros, el cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre, cuando su alegría se hace constante porque nada es capaz de destruir su esperanza.

Es en esa hora, además y al mismo tiempo, cuando es capaz de admirar todas las bellezas y maravillas de la tierra, de apreciar toda la riqueza y toda la bondad, de amar con toda la entereza y toda la pureza para las que está hecho el corazón humano. Cuando el dolor ante el pecado no degenera nunca en un gesto amargo, desesperado o altanero, porque la compunción y el conocimiento de la humana flaqueza le encaminan a identificarse de nuevo con las ansias redentoras de Cristo, y a sentir más hondamente la solidaridad con todos los hombres. Cuando, en fin, el cristiano experimenta en sí con seguridad la fuerza del Espíritu Santo, de manera que las propias caídas no le abaten: porque son una invitación a recomenzar, y a continuar siendo testigo fiel de Cristo en todas las encrucijadas de la tierra, a pesar de las miserias personales, que en estos casos suelen ser faltas leves, que enturbian apenas el alma; y, aunque fuesen graves, acudiendo al Sacramento de la Penitencia con compunción, se vuelve a la paz de Dios y a ser de nuevo un buen testigo de sus misericordias.

Tal es, en un resumen breve, que apenas consigue traducir en pobres palabras humanas, la riqueza de la fe, la vida del cristiano, si se deja guiar por el Espíritu Santo. No puedo, por eso, terminar de otra manera que haciendo mía la petición, que se contiene en uno de los cantos litúrgicos de la fiesta de Pentecostés, que es como un eco de la oración incesante de la Iglesia entera: Ven, Espíritu Creador, visita las inteligencias de los tuyos, llena de gracia celeste los corazones que tú has creado. En tu escuela haz que sepamos del Padre, haznos conocer también al Hijo, haz en fin que creamos eternamente en Ti, Espíritu que procedes de uno del otro (Del himno Veni Creator Spiritus, del oficio del día de Pentecostés.).

 

¿Reacciono con violencia? Ser constructores de paz

Escrito por José Martínez Colín.

La paz que Jesús nos da es el Espíritu Santo, quien llena el corazón de serenidad y apaga la tentación de agredir.

1) Para saber

“No hay camino hacia la paz; la paz es el camino”. Para algunos esta frase de Mahatma Gandhi es la más emblemática del siglo XX en la búsqueda de la paz. Pero no solo porque la predicó, sino porque fue la filosofía de su vida y de su lucha. Gandhi fue una referencia para gran número de líderes mundiales que buscaban la paz.

El papa Francisco reflexionó sobre las palabras que Jesús les dirige a sus Apóstoles despidiéndose durante la Última Cena, dejándoselas como testamento: «Les dejo la paz… Mi paz les doy» (Jn 14,27). Palabras de afecto y serenidad, aunque el momento no era sereno: Judas lo traicionaba, Pedro está a punto de negarlo y casi todos lo abandonarán. El Señor lo sabe y, aun así, no reprocha, sino que permanece afable hasta el final. Aunque Jesús experimenta miedo, dolor, amargura, no deja lugar al resentimiento ni a la queja. Está en paz. Una paz que proviene de su corazón manso, por la gran confianza en su Padre. De ahí surge la paz que Jesús nos deja. Porque no se puede dar paz si no se está en paz.

2) Para pensar

Durante la Segunda Guerra Mundial, no todos en Alemania estaban de acuerdo con el régimen nazi. Pero eso suponía el peligro de ser encarcelado o ejecutado. Uno de ellos fue el filósofo Paul Ludwig Landsberg, de origen judío, quien llevaba siempre un frasquito con un poderoso veneno para tomarlo en caso de ser apresado por los nazis. Vivía en gran tensión y miedo sabiendo que podía morir en cualquier momento, pues muchos, como él, habían sido asesinados. Pero a mitad de la guerra, en 1942, destruyó el frasco y escribió en su diario: “He encontrado a Cristo; se me ha revelado”. Terminaron sus miedos y afrontó todo con una gran paz.

El papa nos invita a preguntarnos: ¿Me comporto como discípulos de Jesús y apago los conflictos y las tensiones? ¿Tengo una mala relación con alguien? ¿Reacciono de mala manera, estallo, o sé responder con la no violencia? ¿Sé responder con palabras y gestos de paz?

3) Para vivir

No es fácil ser testimonio de paz. Tal vez hemos experimentado qué difícil es poner en paz a dos partes enemistadas: ayudarles a perdonar, a no guardar rencor… Ante tal dificultad, Jesús sabe que no podemos solos, que necesitamos ayuda, un don. Por ello nos deja su paz: “Mi paz les doy”. Así se entiende que en la vida de muchos santos, rodeada de grandes dificultades, conservaran una paz interna inquebrantable.

Jesús nos enseña afrontar a nosotros, que somos los herederos de su paz, con mansedumbre en momentos difíciles. Nos quiere mansos, disponibles para escuchar, capaces de aplacar las disputas y tejer concordia. Esto es dar testimonio de Jesús, y vale más que mil palabras y sermones, dice el Papa. La paz que Jesús nos da es el Espíritu Santo, quien llena el corazón de serenidad y apaga la tentación de agredir; quien nos recuerda que los demás son hermanos y no obstáculos o adversarios; quien nos da fuerza para perdonar y recomenzar. Cuanto más nos sintamos agitados e intolerantes, más debemos pedir al Señor el Espíritu de la paz: “Señor, dame tu paz, dame el Espíritu Santo” y así, con la ayuda de la Virgen, seremos constructores de paz.

 

 

Solemnidad de Pentecostés – Venida del Espíritu Santo

¿Qué es Pentecostés?  – Lo explica Benedicto XVI

 “La llama del Espíritu Santo arde pero no quema. Transforma para que salga la mejor parte y la más verdadera del hombre. Hace emerger su forma interior, su vocación a la verdad y al amor”. El Domingo de Pentecostés marca el último día de Pascua y conmemora el relato evangélico de la venida del Espíritu Santo sobre María y los apóstoles.

 

 Señala la universalidad de la Iglesia

 

 

Benedicto XVI
(Pentecostés, 15 de mayo de 2005)
“La lectura de los Hechos de los Apóstoles narra cómo el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, bajo los signos de un viento impetuoso y del fuego, irrumpe en la comunidad orante de los discípulos de Jesús y así da origen a la Iglesia”.

En ese momento los apóstoles comienzan su misión de anunciar la Palabra de Dios en toda lengua y lugar.

En muchos lugares del mundo se celebra la fiesta de Pentecostés en la noche del sábado conuna vigilia. Benedicto XVI presidirá la Misa de Pentecostés en la basílica de San Pedro el domingo por la mañana.

 

En su homilía dijo que la Iglesia traspasa todas las fronteras y se refirió a ella como el hogar de la humanidad.

 

Benedicto XVI

 

“La Iglesia es por su naturaleza una y múltiple, destinada a vivir en todas las naciones, en todos los pueblos, y en los más diversos contextos sociales. Responde a su vocación, de ser signo e instrumento de unidad de todo el género humano, sólo si es autónoma de todo Estado y de toda cultura particular”.

 

El Papa destacó la universalidad de la Iglesia. Dijo que la Iglesia es y debe ser católica y universal. Algo que quedó patente después de escuchar los  idiomas utilizados durante la celebración.

Chica
“¿Cómo es posible que cada uno de nosotros lo escuche en su lengua nativa?

Hombre
“El que no tiene el espíritu de Cristo no es de Cristo”.

Benedicto XVI concluyó su homilía añadiendo que los cristianos e iglesias deben estar en armonía con la Iglesia Católica. También dijo que la Iglesia sólo puede estar unida cuando recibe el fuego del Espíritu Santo.

Benedicto XVI
“La llama del Espíritu Santo arde pero no quema. Transforma para que salga la mejor parte y la más verdadera del hombre. Hace emerger su forma interior, su vocación a la verdad y al amor”.

El Domingo de Pentecostés marca el último día de Pascua y conmemora el relato evangélico de la venida del Espíritu Santo sobre María y los apóstoles.

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Enseñanza del cristianismo y cultivo de la inteligencia

 

Escrito por Ramiro Pellitero

Publicado: 10 Mayo 2022

 

1.        Introducción

El cristianismo no es un libro, ni unos ritos, ni el respeto a unas normas morales. Enseñar el cristianismo es proporcionar una enseñanza profunda e imaginativa de cómo amar y seguir, hoy, a Cristo. El Hijo de Dios nos dijo que era el camino, la verdad y la vida. ¿Qué significan estas palabras? ¿Cómo vamos a ofrecer a los educandos un horizonte para la propia existencia que configure nuestra identidad en un proyecto unificador?

Quizá, hoy que estamos en el mundo de la posverdad y de las fake news, sea especialmente importante volver a san Pablo, que no vivió con Cristo ni disfrutó la experiencia del Sermón de la Montaña, pero que le tuvo como Maestro interior y fue el gran propagador de la iglesia primitiva. Pues bien, san Pablo exhorta a los cristianos de Roma a que, como consecuencia de la «nueva vida» que han recibido por el bautismo, se transformen con una «renovación de la mente», con el fin de «discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, agradable y perfecto» (Rm 12, 2).

Esto significa, según otro texto del apóstol, que los cristianos están llamados a participar de la mente de Cristo; más aún, ya tienen esa mente (cf. 1Co 2, 16), entiéndase de modo incoado, desde que pertenecen místicamente a su cuerpo y en ellos actúa el Espíritu Santo. La acción del Espíritu Santo comporta trascender lo racional —sin negarlo—, «porque existe una profundidad y una serie de aperturas a las que la razón no puede llegar por sí sola» (Congar, 2003, p. 54).

El término griego noús, traducido como mente, significa disposición u orientación interior, actitud moral. (En otros lugares, san Pablo lo utiliza en el sentido de la razón práctica, es decir, de la conciencia moral que determina la voluntad y la acción, o con el significado más general de la facultad de entendimiento o juicio). Referido concretamente a Cristo, es usado con el significado de su resolución salvífica, de sus planes o de sus juicios.

Si nos preguntamos por las consecuencias de todo ello para la educación en el ámbito del cristianismo, cabría decir que educar en esa «mente» de Cristo comporta educar desde y para la relación entre la fe y la razón, entre la fe y la cultura. Esto pide, hoy de un modo cada vez más sistemático, un marco de trabajo interdisciplinar dentro de las instituciones educativas, especialmente de aquellas que son de inspiración católica o, al menos, cristiana. Simultáneamente, esta labor requiere una cuidadosa atención a la formación teológica o científico-doctrinal; es decir, a la formación de mentes o «cabezas cristianas» con el debido respeto a la libertad de todos. Igualmente, todo ello implica educar para una «fe vivida», fundamentando de manera pedagógica y práctica el obrar moral, de modo que la inteligencia y el corazón vayan unidos y siempre dispuestos a buscar la verdad y el bien con la belleza, que resplandece y surge de las acciones mismas del hombre y de la mujer cristianos (García Suárez, 1998).

2.    Fe y razón, fe y cultura

A partir de la relación entre fe y razón —ambas originadas en Dios— cabe perfilar la relación entre fe y cultura. En el ámbito educativo, esto tiene particular interés a la hora de plantearse la relación de ciertos ámbitos del conocimiento, también del conocimiento práctico, como son la ética y las ciencias, con la religión.

2.1. Fe y razón: presupuestos

Comencemos por la relación entre fe y razón. Y, ante todo, por la fe. Por fe entendemos, no una teoría intelectual o un mero conjunto de creencias, ritos y reglas morales, sino, ante todo, una vida que, en el cristianismo, procede del encuentro y la relación con Cristo. Ahora bien, como hemos señalado al principio de estas líneas, la vida en unión con Cristo implica la transformación de la inteligencia, su renovación y su despliegue armónico e integrado con las demás dimensiones de la persona: la volitivo-afectiva, la relacional-social y la trascendente, dimensión, esta última, que el cristianismo mantiene como fundada en la imagen de Dios que constituye a toda persona, en su unidad y unicidad, como su más profundo proyecto interior. Ese proyecto, el de la persona humana, está visto en, desde y para Cristo. Se comprende la importancia para la educación de considerar que «lo más propio del hombre, lo que más le define […], es su carácter filial» (Polo, 2006, pp. 43-44).

La fe es, por tanto, una luz hecha vida, que procede de un don amoroso al que la persona va respondiendo en la dinámica de su existencia. Una respuesta que afecta a su modo de pensar, a sus decisiones, actuaciones y compromisos. En consecuencia, si bien la fe como tal no puede ser enseñada, puede y debe ser enseñada en sus «contenidos» veritativos y educada como respuesta libre que hace crecer a la persona hacia la plenitud propia del Amor que la constituye.

La tradición teológica nombra las dimensiones fundamentales de la fe como fides qua (como don), fides quae (como conjunto de verdades o realidades objetivas que vienen con la fe). Es menos común, aunque igualmente fundamental, la referencia a la que podría formularse como fides quae per caritatem vivit et operatur (fe vivida por el amor, o fe en el sentido pleno y propio del cristiano coherente).

«La fe es la respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre» (Encíclica Lumen fidei, 2013, n. 8). La fe «mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver» (Id., 18). La fe no es individualista: se vive en un pueblo, en una familia, en la Iglesia; puesto que ella, la Iglesia, es «la portadora histórica de la visión integral de Cristo sobre el mundo» (Guardini, 1963, p. 24).

La fe se vincula al amor que salva y transforma. La fe tiene consecuencias para la inteligencia, para la conducta, para el compromiso social. La fe obra por el amor y hace caminar por la esperanza.

La fe está, por tanto, para vivirla —como puerta que abre a la vida íntima de Dios, participa de su propio conocimiento y permite colaborar en el desarrollo de una humanidad y un mundo nuevos—, para conocerla —en sus contenidos tal como los presenta el Catecismo de la Iglesia Católica— y comunicarla —sobre todo con el testimonio, participando gozosamente en la evangelización—. Y todo ello, claro está, de modo libre, como oferta al hombre de una vida mejor, más grande y plena. Una oferta que enriquece y cualifica toda educación, sin mermarla en ninguna de sus aspiraciones o realizaciones.

Desde esa comprensión de la fe se pueden avizorar los tipos de «fe» que no sirven para establecer una relación con la razón o con la cultura. Podrían resumirse en las variantes de una fe no suficientemente acogida, pensada o vivida. «Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida» (Juan Pablo II, 1982).

Así, una fe inmadura (voluntarista, sentimental, racionalista), como también una fe fideísta (incapaz de argumentar con la razón) y una fe puramente teórica (no vivida), cada una por distintos motivos, no servirían a nuestros propósitos educativos. La fe cristiana ilumina la inteligencia a la vez que fortalece la voluntad e integra los sentimientos y las relaciones entre las personas. La fe ilumina para comprender y vivir la realidad de un modo nuevo. Y es impulso para investigar y descubrir siempre nuevos aspectos de la verdad.

Detengámonos ahora en la razón. Por razón entendemos, como lo hace el lenguaje común, la facultad humana de discurrir, propia de la inteligencia. Cabe advertir que la razón humana, para poder ser considerada como tal, debe estar abierta a toda la realidad que nos constituye y nos rodea, y ser capaz de valorarla en relación con la totalidad de la persona: no solo con su inteligencia, sino también con sus deseos y afectos, con su dimensión social y su apertura a la trascendencia.

En consecuencia, para relacionarse con la fe no serviría, en la línea de las observaciones de Josef Pieper (2010), una razón no realista, sino cercana al idealismo; ni una razón estrechamente racionalista (aislada en sí misma respecto al corazón humano, a las relaciones con los demás y con la trascendencia); ni una razón de tipo ilustrada (cerrada a todo horizonte espiritual e incapaz de reconocer, por ejemplo, las raíces del mal en el mundo); ni tampoco una razón de tipo espiritualista (que rechazara el valor de la materia, del cuerpo humano o de las realidades que llamamos temporales: el trabajo, la familia, el desarrollo tecnológico, la vida ordinaria, etc.).

Es interesante, a este respecto, el pensamiento de Joseph Ratzinger sobre la necesidad que, especialmente hoy, tiene la razón humana de ser ampliada. Concretamente, en el discurso de entrega del Premio Ratzinger en su primera edición, Benedicto XVI (2011) se refirió a san Buenaventura (en el prólogo a su Comentario a las Sentencias), cuando habla de un doble uso de la razón, uno inconciliable con la fe y otro acorde con la naturaleza de la fe. Cuando la razón experimental pretende someter a experimento al mismo Dios (cf. Sal 95, 9), sobrepasa sus competencias, en el sentido de que, siendo útil en el ámbito de las ciencias naturales, no es idónea para conocer lo que no es objeto de experimentación humana. Y este planteamiento alcanzó el culmen de su desarrollo en la edad moderna:

La razón experimental se presenta hoy ampliamente como la única forma de racionalidad declarada científica. Lo que no se puede verificar o falsificar científicamente cae fuera del ámbito científico. Con este planteamiento, como sabemos, se han realizado obras grandiosas. Que ese planteamiento es justo y necesario en el ámbito del conocimiento de la naturaleza y de sus leyes, nadie querrá seriamente ponerlo en duda. Pero existe un límite a ese uso de la razón: Dios no es un objeto de la experimentación humana. Él es Sujeto y se manifiesta sólo en la relación de persona a persona: eso forma parte de la esencia de la persona (Benedicto XVI, 2011).

De ahí la importancia de la teología. Si el uso «experimental» de la razón es legítimo, bueno y útil en su propio ámbito, se vuelve insuficiente y problemático cuando se absolutiza. San Buenaventura habla de un segundo uso «personal» de la razón, abierto a las grandes cuestiones humanas, y concretamente abierto al amor; pues el amor quiere conocer mejor a quien ama, el amor desea penetrar la verdad más plenamente y así el hombre es capaz de abrirse a Dios y a los demás.

«Cuando no hay este uso de la razón —observa Benedicto XVI—, entonces las grandes cuestiones de la humanidad caen fuera del ámbito de la razón y desembocan en la irracionalidad» (Id.).

En definitiva, la razón que sirve para dialogar con la fe y establecer un puente entre la fe y las realidades humanas (la cultura, las ciencias, etc.) no es la mera razón experimental (instrumental o empírica), que no es suficiente para comprender por sí misma todas las dimensiones de la persona, y por tanto es incapaz de responder a los profundos interrogantes que se plantea el ser humano sobre su origen y dignidad, el sentido de la historia y de su vida, y su destino. Ha de ser una razón humana, en el más amplio y pleno sentido de la expresión. La razón humana de por sí puede alcanzar la verdad, aunque necesita ayuda para hacerlo.

2.2. La ayuda mutua entre la fe y la razón

La razón puede ayudar a la fe a explicarse, y puede advertir cuándo el creyente no es coherente, en su inteligencia o en su vida, con su fe.

Por su parte, la fe puede ayudar a la razón para que se amplíe en una triple dirección: en dirección a la sabiduría, hacia la ética y en dirección a la fe misma, sin prescindir de los contenidos metafísicos y morales de las religiones del mundo. Por ejemplo, un cierto conocimiento de lo cristiano es importante para poder entender la literatura y el arte. Esto requiere una atención a los desarrollos teológicos contemporáneos, aunque no precisa necesariamente una teología sofisticada o erudita; pues, incluso un no creyente o un creyente poco cultivado puede beneficiarse de las principales razones de la fe.

La fe y la razón se necesitan, enriquecen y purifican mutuamente en lo concreto de las vivencias, expresiones y conductas humanas.

Una buena lectura en este horizonte es la de Newman, para el que la teología contribuye a dar un sentido unitario a los saberes, a la vez que aporta respuesta a las «cuestiones últimas» que las ciencias no pueden resolver.

También la teología puede enriquecer las narrativas científicas para que estas no degeneren en tecnocracias, o sea, en el imparable poder de la técnica que arrolla la libertad del hombre y lo hace incapaz de defender su ser y su sentido. Al mismo tiempo, la teología recuerda a todos que lo real en sentido total es inabarcable por el hombre. Nada de esto supone una visión negativa del conocimiento o un inmiscuirse en la identidad y método de las ciencias humanas; sino que las abre a la relación con un ámbito más amplio del ser, relación que puede impulsar la investigación desde dentro de las ciencias.

2.3. El diálogo entre ética, ciencias y religión

La relación entre la fe y la razón se traduce en el diálogo entre fe y ciencia y, más ampliamente, entre fe y cultura. La ciencia ayuda a la fe —en aspectos empíricos o con probados descubrimientos en el campo científico— a reforzar o completar la comprensión del plan originario de Dios sobre el hombre y el universo. (Por ejemplo, la teoría del big bang no solo no se opone a lo que enseña la fe, sino que introduce un elemento de racionalidad en la afirmación de la fe de que hay un Logos divino en el plan original de Dios sobre el hombre y el universo). Y la fe hace posible que el progreso científico se dirija realmente a favor del bien y de la verdad del hombre, con fidelidad al designio divino.

En una universidad o en una escuela de inspiración cristiana, la enseñanza de la religión trata de iluminar la tarea educativa que se realiza en complementariedad con las otras ciencias, de las que se ocupan las distintas asignaturas: puede ayudarlas a descubrir las raíces, muchas veces cristianas, que las sustentan, el modo de servir realmente al hombre sin deshumanizarlo, así como el sentido de la vida y los valores que subyacen en los diversos planteamientos.

A su vez, la ética y las ciencias humanas pueden ayudar a la Religión en su tarea de promover el verdadero bien de las personas, que se sitúa en conexión con la verdad, el amor y la auténtica belleza. No se trata, por tanto, de ocultar los errores, infidelidades y malas actuaciones de los cristianos, sino de reconocerlos, sin dejar de situarlos en sus contextos sociales e históricos.

De esta manera, la educación que se imparte puede aspirar con mayor coherencia a la maduración intelectual y humana de los alumnos. Todo ello se realiza respetando la autonomía, identidad y método de las distintas materias de estudio, sean ciencias, humanidades, etc. La religión ofrece a las demás asignaturas su propia perspectiva, que es hoy, podríamos decir, la del humanismo cristiano. El diálogo entre las asignaturas, que la religión procura fomentar e iluminar, puede traducirse en temas o proyectos interdisciplinares concretos, como medio para ir elaborando la síntesis entre fe y cultura, que ayude a los alumnos y pueda también aprovechar de diversos modos a sus familias.

La interdisciplinariedad debe ser aquí entendida no tanto como simple multidisciplinariedad (planteamiento que favorece una mejor comprensión de un objeto de estudio, contemplándolo desde varios puntos de vista), sino como transdisciplinariedad (es decir, un conocimiento integrador de varias disciplinas que aspire incluso a la sabiduría en relación con la realidad, lo que puede requerir ir más allá de las ciencias empíricas e incluso de las disciplinas académicas) (cf. Francisco, 2017).

Se busca así una educación integral —o quizá mejor una pedagogía de la integración personal (Beltramo, 2018)— abierta a la trascendencia. Ese es también el mejor cauce para alcanzar lo que los alumnos buscan y las familias desean: una educación que promueva la integración de la persona concretamente en la perspectiva cristiana de la fe —no existen perspectivas «neutras» (Romera, 2020, pp. 31-36)— y en su relación con la cultura.

3.    La formación teológica o científico-doctrinal

Con lo dicho se entiende que la educación de la fe deba cuidar de lo que podríamos llamar dimensión teológica o científico-doctrinal de la educación cristiana. Conviene aquí profundizar si la teología es ciencia, cómo se relaciona con las comúnmente llamadas «ciencias» y qué tipo de conocimientos aporta a la educación escolar o académica. La teología es, además, sabiduría al servicio de la evangelización y de la vida cristiana, y tiene una relevante función social.

3.1. La teología y las ciencias

La teología es ciencia, no en el sentido moderno de las ciencias empíricas —que obtienen sus conocimientos mediante la observación y desarrollan su método experimentalmente—, sino en el sentido más originario y profundo que define a una ciencia, según Aristóteles: conocimiento cierto por sus causas.

En este sentido, Tomás de Aquino sostiene que la teología es una ciencia superior a las ciencias humanas. La teología es una ciencia no solo porque transmite conocimientos acerca de Dios y reflexione sobre Dios, sino sobre todo porque participa de los conocimientos que Dios mismo tiene acerca de sí mismo y de su obrar.

La teología presupone, ante todo, una buena relación entre fe y razón, es decir, como ya hemos visto, entre una fe vivida (no simplemente teórica) y una razón humana (una razón más amplia que la razón experimental).

Como señalaba Benedicto XVI, en el discurso ya citado con motivo de la entrega del Premio Ratzinger, la razón humana ampliada —que ha de servir de marco también a la razón experimental— se abre a la luz y la guía de la fe en la ciencia teológica:

La fe recta orienta a la razón a abrirse a lo divino, para que, guiada por el amor a la verdad, pueda conocer a Dios más de cerca. La iniciativa para este camino pertenece a Dios, que ha puesto en el corazón del hombre la búsqueda de su Rostro. Por consiguiente, forman parte de la teología, por un lado, la humildad que se deja «tocar» por Dios; y, por otro, la disciplina que va unida al orden de la razón, preserva el amor de la ceguera y ayuda a desarrollar su fuerza visual (Benedicto XVI, 2011).

Ahora bien, la doctrina teológica no se limita a las cuestiones del dogma católico, es decir, a las verdades recogidas en el Credo o definidas solemnemente por los papas o los grandes concilios. Comprende también, por una parte, los conocimientos acerca de Dios o del obrar divino que pueden ser alcanzados con la luz de la razón, aunque, con frecuencia, la sola razón encuentra grandes dificultades para alcanzarlos, y de modo fragmentario, de modo que es la fe la que les dota de unidad y certeza. Por otra parte, las verdades de la fe se relacionan estrechamente con los principios fundamentales del culto cristiano (liturgia) y de la moral cristiana. Estos principios se mantienen sustancialmente idénticos desde el principio del cristianismo, si bien admiten e incluso requieren expresiones y profundizaciones bajo la guía del magisterio de la Iglesia. De esta manera el «depósito de la fe» puede ser no solo conservado fielmente, sino también transmitido y comprendido con toda su viveza y riqueza de contenidos, de acuerdo con las necesidades de los tiempos y lugares.

Así dice Newman acerca de la necesidad de la teología y su relación con las ciencias:

Las múltiples ramas del conocimiento [...] están interrelacionadas de tal modo que ninguna puede ser descuidada sin perjudicar la perfección de las otras. Si la teología es una rama del conocimiento de suprema importancia e influencia, podemos concluir que eliminarla de la educación significa dañar la integridad e invalidar la credibilidad de todo lo que ellas enseñan. [...] Para que la razón humana pueda dominar la materia de la verdad, es fundamental la inclusión de la teología, ya que ella forma parte de muchos otros temas del conocimiento universal. Tomando esto en cuenta, ¿cómo puede un católico cultivar la filosofía y la ciencia atendiendo a la verdad como fin último si elimina la teología de los temas de su enseñanza? En otras palabras, la verdad religiosa no es una parte, sino una condición general del conocimiento (Newman, 2016, p. 68).

Conviene notar que Newman se refiere in recto a la teología natural (desarrollo teológico a partir de la razón), si bien in obliquo su argumentación sirve para toda la teología tout court.

3.2. Teología en clave especulativa y en clave práctica

Además de ser ciencia, la teología es también sabiduría al servicio de la vida cristiana, de la Iglesia y del mundo.

Con la enseñanza de la teología —o la enseñanza de la religión católica— se trata de que nuestros alumnos puedan tener una «cabeza o mente cristiana», de que la fe ilumine su razón, proporcione un sentido y una dirección para su vida, y vivifique la cultura. Y ello, tanto en el ámbito de los temas propios de la teología especulativa —la contemplación de Dios a partir de su obrar y en sí mismo—, como en el ámbito de la dimensión práctica de la teología —es decir—, lo que tiene que ver con la acción moral, social, evangelizadora, etc.

En otros términos, se trata de preparar a los estudiantes para el obrar tanto individual como en conjunto con los demás miembros de la sociedad, de la familia y de la Iglesia; para todo lo que pueda o deba llevarse a cabo —también en el amplio campo de los conocimientos humanos y de las relaciones sociales— con el fin de secundar la gracia de Dios que actúa en cada uno y en los demás.

A quien enseña teología o religión cristiana le corresponde abrir las inteligencias de sus alumnos a la unidad viva y orgánica de la fe. Esto requiere en el educador de la fe una apertura grande para dejarse interpelar por cuanto le rodea, y para dar respuestas nuevas ante cuestiones nuevas, sobre la base del mismo «depósito de la fe» cristiana.

Como ha dicho el papa Francisco, «los educadores y los formadores [...] tienen la ardua tarea de educar a los niños y jóvenes, están llamados a tomar conciencia de que su responsabilidad tiene que ver con las dimensiones morales, espirituales y sociales de la persona» (2020, n. 114). La actitud de apertura a las promesas divinas más allá del espacio concreto ya conocido es característica de la fe, como se ve ya en Abraham (Martini, 2002, pp. 50 ss.; Bergoglio, 2013, pp. 174-177).

Es de interés tener en cuenta el hoy denominado «camino educativo de la belleza» (Consejo Pontificio de la Cultura, 2006; para una introducción al tema de la belleza en relación con la fe, cf. Forte, 2004). Se trata de un valor en alza por su posibilidad de impacto. Este camino pide, en lo que respecta a la fe, más capacidad de atracción que de demostración, pero no excluye, sino que reclama el cultivo de la inteligencia. Se trata de proveer a los alumnos de las herramientas adecuadas que, desde el resplandor de la belleza, les faciliten adentrarse en la búsqueda de la Verdad y del Bien, que están precisamente en el origen y raíz vivos de la belleza. Así, poco a poco y con la confianza de los hijos de Dios, podrán recorrer los caminos de la razonabilidad del mundo creado y los anhelos del corazón humano, sin satisfacerse con explicaciones fáciles o con actitudes cómodas ante la vida. A esto se puede llamar fidelidad creativa.

La teología se sitúa también al servicio de la vida cristiana y de la evangelización. De ahí que el lenguaje en la enseñanza de la religión católica deba caracterizarse por la claridad, la calidad y la adecuación imaginativa a las circunstancias de los alumnos.

Además de su dimensión científica y su servicio cristiano y eclesial, la teología tiene también una función social. La teología —y con ella la enseñanza de la religión católica— está llamada a acompañar los procesos culturales y sociales, y abordar los conflictos que surgen tanto en la Iglesia como en la sociedad. La enseñanza de la teología debe ser, así mismo, expresión de una Iglesia que es «hospital de campaña» y, por tanto, puede y debe reflejar la centralidad de la misericordia (cf. Francisco, 2015).

En consecuencia, quien estudia o enseña teología no puede conformarse con acumular o comunicar datos e informaciones sobre la revelación cristiana, sin implicarse en los acontecimientos; sino que debe ser «una persona capaz de construir en torno a sí la humanidad, de transmitir la divina verdad cristiana en una dimensión verdaderamente humana, y no un intelectual sin talento, un eticista sin bondad o un burócrata de lo sagrado» (Id.; vid. también el Discurso de Francisco el 21 de junio de 2019, durante su visita a la Facultad de Teología de Nápoles).

4.    Luces de la revelación cristiana para la educación moral

En una conferencia de 1984 que se publicó con el título «El debate moral. Cuestiones sobre la fundamentación de los valores éticos» (2018), se preguntaba el cardenal Ratzinger dónde están los maestros para la formación de la conciencia moral, que nos ayuden a percibir la voz interior de nuestro propio ser; maestros que no nos impongan un «super-yo» extraño a nosotros, que nos quitaría la libertad.

Aquí —explica el conferenciante— intervienen lo que la antigua tradición humana llama los «testigos del bien»: personas virtuosas que no solo fueron capaces de hacer valoraciones morales, más allá de sus gustos o intereses personales. Fueron también capaces de discernir las «normas» morales básicas que se transmiten en las culturas, aunque en algunos casos puedan haberse estropeado o corrompido.

4.1. Razón, experiencia y sabiduría de los pueblos

Estos verdaderos maestros de moral pudieron asumir no solo la experiencia razonable, sino también aquella que supera a la razón, porque procede de fuentes anteriores, concretamente, de la sabiduría de los pueblos y, de esta manera, esa experiencia funda la misma razonabilidad con que entran en las normativas comunitarias.

Así se ve que la moralidad no se encierra en la subjetividad, sino que está relacionada con la comunidad humana. «Toda moral —sostiene Ratzinger— necesita un nosotros, con sus experiencias prerracionales y suprarracionales, en las que no solo cuenta el cálculo del momento, sino que confluye la sabiduría de las generaciones» (2018, pp. 683-684). Una sabiduría que implica saber regresar, siempre de nuevo y en cierto grado, a las «virtudes originarias», es decir, a «las formas normativas fundamentales del ser humano» (p. 684). (Sobre las virtudes como formas de la vida moral, cf. et. Guardini, 1963/2006).

Estamos ante una buena explicación de cómo la moral —necesariamente referida simultáneamente a los valores, a las virtudes y a las normas— se fundamenta en las relaciones entre razón, experiencia y tradición; explicación que supera la cortedad del horizonte individualista, incapaz de percibir el lugar de la transcendencia de la persona hacia los demás y hacia Dios.

4.2. Jesucristo como garante de la moralidad humana

Sobre estos fundamentos antropológicos de la moral, enfoca a continuación Ratzinger la luz de la revelación cristiana. La revelación aporta una normativa moral a través de una sabiduría. Y en gran medida esa moralidad viene determinada por la «naturaleza» de los seres, es decir, su modo propio de ser y de actuar.

El problema es que, en la época moderna, nos cuesta admitir la existencia de una naturaleza así comprendida, porque reducimos el mundo a un conjunto de realidades materiales que se pueden calcular de modo utilitario. Pero entonces se mantiene la alternativa de si la materia procede de la razón —de una Razón creadora que no es solo matemática, sino también estética y moral—, o al revés: si la razón procede de la materia (posición materialista).

La posición cristiana se apoya en la racionalidad del ser. Y esto, a su vez, —observa Ratzinger— depende, y de modo decisivo, de la cuestión de Dios. Si no hay logos —razón— al principio, no hay racionalidad en las cosas. Esto para Kolakowski significa: si Dios no existe, entonces no hay moralidad, ni tampoco propiamente un «ser» humano, es decir, un modo de ser común a todas las personas, que nos permita hablar de naturaleza humana.

En efecto, y esto suena a lo que decía el célebre personaje de Dostoievski: «Si Dios no existe, todo está permitido» (Iván en Los hermanos Karamazov). Lo cual, aunque parezca radical a oídos contemporáneos, ha quedado suficientemente confirmado en los últimos siglos.

¿Qué hacer, entonces, para comprender y educar la moral? Ratzinger sostiene que no necesitamos tanto de especialistas como de testigos. Y con ello vuelve a la cuestión de los verdaderos «maestros de moral». Vale la pena transcribir integro este párrafo:

Los grandes testigos del bien en la historia, a quienes normalmente llamamos santos, son los auténticos especialistas de moral, que también hoy siguen abriendo horizontes. Ellos no enseñan lo que ellos mismos se han inventado, y precisamente por ello son grandes. Ellos testimonian aquella sabiduría práctica en la que la sabiduría originaria de la humanidad se purifica, se salvaguarda, se profundiza y se amplía, mediante el contacto con Dios, en la capacidad de acogida de la verdad de la conciencia que, en la comunión con la conciencia de los otros grandes testigos, con el testigo de Dios, Jesucristo, se ha convertido a sí misma en comunicación del hombre con la verdad (Ratzinger, 2018, p. 687).

De aquí, advierte Joseph Ratzinger, no se sigue la inutilidad de los esfuerzos científicos y de la reflexión ética, pues «desde el punto de vista de la moral, la observación y el estudio de la realidad y de la tradición son importantes, forman parte de la minuciosidad de la conciencia» (2018, p. 688).

Ratzinger proponía tres puntos que son, a nuestro juicio, esclarecedores en el actual debate sobre la moral —y por eso enriquecen la reflexión sobre la educación de la fe y de la vida cristianas—, desde la razón y la experiencia, la tradición y la apertura a la transcendencia, propias de una antropología cristiana (ver la sugerente presentación, ya clásica, de Mouroux, 2001).

1)   «Junto a la técnica y a la estética, hay también en el hombre una razón moral, que necesita su propio cuidado y formación» (Ratzinger, 2018, p. 688).

2)   Para que el conocimiento moral pueda crecer y desarrollarse se necesita la experiencia moral de la humanidad, así como se necesita «de la reflexión común y de la vida en común en la experimentación histórica del bien, que tiene otras leyes y otras tendencias que la experimentación de las ciencias naturales» (Ratzinger, 2018, p. 688); y esto requiere paciencia y humildad.

3)   «La razón moral y la cuestión de Dios no están separadas. […] Por eso las grandes experiencias morales de la humanidad han acontecido en el contexto de la respuesta a la cuestión de Dios» (Ratzinger, 2018, p. 688).

De ahí —entendía Ratzinger— que la conversión a Dios y la fe en Dios facilitan «oír el lenguaje de la creación». Y por este motivo, la fe cristiana sigue siendo, también en nuestro tiempo ilustrado, una norma con la que deben medirse las expresiones morales de los antiguos y nuevos problemas de hoy y de mañana.

Y rompía una lanza a favor de una antropología verdaderamente humana, como fundamento vivo de la moral y, por tanto, de la conciencia. También para fundamentar la moral, la antropología necesita una razón (humana) suficientemente amplia, que aquí se llama una razón moral (no basta la razón instrumental o calculadora). La educación moral requiere una razón que se abra y pueda acceder de hecho a la experiencia afectiva y a la tradición de la humanidad; y que sea capaz de situarse en el camino de la transcendencia respecto a los demás y a Dios.

En palabras de Ratzinger:

Solo el acceso a la zona de experiencia de lo verdaderamente humano posibilita el reconocimiento y el aprendizaje honestos de la dimensión moral de la realidad. La reapertura de nuestra razón a esta dimensión del reconocimiento es, por tanto, el verdadero mandamiento de una nueva ilustración, que constituye el desafío de la hora presente (Ratzinger, 2018, p. 688).

Hasta aquí el texto de Ratzinger de 1984. Cada uno de los pilares a los que alude en su conferencia —y que podemos denominar sencillamente razón, experiencia y tradición— son canales vivos que se intercomunican y se abren hacia la transcendencia desde el centro de la persona.

Según la fe y la tradición cristiana, tanto la razón y la experiencia como la tradición y la apertura a la transcendencia encuentran su centro de referencia en la Persona de Cristo y en el Misterio de Cristo, que se nos da al participar en la Iglesia, mediante el conocimiento y el amor, por la acción salvadora de la Trinidad.

Por ello, el encuentro con Cristo, la referencia a Él, la unión con Él, la identificación con su mente, con sus sentimientos y con sus actitudes de profunda y única solidaridad por todos y cada uno, son, en la perspectiva cristiana, el cauce para una vida plena, también moralmente hablando. La vida moral del cristiano es «vida en Cristo» y vida de la gracia (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, parte III.; cf. Pellitero, 2019, pp. 135-155).

Desde ese centro y con esas dimensiones se entiende la educación moral cristiana: la razón del cristiano, la experiencia cristiana, la tradición cristiana, la transcendencia entendida y vivida al modo cristiano. Todo ello es bien compatible con la visión de la persona que los autores cristianos heredaron de los clásicos, a la vez que la purificaron y perfeccionaron con las luces de la revelación cristiana.

Ramiro Pellitero, dialnet.unirioja.es/

 

Teología de la Resurrección

 

Escrito por Edouard Pousset

Publicado: 28 Mayo 2022

 

Introducción

La resurrección de Cristo comporta un hecho histórico y es acontecimiento para la fe. Entendemos por histórico aquel hecho del que se alcanza un conocimiento cierto por los métodos de la historia. Lo real abarca todo lo que ha sucedido y tiene más extensión que lo histórico. ¿Qué hay de histórico en la resurrección.

En primer lugar, para nosotros es histórico el testimonio de los apóstoles por el que proclaman que, después de su muerte, han visto vivo al Jesús con quien habían convivido. El contenido del testimonio: la experiencia en la que han visto y reconocido a Jesús resucitado, es considerada real por los apóstoles. ¿Hay ahí algo que pueda ser tenido por estrictamente histórico o se trata de una realidad sólo perceptible por la fe?

Anticipando, podemos responder lo siguiente:

1)    La resurrección, como acto de pasar de la muerte a la vida no es histórica y no puede ser verificada; es desaparición: el cuerpo del resucitado no pertenece ya al universo fenoménico. No se trata, pues, de la reanimación de un cadáver como en el caso de Lázaro.

2)    Podemos considerar histórico aquello que fue objeto de una constatación sensorial, es decir, la tumba vacía y  las apariciones, dos elementos por tratar mediante los métodos de la exégesis y de la historia.

3)    Los testigos de la resurrección han visto unos signos y en ellos han reconocido a Jesús como quien los producía. Hay, pues, dos tiempos bien marcados: la percepción de los signos y el acto de fe.

De los relatos evangélicos se deduce que, primeramente, los apóstoles perciben un signo sin reconocer a Jesús; a continuación, pasan de esta percepción a la fe por medio de una reflexión sobre su experiencia anterior con Jesús, iluminada ahora por las escrituras que él les interpreta. Como objeto de fe la resurrección plantea tres problemas: a) la génesis  de la fe de los testigos en la resurrección estudiada a partir de los datos de la crítica literaria e histórica; b) reflexión sobre la resurrección en sus dos aspectos: el fenoménico y el que trasciende la historia y solicita la fe. Si la reflexión sobre el primer aspecto no supone la fe, la consideración del segundo designa el objeto mismo de la fe y presenta al no creyente la cuestión que plantea el testimonio evangélico, junto con la respuesta que el mismo testimonio evangélico propone; c) la relación entre el acceso subjetivo al hecho y las estructuras objetivas del mismo. Esta relación se funda en el vínculo que hay entre Cristo y la naturaleza e historia. Habrá que esbozar una filosofía del cuerpo que permita formular la relación entre Cristo resucitado y la naturaleza, y  una teología de la libertad en la historia que exprese la relación entre Cristo resucitado y esta historia.

La antinomia hecho histórico-acontecimiento trascendente es superada por el acto de fe, pero el fundamento de esta superación no queda de manifiesto en la primera descripción de la génesis de la fe, ni en el análisis de las estructuras objetivas de la resurrección como hecho histórico y acontecimiento para la fe. El fundamento del acto de fe es el mismo misterio de Cristo. Este fundamento no puede ser desvelado  más que en la fe, pues no es legítimo confundir las razones para creer con el último fundamento de la fe. Estas razones aparecen al exponer la génesis de la fe en los primeros testigos, pero descansan en un último fundamento que no puede ser alcanzado más que cuando aquellas razones suscitan el acto de fe.

La resurrección: historia y fe

La realidad de la resurrección

Decimos que la resurrección de Jesús es una realidad y precisamos: hecho histórico y acontecimiento para la fe (incluso para quienes fueron sus testigos).

Lo real no coincide estrictamente con lo que es objeto de una experiencia sensible. Es adquisición definitiva de la filosofía que lo real es síntesis de cosa y pensamiento, de hecho y sentido; lo real no puede reducirse a la experiencia sensible ni a la abstracción.   El acceso a lo real comienza por el análisis crítico del hecho que es objeto de experiencia, penetrándolo hasta una última estructura que soporta este análisis. A partir de ahí debe comenzar un proceso de síntesis en el que se alcanza lo real concreto al captar el universo de relaciones emanadas de aquella última estructura alcanzada por el análisis. En la cosa aparece el pensamiento; en el hecho, el sentido.

Hay, pues, un doble criterio de realidad: la capacidad de resistir un análisis y la posibilidad de síntesis. Según este doble criterio, la resurrección es real porque el descubrimiento de la tumba vacía y las apariciones de que nos hablan los documentos soportan una crítica histórica razonable. En segundo lugar, la resurrección es real por razón de la coherencia que el método de la hipótesis comprehensiva hace aparecer en los hechos alcanzados por análisis, cuando son enfocados desde la perspectiva de la fe. Esta coherencia da razón del poderoso movimiento religioso que la fe en la resurrección ha desencadenado en la historia. A la luz de esta coherencia, dicho movimiento religioso es, a su vez, criterio. Por la correspondencia de estos dos criterios, la cuestión de la realidad de la resurrección puede ser zanjada en el sentido de la fe. Pero esta correspondencia no constituye un conjunto de razones necesitantes. Estas razones llegan a formar un círculo de necesidad sólo en virtud del acto  de fe que ellas solicitan pero que no producen, pues su coherencia se completa precisamente mediante este acto de fe.

La génesis de la fe en los testigos

La resurrección de Jesús es para la Iglesia motivo de fe, pues cree que Jesús es Señor porque ha resucitado. Pero antes de ser motivo de fe es objeto de fe, tanto para los primeros testigos como para los que escuchan su palabra. Se trata ahora de coordinar los momentos de la génesis de la fe en la resurrección.

1.    Jesús y sus discípulos en su vida y en su muerte

Después del exilio se dio una tensión entre el Israel agrupado en torno a sus sacerdotes  y al templo, pero privado de la independencia política, y el Israel de la antigua realeza davídica que permanece en el recuerdo y al que no se puede renunciar por formar parte de la tradición auténtica. Se trata de una tensión entre dos contrarios inconciliables, un Israel espiritual y un Israel terrestre. Lo que hará Cristo en su persona y en su obra es, precisamente, superar esta tensión. Por su muerte y resurrección, Cristo revela que ha unido estas dos realidades en su persona: es hombre salido de su pueblo, es el Hijo que viene de arriba.

La comunidad pre-pascual se forma a partir de la adhesión a Jesús quien, con sus obras, da testimonio de ser el Mesías del nuevo Israel anunciado por las escrituras. Pero esto no es aún la fe pascual. En esta primera fe hay un equívoco; en efecto, cuando Jesús anuncia la obra que le ha de revelar plenamente como Señor, a saber: su muerte y su resurrección, los discípulos se escandalizan. Y el equívoco permanece hasta el día de Pentecostés, cuando se llega a la unidad entre el Israel terrestre y el Israel espiritual por la adhesión al verdadero misterio de Jesús.

2.    Jesús resucitado y sus manifestaciones a los discípulos

La narración del hallazgo de la tumba vacía casi no juega ningún papel en la génesis de la fe de los discípulos; es un elemento que, aislado del conjunto del acontecimiento pascual, constituye un detalle de poca importancia para el historiador. Pero admitido el acontecimiento pascual por la fe, adquiere el valor de un signo negativo de la resurrección, y no se le puede reducir a una construcción sin fundamento debida a motivos apologéticos.

Por lo que toca a las apariciones, se tropieza a menudo con el apriori de que una aparición no puede ser más que alucinación colectiva y patológica. E. le Roy desarrolla la objeción resaltando los indicios de alucinación que se pueden observar en los textos evangélicos y les opone las siguientes observaciones (Dogme et critique, p 218):

1)    "Alguien ha creído primero, sin sugestión de otro, en la resurrección de Jesús. Aquí sería preciso hablar de autosugestión... Quedaría aún por comprender cómo una fe tan débil antes de la decepción pudo renacer tan exaltadamente después. Era un peligro mucho mayor predicar a Jesús resucitado que confesar en el momento de su proceso que se le había seguido".

2)    El elemento subjetivo constructor que interviene en una aparición, como en toda percepción natural, incluso el elemento patológico posible, que puede entrar en una actividad mental fecunda, no suprimen el valor de realidad objetiva de la percepción ni de la obra genial. ¿Por qué una aparición, aunque implique elementos de construcción subjetiva, no puede tener valor objetivo?

Al hablar del "valor objetivo" de las apariciones se quiere decir que éstas son reales porque los discípulos perciben al resucitado en virtud de una iniciativa que no viene de ellos sino del mismo resucitado. El examen intrínseco del contenido de las apariciones va a manifestar una coherencia propia de esta experiencia que da razón de su verdad objetiva. Al analizar la génesis de la fe de los discípulos en la resurrección vemos, en primer lugar, que la experiencia no está situada en el plano psicológico; se parece a las experiencias místicas que presenta la historia de la Iglesia por su sobriedad en la toma de conciencia refleja de los procesos psíquicos, a través de los cuales Dios llega a ser objeto de experiencia. Pero la experiencia de la resurrección se distingue de las experiencias místicas comunes en que comporta una experiencia predominante de Cristo en su cuerpo al nivel de los sentidos. Además los sujetos de esta experiencia son los que habían conocido a Jesús antes de su muerte. Podemos, pues, decir que las apariciones muestran a los miembros de la comunidad pre-pascual la continuidad entre la vida mortal y la existencia espiritual de Jesús.

Precisemos la génesis de la fe en la resurrección. Un primer momento está constituido por el encuentro con Jesús en su vida mortal. El segundo momento es la experiencia de   la muerte de Jesús. Los discípulos pierden la fe en su mesías crucificado y en el Padre y se dispersan (cfr. Emaús), aunque continúan siendo los que se adhirieron a Jesús. Las manifestaciones del resucitado constituyen el tercer momento. En primer lugar, provocan incredulidad. Jesús se presenta y no es reconocido: sobre este punto los testimonios evangélicos concuerdan. Y ello se debe a que Jesús resucitado no puede ser reconocido por los sentidos naturales. Es un signo que irrumpe en el mundo natural, pero signo de un ser que el mundo natural no puede ya contener. El paso a través de la muerte implica un acto de libertad soberana frente a la naturaleza y la historia. Únicamente se le puede reconocer situándose, con la propia libertad, frente a esta libertad soberana. Es Jesús mismo quien les conduce al punto en el que brotará este acto de libertad, haciéndoles caer en la cuenta de que los profetas anunciaron el sufrimiento  y la muerte del Mesías. La transformación de su fe hace que la muerte de Jesús y las condiciones no meramente naturales de la manifestación del resucitado pasen, de ser obstáculos, a ser motivos de la fe.

La presencia del resucitado hace renacer la fe de los discípulos y ésta les permite reconocer a Jesús; la presencia reconocida confirma y fundamenta su fe. La fe es necesaria para reconocer a Jesús resucitado, pero sólo Jesús resucitado puede hacerla nacer. Mas la fe no es anterior a la visión del resucitado, pues es la presencia de éste lo que suscita la fe. Tampoco es anterior la visión, pues la fe pre-pascual es previa y la sola percepción del signo no produce la fe. Y esta relación visión-fe no cae en un círculo vicioso, pues hay un tercer término gracias al cual se relacionan: Jesús presente.

La fe en el Señor y en el Padre que lo ha resucitado precisa de un paso más para ser la fe perfecta. Este paso se da en la ascensión, cuando se supera toda dependencia de un signo particular y se entra, en Pentecostés, en la fe según el Espíritu.

El hecho histórico y el acontecimiento para la fe

El dogma de la resurrección contiene dos afirmaciones. La primera es que Jesús resucitado ha entrado en la vida de Dios de la que se había despojado al encarnarse, y que su cuerpo participa de esta vida. La segunda afirmación dice que la resurrección, además de ser una realidad trascendente, comporta un hecho histórico.

De la percepción del signo al reconocimiento de fe

Entre estas dos afirmaciones parece que hay contradicción; y se presenta un problema que puede ser definido por la oposición entre dos elementos: histórico-fenoménico y transhistórico-trascendente. Se supera la oposición al ver la correspondencia entre estos dos elementos y los dos momentos de la génesis de la fe de los testigos: percepción de un signo, reconocimiento de fe. La distinción entre estos dos momentos y la posibilidad de pasar del signo a la fe por la mediación de Jesús presente (que les hace reflexionar sobre los años vividos con él), son las condiciones del acto de fe, anteriormente al cual no se puede captar la unidad de ambos momentos.

Sin la fe, los signos tienden a desmoronarse (se negará, por ejemplo, la tumba vacía como hecho histórico). La fe actúa sobre los signos revelando su coherencia y solidez. Pero no puede caer en el extremo de sobrevalorar los datos históricos, como si el significado del dato fuera perceptible sin la mediación de la fe. En tal caso, la tumba  vacía y las apariciones se verían como pruebas de la resurrección, la cual quedaría entonces reducida a una realidad histórica, sin que el acto de fe fuera necesario para identificar al resucitado.

La historia positiva puede llegar a admitir la historicidad de los datos alcanzados por análisis crítico. Pero con ello sólo se ha recorrido una parte del camino: hay una cuestión planteada (por la tumba vacía), se propone una respuesta (en las apariciones). Para llegar a unir con sentido los dos elementos es preciso recurrir al método de síntesis, el cual, mediante una hipótesis, trata de dar coherencia a los datos históricos como paso intermedio entre la constatación del dato y el reconocimiento de su sentido en el acto de fe. Esta hipótesis es una especie de construcción propuesta por el historiador; no es reagrupación de hechos, sino intuición que avanza hacia su sentido. El paso de hipótesis a tesis es a la vez discontinuo (supone un acto de libertad) y continuo (la libertad halla en la misma hipótesis las razones para su acto). La síntesis hipotética no agota las implicaciones mutuas entre el hecho histórico y su sentido, el cual, en el caso de la resurrección de Jesús, no es plenamente percibido más que por el acto de fe. La reagrupación de los hechos, según una intuición directriz que propone el sentido, invita a producir el acto simple de la captación global. No realizarlo es quedar en la duda respecto del sentido. El agnosticismo es, en este caso, una posibilidad; pero, dada la presencia de la fe de la Iglesia, que exige una explicación, no se puede mantener a la larga. El historiador debe reconstruir entonces la génesis de la fe según las perspectivas   de la incredulidad, llegando a una coherencia propia.

En el acto de fe se capta la unidad de la resurrección como hecho histórico y realidad trascendente. La resurrección queda situada así con respecto al ser natural (la tumba vacía implica una transformación misteriosa del cuerpo) y con respecto a la historia humana (en las apariciones se relacionan la libertad divina con libertades humanas). A partir del plano de la historia humana, la resurrección aparece como realidad trascendente al ser iluminada por las escrituras (historia sobrenatural); la resurrección se ve entonces como una acción de Dios en favor de su Ungido y de su pueblo.

Significado de la Resurrección

El aspecto histórico y el aspecto de realidad trascendente de la resurrección sólo se pueden unir en el acto de fe, de cuyo fundamento objetivo vamos a tratar ahora. En la primera parte vimos las razones para creer: estas razones son un camino hacia la  fe, pero no su fundamento. El misterio de Cristo, muerto y resucitado, constituye el fundamento de la fe; y ahora vamos a hablar de ello en función de nuestro acto de fe.

Es verdad que no podemos decir nada de la resurrección en cuanto es vida de Cristo en Dios: esto es algo absolutamente inefable. Pero sí que podemos hablar de la resurrección considerada de cara a nosotros: Cristo resucitado está, en cuanto tal, en relación con nosotros y con nuestro mundo. ¿Cuál es esta relación? Esto es lo que nos ocupará ahora. Vamos a esbozar una teología de la resurrección, lo cual supone, a su vez, una justa concepción del cuerpo.

Elementos para una definición del cuerpo

El cuerpo animado de un hombre se puede entender, en cuando es un centro de relaciones, como el mismo universo a partir de un centro individualizado. Este centro es cada uno como persona, sujeto singular capaz de reflexionar, decidir y actuar. Este centro está particularizado por las características físicas y psíquicas  propias de cada uno. Finalmente, este centro se universaliza al hacerse un nudo de relaciones con todo  el universo. La singularidad del sujeto es mediación entre la particularidad y la universalidad en cuanto el sujeto se decide a utilizar sus características particulares como medio para relacionarse con el universo. Tal es el sentido de mi libertad: salir de la propia subjetividad singular y ponerse en relación con la naturaleza y con los otros. La particularidad del sujeto es, a su vez, una mediación entre el sujeto singular y el universo. Y podemos decir que la persona no se decidiría a este uso determinado de su particularidad si no hubiera en ella una anticipación de lo universal en forma de imágenes, ideas o deseos.

Esta relación de lo singular, lo particular y lo universal teje la historia individual y colectiva del hombre. Esta historia, destruida por la muerte, es restaurada y transformada por la resurrección, de modo que el hombre resucitado debe pensarse también como dotado de singularidad, particularidad y universalidad.

A la muerte del hombre, lo que se coloca en la tumba no es sólo un agregado de células en descomposición, es también una historia ya acabada y marcada siempre por el pecado. Precisamente por el pecado, el espacio se ha experimentado no como posibilidad de buen orden entre los cuerpos, sino como separación; y el tiempo no ha sido ocasión de entendimiento y armonía, sino de malentendidos. Por el pecado, la oposición entre seres distintos se convierte en enfrentamiento y exclusión, la simple exterioridad natural de los cuerpos se convierte en opacidad de individuos que se rehúsan mutuamente.

Principio fundamental

Nuestra reflexión estará dirigida por el siguiente principio: el Hijo de Dios se encarna para unir a todos los hombres en la unidad de su cuerpo. Por tanto, toda la realidad de Cristo tiene que ver con nosotros; pero hay una distinción entre lo que sucede en Cristo    y lo que Cristo es para nosotros. La mañana de pascua, Cristo resucitado entra en su gloria reconciliando en él todo el universo. Esta reconciliación, cumplida ya en Cristo, sólo se da en los discípulos a medida que, renacida su fe, constituyen la Iglesia naciente, primicias de la reconciliación universal en Cristo.

¿En qué consiste la resurrección?

En una primera aproximación hemos de decir que la resurrección del cuerpo de Cristo no consiste en la reanimación de un cadáver. Resucitar es entrar en la vida divina a través de la muerte, en una vida de la que participa el cuerpo que ya es cuerpo espiritual, según Pablo. En esta expresión, "cuerpo" no indica algo groseramente material, ni por "espiritual" se entiende lo que pertenece al mundo de lo pensado. "Espiritual" incluye y supera lo físico, e indica que el cuerpo de Cristo participa de la vida según el Espíritu Santo. La desaparición del cadáver es signo de la transformación radical del cuerpo de Cristo. Pero, según la concepción que se expuso más arriba, el cuerpo es un centro de relaciones con todo el universo. Por tanto, con el cuerpo de Cristo es todo el universo lo que queda transformado en Dios.

El creyente no alcanza esta renovación de su vida al menos en la medida en que no está confirmado en su fe. Conforme su fe progresa, el cristiano ve más el universo según esta renovación y la vive más, hasta llegar al progreso absoluto en la fe, que alcanza cuando muere en Cristo y se afianzará así definitivamente en el cuerpo de Cristo resucitado. Esta renovación de los cristianos por la fe se da especialmente por su unión en una comunidad fraternal en la que reina al menos una cierta reconciliación.

El cuerpo y la libertad

La siguiente reflexión se funda en el dato revelado del señorío universal de Cristo y utiliza un principio: la historia de la salvación es la historia de las libertades humanas y  de la Libertad divina. Cristo es libre en su anonadamiento, en su resurrección y en su glorificación. El hombre es libre en su pecado, en su conversión y en su participación en el misterio de Cristo. Si, por su encarnación, Cristo asumió una carne de pecado y quedó sometido a las leyes del universo, por la resurrección vino a ser libre respecto de las condiciones naturales de la existencia y de las consecuencias del pecado. Cristo se manifestó a los discípulos a fin de suscitar en ellos la fe que les haría participar de su libertad de resucitado.

La tumba vacía

Cristo, al resucitar, recobra su cuerpo particular conteniendo en él al universo. El universo se convierte así en un movimiento de íntima comunicación de todas las partes entre ellas mismas y con el todo. Este movimiento constituye la presencia de Cristo en el universo y del universo en Cristo. Pero como los hombres permanecen en las separaciones y divisiones propias de un mundo marcado por el pecado, Cristo resucitado desaparece a sus ojos. Esta desaparición supone una ruptura en la cadena de fenómenos naturales, lo cual es inadmisible para el que no se deja llevar por la fe.

La ciencia, fundada en la afirmación del determinismo universal de los fenómenos (encadenamiento estricto de causas y efectos), intenta hallar coherencia en la experiencia común -caótica a primera vista. Pero este determinismo (válido como método de investigación) niega la libertad humana y somete al hombre a fuerzas objetivas opresoras cuando se lo erige en el único principio de interpretación de la realidad.

Por su resurrección Cristo queda libre respecto de este determinismo pero no para habitar en un mundo fantástico y arbitrario, sino para entrar en la coherencia superior de la vida y la libertad del reino de Dios. El sepulcro vacío es signo de ello. Si el cadáver de Cristo hubiera quedado en el sepulcro, el determinismo quedaría constituido como explicación integral del universo; pero faltando un eslabón a la cadena de causas y efectos, el hombre queda invitado a buscar el sentido de su vida y de su libertad más allá de la sucesión de fenómenos naturales: en Jesús vivo, centro y principio del orden nuevo.

El sentido de la historia producida por la libertad del hombre no puede surgir más que de un fin de la historia en el que se unan naturaleza y libertad. La dialéctica hombre- naturaleza, superada momentáneamente por el trabajo, resulta equívoca si se concibe sin fin.

Cristo da sentido a esta dialéctica porque asumió efectivamente en su vida la naturaleza y la libertad, como comienzo en su encarnación y como fin en su resurrección. La historia del mundo es asumida por la historia del pueblo que él suscita por la fe; la naturaleza es asumida por su cuerpo desaparecido del sepulcro.

Si el cuerpo depositado en el sepulcro permanece allí, la naturaleza no es integrada en la Vida y la condición natural queda disociada de la existencia sobrenatural, lo cual es contrario a la encarnación. El modo como acontece la resurrección queda dicho por las palabras de Pablo: "se siembra ignominia, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fuerza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual" (1Co 15, 43-44).

Si se afirma que el cuerpo de Cristo resucitado es el universo, resulta incoherente afirmar que su cadáver permanece en la condición de cadáver. Se piensa su cuerpo según las categorías de singularidad (Cristo como sujeto) y universalidad (su cuerpo es el universo), pero se deja de lado la particularidad de su cuerpo, que también es esencial. Con ello queda sin explicar cómo la persona del resucitado no se disuelve en el cosmos. Algunos reducen la particularidad a la memoria; pero esta reducción, que no tiene en cuenta el cuerpo del resucitado, cae de nuevo en la dicotomía de considerar la historia humana como asumida por la resurrección, quedando la naturaleza sin ser asumida, lo cual es contrario a la resurrección.

Sostener que el cuerpo individual de Cristo ha resucitado, no significa aferrarse a una representación según la cual la resurrección pondría al cuerpo individual aparte del resto del cosmos. La resurrección recobra el cuerpo individual como cosmos entero, pero particularizado en un hombre. El cosmos es una unidad, pero con tantas modalidades como hombres por resucitar. El cuerpo de Cristo resucitado es, pues, el universo entero pero individualizado por la particularidad de su cuerpo; y esto se puede decir también de nuestra propia resurrección.

Cristo puede situarse a voluntad en el determinismo, precisamente porque por su resurrección lo ha vencido y ha obtenido la libertad sobre él. Por lo mismo, Cristo puede manifestarse en el mundo natural y humano. Y esto es lo que hace al manifestarse a sus discípulos en las apariciones.

Las apariciones

Esta nueva inserción de Cristo en el universo comporta las características de su soberanía (no necesita entrar para estar en el cenáculo). Cristo resucitado está en relación sin distancia con todo ser; sin embargo, cuando se aparece a los discípulos se da una cierta opacidad y resistencia al contacto de los sentidos. Para los discípulos, las apariciones tienen el carácter de una relación sensible, propia del mundo anterior a la resurrección. Esta imperfección de la relación constituye la historicidad de las apariciones.

Los relatos de las apariciones no reflejan la imaginación de los primeros cristianos que se complacen en lo maravilloso, sino el conflicto entre la libertad de los imperfectamente creyentes y la libertad de Cristo resucitado. De ahí su ambigüedad: son acontecimiento natural y manifestación de lo sobrenatural; son una concesión a la condición aún natural de los testigos que no puede ser más que transitoria. Las apariciones corresponden al paso de la fe muerta a la fe perfecta que ya no necesita de las apariciones para adherirse al Hijo de Dios. Acabado el tiempo de las apariciones comienza en Pentecostés el tiempo de la fe pura, propia de los liberados de sus pecados pero que viven aún en las condiciones de vida natural y pecadora.

Nacimiento y desarrollo de la Iglesia

Por la fe en el misterio pascual nace la comunidad en la que se comienza a vivir el misterio de la total reconciliación. En ella los discípulos verifican el misterio de la resurrección de Jesús. Se puede decir que el nacimiento de esta Iglesia, que confiesa y anuncia el kerigma, es la resurrección de Jesús, con tal que se comprenda que la resurrección personal de Jesús en su cuerpo es el principio de este nacimiento.

Después de la ascensión, Cristo no está ya presente en una manifestación particular.  Cristo es la vida de la Iglesia y promesa de vida para el mundo; es el centro  y principio  en quien todos se conocen y se reconcilian haciéndose hermanos; y su cuerpo resucitado es la transparencia y el medio en el que tiene lugar esta relación.

El que vive de esta fe accede a la alegría de amar como Cristo ama y descubre que ya no hay  que elegir entre Dios y las criaturas: del amor de Dios brota el amor a las criaturas,    y éstas remiten a Aquél. Ser pobre con Cristo y en él poseerlo todo. Ser hermano universal que sirve como Cristo sirvió. Abandonarse a la voluntad de Dios, y participar del mismo sufrimiento de Cristo. Esto es ser resurrección entre los hombres.

Edouard Pousset, en seleccionesdeteologia.net/

      

Sin Dios y sin familia, destrucción y muerte

No nos cansemos de educar para la fraternidad

 

cathopic_Carlos Daniel

El cardenal Felipe Arizmendi, obispo emérito de San Cristóbal de Las Casas y responsable de la Doctrina de la Fe en la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), ofrece a los lectores de Exaudi su artículo semanal titulado “Sin Dios y sin familia, destrucción y muerte”.

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MIRAR

Estamos impactados por tanta violencia, dentro y fuera del país. Las masacres perpetradas por jóvenes en los Estados Unidos, así como el intento de copiarlas por parte de adolescentes y niños de nuestras escuelas, nos hacen cuestionarnos: ¿Qué nos ha pasado, que hemos llegado a tanta degradación? Siempre ha habido crímenes y guerras, pero como que estamos cayendo en niveles incontrolables.

Muchos de los miembros de cárteles y de grupos criminales, entre nosotros, se consideran creyentes, la mayoría católicos; son muy devotos de la Virgen y de algunas imágenes de su región. Sin embargo, su conducta es totalmente contraria a la fe que dicen profesar. Si en verdad tuvieran en cuenta a Dios, su vida sería muy diferente.

Muchos de ellos proceden de familias desintegradas, con ausencia de un padre que les haya inculcado el trabajo, la honradez, el respeto a los demás, o con una madre muy consentidora que nunca les impuso una sana disciplina, que no les educó para la sana convivencia social, para la solidaridad con los pobres, para la vida en comunidad.

A esto hay que sumar la degradación que ha permeado instituciones de la sociedad que hacen cuanto pueden para restarle valor a la vida y a la familia, como si éstas fueran cosas del pasado. Es muy lamentable, por ejemplo, que nuestra Suprema Corte de Justicia haya declarado inconstitucionales algunos artículos de legislaturas locales que defienden la vida desde la concepción. Dice la Corte que los Estados no tienen facultades para definir cuándo empieza la vida humana y qué es persona; y que, por tanto, es legal abortar, como un derecho de la mujer. Nuestra Corte debería ser de Constitucionalidad, no de Justicia, pues está legitimando una grave injusticia, que es destruir una vida humana que ya es una realidad desde la concepción. Si no se respeta la vida del débil e inocente en el seno materno, ¡de qué nos extrañamos si hay tanta violencia, destrucción y muerte en la vida nacional!

DISCERNIR

El Papa Francisco, en un discurso a una organización judía, dijo: “Nuestra memoria espiritual común, atestiguada por las páginas de la Sagrada Escritura, nos remonta al primer acto de violencia, cuando Caín mató a su hermano Abel. «Entonces el Señor dijo a Caín: «¿Dónde está Abel, tu hermano?». Él respondió: «No lo sé». ¿Soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). Caín niega conocer el paradero del hermano que acaba de matar con sus propias manos, no se preocupa por él: la violencia siempre tiene como compañeros la mentira y la indiferencia

 ¿Dónde está tu hermano? Dejémonos provocar por esta pregunta, repitámosla a menudo. No podemos sustituir el sueño divino de un mundo de hermanos por un mundo de hijos únicos, violentos e indiferentes. Frente a la violencia, frente a la indiferencia, las páginas sagradas nos devuelven al rostro del hermano, al «desafío del tú». La fidelidad a lo que somos, a nuestra humanidad, se mide aquí: se mide en la fraternidad, se mide en el rostro del otro.

En este sentido, la Biblia destaca las grandes preguntas que el Todopoderoso dirige al hombre desde el principio. Si a Caín le preguntó: «¿Dónde está tu hermano?», a Adán le preguntó: «¿Dónde estás tú?» (Gn 3,9). Los paraderos se conectan: uno no puede encontrarse a sí mismo sin buscar al hermano, uno no puede encontrar al Eterno sin abrazar al prójimo.

En esto es bueno que nos ayudemos mutuamente, porque en cada uno de nosotros, en cada tradición religiosa, así como en cada sociedad humana, existe siempre el riesgo de albergar rencores y alimentar contenciones contra otros, y de hacerlo en nombre de principios absolutos e incluso sagrados. Es la tentación mentirosa de la violencia, es el mal agazapado a la puerta del corazón (cf. Gn 4,7). Es el engaño según el cual la violencia y la guerra resuelven las disputas. En cambio, la violencia siempre genera más violencia, las armas producen muerte, y la guerra nunca es la solución sino un problema, una derrota.

Por eso -continúa el relato del Génesis- «el Señor impuso una señal a Caín, para que nadie que se encontrara con él lo golpeara» (v. 15). Esta es la lógica del Cielo: romper el ciclo de la violencia, la espiral del odio, y empezar a proteger al otro, a todos los otros. Os deseo que sigáis con esta intención, que sigáis protegiendo a vuestras hermanas y hermanos, especialmente a los más frágiles y a los olvidados. Podemos hacerlo juntos: podemos trabajar por los más pequeños, por la paz, por la justicia, por la protección de la creación” (30-V-2022).

ACTUAR

Padres de familia, educadores, catequistas, pastores, no nos cansemos de educar para la fraternidad, desde la casa y la escuela, hasta los grupos, la parroquia, los medios de comunicación, inculcando la fe en Dios, las prácticas religiosas, junto con el respeto por los demás, la solidaridad con los más necesitados, la unidad de la familia por encima de todo. A su tiempo, cosecharemos una vida más tranquila, una sociedad más armónica, una paz social que todos colaboramos a construir.

 

El verdadero progreso

Nada más contrario al genuino origen de la Unión Europea que ese asalto al derecho a la vida. La aceptación social del aborto ha ido calando poco a poco y convirtiéndose en el caldo de cultivo que las diferentes legislaciones iban necesitando. Sin embargo, el verdadero progreso es aquel que no solo no da la espalda a sus raíces, sino que se cimienta sobre ellas. Es en el cristianismo donde se hallan las raíces comunes del viejo continente, que ahora necesita -como alentaba en 1982, en aquel histórico discurso en Santiago de Compostela, san Juan Pablo II- volver a encontrarse a sí mismo, no renunciar a aquello que precisamente hicieron gloriosa su historia y benéfica su presencia en los demás continentes, y entender que volver a ser brújula para un mundo que ha perdido el norte. El futuro de Europa pasa así por recuperar la unidad, que es sobre todo, una unidad espiritual, donde están en juego la misma vida y la libertad de cada persona.

Jesús D Mez Madrid

 

Todos sufrimos con Ucrania

Putin fue negando a todos que tuviera la intención de invadir Ucrania. Engañó a todos los líderes y gobernantes que hablaron con él. El 24 de febrero inició una invasión que nos cogió desprevenidos, confiados, engañados, pese a que el inmenso ejército ruso posicionado desde hacía semanas en la frontera lo hacía temer.

Había otras guerras ya declaradas, hay otras guerras, en continentes diversos. Sin embargo, la de Ucrania la ha comenzado un dictador de una potencia mundial, que previamente pactó con China un “manos libres” para ambas potencias, de apoyo o respeto mutuo, que de todo hay. Y Rusia, potencia mundial venida a menos, inició la locura bélica, con afán expansionista, que había iniciado en 2014 con la anexión de Crimea y la comunidad internacional se mantuvo pasiva.

Todos sufrimos con Ucrania. Es una guerra en Europa, con un balance ya estremecedor: 6 millones de refugiados, ciudades y pueblos arrasados, tal vez un millón de ucranianos deportados a Rusia, decenas de miles de muertos, crímenes de todo tipo contra la población civil- con un ensañamiento, crueldad y torturas que inundan diariamente, por desgracia, las noticias que recibimos -, una Ucrania devastada para la que harán falta 600.000 millones (calculada por los daños actuales).

¿Bajas rusas? Se habla de más de 20.000 soldados muertos, ingente material bélico destrozado. Somos conscientes de que la desinformación y la propaganda de Rusia siempre ha sido una seña de identidad desde que llegó el comunismo…  y sigue ahora, cuando un exKGB como Putin lleva las riendas del país.  Las cifras que ofrece Ucrania también admiten reservas pero menos, porque la comunidad internacional visita las ciudades de las atrocidades, viaja a Kiev, y está ayudando a Ucrania.

Pedro García

 

No existe. Punto

No existe un derecho al aborto. La sentencia del caso Roe vs Wade que convirtió en 1973 a la justicia norteamericana en último árbitro en este asunto se fundó sobre un razonamiento “extraordinariamente débil”. Esto dice, en esencia, el borrador de sentencia del Supremo de EE.UU.

En ningún momento se habla del derecho a la vida, ni de la condición humana del embrión, o de las evidencias aportadas por los avances de la ciencia en estos últimos 50 años. El borrador simplemente desmiente que pueda hablarse de un “derecho al aborto” y devuelve la decisión sobre la penalización o no de esta práctica al ámbito político de cada estado, como sucedía hasta 1973. Los ciudadanos tendrán que avalar con su voto unas posturas u otras. Visto lo cual, cuesta entender el revuelo en sectores del Partido Demócrata Americano y, no digamos ya la onda expansiva a este lado del Atlántico.

Jesús D Mez Madrid

 

El segundo país de la UE

España es el segundo país de la Unión Europea con menor número de nacimientos. El informe de Eurostat, publicado el primer fin de semana del mes, no deja lugar a la duda: en nuestro país, cada mujer tiene una media de 1,19 hijos y espera hasta los 31,2 años para empezar a tenerlos. Mientras que la tasa de fecundidad mínima, es decir, la necesaria, sin tener en cuenta la inmigración, para que una población no disminuya, es de 2,1 hijos, en el año 2020, cayó en Europa hasta los 1,5 hijos por mujer.

Es un hechos que cada vez con más frecuencia oímos soflamas contra una hiperpoblación, a la que habría que ponerle freno y que se presentaría como remedio para casi todos los males que nos asolan. La realidad es bien distinta. En primer lugar, un hecho complejo no puede despacharse con respuestas simples, trufadas, de ideología. Es cierto que los condicionantes económicos y sociales pueden dar respuestas parciales, pero no lo pueden explicar todo.

Juan García. 

 

Música Andalusí y  los estruendos actuales

 

            Andalucía es “tan vieja” en la cultura occidental, que en nada tiene que envidiar a la que se desarrolla al otro extremo del Mediterráneo; tan es así, que hasta en la Biblia hay datos de relaciones, entre el Rey Salomón y aquel mítico reino, de los Tartessos o “Tarsis”. Los judíos vinieron aquí y se establecieron, antes de que llegaran cartagineses y romanos. La actual ciudad de Cádiz (antes Gadir) ya pasó en su longevidad de los tres milenios; de todos esos enormes “trasiegos”; los judíos sefardíes ya atesoraron esa muy agradable música “andalusí”, que enriquecida con el canto del viejo “castellano”, con sus muy dulces matices, imagino que reúnen un conjunto único en el mundo; y que como suele ocurrir en esta “peculiar” España; aquí queda poco o casi nada y menos se fomenta como un tesoro nacional, ya que aquí fue su crisol, hasta la expulsión injusta de aquellos judíos sefardíes, a quienes sin embargo debemos su conservación, así como su idioma (“el ladino”) que tuvieron que conservar, para su propio control y relación entre las muchas “colonias”, que aquel éxodo produjo en 1492; lo que por su importancia hoy es una lengua oficial en el moderno estado de Israel; hoy les hablo de todo ello y lo hago con gran satisfacción, por cuanto tengo la facilidad, de que, “yo no me encuentro extraño en ningún lugar donde haya estado y de ahí ese hecho feliz disfrutado por mí y mi esposa en el Marruecos de 1993”, del que escribí un libro, que como tantos otros está en mis archivos y sin editar.

            Visitamos un grupo de “jiennenses” ese “otro mundo”, cuál es el africano y marroquí, en la que fuera, “Semana Santa del año 1993” y donde ocurrió lo que hoy cuento:

            Nos encontramos en la vieja ciudad de Fez, en su mañana de “viernes santo cristiano”; estamos muy cansados de andar por ese dédalo que conforman las tortuosas y muy estrechas calles de la medina de esta gran ciudad, y en la que como en “el relato del Minotauro nos perderíamos todo el grupo si no fuera por los varios guías que nos acompañan, capitaneados todos por el buen profesional turístico que fue Carlos en aquel y tantos otros viajes turísticos.

            Llega la hora de comer y lo haremos en la medina y en el denominado "Palacio Al Firdaus", el que ha sido convertido en restaurante para grupos turísticos y donde se nos ofrece un menú típicamente marroquí, compuesto de varios platos y en el que destacan los "pinchos morunos" y un pastel de carne, denominado "pastila", el que resulta excelente. La comida ha resultado la mejor y más abundante de todas cuantas hemos realizado en el largo recorrido que llevamos, puesto que ni ha faltado el vino, ni el té, ni abundante dulcería, aparte de que este "largo" menú, ha sido amenizado con música "andalusí" (considerada aquí, música clásica) y que ha interpretado un grupo compuesto por cuatro músicos, los que situados en un pequeño estrado en el salón principal o central del palacio, el que junto a otras dependencias anexas y de menor tamaño, sirven de comedores. También y al final de la comida, se realiza un simulacro de boda marroquí, para la que han elegido a una pareja de recién casados que viaja con nosotros formando parte del grupo (estamos aquí varios grupos y estimo que somos más de doscientas personas) para lo que han caracterizado a ambos cónyuges con los atuendos propios de estas ceremonias y en los que destacan los de la novia, a la que suben en unas "andas" y la pasean por el gran salón, portada por cuatro "sirvientes" femeninos; todo lo cual crea un ambiente simpático y muy agradable de vivir y lo que también ocasiona el clásico jolgorio y contento de todos cuantos allí nos encontramos. A continuación aparece y actúa... un original "danzarín", el que con una bandeja metálica sobre la cabeza y en la que se encuentran cuatro vasitos llenos de té y dos trozos de velas encendidas, realiza docenas de contorsiones y movimientos en diferentes posiciones (da vueltas, danza, se arrastra por el suelo, etc.) sin que en el considerable tiempo en que actúa, se derrame ni una sola gota de té, ni se le apaguen las velas, por lo que es enormemente aplaudido. Al final surge en escena una bella y "robusta" danzarina y nos obsequia con las voluptuosas danzas denominadas... "del vientre"; y todo ello, igualmente acompañado por la citada música, que incansablemente interpreta la pequeña orquesta citada; y todo lo cual, llega a crear un peculiar ambiente cálido, en estas estancias palaciegas, las que decoradas al estilo más típico de este país, se encuentran en unas agradables penumbras, que proporcionan lámparas apropiadas y la luz natural del día, que "por alguna parte se filtra"; todo ello llega a crearnos una sensación francamente agradable y feliz, por lo que hay que felicitar efusivamente a quienes han conseguido, tan magnífico atractivo turístico en este encantador lugar, al que auguro "muy larga vida", si lo saben mantener y cuidar.

            Por otra parte, la sobremesa, ha sido larga y agradable; hemos podido incluso fumar tranquilos y es claro que todos salimos muy satisfechos, por esta gratísima sorpresa y la que no podremos olvidar por muchos años que nos queden de vida, ya que el precio pagado (seis mil pesetas por persona) lo considero compensado con largueza y por cuanto hemos disfrutado.

            Volvemos a recorrer la medina y "nos perdemos y mareamos" en este dédalo de callejuelas; subidas y bajadas por estas pendientes vías urbanas, que nos servirán para hacer una total digestión de tan copiosa comida como hemos disfrutado.

             Nos llevan a conocer uno de los múltiples talleres de artesanía de los metales y en el que predomina el bronce en múltiples realizaciones; allí... "unos compran, otros no".

             Después visitamos la entrada y patio de "abluciones" de la "medersa" (escuela coránica) de "Bounania" (ó Bu-Anania) y que data del año 1.350-55 de nuestra era y en cuyo interior existe una (igualmente famosa) mezquita (es viernes y coincide con nuestro "viernes santo", es igualmente día grande de oración, para el musulmán) en la que existe una gran afluencia de "creyentes" de todas las edades y de ambos sexos.

              Pasamos también por la entrada de la denominada... "Gran Mezquita", en la que ocurre igual que en la anterior y tampoco nos es permitido entrar en ella, por lo que tenemos que conformarnos con apreciar tan grandiosa obra, desde fuera y sin que nadie nos moleste en absoluto. Seguimos recorriendo este "enorme mundo, formado por esta vieja medina", que en realidad es "una ciudad dentro de otra ciudad" y el que resulta muy complicado para nosotros, que procedemos de "un diferente mundo".

            Y así iremos agotando tan grandioso día de turismo, del que terminaremos rendidos al subir al autocar, que nos lleva de regreso a nuestro hotel en la ciudad de Mequinez… Terminamos la "larga carrera" y llegamos casi "derrengados" al autocar. Son las seis de la tarde, cuando emprendemos el regreso hacia Mequinez, donde llegamos a las siete quince y ya anocheciendo, por lo que el corto recorrido que efectuamos por la misma, no nos permite ver gran cosa de ella, salvo el que se encuentra concurridísima y es "un hervidero de gentes". Hemos visto una parte de sus murallas y una panorámica (muy bella) desde un lugar de las afueras y desde donde se dominan, "docenas de minaretes o alminares de las muchas mezquitas que existen" y poco más y... "nos vamos a cenar y dormir pues estamos cansadísimos" y ello es fácilmente comprensible, pues han tratado de que veamos en un día... "Lo que necesitaríamos una semana para ver, medianamente bien visto"... pero... ¡Oh el turismo moderno!

            Pero esta jornada de verdadero y cultural turismo, necesita los siguientes anexos.

            “SOBRE LA MÚSICA ANDALUSÍ:

En Marruecos basta con salir a la calle y escuchar a los músicos…

Su tradición nos permite retroceder en el tiempo para oír cómo fue, con su variedad de sonidos, la música andalusí; la misma música que se hacía en la Edad Media aunque, lógicamente, ha ido acumulando matices con el paso del tiempo.

Mientras la música medieval europea permanece guardada en museos y bibliotecas, oculta en libros y tratados, o enunciada en la iconografía y en los códices de la época, en el mundo árabe, más concretamente en el Magreb, la música antigua vive todavía en la calle, se trasmite de padres a hijos en su forma más pura y tradicional, y la gente la conoce y la siente.

No podemos determinar con precisión la fecha en la que la música andalusí hace su aparición en Marruecos, pero probablemente las ciudades del norte del país conocían este arte desde principios del siglo X.

A falta de documentos escritos, no es fácil saber hasta qué punto la música andalusí es fiel a la que se escuchaba en el antiguo Al-Ándalus, pero se suele afirmar que conserva su carácter original, ya que Marruecos ha preservado su patrimonio musical de la poderosa influencia de la música turca y de los principales centros artísticos de oriente.

La música de Al-Andalus se relaciona con todo lo que embriaga: los instrumentos interpretados con virtuosismo, las copas de vino y licores en lenguaje figurado o real, el embeleso de jardines perfumados, el enamoramiento arrebatado y la amistad efusiva.

La música de Al-Andalus

La música es sin duda una de las artes más hermosas que nos lleva a conocer el sentir de un pueblo, y en la cultura árabe-islámica constituye junto con la poesía una de las formas de expresión más importantes de su civilización.

El artista árabe encontró en la música y la poesía esa evasión que le permitiría plasmar el genio que encerraba en su interior, de ahí que su patrimonio musical sea una de las más bellas huellas que ha ido dejando a través de su andadura histórica como un auténtico museo oral.

Dentro de este patrimonio, la música andalusí, dadas sus características, es un hecho cultural imprescindible para el conocimiento de la civilización árabo-islámica en su rama hispano-árabe.

La música andalusí que se considera patrimonio de Andalucía es la música que hicieron los musulmanes en la Península Ibérica durante los años de dominación islámica (711 y 1492) y la posterior época de presencia morisca (1492- 1609). No obstante, tenemos que aclarar que estamos ante un género que llega hasta la actualidad y que sigue muy viva en algunos países del Norte de África y el Próximo Oriente Asiático, tales como Marruecos, Argelia, Túnez, Libia o Egipto. Hablaremos, por tanto, de un repertorio musical de nueve siglos, con las dificultades para generalizar que esto supone. Más aún cuando las composiciones andalusíes siempre fueron transmitidas oralmente (salvo algunas jarchas) y no se transcribieron a partituras hasta ya entrado el siglo XX. Quizás de todo este período, la época del Califato de Córdoba fue, quizás, la que mayor riqueza musical tuvo.

Un gran número de los instrumentos musicales usados en la música occidental actual tienen origen andalusí. Los que más usaban estos músicos por entonces eran el oud (actual laúd), el rabel (un instrumento en forma de pera con una, dos o tres cuerdas), la kitra (derivación del laúd y origen de la guitarra), el buq (instrumento de viento con forma de cuerno que es origen de la alboka), las castañuelas o la dulzaina”.

 

Antonio García Fuentes

(Escritor y filósofo)

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